Austin Llerandi Pérez

Ensayo y error

Un robot no hará daño a un ser humano o, por inacción,
permitirá que un ser humano sufra daño.
Primera Ley de la Robótica. Isaac Asimov.


Noel disfrutaba hacer jogging por las calles de La Habana, pero a su manera. Y las personas no entienden eso. Las personas siempre quieren cambiarlo todo. “Ríanse”, pensó, mientras enfilaba por Neptuno. “Incultos, eso es lo que son. Este estilo de carrera está de moda en todas las urbes del mundo: París, New York, Londres… Los jóvenes de allí trotan así, como yo lo hago. ¿Qué me importan ustedes?”. Pero las personas, sobre todo los adultos, seguían señalando aquella ridícula manera de correr y, además, burlándose de su lycra.

“Ya casi termino. Solo faltan dos manzanas más y cumplo con el plan de este mes. Hace falta que el verano llegue rápido, para ir a la playa a buscarme una yuma e irme de esta mierda”, planeaba Noel cuando, al doblar la esquina de su cuadra, lo detuvo la visión del enorme camión de mensajería parado justo al frente de su casa. Desde la acera lo apuraba su primo César, con gestos y gritos.

—¡Oye, dale que esto es pa ti! —y de la emoción saltaba sobre un solo pie, alternándose entre uno y otro—. ¡Dale, compadre, deja la corredera!

Noel se acercó a la ventanilla del conductor.

—¿Es usted Noel Alcántara Huerta? —le preguntó un empleado con el monograma de la empresa de mensajería bordado sobre el bolsillo de su camisa de uniforme.

—Sí, ¿por qué?

—Le informamos que usted ha sido ganador en el concurso e-Girl, y por su participación en el mismo mediante una encuesta en redes sociales, su premio es una de las ZX-Doll, de la corporación japonesa Hand-No-More. Por favor, rellene esta planilla —concluyó el empleado, mientras le alargaba una hoja sujeta a una tablilla y descendía del camión.

—Pero yo…

—Esta entrega es privada y la caja que contiene el producto no revela la naturaleza de este. ¿Dónde lo descargo?

—Aquí, aquí mismo —respondió Noel, mientras abría la puerta de su vivienda y le señalaba al empleado un rincón de la sala.

El empleado fue hasta la parte trasera del camión y, pese a ser un hombre robusto, descargó una caja de casi dos metros con evidente trabajo. Noel, al ver las dimensiones del paquete, se aproximó al hombre para ayudarlo. Entre los dos transportaron la caja al interior de la casa.

—¿Le debo algo? —preguntó el joven.

—Tranquilo, la empresa cubre los gastos de envío —aclaró el empleado—. Que la disfrute —dijo y regresó al camión, para luego encender el vehículo e irse.

César, al ver a Noel solo, entró también en la casa.

—Asere, ¿y eso qué cosa es? ¿Lo abrimos? —propuso.

Noel, que trataba de recordar cómo y cuándo había participado en alguna encuesta de alguna red social, se sentó en un sillón. 

—Las tijeras están en la mesita de noche —instruyó a César, y continuó forzando su memoria. “¿Habrá sido aquella vez que me dejé el Facebook abierto en casa de abuela? Porque ella seguro que metió el dedo y empezó a hacer barbaridades con mi cuenta. La verdad es que no recuerdo haber participado en ninguna encuesta de esas”, cavilaba, mientras César abría la caja con las tijeras a puro estilo de película de terror.

El cartón era muy resistente. Pero el primo de Noel era más resistente que el cartón. Al fin, después de casi diez minutos, la caja cedió y cayó al piso, revelando una silueta humana envuelta en nailon. Al rasgar esta última protección, la figura de una mujer desnuda, con todos los atributos y proporciones correctas, estaba de pie en la sala de la casa de Noel.

—¡Cojone, primo! ¡¿Y esto qué pinga es?! —exclamó César, dirigiéndose a un no menos asombrado Noel—. ¡Esa gente te mandaron una jeva por correo!

La verdad sea dicha, el realismo de aquella muñeca hacía sospechar de una broma de mal gusto por parte de alguien. Era demasiado… perfecta. Solo la pantalla, de unas cuatro pulgadas y ubicada bajo el ombligo de la mujer, delataba su condición artificial.

—¿Y dónde se enciende esto? ¿Y cómo se le da carga? —saltaba César de un lugar a otro, revoloteando alrededor de la muñeca.

—¡Espérate un momento, César! ¡Déjame pensar, bárbaro! —lo interpeló Noel—. Por aquí tiene que haber un manual de instrucciones o algo.

—¡Aquí está! —dijo el primo, y se lo alcanzó.

Noel hojeó el manual hasta la página donde comenzaban las instrucciones en español, y comenzó a leer en voz alta.

