Extraño momento de un asesino



Extraño momento de un asesino

Matar a una persona no es difícil. ¡Tantas formas existen! Desde las más burdas hasta las creativas.

Él puede dar fe de eso. El cordel por el cuello y apretar con fuerza sin perder el tino, por ejemplo. El filo de la sevillana también sirve, si el corte se sabe hacer en el lugar justo, donde se encuentra a la muerte con toda certeza. Un buen golpe por la cabeza con un objeto macizo: piedra o madera.

La primera vez fue la más temida, por supuesto. Complejo, porque pensaba que no podía ser así como así. La vida se respeta, hijo, le dijo quien lo crio. Por eso en aquella ocasión se preguntó si era posible. Pero después, una y otra vez se descubre que no solo es posible, sino que, además, se puede vivir con eso. Y vivir de eso.

Lo primero que aprendió a hacer cuando salió a pescar con la familia era poner la lombriz en el anzuelo. Fue su padre quien le enseñó. Mira, le dijo, el anzuelo con la punta hacia abajo. Tomas la lombriz por la cabeza. Que no te importe si se enrosca con fuerza o si quiere defenderse. Ella te pertenece, eres mucho más fuerte que ella, así que no te puede dar miedo. Y empujas el bicho contra el acero, que se ruede buena parte por todo el aro y dejas la colita afuera. Al principio puede darte tángana el animalejo, pero tú, tranquilo. Porque una vez que es pinchada con la punta del acero y tú empujas con suavidad para arriba, la lombriz no puede escapar. Su martirio terminará cuando sirva de comida para el otro, que se convertirá entonces en tu comida. ¿Sí? ¿Entendido? ¡Adelante!

Le dio pánico. Pero con el terror en sus ojos y manos lo hizo, hasta que pudo llegar a hacerlo muy fácil. Al principio, se preguntaba por qué a esta lombriz le había tocado morir así, y por qué no tuvo el destino de morir normal en sus tierras y humedades, como seguro ocurre con muchas otras lombrices en el mundo. Un poco más y llegó el momento de no preguntarse nada. Lo hacía con naturalidad, casi con placer.

Cómo fue que encontró este oficio, no puede recordarlo. Pero debió haber sentido algo parecido a aquellas primeras veces cuando iba a pescar. Las drogas, la tristeza y la mala suerte, piensa, lo visitaron muy pronto en esta existencia. Porque no se considera hombre con buena suerte, aunque sus amigos le digan que es el que mejor suerte tiene entre ellos y todos los conocidos hasta ahora.

Él no lo cree, aunque lo parezca. Sabe que no es suerte, quizás destino. Nadie le creería si él les comentase, en un momento de lucidez, que se considera con mala suerte. En el fondo, hubiera preferido ser hombre con esposa, hijos, casa, trabajo. Conforme, si este último fuera limpio y tranquilo. Tal vez una vida aburrida. Pero no le hubiera importado mucho, como tampoco la posible pesadez de la rutina en esa clase de vida.

Profesiones, existen miles. Oficios, también. Incluso, otros negocios. Por eso no se considera hombre con buena suerte. Nadie podrá saber nunca lo que considera el otro o la otra de sí mismos. Además, él no tiene mucho tiempo para creerse algo. Cada vez cree menos y pocas veces piensa en cuestiones de este tipo.

Si es suerte o fuerza de voluntad. La vida propia o de los demás. Pero a lo mejor se dijo algunas de estas cuestiones al menos una vez. Seguramente. Como cuando quiso soñar algunas otras realidades al conocer aquella puta. Le gustaba tanto que por poco le propone matrimonio. Y quién sabe si se hubieran ido a vivir a otra parte, a otra Isla. Pero no pudo ser.

Se queda mirando una rama de ciruela muy verde. La rama tiene muchas hojas de distintos verdes que a la vista le parecen muy agradables. Un vientecillo la hace mover. Tiernamente, da la impresión.

