Lorenza Böttner y los mitones negros

Tienes ocho años. Vives en Punta Arenas. Punta Arenas es un pueblo solitario en el centro de la Patagonia, al sur de Chile. Vives en ese pueblo austral con aroma nevoso, donde el acento tiene un dejo nasal de peón, y los hombres, muchos de ellos, llevan pantalones ajustados, chupallas de ala ancha y zapatos taco cuadrado; como en el Medio Oeste de Kansas, solo que allá las botas suelen ser de tacones altos y punta afilada.

Has visto un petirrojo caer. Tu madre, emigrante alemana, te ha leído a Emily Dickinson. Tú sabes que no vivirás en vano si llevas ese petirrojo caído de vuelta a su nido. Esa idea ejerce sobre ti una fascinación tremenda: conexión umbilical entre el pájaro y tú. 

Una fascinación semejante al estado de congoja. 

Te llamas Lorenza Böttner. Bailas como una exhibicionista en la avenida Lexington, esquina con la calle 52, en Nueva York. Sabes que la calle es un espacio de trabajo y mendicidad. Pintas el suelo con los pies mientras bailas. Pintas como un juego, como un juego que se juega con uno mismo. Bailas como quien ya no cree ni en el cielo ni en el infierno, solo en polvo sobre polvo.

De un sótano que es una sex shop que es un bar sale Robert Mapplethorpe y con un pañuelo blanco y un antifaz negro te hace una seña para que entres. Al encontrarse le extiendes el pie con tal gracia, que no se da cuenta de que no es tu mano. Sobre una mesa pringosa fuman puros, beben Coca-Cola y escriben poesías. Él con las manos y tú con los pies.

Robert te fotografía con su vieja Polaroid en el último piso de esa torre. Nunca quisiste poner prótesis a tus hombros. Él ve en tus hombros alas. Las alas de la manca. “Toda mi obra es una prótesis”, le dices a Robert, mientras te coloca par de alas de plumas de patos arrancadas en los estanques de Central Park.

Eres, ahora, la Niké alada de Nueva York. 

En tu boca una colilla de Marlboro. En su boca un corcho recién extraído. Juntos saben que el champán no sirve para nada. Lo único que cuenta es el momento de descorchar la botella.

Dejas Nueva York con la angustia de no saber a dónde van los patos de Central Park en el invierno. Recalas en Barcelona. Te codeas con Ocaña, La Fernanda, Onliyú y con todos esos personajes de La Rambla, en ese underground preolímpico.

Juegos Paralímpicos de Barcelona 1992. 

Mascota oficial: Petra. 

Una figura sin brazos.

Noticia.

Diario español ABC: “Un actor chileno disminuido físico, llamado Lorenza Böttner, dará vida a la mascota Petra”.

Petra, la simpática mascota de los Juegos Paralímpicos de Barcelona en 1992.

Diseñada por Mariscal.

“¡Lorenza tiene copyright!”, dice tu sacrificada progenitora tapando el lente de los fotógrafos.

Hay quien dice que Lorenza Böttner es una artista de Unicef.

Petra, el símbolo de la paraolimpiada.

Freak show.

Handicap Art.

Eres un cuerpo sin identidad.

Eres un cuerpo en tránsito. 

Eres un cuerpo del cruce.

Eres un cuerpo vivo, vulnerable.

Hay cuerpos, nos enseña Marguerite Yourcenar, que no pertenecen al sexo, sino a la especie; en sus mejores momentos llegan a escapar de lo humano.

Un apartamento en Urano es un libro de crónicas en cuya portada aparece un dibujo de Lorenza Böttner. Paul B. Preciado.

Te llamas Ernst Lorenz Böttner. Tienes ocho años y un pelo rubio largo hasta la cintura. Ese pelo es la envidia de todas las niñas de Punta Arenas. De las niñas y sus madres, y de una que otra Loca del Frente. Algunas niñas te llaman “la alemana”. Una cola tirante, como un mazo de espigas de trigo, achina levemente tus ojos claros.

Esa rama es un cable de alta tensión, pero tú no lo sabes. Piensas que es una rama delgada, porque los pájaros viven en los árboles y se posan en las ramas. 

Ese petirrojo tiene una alita rota y no está posado sobre una rama, Ernst, está posado sobre un cable de alta tensión. Pero tú no lo sabes y, sujeto con ambas manos a la rama, quieres devolverlo a su nido. 

En tus manos mitones de encaje negros.

No son mitones, Ernst, es gangrena, pero tú no lo sabes. La descarga eléctrica te revolcó en el suelo y fuiste tú, entonces, el petirrojo caído con la alita rota. Mientras tu padre, un carabinero chileno vestido como un huaso legítimo, con una gruesa manta a rayas sobre los hombros decía: “Por la misericordia de Cristo nuestro Señor”. 

Nada detiene el proceso de putrefacción.

Los médicos rurales no te quitan los mitones de encaje negros, Ernst. Te quitan los brazos, pero tú no lo sabes.


Imagen de portada: Lorenza Böttner / ‘El Mundo’.




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Ray Veiro

“Quiero que mi poesía sea una foto de la época en la que he vivido, una foto que refleje la realidad, sea agradable o desagradable, pero al menos que sea sincera y crítica”.