Addio
Mi vecino Ricardo tenía dos grandes deseos. Uno, en lugar de lágrimas y flores, que su vida terminara con un gran aplauso. Y dos, ya que la Revolución Cubana había envejecido sorda a su pueblo, ver su fin antes de morir.
Poco sabía mi querido vecino que un trozo de techo en su cuarto se fuera a desplomar repentinamente sobre su cuerpo anciano. Sin darnos tiempo a despedirnos, entre escombros y mugre, murió Ricardo.
Dicen que encontraron su cuerpo inerte sobre el sofá de terciopelo raído que tenía en su cuarto. Murió con su antigua casetera en la mano y los audífonos en los oídos con el volumen al máximo.
Ese mismo día, esperé que se calmara la locura en el pasillo para asomarme a lo que quedaba del cuarto de Ricardo. En el suelo encontré una caja de casete vacía. La desempolvé para ver la portada y revelar la música que había acompañado a mi vecino en sus últimos momentos.
En la caja había pegada una fotocopia en blanco y negro de la cara de la gran María Callas y sobre ella mi vecino había escrito con plumón negro: La Traviata / Final.
Al verla, recordé que Ricardo había grabado el final de la pieza muchas veces en el mismo casete, para escucharlo una y otra vez. Cuando me lo contó, me resultó algo un poco loco, pero una tarde después que me hizo oír aquel final extraordinario sobre su sofá de terciopelo, quedé tan impactada por el poderoso y triste desenlace, que entendí perfectamente su locura.
Nunca he visto La Traviata. Quizás algún día lo pueda hacer por él.
Ahora que puedo imaginar sus últimos segundos antes de morir, sólo espero que los aplausos del final de esa maravillosa obra se hayan deslizado suavemente por los audífonos hasta sus oídos y que su vida haya terminado con una gran ovación. Y que al menos uno de sus deseos, de alguna forma, se haya cumplido.
El recuerdo no se puede desterrar
Rubén regresaba a La Habana después de muchos años. Como fotógrafo, anhelaba inmortalizar con el flash su cámara la esencia de su amada ciudad. Con la mirada fija a través del lente, apretó suavemente el botón que activaba la intensa luz.
Para su gran sorpresa, lo más profundo del alma de la ciudad se desdobló ante sus ojos: vio las sombras de muchos de los que ya no estaban allí para caminar sus calles, pero lo hacían cada día en el recuerdo. Su verdadera sorpresa fue cuando descubrió que una de las sombras estaba atada a su cuerpo.
Fobias
Rosita tenía fobia a las despedidas. Se pasaba la vida despidiendo gente a la que nunca más volvía a ver.
De niña le dijo adiós a su tía Eva, que se fue a Noruega, y a su prima Marisol que se fue a un pueblito en Cataluña.
Unos años más tarde se despidió de sus hermanos mayores, Lorenzo y Samuel. Luego se fue Alba, Patricio, Beatriz, Norma, Carlitos, vecinos, amigos y aquella cara conocida de la que ya no podía recordar su nombre.
La familia cubana se ha ido reduciendo, tornándose diminuta, quebradiza. No hay sociedad que aguante que le extirpen así la base. Es como sacarle los dientes a un cocodrilo y echarlo de vuelta al rio, sin armas de defensa, sin chances de sobrevivir.
Lo que nunca imaginó Rosita es que un día le tocaría a ella despedirse, temblorosa y triste, de su planta de jazmín, del olor de su casa, de las estrellas que sólo allí contó, de la vista espantosa desde su ventana, pero tan familiar y hermana, del espacio físico que probablemente nunca más volvería a ocupar.
Se alejó ahogada en lágrimas, pero no miró atrás.
Rosita estaba convencida de que jamás se iba a curar de su maldita fobia.
