Ketty Blanco y ‘Los niños perdidos de mamá’

Por estos días triunfan en España tendencias, estéticas y movimientos musicales oriundos del hemisferio sur del mapamundi, así como narrativas en clave de realismo mágico. 

En este norte peninsular, que también ha pasado lo suyo, aunque no lo recuerde, los modos sureños de contar, con frecuencia, se revelan mal, porque no se les comprende. Se les vincula al pulso turulato de la alucinación, de la clave onírica. Pajitas psicodélicas les llamarían, si lo permitiésemos.

Los que venimos del sajornado lado chungo del planeta, los que procedemos de esa despiadada realidad, sabemos que nuestro verdadero realismo literario le debe casi nada al inventario imaginativo: que nuestro contexto no es mágico, ni fantástico, ni chulo. Que lo que le da miga a nuestros relatos verbales y escritos es la inmanencia de lo increíble que nos ocurre a cada segundo, lo inaudito frecuente, manifestándose como la cosa más común, hecha costumbre y pituíta.  

Simplemente, porque lo que contamos sucedió, sucede o es un pronóstico, a piñón fijo, de lo que sucederá. Nuestras Remedios hembras suben al cielo entre sábanas. A nuestros locos, los atamos a los árboles. Los muertos sin sombra desayunan con nosotros y se beben nuestros líquidos. 

Sin inscribirse directamente en la tendencia del realismo mágico, porque no la necesita, Los niños perdidos de mamá (Editorial Polibea, Madrid, 2025), de la cubañola Ketty Blanco Zaldívar, habla de cosas que ocurrieron y ocurren en un lugar de cuyo nombre, intuyo, Ketty no quiere acordarse. “Subnombrar” es como “sobrenombrar” o como “innombrar”, como no dar demasiadas o ninguna pista del contexto. Y viene de un trauma psicológico, que es hasta político, si se hurga. 

Para orientar al lector en el Madrid actual, quiero decir que los relatos de Ketty están más cerca de un Rulfo que de un García Márquez, y en ello estriba su mayor dignidad e identidad. Sépase que hablamos de historias breves que hay que soltar pronto porque queman y comalean más de lo que macondean. El realismo de los relatos de Ketty es descarnado, sin comparsitas de estilo, sin intentos de mangonear al prójimo.

Los niños perdidos de mamá es un libro desasosegante, conmovedor, brutal, transido por cuentos centrados en la infancia, la maternidad disfuncional y el deseo de afecto no correspondido. Su título establece una jugarreta semántica, acaso la única posible. Una de vejigos extraviados en la orfandad, el abandono físico. Presos de una ausencia todavía más simbólica y profunda: la falta de ternura, de protección y de sentido de pertenencia. 

El título va de chavales ateridos por la pérdida, en una oración titular que entabla un coprotagonismo ineludible con esa mamá que, en los contextos patriarcales y en el libro detrás del título, es el sujeto diana de la oración y de la ecuación social. 

Ketty Blanco, más que un libro de niños, ha escrito un libro de madres. Quizás ella no esté de acuerdo conmigo y diferimos bipolarmente. Pero quiero pensar que Ketty también difiere polarmente de sí misma, lo que es magnífico para una escritora de relatos. 

Como lectora, quiero creer que su alter ego kettyblanco se coloca del lado de una Carson McCullers, cuyo corazón es un cazador solitario que viene de una niñez aislada, incomunicada, de vínculos rotos, mientras su alter ego kettyzaldívar tira del lado de la madre, con Toni Morrison en Beloved, tras toda esa maternidad traumática, su esclavitud simbólica, su violencia femenina internalizada. 

O quizás no, y su alter ego kettyblanco se agazapa con la Ana María Matute de la infancia degradada, sometida a la crueldad de los adultos, en busca de esa ternura imposible en tiempos de miseria, cuando su alter ego kettyzaldívar se hermana con Faulkner mientras agoniza por la ruptura de las estructuras familiares tradicionales y utiliza la fragmentación como técnica, para no sumergirse toda en tanto dolor. 

O tal vez lo que sucede es que su alterego kettyblanco se parapeta detrás del cuerpo quemado de Clarice Lispector, en su disociación femenina con opresión doméstica, mientras su alter ego kettyzaldívar tira del lado Pedro Páramo de Juan Rulfo, tras una procesión de muertos en vida, donde todos son víctimas menores de una tiranía sistémica. 

Lo que se consolida, lector, en una sola y liberadora certeza es lo siguiente: cuentos crudos, como mazazos, desfilan por las páginas de este libro. 

Evitando spoilers, echemos una rápida mirada al pórtico de esta casa de papel.

En “Desove”, una embarazada regresa a su pueblo natal tras el cierre del ingenio azucarero. El viaje físico es también un retorno simbólico a la falta de madre y de belleza y de una memoria colectiva. 