“Querido usuario: nuestra compañía, Hand-No-More, le agradece por preferir nuestro producto sobre la competencia y le desea una satisfactoria utilización del mismo. Queremos agradecer también…”

Noel, al ver que la página entera estaba compuesta de agradecimientos, optó por saltársela. Además, ya los brinquitos ansiosos de César comenzaban a molestarlo. Siguió hojeando hasta la página que buscaba.

—¡Aquí está!

“Para comenzar a utilizar el producto, encienda el mismo. Para hacerlo, sitúese frente a este a una distancia no mayor de dos metro,s y exclame con un tono de voz elevado: ZX-Doll, turn on!”.

Noel lo intentó varias veces. Pero la muñeca no encendió. “¿Estará rota? Seguro en la aduana le dieron un trastazo… Cabrones”, pensó.

—Primo, el problema aquí es que lo estás pronunciando mal —se burló César—. A ver déjame a mí: ZX-Doll, turn on! —y la muñeca abrió los ojos.

—Hola, amo —comenzó a hablar con un tono agradable—. La empresa estipula que me encienda la primera vez solo para darle la bienvenida. Para comenzar a utilizar todas mis funciones motrices y corporales, por favor conéctese a una red wifi y proceda con la descarga del software desde el sitio oficial de la corporación Hand-No-More. Por favor, apresúrese. Lo espero con ansias.

Y terminó su breve monólogo con una sonrisa pícara, mordida lasciva de labios incluida, que a Noel le erizó el vello del brazo.

—¡Coño, ahora sí se jodió la cosa! —se quejó César—. ¿De dónde se va a descargar eso ahora?

—Espérate, a lo mejor se lleva pocos megas, déjame ver —trató de calmarlo Noel mientras hojeaba otra vez el manual. Llegó a una de las últimas páginas y leyó dos líneas en voz alta—. “El software inicial de utilización del producto, que usted deberá descargar del sitio oficial de la corporación Hand-No-More, ocupa una capacidad de aproximadamente 120 gigabytes”.

La exclamación de César retumbó por toda la casa:

—¡Manda pinga!

“Bueno, hasta aquí llegamos. Lo que me queda es coger la muñeca esta de maniquí o algo, porque yo no tengo cómo descargar esa cantidad de gigas. ETECSA, ni pensarlo”, reflexionó Noel.

—Primo, ¿y Mariela? Recuerda que ella es doctora y tiene Nauta Hogar. A lo mejor te tira el cabo. Con preguntar no se pierde nada.

Noel sonrió, imaginándose la escena. Mariela, que no miraba a nadie en el barrio desde que regresó de Venezuela de misión hace ya dos años, y él parado en su puerta, con la muñeca debajo del brazo, explicándole la situación. Mariela mirándolo desde su autosuficiencia e insultándolo: “¡pervertido!”, para después cerrarle la puerta en la nariz.

—Eso no va a resultar, César.

—¿Y por datos?

—Pipo, ¿tú eres bobo? ¿A ti no te dieron Matemática en la escuela? ¡¿En cuánto me va a salir la gracia esa?! ¡Con ese dinero me voy pa Rusia, pa Ecuador, pa donde sea! —le contestó Noel, alterado—. Ya, se jodió esto. La pongo en la esquina de la sala de adorno y ya está. Hasta que alguien se encapriche y la pueda vender a un buen precio.

César se sentó sobre el otro sillón de la sala, cabizbajo. Miró a la ZX-Doll, desnuda y con su pantalla de cuatro pulgadas ubicada bajo el ombligo. Un rayo de sol jugueteaba sobre el pubis de la muñeca, definiendo una pelusilla color canela. Recordó sus ojos azules, y eso fue lo que desencadenó la lógica de su pregunta.

—Primo, ¿y por qué no probamos en el Joven Club? Yo conozco al director, a lo mejor si hablo con él… Le decimos que es para una investigación y ya está.

Noel, reclinado contra la puerta, podía ver cómo la vecina de enfrente limpiaba el suelo de su casa en unos bóxers que ya comenzaban a perder el elástico. “¿Por qué no? A lo mejor funciona”, pensó, mirando como se agachaba la muy cabrona, que ya se había percatado de que la miraba. La mujer sonrió y le hizo un gesto de negativa, señalando hacia la esquina, donde un grupo jugaba al dominó. El marido estaba de espaldas, ajeno al intercambio. Noel le lanzó un beso y ella hizo un gesto de atraparlo, para luego metérselo en el sujetador.

—Dale, vamos —le dijo a César—. De todas maneras… —y dejó la frase abierta, flotando sobre su primo, que salía de la casa. Ya la mujer ajena terminaba de limpiar, entrando a su propia casa. “¡Que poco dura lo bueno!”, pensó Noel, y echó a andar detrás de César.


*

El director del Joven Club, como todos los directores de todos los sitios, estaba ocupado. Tuvieron que esperar. Una hora. Una hora y media. Ya Noel comenzaba a pensar que aquello había sido una pérdida de tiempo, cuando se abrió la puerta de su oficina y los invitó a pasar.

