Es agosto y el sol del mediodía seca la sabana con una luz blanca. El último vagón del tren se aleja por las vías. Raíles que brillan como escamas de serpiente desprenden olas de calor.
Lourdes ajusta la mochila sobre los hombros. Camina hacia el pueblo. Tierra reseca, el aire ondeando el calor sobre el suelo. Fernando tenía razón, no están los cañaverales. El campo, un pellejo cuarteado.
Por más que mira, Lourdes no puede creerlo. Sencillamente no puede. Como si bastara con no creer para que el campo se llenara otra vez de caña. Como si con no creer pudiera volver a masticarlas con Clara y Ernesto. Las hojas filosas cortándoles la cara, los dedos.
Lourdes piensa en Fernando. En la impresión de verlo recostado sobre una ventanilla. La mirada ausente. Ella caminaba por el pasillo del tren para estirar las piernas inflamadas.
—Cerrado —dijo él. Lourdes lo había mirado sin entender—. Cerraron el Ingenio.
Lourdes había quedado boquiabierta.
—¿Y qué sucedió con ustedes?
Había trabajadores que eran del Ingenio como se es del propio cuerpo. Si el Ingenio cerraba, ¿qué quedaba? Pensó en la madre, no se atrevió a preguntar por ella.
—Nos despidieron —había respondido, en tono muy bajo, Fernando. La camisa gastada hedía a sudor—. Aguanté cuanto pude, quería permanecer en el pueblo. Al final, tuve que mudarme a Santiago en busca de trabajo —articulaba cada palabra con pereza—. Pero no me adapto.
Lourdes había llevado los ojos a la barba canosa, descuidada. Pensó que Fernando no era Fernando sin el Ingenio.
Ella, tampoco. Pero vuelve. Se prometió no volver y vuelve.
Camina con la mirada fija en las torres del Ingenio, torres aquejadas de inmovilidad fantasmal. Restos de un templo de raspadura y guarapo de caña, como le gustaba decir a Clara. Templo hoy sin Dios, sin altares, sin fieles.
La vida del pueblo comenzaba con la sirena de la zafra, el olor dulzón de la melaza, la ceniza del bagazo pegándose a la piel. No más. De la gran nave solo quedan huesos, la sombra del metal oxidado sobre lozas arrancadas.
La posibilidad de no encontrar a la madre la turba. Durante el viaje, Lourdes se había alistado para el resentimiento materno. Ser recibida con palabras acusatorias, la incomprensión bullendo ante tanto silencio.
Sin embargo, no había previsto la ausencia. ¿Vivirá la madre? La interrogante deja libre, danzando frente a los ojos, una expresión de miedo. Clara, la amiga de la infancia, ¿dónde estará?
El vientre se mueve. El niño. La niña. Tienes trece semanas, es del tamaño de una naranja, dijo la doctora mientras desplazaba el transductor.
Insistía en que Lourdes mirara a la pantalla. Lourdes experimentó entonces un extraño escalofrío. La aterraba imaginar su vientre convertido en un globo de helio. Enormes también los senos. Dijo: No. Sin pensarlo. Ante el rostro sorprendido de la doctora. No quiero tenerlo.
Una bandada de azulejos vuela por encima de su cabeza. Vida y belleza sobre muerte y fealdad. Camina. Le duelen las piernas, cada vez más inflamadas. Calles de polvo, casas torcidas sumidas en extraña quietud.
En la choza de la bodeguera, otrora pintada de azul cielo, el moho ha decorado la pared lateral con una oscura capa. Las tablas que forman la fachada de la vivienda de Rita, la antigua cocinera del ingenio, han sido agujereadas por la carcoma. La casa de Fefa y Antonio, los padres de Ernesto, se ha inclinado hacia delante. Se diría que está a poco de caer.
¿Qué habrá sido de ellos? Antonio era machetero. Volvía del cañaveral y Fefa le daba café. Lourdes recuerda el olor del café y siente un hoyo en el pecho.
Todo parece ser y no ser. Estar y no estar. Lo indeleble no existe, comprende Lourdes con amargura. Uno lo fabrica, pero en verdad no existe.
Lo que llaman hogar es una mancha corrosiva debajo de los pies. Sin embargo, a través de alguna puerta o de la ventana semiabierta, Lourdes vislumbra sombras, escucha voces. No todos se han ido, se dice.
Ernesto y ella se fueron a la capital. Él, en busca de una vida más allá del límite del caserío; ella, llevada por el anhelo de dejar atrás lo que había visto.
Se asentaron en un caserío ilegal, un llega y pon. Casas de cartón, de zinc robado, de tablas encontradas en basureros. Casas sin electricidad ni agua corriente. La policía las demolía una o dos veces al mes. Las personas llegadas del campo se afanaban en volver a levantarlas.
Lourdes se consolaba al pensar que estaba de paso. El mal momento no duraría por siempre. Lo eterno, lo seguro para ella, eran los cañaverales, la sirena del Ingenio, correr descalza por el barrio, las casas pintadas y las puertas abiertas, casas en las que se entraba sin llamar porque todos eran una gran familia.
A la vuelta de la esquina está la casa de Modesta. Lourdes se detiene, el nudo en el estómago. Evoca las macetas en el portal, plantas medicinales —sábila, menta, orégano, albahaca, manzanilla—, siempre verdes. Olorosas. A Modesta le encantaba preparar brebajes. Los vecinos acudían a ella al menor indicio de tos o indigestión.
