900 kilómetros

Todavía me faltaban unos trescientos kilómetros para llegar hasta Sandino, y ya estaba convencido de la entereza de aquel anciano de ochenta y tres años. 

Atónito, intentaba explicarme cómo pudo hacer aquel viaje de ida y vuelta sin perecer en el empeño. Según me contó cuando nos conocimos, era casi imposible encontrar pasaje, por lo que tuvo que dormir dos noches en las “listas de espera” de inmundas terminales de ómnibus; seguramente habría tenido que pasar por lo mismo a su regreso a Guanahacabibes: el hambre, las caminatas bajo el sol, la humedad penetrante de las madrugadas del Caribe, el tipo que limpia la mugre del salón atestado donde te arrinconas para dormir y que te atiza las piernas con el hediondo escobillón para que te levantes, las piernas que ya no responden como antes, el sobreprecio de un pasaje para un tramo corto, y si no continúa caminando… 

Si mucha fue —seguramente— la voluntad para llegar hasta las montañas, “sus montañas”, mayor aún tuvo que haber sido el esfuerzo de aquel anciano para volver atrás, deshacer el camino que lo devolvía nuevamente, y por última vez, al horror. 

Aunque también yo tuve que pasar por las mismas “pruebas” y calamidades para llegar hasta él, había, además de la obvia diferencia de edades, algo fundamental que nos distinguía uno del otro: su “regreso” no era solo físico, geográfico, por así decir; él venía de regreso, de un retorno de todo, donde ya seguramente nada era importante. Su presencia en aquel rincón desangelado y polvoriento ya no atemorizaba a nadie, más bien pasaba desapercibido ante la crueldad o la indiferencia de todos. 

En cambio, yo debía transitar de la manera más incógnita, inadvertida posible, nada podía resaltar mi presencia allí; debía hacer todo lo posible por no convertirme en un “extraño”, en un elemento ajeno —y por tanto perturbador—, en un lugar donde cualquier novedad se tornaba sospechosa. O no. Bien mirado, tal vez hubiese cierta semejanza superior entre estos dos estados o actitudes que se tornaban similares en algún punto superior de nuestras conciencias.

Y en una de aquellas metas volantes, requisito indispensable cada una para llegar al destino final, intentaba repasar la que pudo haber sido la historia de este hombre. Su momento esencial, ese que en un instante lo cambia todo. Primero el destierro, pues había que aislar a las bandas rebeldes de todo aquello que pudiera significar algún tipo de apoyo —comida, medicinas, ropa—. La Sierra del Escambray, aunque su nombre real sea Macizo de Guamuhaya. Y un buen día, a mediados del año 1972, el gobierno determinó desterrar de sus lugares de origen y residencia a miles de personas, trasladándolas en calidad de prisioneros (aunque sin juicio ni causa alguna) hasta el extremo de la provincia de Pinar del Río: al otro lado del país. Allí debían cumplir largas jornadas de trabajos forzados —quince o dieciséis horas diarias, en condiciones humillantes—, dedicados a la construcción de lo que vendrían a ser sus futuras “viviendas”. 

Visto ahora, más bien parece un ajuste de cuentas con un amplio sector que conservaba —y parecía defender— su “indiferencia ideológica” en medio de un contexto social absolutamente politizado, al mismo tiempo que suponía una especie de “cura en salud”, de remedio homeopático geoestratégico: esas mismas personas, en un contexto propicio —y tan bien conocido por los mismos detentores del poder, que habían desarrollado sus métodos de lucha en paisaje similar—, podrían volver a “alzarse en armas” contra el sistema establecido. Era mejor, entonces, adelantarse a los posibles acontecimientos, “prever que lamentar”. 

Estaba seguro de que valía la pena hacer este viaje para conocer, de primera mano, la historia de este hombre. Un “reubicado”, según la denominación oficial. Uno de aquellos que un día arrancaron a la fuerza de su lugar, de su familia, de su entorno natural, para condenarlo a vivir de por vida bajo un sistema de trabajo y vigilancia del cual no podría salir nunca más. 