—Disculpen la demora —se excusó—. Es que estaba en una videoconferencia con el ministro.

—¿Una videoconferencia? —se asombró César, guiñándole un ojo a Noel—. ¡Vaya! Entonces aquí la velocidad del Internet es muy rápida, ¿no?

—Tiene sus días —contestó el director, y luego de una pausa, preguntó—: ¿Y bien? ¿Qué los trae por aquí?

“Déjame hablar a mí”, le había pedido César antes de entrar al Joven Club. Noel lo dejó desenvolverse.

—Bueno, acá mi primo estudia Biología en la Universidad de La Habana y necesita utilizar los servicios que ofrecen ustedes, pero en horas donde no asista nadie, ¿entiende?

—¿Y eso por qué? —se extrañó el director.

—Bueno… —César miró a Noel, en busca de ayuda.

—Mire, el problema es que yo casi me gradúo, y mi propuesta de tesis es un atlas interactivo de la asignatura Anatomía. Ya desarrollé la base, pero lo que me falta es un programa que tengo que descargar de Internet, por eso veníamos a hablar con usted, para ver si era posible —le explicó Noel al director.

—¿Y cuánto se lleva ese programa?

—Más o menos… cien gigas.

—¡¿Pero ustedes están locos, muchachos?! —se escandalizó el director, los ojos casi se le salían de las órbitas—. ¡¿Cien gigas?! ¡Esa es la asignación de conexión bimensual de nosotros! ¡Además, con la velocidad de conexión por cable que tenemos, ese programa demoraría en descargarse tres o cuatro días! ¡Y yo no puedo tener una máquina encendida tanto tiempo! No, no, no…

—Mire, nosotros lo descargamos por wifi —trató de apaciguarlo César.

—¡¿Wifi?! ¡¿Tú dijiste wifi?! ¡Aquí no hay wifi, chico! ¡Esto es la Siberia comunicacional, muchacho! ¡Yo estoy trabajando con un cable que tiene más empates que la Carretera Central, y ustedes vienen y me hablan de wifi! Miren, lo siento, pero no puedo ayudarlos…

Noel y César se levantaron, y ya casi salían cuando el director les preguntó:

—Oigan, ¿y por qué ustedes vinieron aquí, en vez de pedir ayuda en la Universidad?

Noel miró a César. Después de todo, la idea había sido suya.

—Bueno, director, el problema es que al atlas de anatomía interactiva que desarrolló mi primo es una muñeca, y tiene sus mismos ojos…

El hombre los miró por un instante. Luego, alzó el brazo y les señaló la puerta.


*

Los días pasaron y sobre la ciudad siguió corriendo el tiempo, la decadencia. La vecina de enfrente seguía negándose a los reclamos de Noel; el marido continuaba jugando dominó en la esquina, de sol a sol. La muñeca había quedado relegada a un rincón del dormitorio y sobre ella se acumulaba el polvo, que ya empezaba a opacar la pantalla de cuatro pulgadas situada debajo de su ombligo. En verdad era inquietante tenerla allí, como algo que el futuro ha olvidado en un sitio equivocado.

Noel sentía que durante la noche alguien lo llamaba de manera insistente, entrecortada. “Paranoias mías”, pensaba. Y lo enfurecía no ser capaz de remediar la situación de la ZX-Doll. “¿Por qué me suceden a mí estas cosas?”, filosofaba.

La respuesta, como siempre, llegó de una forma inesperada. César, que a fin de cuentas era un adolescente, venía todos los días a casa de Noel a jugar FIFA en un viejo PlayStation 3, recuerdo de épocas más gloriosas que hablaban de juventud y noches de diversión junto a los viejos amigos. Noel lo veía jugar, y una desazón lo molestaba. “Estoy olvidando algo, algo se me escapa”. Hasta que al fin los engranajes cayeron en su sitio y recordó aquella tarde en que su amigo Carlos y él llevaron a “piratear” el PlayStation.

Al relatarle la anécdota a César, este no entendió a la primera. Pero luego se le iluminaron los ojos.

—¿Tú crees, primo? —preguntó.

—No lo sé, César. Pero si de algo estoy seguro es de que si el Forense no echa a andar la ZX-Doll, nadie es capaz de hacerlo.

Solo quedaban por resolver las dificultades del transporte. el Forense no vivía lejos, apenas a un kilómetro de su casa, pero Noel no quería cargar con un cuerpo de mujer (sí: la muñeca, Forense mediante, sería un cuerpo de mujer; Noel estaba seguro de eso). Resolvieron a costa de unos ahorrillos que Noel guardaba para “tiempos más difíciles”. Y aquella misma tarde llegaron a la casa del Forense, que era mitad vivienda y mitad taller, donde se podían catalogar la totalidad de las etapas de la tecnología electrodoméstica. Desde televisores a hasta ollas arroceras, todo era visible e invisible allí, y mientras el Forense los invitaba a pasar y se adentraban en la casa-taller, Noel pudo ver a un maniquí envuelto en una guirnalda de luces que brillaban arrítmicamente. Le pareció un buen presagio.

