Eran las cinco de la mañana en San Antonio de los Baños cuando me despertó el sonido de su alarma. Abrí mis ojos para asegurarme de que Diego no se quedara remoloneando en la cama. Yo podía seguir durmiendo, pero me había acostumbrado a utilizar el intermedio del sueño para levantarme a chequear a los niños.
Mi hija menor está a punto de cumplir tres años y no sabe lo que es vivir fuera de esta Base Aérea de las Fuerzas Armadas Cubanas. No la imagino crecer como su hermano adolescente: hablando todo el día de los aviones de guerra que ve volar desde el patio de la casa y comiéndose a preguntas a Diego sobre sus tiempos de lucha en Angola.
A veces siento miedo de que un día queramos irnos de aquí y que no nos sea posible. Temo a descubrirme atrapada en una vida que no me pertenece.
Diego se paró de la cama sin necesidad de que insistiera. Se comportó con la responsabilidad que se espera de un Capitán Piloto de la Fuerza Aérea y no como el niño quejoso que lleva dentro y muchas veces me tocaba domar en las madrugadas.
La noche anterior me había comentado que tenía muchas ganas de volar. En los últimos tres meses no había entrenado lo suficiente. El ahorro de combustible por el Período Especial lo tenía atado al suelo y él es un hombre de las nubes, aunque por aquellos días su cabeza flotaba sobre ellas a tiempo completo. Se le olvidaba que estábamos rodeados por la Seguridad del Estado y que trabajaba para ellos.
—Tengo miedo a que por la mala situación del país se arme una revuelta y me llamen para pelear contra los cubanos.
Cerré todas las ventanas. Si hay un lugar donde tienen oído hasta las paredes es allí.
—A uno lo entrenan para enfrentarse al enemigo, pero nunca se está preparado para que el enemigo sean tus propios vecinos —concluyó.
—No pienses en eso. Llevamos desde 1991 con la misma situación. Quizás es tiempo de que comiencen a mejorar la narrativa.
—¿Cómo? No hay comida, ni siquiera aquí dentro que nos llegan las sobras de los que comen primero. ¡Imagínate cómo están las cosas allá afuera!
Se fumó el cigarrillo de la paz, se metió debajo de la sábana y se quitó la ropa. Lanzó el calzoncillo como una bola de béisbol hasta mis manos.
—El vuelo de mañana será en un Mig 21. No lo toco desde la guerra de Angola.
Me metí a la cama con él y comencé a comerle el cuello.
—Me confiaron volarlo solo —dijo celebrando la estupidez de los que tomaban las decisiones importantes.
Diego sabía perfectamente lo que hubiese dicho y me ahorró el malgastarme la saliva sobre el mismo tema de siempre. Mutiló con sus labios los míos. Las conversaciones difíciles entre nosotros, incluso antes de empezarlas, conducían a un sexo brutal.
Salió del baño vistiendo el uniforme. Yo había regresado a la cama para seguir durmiendo.
Sentí sus pasos alejarse en el cuarto, pero le dejé ir sin despedirse. Sabía que volvería a casa a la hora del almuerzo. Lo bueno que tiene vivir dentro de esta Unidad Militar es que muy pocas veces se rompe la rutina.
Faltaban diez para las doce cuando le vi entrar por la puerta. Sobre la mesa del comedor dejó caer el casco y se desabotonó el uniforme. Su pecho al descubierto me excitaba como el primer día. Estaba muy enamorada de mi marido y de todo lo que venía con él, incluso las malcriadeces.
Cuando tuve mi primer hijo sola, en plena adolescencia, muchos me dijeron que no encontraría quien me ayudase a criarlo. Diego lo amó tanto como a mí desde el primer día y al poco tiempo tuvimos nuestro segundo tesoro, pero como él mismo decía, mi hijo varón era también su primer hijo. La sangre y los genes no hacen al verdadero padre.