En “Cachorro”, un perro es devuelto por mandato materno, y el pulso entre culpa infantil y represión y relaciones abusivas, en todos los ámbitos, se manifiesta en cada secuencia. 

En “Figuras en el humo”, una vida atrapada entre el deseo amoroso hacia una mujer mayor y la convivencia opresiva entre lo que se anhela y lo que se teme, tensan la cuerda seca de un violín que no suena pero que el lector escucha como una respiración. 

En muchos de estos cuentos, la presencia de la madre es constante y asfixiante. La masturbación, el arte, la religión, el mercado negro, la imaginación y el deseo son válvulas de escape. La precariedad económica refuerza el abandono.

La selección de los títulos de los relatos es un valor añadido, nada despreciable. Forma parte de la capacidad de síntesis y la inteligencia fotográfica (o fotogénica) de la autora. Leed la belleza de otros títulos que se suman a los anteriores: “El nido”, “No llamen a los bomberos”, “Inmersión”, “Amanda y las ratas”, “El dios de plastilina”, “Muñecas”, “Letra muerta”, “La promenade”. 

Puertas adentro, se muestra el infierno doméstico de Tito, atrapado en la violencia alcohólica de su madre; el tono confesional y la crudeza poética de la joven que comercializa muñecas; la muñeca como producto de sobrevivencia, esa ruptura tan heavy con la inocencia tradicional en los hogares perfectos y felices, donde el juguete es casi siempre otra cosa. 

La sucia realidad y el sacrificio en la marginalidad de Armando; la metáfora de la exclusión, el abuso y la intoxicación emocional de Amanda; la búsqueda de un refugio, aunque sea de plastilina, en Carlos; el agotamiento de Olivia, entre la descomposición urbana y el absurdo de la burocracia; el uso del símbolo y de esa palabra, tan bella como polisémica: hipogalactia, con su falta de teta, que es su falta de leche, que es su falta de cosmos, en el cuento de Yolanda. 

Resúmenes vivos de lo que significa crecer y vivir sin red.

Entre las mayores tragedias literarias, que son políticas, está la incapacidad de relacionar las obras, que también son traumas, con la sinceridad que merecen. Lo que a veces es una capacidad indivisible: se tiene como un todo, o no se tiene. 

En este libro, que es de paso un exorcismo, debajo de cada título preciso circulan, con toda transparencia, personajes incendiarios, alcohólicos, abusivos, celosos, maduros, inmaduros, malnacidos o malcriados en situaciones insoportables que, y es lo que más se agradece, por llamativas que parezcan, no se venden como muñecas de feria. 

Animo a Ketty a fundar una academia de entrenamiento en esa especie de guapería suya: valentía para los españoles. Una guapería dulce, delicada. Que sabe estar. 

Hay que ser bastante kettykiller para traspasar la línea roja, católicocederista, de la madre ideal, de la madre mágica, fantástica, objeto de pleitesía, del concepto remachado aquel: madresolohayuna y plantarse, patiabierta, a narrar no ya sus flequillos imperfectos, sino la ambivalencia sucia de la denominada pura, cuando puede ser capaz de destruir la vida que se cree que da. 

Y así contar la realidad de las madres ausentes, violentas, castrantes, hurañas, enfermas, vagas, emocionalmente inestables, tiranas e inaccesibles. Lo que en este mundo severamente patriarcal significa pintar, en paralelo, la infancia violentada, el desequilibrio, la despersonalización, el abismo de las criaturas dependientes: los hijos, los niños perdidos de mamá, en contraposición semiótica, semántica, y otra vez política, con la dulce vida de los hijos de papá en aquel mismo contexto de cuyo nombre seguimos sin querer acordarnos. 

Hay que tener mucha madurez y espuelas para columpiarse de la furia destructiva al deseo de reconciliación que traspasa las atmósferas de estos relatos, muchos de ellos planteados desde la atrevida y siempre peligrosa perspectiva infantil: ese punto de vista narrativo cercano a la conciencia pediátrica que es el terror y el abismo de unos cuantos maestros del género.

Pienso en grandes obras con temas confluyentes vistas y leídas hace poco, como la serie La mesías de los Javis (Javier Ambrossi y Javier Calvo) y El desbarrancadero de Fernando Vallejo, que pueden alabarse como denuncias corales y magníficas. Pero creo que se necesita mucha más dinamita ovárica para hacer los cuentos del face to face de Ketty Blanco Zaldívar, desde la más corta de las distancias. Pues, aunque ninguno de estos lugares es Gaza ni Ucrania, os aseguro que caen bombas.

Los niños perdidos de mamá es una obra de excepcional fuerza emocional. Su maestría radica en narrar desde la fragilidad, sin caer en el sentimentalismo, e interpelar las formas más sutiles y brutales de violencia cotidiana. 

Esta es una obra que dialoga con grandes hitos de la literatura universal y que, sin embargo, posee una voz propia dura, dolorosa, hermosa.






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