—Vaya, vaya —exclamó el Forense, al escuchar lo que querían—. No sé. Me parece un reto, y a mí —y señaló con un gesto de brazos abiertos a su alrededor— me encantan los retos.

—¿Entonces? —inquirió César, nervioso.

—Está bien, lo voy a intentar. Pero con una condición: si lo logro, quiero probarla de primero.

Noel no respondió. Sintió sobre sí la mirada de César, también la mirada del Forense. “Si le digo que no, la ZX-Doll se va a podrir en una esquina de mi cuarto, porque yo no puedo descargar esa cantidad de gigas de ningún sitio. ETECSA, ni pensarlo. El Joven Club, tampoco. Así que esta es la única solución. Bueno, hay que joderse. Después la lavo bien y ya está”.

Camino a casa, César se quejaba de la cabronada del Forense. Viejo verde, a ese le queda poco, decía. Noel caminaba en silencio, observando las fachadas derruidas de su barrio. “¡Cojones, qué ganas tengo de irme de aquí, de que pase algo, no sé, cualquier cosa!”, pensaba. Al llegar, se despidió de César y prometió avisarle cuando el Forense lo llamara por teléfono.


*

Cuatro días después, el timbre del aparato despertó a Noel de una siesta que no conseguía diluir la poquedad del almuerzo.

—Oye, soy yo. Puedes venir hoy a buscar lo tuyo. Después de las nueve, ¿oíste? —y con esta última advertencia, el Forense colgó.

Noel se demoró en levantarse. “¿Para qué?”, pensó. “Hoy no tengo nada que hacer. Ayer no hice nada. Mañana, tampoco. O no sé. Supongo que si la muñeca está aquí, conversaré un poco con ella. No recuerdo si queda por ahí ropa de mujer, de Rocío o alguna otra. Tendré que revisar”, se propuso.

En la sala estaba César, como siempre. Iba perdiendo 3-1, en el minuto 86.

—¡Qué malo tú eres, macho! —se burló Noel.

—¡Primo, esto está en última dificultad! —respondió el muchacho, enfadado.

Al final perdió. Pero su humor mejoró al enterarse de la llamada del Forense.

—Después de las nueve, ¿eh? ¡Ese lo que quiere es darle por los cuatro costados! ¡Descarado!

Noel alzó los hombros con un gesto de resignación. Abrió la puerta de la calle y vio cómo el vecino, al fin, se montaba en un camión, vestido con unas botas cochambrosas y un overall desgastado. Su mujer lo despidió con un beso y se quedó parada en la acera hasta que el camión dobló la esquina. Luego miró a Noel. Este sonrió, manteniendo la mirada, y cerró la puerta.


*

César decidió que era mejor ir caminando a buscar la ZX-Doll. Después de todo, no había otra forma. Así que salieron media hora antes, para recorrer despacio el escaso kilómetro que los separaba de la vivienda del Forense.

Lo primero que los sorprendió fue el azul y rojo de los bombillos de la ambulancia proyectados contra la fachada. Luego, que sacaran al Forense envuelto entre sábanas que, a la distancia que los separaba, se veían manchadas de sangre.

Aunque estaba vivo. La prueba de ello eran sus gritos de loco.

—¿Y ahora qué hacemos?

—¡¿Cómo que qué hacemos, Noel?! ¡Entrar y llevarnos la muñeca, eso es lo que hacemos!

—¿Así, delante de todos?

—¡Claro, macho, esto es La Habana! ¡Ese viejo vive solo, y en lo que sale del hospital le vaciaron la casa! ¿En qué planeta tú vives?

César se adentró decidido entre los vecinos que contemplaban la partida de la ambulancia. Noel lo siguió. Atravesaron el taller del Forense buscando a la muñeca. La encontraron en la habitación, sobre la cama. Allí había sucedido todo. Los detuvo por un momento la sangre, el olor viscoso de la sangre, pero César apuró:

—¡Dale, coge ahí por los pies!

Y así, desnuda y sin envolver, sacaron a la ZX-Doll. La primera reacción de los vecinos fue de asombro. Luego, alguien gritó: “¡Ladrones!”, y los dos echaron a correr.

La ZX-Doll parecía sonreír, mientras por la pantalla de cuatro pulgadas ubicada debajo de su ombligo se deslizaba una delgada línea de texto, que Noel leyó con dificultad: “index/error-php/access0denied/PROTOCOL_VAG-DENT/true”, mientras las calles parecían alargarse entre la noche, hasta el infinito.

“¿Por qué me suceden a mí estas cosas?”, pensó.