Nos miraba juntos y pensaba que lo que teníamos era para siempre.
—A las doce y media sal con la niña al patio para que me vea despegar.
Le costaba tragar la comida y dejó de intentarlo.
—Volar rápido, bajito, alrededor de los cincuenta pies del mar… —murmuraba.
No sé si era consciente de que hablaba en voz alta. Parecía que se hablaba a sí mismo.
—¡Y que no me cojan los de aquí!
Me pregunté por qué un país tan desconfiado que manda sus pilotos en pareja al cielo, lo elegía a él para un vuelo en solitario, pero me respondí a mí misma: “Alguien tiene que hacerlo y él ya lo ha hecho antes”.
—En menos de diez minutos llego—, dijo parándose de la mesa.
Salió al patio a encender un cigarro. Fumó solo hasta la mitad, lujo que podía darse porque el precio del tabaco fue de las pocas cosas que no cambió con la crisis. Si algo tenían en común Diego y el Gobierno de Cuba era la idea de convertir el estrés en humo.
Fumaba mucho más de lo que sus pulmones resistían y la tos le desvelaba en las noches, pero insistía en que era la única manera de controlarse.
Me dijo que estaba presionado por el tiempo, aunque yo creo que era él quien presionaba los minutos a esfumarse entre sus dedos como el cigarro. No podía esperar más. Apagó la colilla con el pie. Me dio un abrazo, besó en la frente a su hija y me repitió mientras se dirigía a la puerta:
—Sal con la niña al patio para que me vean despegar y despídeme del niño.
Confié en él como mismo le confió el Gobierno Cubano el avión de guerra MIG 21 que salió de la Base de San Antonio de los Baños sobre las doce y media, bajo el caliente sol del Caribe.
El cielo despejado me permitió verle sobrevolando la casa. Su hija, cargada en mis brazos, apuntaba a las alturas como le había enseñado desde pequeña.
—Allá va papá —le dije.
Y lo vi perderse en el cielo.
Las nubes se tragaron nuestra historia.
Habían pasado más de dos horas cuando escuché un par de voces desconocidas en las afueras de mi puerta. Miré por la ventana y vi a dos oficiales militares sentados en el muro de entrada a mi casa. Supuse que no esperaban que les abriera porque no tocaron el timbre ni llamaron por mi encuentro.
Mi hijo regresó de la escuela y se escurrió entre los guardias hasta la entrada. La puerta se cerró detrás de él, dejando a los intrusos fuera y las dudas dentro.
—¿Sabes si Diego está volando hoy? —preguntó mi hijo.
—Sí.
—Llámalo a ver si está bien. Vi despegar los helicópteros de búsqueda y captura. Esos solo vuelan cuando alguien se pierde o se mata.
—Las malas noticias vuelan más rápido que los aviones. Si le hubiese pasado algo ya lo sabríamos.
Lo dije para calmarme a mí misma, aunque no lograba creérmelo. Temía lo peor desde que abrí la ventana y descubrí a los oficiales. Basada en mi experiencia en los protocolos militares y el tiempo que llevaba viviendo en la Base, sabía que su presencia indicaba problemas.
—No hay combustible —insistía mi pequeño—. Si despegan tantos aviones es que algo grande está pasando.
Las largas conversaciones con su padrastro y su inteligencia me pasaban factura. Sentí terror a que vinieran a decirme que Diego se había matado en el mar o, peor aún, que le habían tumbado el avión. No aguanté la incertidumbre y abrí la puerta. La casa se llenó de jefes militares de altos grados. Caras conocidas y desconocidas que habían sido movilizadas desde otras unidades.
—Ve con tu hermana a jugar al cuarto —le pedí al niño.
El jefe mandó a una de las mujeres a ocuparse de ellos.
—No se ponga nerviosa, señora —dijeron, al ver que me temblaba todo el cuerpo—. El ciudadano Diego acaba de traicionar a la Revolución y a su familia.