Siente el placer de observarla desde este lado de la barra inventada y clandestina, en este apestoso y horrendo lugar. Ha tomado mucho ron. Puede seguir tomando más, pero no quiere. Tiene que trabajar. De hecho, tiene que ir encaminándose al lugar.

Hubiera preferido quedarse aquí toda la vida, mirando esa ramita moverse con un vientecillo amable que se agradece. No le interesa ya si tiene o no suerte. Experimenta aquella especie de gracia, ¡rara en él!, que sentía cuando muchacho iba de paseo con su familia, no precisamente a pescar.    



La negociante y el posible médico

En el coche tirado por aquel infeliz caballo iban sentadas ocho personas. En silencio. Solo una señora mayor, bajita y menuda, insistía en conversar, y hacía los comentarios de siempre: un calor insoportable, ese sol permanente, no hay manera de que refresque…

Los demás respondieron lo que siempre se responde: insoportable, terrible, no se puede casi aguantar, cada año es peor, realmente no tiene nombre… Hasta que no hubo más nada que decir sobre el calor que estaban pasando.

La calle era muy larga y atravesaba el pequeño pueblo de lado a lado. Ella iba hasta el final, fue la única que no habló sobre el calor y no tenía deseos de hablar de nada. Pasaba por aquel lugar por un negocio que tenía que hacer con un contacto imprescindible que vivía allí.

Inmediatamente que lo viera, tomaría otro coche de regreso por la misma calle. Luego, un carro para el regreso a la ciudad. Y prepararse para la gestión final que no podía postergar un día más, porque estaba en unas condiciones tan lamentables económicamente que se deprimía mucho cada vez que tenía que pensar en eso.

Fue cuando lo vio caminar muy tranquilo por aquella calle de tierra, brillante por el tanto sol que chocaba en ella y por aquel polvo soberano por todas partes que no había manera de burlarlo un instante.

Era un señor de unos sesenta años, de mediana estatura, canoso, con espejuelos y parecía muy buena persona. Seguramente era médico, por la bata blanca que llevaba puesta (en muy mal estado, por cierto), y esa expresión que tienen las mujeres y hombres que se dedican a curar a los demás por profesión: taciturna.

Ella, la muchacha del coche que está de pasada en el pueblo, por cuestiones de negocios, no se considera observadora, pero se fija disimuladamente en este supuesto médico.

Lo ve tan manso, en un lugar tan deprimente, triste y quejoso, que quiere imaginarse que este señor no es de otro lugar. Aunque, por supuesto, puede serlo. Pero se imagina, y algo le dice que está en lo cierto, que ese señor nació aquí mismo. Le gustó la medicina desde muy joven y logró alcanzar la carrera. Se fue a estudiarla a la ciudad de donde es ella. Una vez graduado, regresó a ejercer en el hospitalito del pueblo, y aquí ha ejercido como médico todos estos años.

Ella se olvida de toda la gente en el coche que ahora se animan hablar de los precios de la comida. Ella ignora ahora el calor y el polvo y le entran unas ganas muy grandes de bajarse del coche y preguntarle a ese médico que se aleja poco a poco y para siempre de su vista, si es feliz.

─¿Es usted feliz, señor? ─le diría con su cara de rufiana que no le gusta, pero que la vida se la puso a ella sin darse cuenta, y lo sabe.

─¿Yo? ─él le diría sorprendido a la joven desconocida con cara de rufiana a disgusto, pero que podría ser su hija; además, él es muy comprensivo con la juventud─. ¿Usted cree que con mi atavío pueda yo ser feliz? ¿Con mis estudios y años de servicio como médico, usando estos zapatos destartalados y esta bata que fue blanca hoy toda desahuciada, sin poder comer lo que quiero no sé desde cuándo y sin poder salir a dónde quiero con mi familia, podría yo ser feliz?

Ella lo pensó de nuevo. Algunas personas se habían bajado del coche y ahora quedaban muy pocas. Hablaban del tema de los cambios que pensaba efectuar el gobierno del país, para poder subir los salarios de los profesores y económicos, y así los de todo el mundo, porque a nadie le alcanzaba.