Noel disfrutaba hacer jogging por las calles de La Habana, pero a su manera. Y las personas no entienden eso. Las personas siempre quieren cambiarlo todo. “Ríanse”, pensó, mientras enfilaba por Neptuno. “Incultos, eso es lo que son. Este estilo de carrera está de moda en todas las urbes del mundo: París, New York, Londres… Los jóvenes de allí trotan así, como yo lo hago. ¿Qué me importan ustedes?”. Pero las personas, sobre todo los adultos, seguían señalando aquella ridícula manera de correr y, además, burlándose de su lycra.

“Ya casi termino. Solo faltan dos manzanas más y cumplo con el plan de este mes. Hace falta que el verano llegue rápido, para ir a la playa a buscarme una yuma e irme de esta mierda”, planeaba Noel cuando, al doblar la esquina de su cuadra, lo detuvo la visión del enorme camión de mensajería parado justo al frente de su casa. Desde la acera lo apuraba su primo César, con gestos y gritos.

—¡Oye, dale que esto es pa ti! —y de la emoción saltaba sobre un solo pie, alternándose entre uno y otro—. ¡Dale, compadre, deja la corredera!

Noel se acercó a la ventanilla del conductor.

—¿Es usted Noel Alcántara Huerta? —le preguntó un empleado con el monograma de la empresa de mensajería bordado sobre el bolsillo de su camisa de uniforme.

—Sí, ¿por qué?

—Le informamos que usted ha sido ganador en el concurso e-Girl, y por su participación en el mismo mediante una encuesta en redes sociales, su premio es una de las ZX-Doll, de la corporación japonesa Hand-No-More. Por favor, rellene esta planilla —concluyó el empleado, mientras le alargaba una hoja sujeta a una tablilla y descendía del camión.

—Pero yo…

—Esta entrega es privada y la caja que contiene el producto no revela la naturaleza de este. ¿Dónde lo descargo?

—Aquí, aquí mismo —respondió Noel, mientras abría la puerta de su vivienda y le señalaba al empleado un rincón de la sala.

El empleado fue hasta la parte trasera del camión y, pese a ser un hombre robusto, descargó una caja de casi dos metros con evidente trabajo. Noel, al ver las dimensiones del paquete, se aproximó al hombre para ayudarlo. Entre los dos transportaron la caja al interior de la casa.

—¿Le debo algo? —preguntó el joven.

—Tranquilo, la empresa cubre los gastos de envío —aclaró el empleado—. Que la disfrute —dijo y regresó al camión, para luego encender el vehículo e irse.

César, al ver a Noel solo, entró también en la casa.

—Asere, ¿y eso qué cosa es? ¿Lo abrimos? —propuso.

Noel, que trataba de recordar cómo y cuándo había participado en alguna encuesta de alguna red social, se sentó en un sillón. 

—Las tijeras están en la mesita de noche —instruyó a César, y continuó forzando su memoria. “¿Habrá sido aquella vez que me dejé el Facebook abierto en casa de abuela? Porque ella seguro que metió el dedo y empezó a hacer barbaridades con mi cuenta. La verdad es que no recuerdo haber participado en ninguna encuesta de esas”, cavilaba, mientras César abría la caja con las tijeras a puro estilo de película de terror.

El cartón era muy resistente. Pero el primo de Noel era más resistente que el cartón. Al fin, después de casi diez minutos, la caja cedió y cayó al piso, revelando una silueta humana envuelta en nailon. Al rasgar esta última protección, la figura de una mujer desnuda, con todos los atributos y proporciones correctas, estaba de pie en la sala de la casa de Noel.

—¡Cojone, primo! ¡¿Y esto qué pinga es?! —exclamó César, dirigiéndose a un no menos asombrado Noel—. ¡Esa gente te mandaron una jeva por correo!

La verdad sea dicha, el realismo de aquella muñeca hacía sospechar de una broma de mal gusto por parte de alguien. Era demasiado… perfecta. Solo la pantalla, de unas cuatro pulgadas y ubicada bajo el ombligo de la mujer, delataba su condición artificial.

—¿Y dónde se enciende esto? ¿Y cómo se le da carga? —saltaba César de un lugar a otro, revoloteando alrededor de la muñeca.

—¡Espérate un momento, César! ¡Déjame pensar, bárbaro! —lo interpeló Noel—. Por aquí tiene que haber un manual de instrucciones o algo.

—¡Aquí está! —dijo el primo, y se lo alcanzó.

Noel hojeó el manual hasta la página donde comenzaban las instrucciones en español, y comenzó a leer en voz alta.

“Querido usuario: nuestra compañía, Hand-No-More, le agradece por preferir nuestro producto sobre la competencia y le desea una satisfactoria utilización del mismo. Queremos agradecer también…”

Noel, al ver que la página entera estaba compuesta de agradecimientos, optó por saltársela. Además, ya los brinquitos ansiosos de César comenzaban a molestarlo. Siguió hojeando hasta la página que buscaba.