Hasta ese día, para hablar de Diego se le llamaba “Capitán”. Lo degradaron desde la primera frase que utilizaron para referirse a él cuando se les perdió de los radares y confirmaron su rumbo a los Estados Unidos.
Me convertí en la esposa de un traidor a la patria y debía pagar por eso.
Los militares de la puerta de casa no se fueron nunca más ni me dejaron hacerlo a mí tampoco, cuando insistí en regresarme a casa de mis padres. Me custodiaban de un lado a otro y no podía salir sin permiso.
Las largas horas de interrogaciones se volvieron parte de la rutina diaria, al punto que comencé a reconocer la manipulación. Sabía cuándo me ofenderían o se harían pasar por mis aliados para conseguir un testimonio. Muchas veces me hacían sentir que estaban de mi lado y simpatizaban con el sufrimiento de una madre sola con dos hijos. Otras veces, descargaron contra mí la rabia que les quedaba por Diego.
Negué completamente todas las acusaciones en mi contra y traté de limpiar nuestro nombre. No creo que Diego fuera un espía, como intentaban hacerme creer muchas veces, o al menos, si lo era, yo nunca me di cuenta. Creo que al final era un ciudadano, como ellos mismos lo llamaban al degradarlo, que se había desengañado de su país después de conocerlo desde bien adentro.
A mí tampoco me prepararon para que el enemigo fueran mis propios vecinos. Los militares que hoy me interrogaban y ofendían eran los mismos que se tomaban las cervezas con mi marido en el patio de mi casa.
Estuve sola desde el primer día, acosada por las miradas de reojo de todo el que me rodeaba. Me pasaba semanas sin hablar con nadie más que mis hijos. Los vecinos limitaron todo tipo de contacto conmigo, por eso me extrañó cuando vi a la mujer de un piloto venir a tocarme la puerta. Los guardias le abrieron paso y aceptaron su petición de llevarme a su casa por un café.
—Ven conmigo, te hará bien.
La cafetera ya estaba colando cuando entré, aunque no había más nadie por todo aquello.
Me preguntó cómo estaba y le dije lo justo:
—Sobrevivo.
Me llevó a su cuarto y encendió una radio que agarraba la señal de Radio Martí. Había escuchado hablar de la emisora, pero nunca sintonizaba. Era ilegal por su contenido anticomunista.
La voz de mi marido me sorprendió al amplificarse en aquel par de bocinas viejas. Desde la ciudad de Miami, le contaba al mundo su historia.
Aterrizó el avión en Boca Chica, en Key West, en menos de diez minutos desde su despegue en Cuba. Evitó ser captado por los radares al volar a menos de cincuenta pies del mar. “Muy bajito”, como le escuché decir que planeaba hacerlo.
“Me dio tiempo a bajarme del avión, quitarme el casco y encender un cigarro”, narraba su voz en la radio.
Sin haber terminado de fumárselo, lo cogieron preso hasta que se investigó su caso y le concedieron asilo político. Las autoridades americanas aseguraban que lograron verlo en el radar por algunos segundos y estaban preparados para defenderse. Creo que se justificaban ante la audiencia, mientras Diego explicaba lo fácil que le había sido el proceso.
Lo pensé sentado en la mesa del comedor, como la última vez que le vi, fumándose un cigarro hasta mancharse los dedos. Escuché sus declaraciones imaginándome que me hablaba solo a mí, como solía hacerlo. Sentí celos del periodista, que podía hacerle tantas preguntas y respirar su mismo aire en aquella cabina.
Mencionó que dejaba atrás a su mujer y su hija. Defendió mi inocencia a modo de mensaje a las autoridades cubanas. Estaba consciente de que el precio de sus acciones iba a pagarlo otro. Habló también del deseo de volver a vernos. No pude evitar llorar, a solas, en aquel cuarto ajeno, sentada sobre la cama de un matrimonio que no era el mío.