El posible medico ya casi no se veía, pero seguramente caminaba con la misma armonía y quién sabe si la misma conformidad. Porque podía perfectamente responderle de otra manera ante la misma pregunta de si era feliz. Podría ser esta su respuesta:

─¡¿Cómo no serlo?! ─le respondería, incluso mirándola a los ojos sin asustarse por su cara de rufiana, porque con sus años entendería que a todo el mundo no le toca el mismo destino─. ¿Tú ves cuán pobre soy y posiblemente ya muera con este mismo y hasta peor nivel de pobreza? También es verdad que pude realizarme como profesional, confieso. Desde muy joven tuve la vocación de médico. Me gané la carrera. La estudié y desde entonces la ejerzo con pasión. La vida me permitió realizarme cada día, asistiendo a quien lo necesitara en cuestiones de salud, y me siento muy satisfecho por eso. ¡Ah!, que no pude vivir con todas las comodidades que debía y me hubiera gustado tener, ¿qué le voy a hacer? Me conformo con pensar que quizás a mis hijos en ese aspecto la vida les sonreirá más que a mí, y que yo debería estar, después de todo, conforme, digo yo, porque a otras y otros ni esa satisfacción se les permitió vivir.

La muchacha se encuentra sola en la parte de atrás del coche. En la parte de alante solo está el cochero, con su látigo hecho de soga trenzado y diciéndole: ¡caballooo! al animal, cerca del final del camino.

A la muchacha le queda caminar un buen trecho para llegar a la casa del contacto que le dará la mercancía para vender en la ciudad. El sol está cada vez más fuerte y no se ve un puesto de venta de nada, ni para tomar un vaso con agua.

El señor, tal vez médico, mal vestido y con ese paso de los que deben nada o muy poco, ya no puede ser visto. No lo volverá a ver más, seguro está de eso. A ella le quedará la duda para siempre de si él era o no una persona feliz.

Ella no sabrá nunca por qué quiso preguntarle a él, precisamente a él y no a tantas personas que se encuentran a diario en el camino, ese cuestionable asunto de la felicidad. Tampoco se da por enterada que nunca lo olvidará, como él nunca sabrá que una muchacha con cara de rufiana quiso saber si él era o no era feliz.

Ella solo es consciente de que necesita tomar agua cuanto antes, porque piensa que se va a desmayar. Y que la mercancía la tiene ese señor que la debe de estar esperando. Y que debe regresar lo antes posible a la ciudad, sin problemas. Y que el día, además de caluroso, se está mostrando largo y cansado. Y que no debe distraerse en el regreso, porque esto no es un paseo.  



 Fe

Sentía desde hace un tiempo que no le permitían predicar los domingos. Por alguna que otra razón, tampoco los jueves. Ni los sábados. Incluso cuando sus predicaciones habían sido excelentes en la comunidad. No cabía duda de que era un magnífico orador. Posiblemente, el mejor del grupo de jóvenes, aunque no se dijera.

A esta iglesia fundada de tantos años, la acompañaba un espíritu mucho más liberal que el del resto de las comunidades cristianas de la ciudad, y él pertenecía ahí de casi toda la vida. Por un momento pensó, en su mayoría de edad, nunca tener conflicto por su manera noble muy propia de ser.

Sus posibles temores vinieron a desvanecerse casi por completo con la visita de las yanquis, aquellas que llegaron en una delegación, como cualquier otra, a la congregación. Estas mujeres tan singulares no solo formaban parte de la iglesia hermana de los Estados Unidos, con todos los derechos y deberes, sino que, según se expresó también, eran pilares en la cooperación de ayuda económica a comunidades latinoamericanas.

Al salir del culto esa mañana dominical, regresaba radiante a casa. Había estado en la presentación de cada uno de los miembros del grupo visitante, que se realizó con todo el cariño y respeto que exigía el momento, y alguien llegó a comentarle al oído que aquellas dos mujeres extranjeras eran parejas.