De pronto, distingue la figura del viejo Manolo. Ahí está, derrumbado sobre un taburete en el portal. Manolo, la misma postura de aquella mañana que se marchó a la capital. Cabeza ladeada, mirada vuelta hacia el maizal. El hombro izquierdo caído, el brazo colgante casi toca el suelo. El sombrero sobre el muslo derecho. Como si no se hubiera movido en seis años.
El perro gris y tuerto echado a los pies del taburete. Una estampa fijada con clavos. Manolo pasaba las horas, aún debe hacerlo, atento para que los niños no robaran las mazorcas de maíz. Ella y sus dos amigos se las arreglaban para burlar la guardia y sustraer algunas. El recuerdo de las tiernas mazorcas que Ernesto, Clara y ella hervían o asaban, las mazorcas untadas de sal y limón, manjar de la adolescencia, provocan un antojo tremendo.
—Manolo, ¿cómo está? —la voz es alta, cantarina, en mitad del terraplén. El perro le dedica una mirada apática—. No todo cambia, ¿verdad, Manolo? —habla como si retomara una conversación trunca.
El viejo hace una mueca y levanta la mano. Lourdes se acerca.
—¿Quién eres? —pregunta, como si fuera él el que regresara.
—Soy Lourdes…
—¿Lourdes? —y los ojos se posan en el vientre abultado.
Lourdes deja caer al suelo la mochila, las estrías en la piel de los hombros le duelen.
—La hija de Modesta —insiste Lourdes— ¿Mi madre sigue aquí?
—Sí. Hará una hora que pasó. Fue al Ingenio. Hay molienda.
Molienda. Lourdes frunce el ceño. No hay caña, no hay Ingenio…
—¿Y ese? —pregunta Manolo.
Lourdes no entiende.
—Ese, el otro. El que venía siempre contigo.
Ernesto. Alto, el pelo encrespado sobre los hombros. Ernesto, subido a los cocoteros para tumbar cocos que pelaba con un machete. Se los entregaba después a las muchachas y ellas bebían el agua fresca y dulce. Los tres, inseparables. Los tres, del otro lado del tiempo. Manolo ha quedado en ese otro lado.
—Se fue. Hace cuatro meses. A México.
El viejo no parece escuchar. Mira el maizal, o lo que queda de él.
—¿Y Clara? —pregunta Lourdes.
Manolo se demora.
Que la amiga hubiera escogido quedarse era una decisión que aún le cuesta aceptar. Lourdes recuerda la conversación de aquella tarde, previa a la partida.
Clara empuñaba una vara larga. El palo se movía grácil sobre la tierra. No creo que deba dejar a mi madre, había dicho la amiga mientras trazaba rayas en vertical.
Rayas sobre la tierra. Dos rayas verticales atravesadas por dos líneas horizontales. Surcos. Cavilaciones. El juego tres en raya, un juego que ambas jugaban.
No después de lo sucedido, concluyó. Dibujó un círculo en una de las esquinas y le ofreció el palo a Lourdes, que trazó una cruz en el centro. En ese momento, a Lourdes no le importaba perder o ganar, lo importante era moverse, moverse adelante.
—¿Cuca? —confunde Manolo.
—No, Clara.
—Cuca murió. Un infarto —añade, y espanta una hormiga del brazo.
Lourdes siente que algo le cae dentro. Cuca, la mujer fuerte. La que iba donde Modesta a que le arrancara los dientes con el alicate, cuando le dolían. Sácalo, decía con los ojos cerrados. Como si la fuerza fuera no gritar.
—¿Por qué volviste? —pregunta Manolo.
Lourdes cuenta que derrumbaron la casa. Que no tuvo fuerzas para levantarla otra vez. Que Ernesto iba a cruzar el río Bravo y no sabe de él. Quizás se ahogó. Que está sola. Que está embarazada.
—A veces pienso en desovar.
Lo dice y se arrepiente. O no. Manolo no se inmuta.
Desovar, igual que Cuca. El cocimiento de ruda, muy amargo, un brebaje para matar al feto. Cuca, con las muñecas amarradas a la rama del cedro, la boca mordiendo el aire. Modesta golpeando el vientre de Cuca y Lourdes y Clara mirando desde la ceiba. La sangre en los muslos y Clara temblando, como si el dolor fuera suyo.
Lourdes supo que nunca más podría mirar a su madre a los ojos. Después de que la ginecóloga le advirtió que con seis meses no podría abortar, la idea del desove le ha rondado la mente.
Desovar, como los peces. Todos somos o podemos ser peces. El tiempo es un pez.
Manolo rompe el silencio.
—Dios castigó al pueblo.
Lourdes lo mira.
—Cerraron el Ingenio. No llueve. No hay niños.
El viejo habla como si las palabras fueran piedras.
—Este pueblo necesita niños. Niños que llamen a la lluvia. Que roben el maíz.
Lourdes siente un escalofrío. Mira al cielo, como si el cielo pudiera responder. Luego, a Manolo.
—Ven, entra —invita Manolo—. Te daré algo de comer.
Lourdes agarra la mochila. El perro se levanta, los sigue a la cocina. Desde la ventana abierta, la luz del sol entra a ramalazos audaces.
De unos clavos encima del fregadero cuelga una sartén tiznada, dos ollas viejas. Sobre el fogón de leña arden rescoldos. Manolo toma un plato y sirve mazorcas hervidas. El olor le llena la nariz, la cabeza. Manolo asiente y tuerce los labios en una mueca. La mueca de antes, la que simulaba una sonrisa.
En ese momento, una patada en el vientre la estremece. Lourdes se acaricia la panza. El perro lame sus piernas.

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