—Él no va a regresar por ti —me dijo la vecina entrando al cuarto—. Te dejó sola y nunca más lo verás.
—Gracias —le dije, secándome la cara.
—¿Por qué no vas a la televisión y respondes a sus declaraciones? Explícales a todos que es un traidor a la Patria y un mal padre que dejó a su hija.
—A mí las cámaras no se me dan bien y la mentira tampoco.
Me negué a cooperar con ellos y desde ese día nadie más cooperó conmigo. No me llegaban los alimentos a la casa, no tenía leche que darles a mis hijos ni permiso para irme de ese lugar.
El miedo del que siempre hablé, la pesadilla recurrente que me azotaba en las noches cuando pensaba en la imposibilidad de escapar de esta vida que no me pertenecía, se me había hecho realidad.
Estaba peleando una batalla en contra de la intimidación y el hostigamiento con el que me castigaban oficiales de guerra entrenados por las Fuerzas Armadas Cubanas. Mi ejército era de una sola persona. Mis balas, mis municiones y mis bombas eran los recuerdos del hermoso matrimonio que una vez tuve y la promesa que dejara Diego de reunirnos pronto.
La tarde en que mi hijo llegó de la escuela llorando, quejándose del dolor en los golpes y arañazos que traía en su cuerpo, sentí que me cortaron el cable a tierra que me mantenía serena sin ser esa mi naturaleza. Sus compañeros de aula le habían tirado piedras en el patio gritándole: “¡Tu padre es un traidor!”
—No es tu padre del que hablan. Diego no es tu padre —le dije sin pensar mis palabras. Quería protegerle del dolor y la humillación, pero era muy tarde—. ¡Y tampoco es un traidor!
Se quedó dormido en mis brazos mientras le ponía hielo en los golpes. Diego era su padre. El único que conocía.
Abrí la puerta de la casa y comencé a botar todas las pertenencias de Diego para el medio de la calle. Sobre las cabezas de los militares volaron sus ropas, zapatos, materiales de trabajo, fotos… y todo lo que pude encontrarme. En menos de diez minutos tenía las caras imponentes de los jefes de la Base a la vista.
—¡No puedes hacer esto!
—¡Quiero que se lleven todo de aquí y que nos dejen en paz!
A las cabezas de los jefes tiré el resto de las cosas. Su presencia había dejado de intimidarme.
Me preguntaron qué necesitaba para calmarme y negocié mandar a mis hijos con mis padres.
Una semana después, los vi partir hacia la provincia de Holguín, con rumbo a la misma casa de la que salí embarazada cuando le ofrecieron el trabajo a mi marido.
La soledad me estaba volviendo loca y les pedí que me dejaran visitar a mi suegra en las afueras de la Base. Quizás pudiera ella darme noticias de Diego y recargarme las ganas de seguir luchando por mi familia.
En todo este tiempo no había sabido más de él. Llevaba conmigo sus palabras: “Lo nuestro es para siempre”. Pero estaba necesitada de volver a escucharlas. Días después, me escoltaron hasta su casa.
Ese día recibí su primera llamada al teléfono de la vecina de mi suegra.
—Estoy bien —dijo sin que le preguntara—. Cuando aterricé en el Cayo no había nadie en la pista. Me dio tiempo a quitarme el casco y…
—Prender un cigarro —dije terminando la frase.
—A las dos caladas llegó un oficial americano y me dijo: “Bienvenido a territorio americano”.
Me repitió lo mismo que escuché en la radio, salvo un par de detalles que guardó para mí.
Hablaba de todos los cambios en su vida con emoción, pero yo no era capaz de sentir nada más que miedo. Teníamos la certeza de que la llamada estaba siendo interceptada por la Seguridad del Estado y le hablaba a mi marido como si me estuvieran interrogando.
Nos hicimos la promesa de hablar todos los miércoles. Salí de allí convencida de que anotamos en la agenda de algún funcionario del gobierno el plan semanal de escucharnos.