—¡Aquí está!

“Para comenzar a utilizar el producto, encienda el mismo. Para hacerlo, sitúese frente a este a una distancia no mayor de dos metro,s y exclame con un tono de voz elevado: ZX-Doll, turn on!”.

Noel lo intentó varias veces. Pero la muñeca no encendió. “¿Estará rota? Seguro en la aduana le dieron un trastazo… Cabrones”, pensó.

—Primo, el problema aquí es que lo estás pronunciando mal —se burló César—. A ver déjame a mí: ZX-Doll, turn on! —y la muñeca abrió los ojos.

—Hola, amo —comenzó a hablar con un tono agradable—. La empresa estipula que me encienda la primera vez solo para darle la bienvenida. Para comenzar a utilizar todas mis funciones motrices y corporales, por favor conéctese a una red wifi y proceda con la descarga del software desde el sitio oficial de la corporación Hand-No-More. Por favor, apresúrese. Lo espero con ansias.

Y terminó su breve monólogo con una sonrisa pícara, mordida lasciva de labios incluida, que a Noel le erizó el vello del brazo.

—¡Coño, ahora sí se jodió la cosa! —se quejó César—. ¿De dónde se va a descargar eso ahora?

—Espérate, a lo mejor se lleva pocos megas, déjame ver —trató de calmarlo Noel mientras hojeaba otra vez el manual. Llegó a una de las últimas páginas y leyó dos líneas en voz alta—. “El software inicial de utilización del producto, que usted deberá descargar del sitio oficial de la corporación Hand-No-More, ocupa una capacidad de aproximadamente 120 gigabytes”.

La exclamación de César retumbó por toda la casa:

—¡Manda pinga!

“Bueno, hasta aquí llegamos. Lo que me queda es coger la muñeca esta de maniquí o algo, porque yo no tengo cómo descargar esa cantidad de gigas. ETECSA, ni pensarlo”, reflexionó Noel.

—Primo, ¿y Mariela? Recuerda que ella es doctora y tiene Nauta Hogar. A lo mejor te tira el cabo. Con preguntar no se pierde nada.

Noel sonrió, imaginándose la escena. Mariela, que no miraba a nadie en el barrio desde que regresó de Venezuela de misión hace ya dos años, y él parado en su puerta, con la muñeca debajo del brazo, explicándole la situación. Mariela mirándolo desde su autosuficiencia e insultándolo: “¡pervertido!”, para después cerrarle la puerta en la nariz.

—Eso no va a resultar, César.

—¿Y por datos?

—Pipo, ¿tú eres bobo? ¿A ti no te dieron Matemática en la escuela? ¡¿En cuánto me va a salir la gracia esa?! ¡Con ese dinero me voy pa Rusia, pa Ecuador, pa donde sea! —le contestó Noel, alterado—. Ya, se jodió esto. La pongo en la esquina de la sala de adorno y ya está. Hasta que alguien se encapriche y la pueda vender a un buen precio.

César se sentó sobre el otro sillón de la sala, cabizbajo. Miró a la ZX-Doll, desnuda y con su pantalla de cuatro pulgadas ubicada bajo el ombligo. Un rayo de sol jugueteaba sobre el pubis de la muñeca, definiendo una pelusilla color canela. Recordó sus ojos azules, y eso fue lo que desencadenó la lógica de su pregunta.

—Primo, ¿y por qué no probamos en el Joven Club? Yo conozco al director, a lo mejor si hablo con él… Le decimos que es para una investigación y ya está.

Noel, reclinado contra la puerta, podía ver cómo la vecina de enfrente limpiaba el suelo de su casa en unos bóxers que ya comenzaban a perder el elástico. “¿Por qué no? A lo mejor funciona”, pensó, mirando como se agachaba la muy cabrona, que ya se había percatado de que la miraba. La mujer sonrió y le hizo un gesto de negativa, señalando hacia la esquina, donde un grupo jugaba al dominó. El marido estaba de espaldas, ajeno al intercambio. Noel le lanzó un beso y ella hizo un gesto de atraparlo, para luego metérselo en el sujetador.

—Dale, vamos —le dijo a César—. De todas maneras… —y dejó la frase abierta, flotando sobre su primo, que salía de la casa. Ya la mujer ajena terminaba de limpiar, entrando a su propia casa. “¡Que poco dura lo bueno!”, pensó Noel, y echó a andar detrás de César.


*

El director del Joven Club, como todos los directores de todos los sitios, estaba ocupado. Tuvieron que esperar. Una hora. Una hora y media. Ya Noel comenzaba a pensar que aquello había sido una pérdida de tiempo, cuando se abrió la puerta de su oficina y los invitó a pasar.

—Disculpen la demora —se excusó—. Es que estaba en una videoconferencia con el ministro.

—¿Una videoconferencia? —se asombró César, guiñándole un ojo a Noel—. ¡Vaya! Entonces aquí la velocidad del Internet es muy rápida, ¿no?