La alegría no fue poca y se dijo: buena noticia, si esta iglesia permite que estas personas le ayuden económicamente y se presenten con sus proyectos, entonces quiere decir que esta comunidad acepta creyentes gays.

Pero después de esto los días pasaban. Llegaban los meses, ahorita un año, y él seguía destinado al trabajo de servicio, visitación… Abrir las puertas del templo por ser el primero en llegar y cerrarlas por ser siempre el último, por supuesto. Las burlas de los muchachos mayores, tenues, sutiles, sin dejarse de percibir, no cesaban desde la eternidad, y a él le gustaba predicar. Fue invitado en alguna que otra ocasión, hasta que pasado un tiempo no lo fue más.

La mortificación se convirtió en sufrimiento real cuando, una vez, compartiendo esta cuestión con una hermana de la comunidad, buena amiga además, ella decidió revelar el motivo.

─Ellos dicen que eres gay, Frank. Y tener un gay en el ministerio de la predicación, según ellos, no brinda buen testimonio al pueblo y demás iglesias hermanas ─le dijo así por lo claro, como también le quiso decir, con ternura, que no era precisamente la idea de todas las hermanas y hermanos de la iglesia, pero sí de casi todos los que pertenecían a la directiva y tomaban finalmente las decisiones de la institución.

─¡Pero tenemos entendido que reciben ayuda del extranjero de personas gays! ¿No?

─Sí, pero no son de este país. Parece que este detalle hace una enorme diferencia, y esto no los lleva a conflictuarse.

─O sea, que ni el dinero pudiera salvarme. ¿Yo pudiera ser el hombre más rico y poderoso de este lugar, y tampoco así me dejarían ser pastor o predicar cualquier día a la semana? ¿Verdad?

─Todo parece señalar que así es. Tal vez ser muy rico pudiera ayudar un poco, pero no pienses que del todo. La resistencia siempre estaría ahí ─confesó su hermana de la fe, como si fuera un deber de los más sagrados tener sangre fría en todo momento─. Pero si fueras de otra parte del mundo, pues esto lo cambiaría todo. Ya no sería tan grave. Es más, no importaría para nada. Tú sabes que desde que llegaron los españoles a esta Isla mayor de las Antillas el que es del otro lado del mar es superior, y como que se le concede cierta licencia, que potabilizamos todas y todos sin mayores problemas.

Él bajó y subió la cabeza varias veces en silencio, como hipnotizado, diciendo interiormente: “y dígalo, visto y comprobado”. Y se esfumaron, sin que terminara la conversación, todas las esperanzas que había albergado en ser considerado como un igual. Al menos allí.

Las llegadas temprano, la última salida, el buen comportamiento, sus capacidades y habilidades al servicio de toda la iglesia, como que no bastaban. No bastarían nunca, concluyó.

El desaliento es una experiencia de la que no podemos escapar siempre, y lo mejor es saber despistarlo como se pueda, hasta recuperarse, si se logra. Así se lo dijo, así lo hacía. Escuchaba más música de lo que acostumbraba, por ejemplo, trataba de darse algunos gustos más frecuentes que antes, como salir de casa a ver películas, sentarse en el parque, y compartir algunos tragos con amigos.

En esos mismos momentos un joven más grueso que él, excelentemente peinado, bien vestido, con un tatuaje en el brazo derecho, su actual pareja, le recuerda lo cruel que habían sido las sociedades con las personas diferentes en épocas anteriores.

Le comenta lo que hacían con las mujeres que no querían casarse, un caso, o los hombres que, como a ellos, les gustaban otros hombres. Sin olvidar lo que todavía les hacen en otras culturas, para su asombro, en este planeta, solo que al otro lado del mar. Y que ellos pueden darse por dichosos de haber nacido en esta cultura occidental, justo en este tiempo. Un poco antes no hubieran podido estar en este espacio público, tomándose estas cervezas, a esta hora de la noche, en este país.