Algunos meses atrás, esa persona había podido regresar por una semana al lugar de donde había sido expulsado hacía cuarenta años. Nos conocimos casualmente, un momento antes de subir a la pequeña embarcación que nos llevaría sobre las aguas del lago Hanabanilla hasta nuestros destinos: yo hacia Vista Hermosa, él hasta Río Negro: las dos orillas opuestas de aquel lago artificial. 

Diagnosticado con una enfermedad terminal, se le había expedido un salvoconducto para realizar el viaje: quería despedirse del rincón donde nació, donde habían nacido sus padres y sus abuelos, donde había comenzado a formar una familia que apenas pudo desarrollarse como tal. Regresaba decidido a morir allí, me dijo; en su lugar. Regresaba para no volver a la geografía de su destierro. 

Luego supe que no pudo soportar tanta pérdida, tanto cambio, tanta soledad, tanta devastación; y allá, al otro extremo de la isla, en el desolado páramo entre el marabú y la desidia y los mosquitos, lo esperaba su nieto, la única persona de su estirpe que aún conservaba cerca, la única que estaría ahí para apretarle la mano en el último momento, para cerrar sus ojos sin ninguna posteridad.

Yo había prometido volver, encontrarlo allí. La “recompensa” a mi promesa sería el relato de su historia.


El pueblo de donde yo vengo no tiene cementerio. Por eso he decidido venir a morir aquí. Sí, es una distancia muy grande. Son muchos kilómetros, al menos para alguien como yo. Pero no podía morirme sin regresar. Regresar por última vez. 

Yo nací aquí, hace setenta y ocho años. En un pueblito llamado El Sopapo, que entonces era un batey. Mis padres también eran de por allí, de Mayarí, cerca de Cuatro Vientos, pero habían comprado una tierrita buena por ese lado, buena para el café, sobre todo, y ahí se instalaron. Aquí crecí, igualito a como en ese entonces crecían todos los niños de la zona: montando caballo, bañándome en el arroyo, cazando jutías, ordeñando, recogiendo café, poniendo trampas en el monte, talando la montaña —eso que ahora llaman “cultivo de terrazas”— para sembrar alguna vianda. Pero siempre que podía, bajaba a Cumanayagua con mi padre.

A los veinte años me llevé a una muchacha de por aquí cerca, de Crucecitas. Fue mi mujer toda la vida, hasta que se murió, hace unos diez años. Según los médicos, tenía una insuficiencia renal crónica que no se le detectó a tiempo. Pero yo sé que se murió de tristeza. Una muerte amarga y dolorosa que empezó seis meses antes, el día que supo que nuestro hijo mayor había desaparecido en el mar, cuando intentaba llegar a la Florida en una balsa. 

También yo empecé a morir un poco a partir de ese momento, pero no acabo de desaparecer del todo, porque mi corteza es más dura que la suya. Yo sí soy un caguairán, pero no uno de sombra y coliflores importadas para la longevidad, no; soy de esos palos machos que se curten bajo el sol y la lluvia y el frío de la montaña, y la neblina y el rocío me rajan la corteza, endureciéndola. Pero que también muere, como todo, y ahora ese palo está realmente herido; la carcoma le ha entrado finalmente y ya está regada por todo el cuerpo. Metástasis, le llaman. 

Por eso estoy aquí. Porque me voy a morir; tengo un certificado médico que lo acredita. Por eso me dejaron regresar. Pero como ya le dije, no voy a volver. Que vengan a buscarme si quieren, pero allá no regreso.

Porque tampoco tenía que haberme ido nunca. Bueno, irse es una manera de decir, en realidad yo nunca me fui; a mí “me fueron”, como se dice, me sacaron a la fuerza de aquí, en contra de mi voluntad, con engaño y con bayoneta juntos, con mentira primero y culatazo después. 

Ahora, según he oído, es a la inversa, todos quieren bajar al llano y asentarse allí, pero hace cuarenta, o cincuenta años, mal que bien uno se las arreglaba en estos parajes y nadie quería irse a ninguna parte. Si usted se fija bien, o se informa un poco con alguien que le diga la verdad, que ni idealice ni defenestre sin sentido, se dará cuenta de que nada ha cambiado mucho, todo es más o menos igual a como era antes, cuarenta o cincuenta años atrás, y mucho más: un paisaje bellísimo, pocas escuelas, poco transporte, malos caminos, mucha lluvia, pocas personas, no hace calor, bruma al amanecer, algarrobos por todas partes… 

Sí, todo sigue siendo más o menos igual, salvo en una cosa, algo fundamental: ya apenas queda café. 