—Tiene sus días —contestó el director, y luego de una pausa, preguntó—: ¿Y bien? ¿Qué los trae por aquí?

“Déjame hablar a mí”, le había pedido César antes de entrar al Joven Club. Noel lo dejó desenvolverse.

—Bueno, acá mi primo estudia Biología en la Universidad de La Habana y necesita utilizar los servicios que ofrecen ustedes, pero en horas donde no asista nadie, ¿entiende?

—¿Y eso por qué? —se extrañó el director.

—Bueno… —César miró a Noel, en busca de ayuda.

—Mire, el problema es que yo casi me gradúo, y mi propuesta de tesis es un atlas interactivo de la asignatura Anatomía. Ya desarrollé la base, pero lo que me falta es un programa que tengo que descargar de Internet, por eso veníamos a hablar con usted, para ver si era posible —le explicó Noel al director.

—¿Y cuánto se lleva ese programa?

—Más o menos… cien gigas.

—¡¿Pero ustedes están locos, muchachos?! —se escandalizó el director, los ojos casi se le salían de las órbitas—. ¡¿Cien gigas?! ¡Esa es la asignación de conexión bimensual de nosotros! ¡Además, con la velocidad de conexión por cable que tenemos, ese programa demoraría en descargarse tres o cuatro días! ¡Y yo no puedo tener una máquina encendida tanto tiempo! No, no, no…

—Mire, nosotros lo descargamos por wifi —trató de apaciguarlo César.

—¡¿Wifi?! ¡¿Tú dijiste wifi?! ¡Aquí no hay wifi, chico! ¡Esto es la Siberia comunicacional, muchacho! ¡Yo estoy trabajando con un cable que tiene más empates que la Carretera Central, y ustedes vienen y me hablan de wifi! Miren, lo siento, pero no puedo ayudarlos…

Noel y César se levantaron, y ya casi salían cuando el director les preguntó:

—Oigan, ¿y por qué ustedes vinieron aquí, en vez de pedir ayuda en la Universidad?

Noel miró a César. Después de todo, la idea había sido suya.

—Bueno, director, el problema es que al atlas de anatomía interactiva que desarrolló mi primo es una muñeca, y tiene sus mismos ojos…

El hombre los miró por un instante. Luego, alzó el brazo y les señaló la puerta.


*

Los días pasaron y sobre la ciudad siguió corriendo el tiempo, la decadencia. La vecina de enfrente seguía negándose a los reclamos de Noel; el marido continuaba jugando dominó en la esquina, de sol a sol. La muñeca había quedado relegada a un rincón del dormitorio y sobre ella se acumulaba el polvo, que ya empezaba a opacar la pantalla de cuatro pulgadas situada debajo de su ombligo. En verdad era inquietante tenerla allí, como algo que el futuro ha olvidado en un sitio equivocado.

Noel sentía que durante la noche alguien lo llamaba de manera insistente, entrecortada. “Paranoias mías”, pensaba. Y lo enfurecía no ser capaz de remediar la situación de la ZX-Doll. “¿Por qué me suceden a mí estas cosas?”, filosofaba.

La respuesta, como siempre, llegó de una forma inesperada. César, que a fin de cuentas era un adolescente, venía todos los días a casa de Noel a jugar FIFA en un viejo PlayStation 3, recuerdo de épocas más gloriosas que hablaban de juventud y noches de diversión junto a los viejos amigos. Noel lo veía jugar, y una desazón lo molestaba. “Estoy olvidando algo, algo se me escapa”. Hasta que al fin los engranajes cayeron en su sitio y recordó aquella tarde en que su amigo Carlos y él llevaron a “piratear” el PlayStation.

Al relatarle la anécdota a César, este no entendió a la primera. Pero luego se le iluminaron los ojos.

—¿Tú crees, primo? —preguntó.

—No lo sé, César. Pero si de algo estoy seguro es de que si el Forense no echa a andar la ZX-Doll, nadie es capaz de hacerlo.

Solo quedaban por resolver las dificultades del transporte. el Forense no vivía lejos, apenas a un kilómetro de su casa, pero Noel no quería cargar con un cuerpo de mujer (sí: la muñeca, Forense mediante, sería un cuerpo de mujer; Noel estaba seguro de eso). Resolvieron a costa de unos ahorrillos que Noel guardaba para “tiempos más difíciles”. Y aquella misma tarde llegaron a la casa del Forense, que era mitad vivienda y mitad taller, donde se podían catalogar la totalidad de las etapas de la tecnología electrodoméstica. Desde televisores a hasta ollas arroceras, todo era visible e invisible allí, y mientras el Forense los invitaba a pasar y se adentraban en la casa-taller, Noel pudo ver a un maniquí envuelto en una guirnalda de luces que brillaban arrítmicamente. Le pareció un buen presagio.