Hablemos, por favor
El cuarto estaba a oscuras. La luz del cigarrillo, cuando Mark lo inhalaba, hacía un intento frustrado por alumbrar la desnudez de Carla. Ella, aspirando el humo y con la espalda hundida en el colchón, encaró el silencio:
—¿Sabes a qué le tengo terror?
—A las cucarachas.
—Te hablo en serio.
—No sé, ¿a qué?
—¿A qué crees?
—A la muerte.
—Más que a la muerte.
—No tengo idea.
—A no dejar ni una huella. Que cuando ya no esté, nadie me recuerde.
—Puedes tallar tu nombre en los baños de la facultad.
—Te dije que hablaba en serio.
—Sí, disculpa. Es tarde.
—Hoy fui al zoológico —dijo ella, apoyando la cabeza en el pecho de Mark.
—¿De veras?
—Sí, pero no pude ver al cocodrilo. Solo vi la marca de su cuerpo impresa en la arena.
—¿Y qué más viste?
—Sólo eso, el rastro de su enorme cola.
—Qué pena que no viste nada más.
—El cocodrilo no se veía, pero su presencia se imponía de alguna forma.
—¿Cenamos juntos mañana? —dijo Mark, ignorando el comentario de Carla.
—Y que nadie se percatara de aquella huella inmutable fue lo que más me conmovió.
—Te hice una pregunta.
—Sí, ya te oí. No sé si pueda. Por favor, apaga el cigarrillo que me vas a quemar.
—Ya termino. Hasta mañana.
—…
La utopía de Matilda
Matilda albergaba una gran obsesión: caminar sobre los años sin despertarlos.
Era tan liviana y de sonrisa tan inmensamente segura, que todos pensaron que lo lograría. Los años, nerviosos al oír el rumor, se desvelaron de tal manera que nunca más cerraron los ojos.
Ella, además de menuda, era incansable. Y decidió tenderle una trampa al tiempo.
Se alejó con su paso juguetón y, sin más, empezó a cavar un pozo para que las manecillas cayeran atrapadas y no volvieran a andar. Abrió un agujero tan profundo que cosquilleaba el alma de la Tierra.
Matilda nunca regresó del hoyo. Cuentan, sin evidencias, que llegó al otro lado del mundo donde amanece más temprano. Aunque aún la buscan sin descanso, todos tienen la corazonada que logró despistar al tiempo.
Placer insípido
Despertó desnuda y en una cama desconocida. Se vistió a toda prisa y salió del apartamento. Recordaba sólo una cosa de la noche anterior: aquella terrible copa de más.
Un sueño cumplido
Brad Smith tenía cinco años y nunca había visto el sol. La nieve y el frío se colaban imperiosamente por las rendijas de la cabaña donde siempre había vivido.
Esa mañana, un destello agudo de luz iluminó la exquisita blancura que cubría el mundo afuera. Sin dar crédito a lo que veía, salió corriendo de la casa.
Para sorpresa de sus padres, Brad se paró de espaldas al sol. Su sombra proyectaba, sobre la nieve, unas piernas infinitamente largas. Sonriendo, estiró los brazos, alargando aún más su silueta hasta que logró tocar, al final del camino, las copas de los árboles.
Una escalera al cielo
Caminé muchos años por la calle Reina, pero nunca había notado aquella gran pared. En su superficie lisa descansaba una escalera solitaria.
Algunos transeúntes se preguntaban qué hacía aquella escalera apoyada en una fachada sin ventanas, sin balcones y tan lejos del techo. Yo me detuve un instante a mirarla y me dio la impresión de que por ella podía llegar al cielo.
Al día siguiente, me conmovió profundamente lo que vi en la pared. Su fachada ahora tenía nubes y un cielo intensamente azul. El olor a pintura fresca aún flotaba en el ambiente.
Estrategia para Venezuela: ¿más sangre?
“Se organizó un circo electoral a sabiendas de que la entidad que arbitra el proceso y toda la infraestructura, están bajo el control absoluto del régimen”.