Es increíble, hace medio siglo nadie hubiera podido imaginarse que un día en estas montañas se acabara el café, el mejor café del país con mucho y con todo lo que quieran decir de la Sierra Maestra; el grano más generoso, el aroma más profundo salió siempre de aquí. Más que verdes eran rojas estas lomas, reventadas las matas de semillas pulposas, “encarnadas”, como dice la décima de Luis Macías. El fragor del arroyo en la montaña, nunca he podido olvidar ese sonido.


Eso fue lo que me dijo la primera vez que nos encontramos. Sobre el barco, cruzando el lago. Lo escuchaba y pensaba. Hice la foto que me pidió, pero luego no me preguntó por ella. Cumplí mi parte del trueque, aunque, al parecer, bastó con que fuera a encontrarme con él para que me dejara su historia.


Siempre me he preguntado por qué lo hicieron realmente… 

Es verdad que empezaron bien temprano, en el mismo momento en que se estaba peleando en cada montaña, si mal no recuerdo entre el año sesenta y tres y el sesenta y cuatro. Primero se los llevaban para La Campana, un poco más allá del Entronque de Minas, yendo hacia Manicaragua. También oí hablar de la existencia de otro lugar, en la finca La Picadura. 

No es que los recluyeran allí, no. Allí estaban presos, reconcentrados. Era un lugar de confinamiento. Y de muchos de aquellos confinados, sobre todo hombres, no se volvió a saber nunca más. Los que lograban salir de ese infierno eran subidos a un tren y deportados al otro extremo, hasta aquí, casi en la punta de la isla. 

Pero las deportaciones masivas comenzaron a partir de 1971. Es decir, casi siete años después de terminada la guerra en la montaña. Y duraron hasta principio de los años ochenta. A esas alturas ya, como es fácil suponer, la “medida” no se debía, como alguien en algún momento quiso alegar, a que el gobierno se preocupaba por proteger a los civiles que se encontraban en medio del conflicto, de la “zona de operaciones”, como le llamaban, y que con esta solución se estaba cuidando de sus vidas… 

No, realmente fue un escarmiento bien estudiado para todos aquellos que, por una razón o por otra, no eran de confianza para el gobierno. También pudo ser una medida preventiva: de producirse otro alzamiento, estas mismas personas podrían volver a colaborar con los insurgentes. O podrían convertirse ellos mismos en los nuevos “alzados”. Era mejor dejarlo todo bien limpio. Y mientras más lejos del lugar estuviesen, mejor. 

También se dice que por entonces el Ejército comenzó a habilitar muchas cuevas y cavernas de la sierra como polvorines, como arsenales de armamento pesado. Hay algunas enormes. Entonces, mientras menos curiosos hubiera dando vueltas por la zona, mejor. Dicen también que con los años han ido desmantelando esos polvorines, pero en un momento determinado toda esa montaña fue como el vientre de un dragón explosivo. 

Una de esas mañanas, poco antes del veinticuatro, llegó un jeep con dos hombres que no eran de la zona. Venían del INRA (Instituto Nacional de Reforma Agraria), según dijeron; al día siguiente, a las ocho de la mañana, yo debía presentarme en las inmediaciones del terreno de pelota de Cumanayagua para una reunión con otros campesinos, donde se explicarían las nuevas disposiciones para los pequeños agricultores del Escambray. “Puro trámite”, balbucearon antes de largarse rápido, sin siquiera esperar el café que ya estaba preparado. Recuerdo que mi mujer me dijo: “No me gusta nada eso de la reunión…, no sé, huele mal”. Las mujeres, como siempre, pensé yo, casi como una burla; las mujeres, como siempre, sigo pensando hasta hoy, con ese olfato que ningún hombre logrará jamás.