Frank sonrió. Se sintió iluminado, como si una clase de gracia le tocara el pecho y le devolviera parte de la vida o algo muy valioso que había perdido. Es cierto. Todo estaba cambiando. Constantemente todo cambia, y la historia triste o amarga que se pudiera estar experimentando ahora mismo, no tenía que ser la de mañana, la de siempre, la eterna.

─Así que brindemos, Frank, por la suerte que hemos tenido ─le dijo su pareja, mirándole a los ojos.

Redimido, levantó su jarra y, sin dejar de sonreír, feliz por las esperanzas que le saludaban nuevamente después de tantos días malditos bajo la piel, contestó:

─Brindemos.



El instrumento de papá

Regresó de Bulgaria verdaderamente feliz. Se había graduado al fin de Bioquímica en la capital de ese hermoso hermano país socialista.

Como es natural, llegó con algunos presentes del bien lejano país. Telas con hermosos colores, abrigos, algunas comidas en conserva, alfombras, tejidos y un enorme acordeón que no sabía tocar todavía, pero tampoco aprendió a tocar después.

Los abrigos gigantescos se usaban bien poco, porque esa clase de frío en esta Isla del trópico nunca llegaba. Y los aires de finales de diciembre y principios de enero, o los frentes fríos que aparecían por casualidad en cualquier estación del año, jamás eran para tanto.

Sobrevivió de todo esto alguna que otra falda o pantalón que se hicieran de aquellas telas. Y, por supuesto, el acordeón, intocable dentro de una esquina del escaparate.

Cuando llegaron, primero la hija y luego el hijo, no les dejó de motivar a que aprendieran música. Él mismo se compró aquel instrumento en Europa, porque también de algún modo quiso tener la virtud de saberse transportar a otros mundos más nobles, más allá del poder de las palabras.

Tenía la certeza que quienes pertenecieran a este mundo iban a estar más conectados con la alegría, lo animado y vital de las buenas energías. Si no lo logró él mismo, no fue precisamente por falta de interés, sino por cuestiones del destino que siempre lo traían de aquí para allá, sin siquiera darle otro respiro que no fuera cumplir con sus responsabilidades en la familia primero y en el trabajo después.

Pero cuando su hija e hijo tuvieron edad suficiente para poder aprender el otro lenguaje, los vistió bien arregladitos y con el acordeón al hombro los llevó con una maestra de música particular. Al poco tiempo, para su decepción, la profe habló con él a la hora de recogerlos en esas tardes tan calurosas de Santiago, en que el sol se tarda tanto en despedirse.

─Papá, debo comentarle lo que detesto comentar a los padres de mis estudiantes, pero es mi responsabilidad y deber hacerlo.

─¿No tienen mucha aptitud?

La profe hizo la seña de confirmación con la cabeza.

─No, papá, no tienen aptitud. Si usted desea seguirlos trayendo, usted los trae. Yo con amor les seguiré impartiendo las clases, a medida que vayan superando contenido, pero francamente no le garantizo muchos logros.

Le dijo con un nivel de delicadeza en las formas y una gentileza que a él le recordaba aquellos buenos camaradas del lejano país.

─Gracias, maestra. Veremos qué podemos hacer, si insistimos o no en el proyecto. Gracias por su sinceridad.

─A su servicio, papá. Vayan bien.

El cogió a cada uno de su descendencia por una mano y el acordeón en el hombro, y sin mostrar mucho disgusto, al menos todo el que sentía. Después de comida, les preguntó si en serio querían continuar sus estudios de música.

La respuesta, sin muchos rodeos fue: “No”.

¿Prefieren reorientar las vocaciones?, les preguntó con la seriedad que respondía sus exámenes desde que fuera el estudiante intachable que fue, confirmado por todo el que lo conoció en su momento de alumno. “Sí”, fue la respuesta de ambos.

Entonces no se hable más del asunto. Hoy recibieron su última clase de música.

“Gracias, papá”, le respondió la hija.

Lo mismo le respondió el hijo y se fueron a jugar cada uno a su respectivo lugar. El acordeón volvió a guardarse en el mismo rincón del armario de su cuarto, en el mismo lugar de siempre.