La rutina siempre sería la misma. Su voz tenue del otro lado del teléfono, a noventa millas de la sala de la vecina de mi suegra. No había intimidad de ningún tipo. Muchas veces, a mi lado esperaba su madre para hablar con él o la casa ajena, llena de gente, me impedía sincerarme.
Me preguntaba quién era la tercera persona que interceptaba la charla y si, cuando nos escuchaba hablar de nuestros hijos y de la vida separados, alguna vez se compadeció de la situación y logró vernos como seres humanos atrapados en el dolor, o si para ellos siempre fuimos dos traidores sospechosos desde el primer día.
Ante mi silencio, se cansaron de tenerme en la Base y me escoltaron hasta Holguín. Regresé a casa de mis padres, donde atraje los ojos chismosos del barrio, el reporte del presidente del CDR y unas cuantas cámaras fotográficas apuntando a nuestra ventana cada semana.
Esas fotos nunca las he visto, pero me pregunto a veces dónde estarán esas imágenes de mi vida que documentaron y si recogieron toda la tristeza y soledad que pasé durante mucho tiempo.
Mi hijo mayor comenzó a tomar clases de ballet y dejó de hablar de los aviones. Mi hija creció preguntando cada día por su padre y apuntando al cielo en su búsqueda. Para ella, él está arriba, posiblemente sentado al lado de Dios, en el lugar que yo misma lo puse ante sus ojos. Le enseñé a esperar por sus llamadas los miércoles, a pesar de que se hizo muy difícil conseguir quien me dejara utilizar su teléfono en el barrio. De hacerlo, sabían que sus llamadas serían interceptadas por la Seguridad. La gente en Cuba tiene muchas cosas que decir del gobierno, pero nunca las dicen cuando saben que los están escuchando.
No pude conseguir trabajo en ninguna parte. El historial de ser la mujer de un desertor me persiguió en cada entrevista que logré coordinar. Vivía con los ciento cincuenta dólares que me mandaba Diego cada mes.
Mis padres fueron de visita a los Estados Unidos por invitación de mi hermana. Les pedí que se reunieron con Diego en buena onda, a pesar de que ellos nunca le perdonaron habernos abandonado. A Cuba solo regresó mi madre, dejando a mi padre exiliado. Sintió que no podía dejarme atrás y se lo agradezco. Los momentos que pasé, sin ella a mi lado hubieran sido insoportables.
Mi madre me contó que Diego estaba muy cambiado. “Todos los que se van, cambian; es normal”, me dije a mí misma. Me contó que ella le había insistido en ponernos la reclamación y, ante su respuesta, quedó convencida de que nunca lo haría.
Diego hablaba de los bienes materiales y dinero que había adquirido tras su llegada a los Estados Unidos y del miedo que tenía de que llegara yo a quitárselo todo. Habló de mí como la persona que iba a quitarle su imperio, en lugar de la que quería a su lado para compartirlo. Todo estaba claro. Ni los niños ni yo estábamos incluidos en su futuro, pero yo no lograba creérmelo.
Los siguientes miércoles no me llamó, como era costumbre, y no supe más de él hasta que recibí una carta con su letra dentro de un sobre con quinientos dólares: “En estos ocho meses me he dado cuenta de que ya no estoy enamorado y he decidido divorciarme. Te ayudaré solo con lo que necesites para la niña”.
Estrujé el papel. Sentí ganas de regresar en el tiempo hasta mucho antes de que despegara su avión y no dejarlo ir. O quizás mucho antes: al momento exacto en el que habló de irse por primera vez y le ofrecí mi apoyo.
Con el paso de los días, en ausencia de una llamada telefónica retractándose de sus letras, comencé a querer viajar hasta mucho antes. Al día en que le conocí y quise faltar al maldito lugar que nos unió a los dos. Quise borrar el segundo que me tomó verlo y enamorarme de él, pensando que lo merecía.