—Vaya, vaya —exclamó el Forense, al escuchar lo que querían—. No sé. Me parece un reto, y a mí —y señaló con un gesto de brazos abiertos a su alrededor— me encantan los retos.

—¿Entonces? —inquirió César, nervioso.

—Está bien, lo voy a intentar. Pero con una condición: si lo logro, quiero probarla de primero.

Noel no respondió. Sintió sobre sí la mirada de César, también la mirada del Forense. “Si le digo que no, la ZX-Doll se va a podrir en una esquina de mi cuarto, porque yo no puedo descargar esa cantidad de gigas de ningún sitio. ETECSA, ni pensarlo. El Joven Club, tampoco. Así que esta es la única solución. Bueno, hay que joderse. Después la lavo bien y ya está”.

Camino a casa, César se quejaba de la cabronada del Forense. Viejo verde, a ese le queda poco, decía. Noel caminaba en silencio, observando las fachadas derruidas de su barrio. “¡Cojones, qué ganas tengo de irme de aquí, de que pase algo, no sé, cualquier cosa!”, pensaba. Al llegar, se despidió de César y prometió avisarle cuando el Forense lo llamara por teléfono.


*

Cuatro días después, el timbre del aparato despertó a Noel de una siesta que no conseguía diluir la poquedad del almuerzo.

—Oye, soy yo. Puedes venir hoy a buscar lo tuyo. Después de las nueve, ¿oíste? —y con esta última advertencia, el Forense colgó.

Noel se demoró en levantarse. “¿Para qué?”, pensó. “Hoy no tengo nada que hacer. Ayer no hice nada. Mañana, tampoco. O no sé. Supongo que si la muñeca está aquí, conversaré un poco con ella. No recuerdo si queda por ahí ropa de mujer, de Rocío o alguna otra. Tendré que revisar”, se propuso.

En la sala estaba César, como siempre. Iba perdiendo 3-1, en el minuto 86.

—¡Qué malo tú eres, macho! —se burló Noel.

—¡Primo, esto está en última dificultad! —respondió el muchacho, enfadado.

Al final perdió. Pero su humor mejoró al enterarse de la llamada del Forense.

—Después de las nueve, ¿eh? ¡Ese lo que quiere es darle por los cuatro costados! ¡Descarado!

Noel alzó los hombros con un gesto de resignación. Abrió la puerta de la calle y vio cómo el vecino, al fin, se montaba en un camión, vestido con unas botas cochambrosas y un overall desgastado. Su mujer lo despidió con un beso y se quedó parada en la acera hasta que el camión dobló la esquina. Luego miró a Noel. Este sonrió, manteniendo la mirada, y cerró la puerta.


*

César decidió que era mejor ir caminando a buscar la ZX-Doll. Después de todo, no había otra forma. Así que salieron media hora antes, para recorrer despacio el escaso kilómetro que los separaba de la vivienda del Forense.

Lo primero que los sorprendió fue el azul y rojo de los bombillos de la ambulancia proyectados contra la fachada. Luego, que sacaran al Forense envuelto entre sábanas que, a la distancia que los separaba, se veían manchadas de sangre.

Aunque estaba vivo. La prueba de ello eran sus gritos de loco.

—¿Y ahora qué hacemos?

—¡¿Cómo que qué hacemos, Noel?! ¡Entrar y llevarnos la muñeca, eso es lo que hacemos!

—¿Así, delante de todos?

—¡Claro, macho, esto es La Habana! ¡Ese viejo vive solo, y en lo que sale del hospital le vaciaron la casa! ¿En qué planeta tú vives?

César se adentró decidido entre los vecinos que contemplaban la partida de la ambulancia. Noel lo siguió. Atravesaron el taller del Forense buscando a la muñeca. La encontraron en la habitación, sobre la cama. Allí había sucedido todo. Los detuvo por un momento la sangre, el olor viscoso de la sangre, pero César apuró:

—¡Dale, coge ahí por los pies!

Y así, desnuda y sin envolver, sacaron a la ZX-Doll. La primera reacción de los vecinos fue de asombro. Luego, alguien gritó: “¡Ladrones!”, y los dos echaron a correr.

La ZX-Doll parecía sonreír, mientras por la pantalla de cuatro pulgadas ubicada debajo de su ombligo se deslizaba una delgada línea de texto, que Noel leyó con dificultad: “index/error-php/access0denied/PROTOCOL_VAG-DENT/true”, mientras las calles parecían alargarse entre la noche, hasta el infinito.

“¿Por qué me suceden a mí estas cosas?”, pensó.

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Austin Llerandi Pérez

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Austin Llerandi Pérez.

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Karl Krispin

Karl Krispin

Karl Krispin

Con el escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) sucede que, dada su extraordinaria obra que lo hace ver como un escritor entre escritores, nadie quiere dejar de admirarlo; pero a la vez, cada quien desea con vocación de avaro reservarse su interpretación muy personal de su obra.

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