Sin embargo, este no fue el único disgusto en casa en los últimos días. A principio de mes, cumplía años. Y nadie se acordó en todo el santo día.

¡No esperaba una fiesta con payasos y piñatas, pero sí un simple “felicidades” al menos en el desayuno, al almuerzo, a media tarde, en la comida! ¡Para colmo, lo dejaron fregando! Y sólo cuando su esposa se acercó al fogón para hacer té, fue cuando por fin se animó a comentar: “Narda, hoy es mi cumpleaños”.

Entonces la mujer abrió los ojos muy grandes y dejó caer el carrito que menos mal era de plástico, porque se hubiera roto al impactar contra el piso.

La mujer lo abrazó, besó, apretó. Le hizo miles de mimos en la cara y los hombros. ¡Felicidades!

De ahí se puso hacer el té, y disimuladamente corrió donde estaba la hija, que estaba probándose un vestido: “Gésica, hoy es el cumpleaños de tu papá”.

La hija corrió también a felicitarlo y le hizo miles de murumacas en un segundo. Después corrió a decirle al hermano: “Raulito, papi cumple años hoy”.

El hijo también se mandó a donde él se encontraba ya fregando el último plato. “Papi, muchas felicidades”, le dijo y le dio un abrazo.

No se habló mucho esa noche después de todas las felicidades, una detrás de la otra, y tomaron té.

La esperanza de que hubiera un músico en la familia nunca la perdió. De hecho, fue así. Un sobrino lo logró, pero con la guitarra, y cuando le hablaba a alguna amiga o pariente sobre el acordeón, la cara de sorpresa no tardaba en aparecer.

“¡Un acordeón!” Coincidían todas y todos que no era un instrumento fácil de dominar. Sólo un desconocido que estuvo, no recuerda en que celebración en la casa, se atrevió a tocar “La cucaracha”.

Las actuaciones de aquella belleza de equipo eran muy breves. Casi nunca pasaba de la exposición, algunos halagos, unas historias escuchadas sobre él, y se volvía a guardar una y otra vez.

“Los nietos van a llegar en su momento”, le decía a su esposa, “y puede que tengamos suerte con ellos, ¿verdad?” “Sí, claro que sí”, le respondía la mujer con una sonrisita, más bien con deseos de decirle: “mira que eres caprichoso”.

Llegaron aquellos años temerarios donde todo escaseaba. La comida como una cosa del otro mundo. Lo más básico desaparecía de un modo increíble y nada de lo que se necesitaba se conseguía fácilmente. Nada.

Entonces fue que la gente empezó a vender los carros, las casas con todo adentro y todo lo que habían llegado a tener. Mucha gente en estas gestiones, el resto muy atentos a las noticias y con lo que estaba ocurriendo, porque aquel tormento apocalíptico tenía que pasar. Lo triste era que pasaba el tiempo, no lo horrendo del presente.

Ellos mismos tuvieron que empezar a vender algunas de sus pertenencias. Se comenzó con aquellas menos necesarias, como era natural. Le seguían las que podían necesitar en algún caso, pero no llegaban a ser imprescindibles.

No querían pensar en las fases sucesivas de supervivencia. Siempre se pensó, sin querer incluso, en la venta de aquel instrumento que, de seguir guardado sin usar, se iba a echar a perder seguramente. Pero nadie daba la sugerencia, se esperaba que eso naciera del propio padre. Y cada vez que llegaban a reunirse para decidir qué vendían en la semana, decían esto y aquello, pero del acordeón, nada. Y el padre callaba, dando siempre la mejor disposición para todo.

Por supuesto, se llega a no tener más nada que vender, sino se vive precisamente de eso. Y al mismo tiempo se necesitaba esa otra entrada económica en la casa. A la pregunta de cómo llegar a fin de mes, silencio. Todo el mundo miraba para donde estaba él, ahora tomándose su taza de té después del noticiero, para dormir bien.