Entré en el pueblo cuando comenzaba a amanecer. Hice una parada en la terminal de ferrocarriles para comprar algunos tabacos, no fuera a ser que al regreso ya no quedaran. Allí me encontré con tres o cuatro más que, como yo, también habían sido citados para la reunión, y continuamos juntos hasta llegar a la entrada del campo de pelota.

A esa hora, ya había una multitud merodeando por los alrededores. Muchos con sus caballos, como yo. Siempre me he preguntado que hicieron luego con tantos caballos. Llegaban de Güinía, de La Moza, de Manicaragua, de Barajagua, del Nicho, de Cien Rosas, de Jibacoa, de todas partes había gente allí. Pero nadie parecía preocupado; más bien se alegraban por el reencuentro con viejos conocidos. 

Un rato después, a través de un altoparlante, se escuchó una voz que nos informaba: dejen los caballos amarrados en los alrededores y pasen dentro del estadio: tampoco debíamos preocuparnos, los “compañeros” del INRA cuidarían de las bestias mientras estuviésemos dentro.

Pero ya dentro nos llamó la atención la hilera de camiones Zil, una larga fila junto a la cerca entre el left y el right field. También aquellos tipos, vestidos con camisa o pantalón verde olivo, partes del uniforme del Ejército, aunque nunca completo, corriendo nerviosos de un lado a otro; no llevaban armas, pero tampoco parecían estar allí por puro azar, mientras la misma voz nos apremiaba ahora a subir a los camiones. 

Al principio hubo un poco de desconcierto, pues según la voz la “reunión” iba a ser con todos los campesinos de la provincia, en Santa Clara. Con todo y ello, creo que en ese momento la mayor preocupación de todos seguía siendo los caballos, si realmente iban a cuidar nuestros caballos mientras estuviésemos en Santa Clara: nadie podía imaginar ni remotamente lo que vendría. 

La caravana de camiones llegó a Santa Clara a las diez de la mañana. Por un buen trecho hicimos como una especie de camino de regreso, volviendo a transitar por Barajagua, entronque del Salto, la Campana, Manicaragua. Pero tampoco entramos en la ciudad, sino más bien la circunvalamos, entrándole por uno de sus costados. Ahí ya comenzó la preocupación. Hasta ese momento, salvo alguna que otra cara sombría, casi todos habíamos hecho el viaje conversando, haciendo chistes, saludando al pasar por los pueblos. 

¿Por qué debíamos preocuparnos? La guerra en la montaña había terminado. Vivíamos tranquilos con nuestras familias, entregábamos casi toda nuestra cosecha a Acopio, rezábamos y a la cama temprano. Mi mujer estaba embarazada, era su primera barriga, pero yo estaba tranquilo porque su madre, ya hechas las paces por lo del rapto, había ido a quedarse en la casa unos días para ayudarla. Aunque no se quedaría por mucho tiempo: dos semanas después desapareció, y nunca más volvió a saber de ella.

¿Si era una simple reunión, por qué nos llevaban tan lejos? Ya casi parecía que íbamos rumbo a Calabazar, cuando la caravana de camiones enfiló hacia los campos de deportes de lo que nos pareció un gran centro escolar. Allí nos esperaba un centenar de soldados, ahora sí de uniforme completo y fusiles AKM terciados y calados con sus bayonetas. También, junto a ellos, los perros, pastores alemanes enormes sin bozal. 

El cielo se había nublado, y algunas gotas empezaron a caer. No era que nos ayudaban a bajar de los camiones, no, nos halaban hacia abajo, y luego nos empujaron hasta el centro del campo, los colmillos de los pastores rozando nuestras piernas, las puntas de las bayonetas pinchando las costillas. Podría decir que habría unas dos mil quinientas, o tres mil personas congregadas allí. 

Unos oficiales se subieron a la cama de uno de los camiones. El que parecía estar al frente, según supimos mucho después, era un capitán del Ministerio del Interior, Ángel Martín creo que se llamaba. El discurso fue breve y directo: “…los vamos a trasladar hacia otras provincias por ser ustedes personas desafectas a la Revolución. Todos ustedes apoyaron a la contrarrevolución en el Escambray. Ustedes no merecen ni el aire que respiran. Pueden darse con un canto en el pecho por estar vivos, porque realmente lo que merecían es que los hubiésemos fusilado a todos… Y que les quede claro: jamás podrán regresar a sus lugares. Lo que ustedes van a sufrir a partir de este momento, lo sufrirán también sus hijos y sus nietos, y los hijos de sus nietos… Nunca habrá perdón para ustedes… Y todo lo que tenían, lo mucho y lo poco, será decomisado. No les quedará ni el recuerdo. Andando”.