Una noche desperté gritando de una pesadilla. Vi al lado de mi cama a una mujer rubia de ojos azules, parada con un bebé sobre los brazos diciéndome que era hijo de Diego.
Era su nueva esposa. Tiempo después supe por comentarios que tenía una mujer muy parecida a la que vi en mis sueños. El hijo en ese entonces aún no existía. El título de traidor que le habían dado los comunistas sin merecerlo se lo colgaba él mismo sobre su cabeza al traicionar a su familia.
Comencé a organizar fiestas en mi casa con viejos amigos para llenar los espacios que me dejaba la soledad. Escuchábamos música americana y se hablaba toda la mierda que nos diera la gana del gobierno. Todos los que se reunían conmigo estaban “fichados” por sus ideales y no les preocupaba que nos vieran juntos.
En una parranda conocí a Rolando y al poco tiempo empezamos a vivir juntos. Nunca más volví a sentir que alguien pudiera quedarse para siempre, aunque me lo asegurara mil veces. Si algo puedo decir que aprendí de mi historia es a no hacer muchos planes al viento pensando en el lejano futuro. Todo lo que tiene que pasar que pase hoy.
En mi caso, aún después de seis años de divorciada, debía seguir notificando cada detalle a las autoridades. Requería permisos para salir de viaje de la provincia o cambiarme de vivienda. Nunca logré ser dueña de mi vida, pero Rolando hizo suya la tarea de devolverme todo lo que perdí con Diego y el universo conspiró a su favor.
Roli ganó el sorteo de visas para los Estados Unidos y me propuso casarnos. Acepté irme con él y comenzamos a arreglar los papeles. Apliqué al permiso de salida para la familia y me dieron el de todos menos el mío. El no haber cooperado con los comunistas en la campaña de difamación contra Diego me hizo cómplice y enemiga del sistema para siempre.
Mi hijo varón estaba entrando en la edad del servicio militar y me pidió que lo dejara irse solo con sus abuelos. Me costó mucho decidirlo, pero creí en ese entonces que era lo mejor para él y así lo hice. Entregarlo a la posibilidad de una mejor vida era preferible a ponerlo entre las manos de las crueles Fuerzas Armadas.
Rolando insistía en esperarme, aunque yo con cierto masoquismo le pedía a diario que se fuera.
—¡Sálvate tú! Te vas y no tienes que prometerme nada.
Un día me tomó la palabra y se fue. Lo despedí con la misma fiesta que cuando lo conocí, convencida de que no iba a verle nunca más.
Me presenté en todas las oficinas de las que necesitaba una firma o un permiso. Le armé una guerra a la burocracia en Cuba, pero no logré nada. Llegué a la conclusión de que debía dar un escándalo igual al que había dado en la Base y me consiguió un mejor trato.
Me paré afuera de la Oficina de Migración y comencé a gritarles mi historia:
—He singado mucho desde que ese sala’o se fue y he tenido muchos maridos para que me sigan haciendo la vida difícil por su culpa. ¡Ya lo he pagado todo por él, ahora déjenme ir!
Nada detiene las ajetreadas calles en Cuba como un buen escándalo. Los trabajadores y porteros del edificio salieron de sus oficinas para verme, acompañados de todo el que pasaba por la zona y se unía a la audiencia. Sin nada mejor que hacer, se quedaron a escucharme. Me miraban sin entender lo que estaba pasando.
Si una cosa hace bien el gobierno es tender sus trapos sucios donde nadie pueda verlos. Se desconocía la historia de Diego en el país. Logré una explicación de los funcionarios: mi tarjeta de salida debía ser firmada por el propio Raúl Castro, por ser yo un familiar cercano a un traidor a la Patria.
—Él no es mi familia —les dije dándoles la espalda.