─Papá, ¿tú nunca has pensado en vender el acordeón? ─le dijo la hija mientras fregaba en la cocina.

─No, realmente no ─dijo, parco.

─¿Y te molestaría si lo vendiéramos? ─continúo preguntando en tono de importarle poco, cuando era todo lo contrario.

─Sí, claro. No lo quiero vender. Conservo la esperanza de que un músico llegue a la familia.

─Vaya, ¡qué fe! ─recibió como respuesta y nadie comentó más nada ese día sobre el asunto.

Al otro día, siendo consciente de que peligraba la suerte de su acordeón, sin que nadie lo viera en la casa, se lo llevó para la casa de un amigo.

─Luis, ¿tú pudieras guardarme eso ahí?

─Pero, ¿qué diablos es eso? ─preguntó cuando vio aquel cajón de madera precioso y con broches dorados.

─Chico, mi acordeón, que la gente ya me quiere vender, y yo creo que vendrá ese día en que tendremos que vender la casa con todo, como está haciendo todo el mundo por ahí, para largarnos a Brasil, México, Guyana o no sé para dónde. Pero el acordeón no lo voy a vender por nada de este mundo. Y si llega ese momento, yo me lo llevo para donde me lo tenga que llevar, tal como lo traje de donde tuve que traerlo.

─Ja, ja, ja. Armando, ¡qué determinado estás, hombre! Ni que fueras músico y con eso te ganaras la vida…

─No, no soy músico ni sé tocar el acordeón ni nada, pero quiero conservarlo. Luis, ¿tú sabes de todo lo que nos hemos tenido que deshacer en esta vida? ¿Por qué no nos va a quedar ni un recuerdo de nada? ¿Qué hicimos para merecer tamaña maldición?

El amigo dijo un sí con la cabeza. Dijo sí después con la voz.

─No, chico, no. Me resisto. Con el acordeón, no. Que lo vendan todo, como si se quieren prostituir, pero con mi acordeón sí que no.

Se reservó el secreto que había sido el obsequio de una novia que había tenido en Bulgaria. Aunque siempre dijo que había sido una compra. Alguien a quien amó mucho. Piensa a veces que fue la única mujer en su vida que amó de verdad.

Quisieron casarse, incluso. Pero ella no quería dejar a sus padres y a su país para irse a vivir a un monte del Caribe de donde eran los padres de él. Aquello se deshizo como tantas historias que se deshacen en la vida de cualquier ser humano. Pero de todo ello quedó el acordeón, en el que él se dijo que iba a tocar todas las músicas del folclore cubano, búlgaro y del más allá. 

El amigo sacó una de esas botellas de ron que ya no se veían ni en fotografías. Una Mulata.

─Mira lo que tengo aquí.

─Esto sí que es un acontecimiento ─dijo él de todo corazón.

─Mi hijo acaba de cruzar la frontera de los Estados Unidos, ya está en Houston.

─Felicidades.

─Gracias. ¡Vamos a celebrarlo!

─Claro que sí. Con alegría.

─Y que Dios conceda los deseos de tu corazón, Raúl.

─Que ya no son muchos, pero hoy comienza uno. Que Dios te dé salud y larga vida, para que disfrutes mucho y me cuides el acordeón de paso…, je, je, je.

─¡Y bien! ¡Gracias, que así ha de ser!

Y comenzaron a beber en pequeños vasos de cristal. Y a hablar mucho, sobre todo de aquella situación que nadie todavía sospechaba cómo salir de ella.

Así llegó la hora de la comida, pero ellos con su conversación ni se dieron cuenta. Mientras, seguían pasando las horas. En la casa de Raúl se empezaron a preocupar porque no acababa de llegar.

Ya se hacía de noche y querían hacer un trato con él sobre el tema. Sobre por qué no vendían ese acordeón que nadie sabía tocar y se compraban una guitarra para que Raulito la aprendiese a tocar. Con el dinero que restara, irían resolviendo lo que faltaba del mes.







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Todos los peores humanos (II)

Por Phil Elwood

Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.