Mi casa estaba vacía, con excepción del refrigerador, el fogón y la cama donde dormía con mi hija. El resto lo había vendido. Guardaba el dinero con la esperanza de que un día se cansaran de joderme y me autorizaran la salida.
Tres días antes de que se me venciera la visa, me avisaron de que mis documentos estaban aprobados. ¡No podía creérmelo! Despedirse duele, pero duelen más las miradas de los que se quedan. Los que también quieren irse y aún no saben cómo.
Sentados en el suelo, escuchando la misma música en inglés de la que entendíamos poco pero que nos sonaba a yuma, les dije adiós a mis amigos. Cada vez quedábamos menos y eran más comunes las historias como la mía.
Los hombres dejaban a sus hijos con las madres en busca de una mejor vida. Casi ninguno regresaba, dejando familias rotas a merced de la caridad de Dios. Mi mejor amiga, Violeta, se había quedado sola con dos hijos. El marido se fue a Europa para nunca volver. Le regalé el colchón que no había vendido para que durmiera su hija Lola.
“¡No puedo más!”, pensé cuando, de camino al aeropuerto, me paró la policía. Pero al oficial le sonreí y no le dije nada. Desde el primer momento mi postura fue el silencio y no me daba la gana de romperla, aunque me siguieran presionando.
—¿A dónde van?
—Al aeropuerto. Me voy del país.
—¿Puedo ver los documentos de salida?
Le enseñé mis documentos, dudando de su insistencia en ellos. No me parecía normal que un policía de tránsito revisara unos papeles de migración. Se le veía en la cara que no entendía lo que decían y me los devolvió.
El carro siguió su rumbo y me sonreí. Me tomé este acto como la manera de la Seguridad del Estado de recordarme que seguían mis pasos hasta el último día. Era su manera de decirme adiós. Después de todos estos años tras mis talones, mi partida les dejaba un hueco en su agenda.
La oficial de migración me dijo que faltaba uno de los papeles necesarios para viajar. Los había chequeado todos antes de salir de casa y estaba segura de que los metí en la cartera. Luego recordé al policía sujetando mis documentos en sus manos y la hoja con la que se quedó al devolverme el resto:
—Hijo de p… —murmuré.
—Te falta la inspección de la casa.
“¡Ni tu casa es tuya en este país!” Aunque la mía no estaba a mi nombre, porque de estarlo la hubiese heredado el gobierno, debía pagarles parte de su valor para poder salir del país.
A pesar de haber hecho los trámites necesarios, no tenía el certificado de constancia en mis manos y me llevaron a una oficina.
Cuatro paredes, una mesa, dos sillas y la cara amenazante de mi hija mirándome fijamente, mientras las manecillas del reloj de la pared avanzaban más rápido que el propio tiempo.
—¿Ya no vamos a ver a mi papá? —preguntó mi hija, culpándome en silencio de la inconveniencia.
Para ese entonces me había escuchado decir que su padre era todo menos Dios, y me guardaba rencor por ello. Ella nunca entendió mi lado de la moneda, pero no hay más nadie a quien culpar que a mí misma. Le enseñé a querer a su padre ausente mucho más de lo que la enseñé a defender a su madre.
—No lo sé. Desde el día que tu padre se fue yo nunca más he tenido el control de mi vida.
El maldito reloj de la pared anunció que faltaban diez minutos para vencerse el tiempo y perder el avión. Sentí la puerta abrirse y apareció uno de los jefes con una multa en la mano. De regresar, debía volver a pagarles por mi casa, pero me entregaron el pasaporte y me dieron la libertad.
Tomada de la mano de mi hija, atravesé corriendo el salón de última espera y embarqué en un vuelo con destino a Miami. La primera cara que vi al aterrizar fue la de Diego. Cargó a su hija en brazos y se la llevó con él una semana.
Rolando también esperaba por mí.
Fragmento reproducido en exclusiva del libro Gorrión de Rebeca Proenza.
Imágenes: Kadir López Nieves.
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