A punta de bayoneta nos fueron montando otra vez en los camiones, entre gritos, insultos, y el ladrido feroz de los pastores alemanes. Fue un viaje corto, de apenas ocho o diez minutos: en un lugar desolado los camiones se detuvieron, nos hicieron bajar a todos, y nos montaron en unos vagones de tren, fuertemente custodiados por otros militares que nos apuntaban con sus fusiles. 

Los vagones habían sido convertidos en pequeñas prisiones rodantes: tapiadas las ventanas, apenas podíamos respirar, hacinados en el piso de hierro frío. A algunos les habían amarrado las manos por delante; a otros, los más rebeldes, les ataron también los pies. Nadie podía moverse sin la autorización de los custodios que nos escoltaron todo el viaje dentro del vagón, apuntándonos con sus fusiles y sus afiladas bayonetas. La travesía duró treinta y seis horas. Fue un viaje infernal. 

Como no podíamos salir del vagón, debíamos hacer nuestras necesidades en una esquina, donde todo el mundo había decidido dejar su mierda. Allí dentro, en aquella caja de hierro, ochenta hombres hacinados entre el calor, la falta de aire, la peste, la sed y el hambre. Porque estuvimos un día y medio, o mejor, dos, sin comer nada, y solo tomamos agua un par de veces, cuando paramos en algún lugar y metieron una manguera por una de las rendijas que había entre plancha y plancha de hierro. 

En una de esas pocas ocasiones en que el tren se detuvo, algunos aprovecharon para escribir una nota rápida, para garabatear algunas letras dirigidas a sus familiares, para luego doblar el papel, poner un nombre y una dirección y deslizarlas hacia afuera por las rendijas, con la esperanza de que algún alma caritativa las recogiera, las metiera en un sobre, les pusiera un sello, las llevara hasta el correo más cercano y, con un poco de suerte, llegaran a las manos deseadas. 

Eran notas desesperadas, seguramente, como las que podría hacer un náufrago. Ninguno sabía dónde estaba, la gran mayoría los que allí íbamos nunca había estado un poco más allá del lugar donde había nacido, alguno más que otro tal vez llegó hasta Trinidad, Cumanayagua o Cienfuegos, pero no más. Nadie sabía tampoco hacia dónde nos llevaban.

¿Qué podrían decir entonces aquellas notas? Nada certero, salvo la prueba escrita de que su autor seguía vivo. He oído decir que algunas de aquellas notas llegaron finalmente hasta sus destinatarios, pero eso, aunque sea un detalle bonito en algún lugar de esta historia cruel, creo que es algo que está más cerca de la leyenda.

La verdadera preocupación de todos aquellos hombres encerrados en esa ardiente caja de hierro era la incertidumbre, la angustia de no saber en qué situación habían quedado sus familiares más cercanos, y sobre todo, qué iba a suceder con sus vidas a partir de ese momento. Casi todos estábamos seguros de que ningún pariente cercano recibiría una explicación sobre lo que habían hecho con nosotros, y mucho menos, recibir alguna ayuda. Pero eso solo lo supimos algunos meses después, cuando nos permitieron por primera vez escribir a los parientes y recibir, una vez al mes, noticias de los nuestros. 

Ahí fue cuando me enteré de que, al día siguiente de mi secuestro, varios funcionarios del Ejército se aparecieron en mi casa y nos expropiaron de todo lo que teníamos. Fueron cuatro, de uniforme; llegaron en un jeep y le dijeron a mi mujer que tenía que recoger todo e irse. Ella, por supuesto, empezó a llorar, los nervios no la dejaban hablar, estaba sola, mi padre había salido de madrugada para llegar hasta el llano y preguntar por mí, si alguien sabía algo. La pobre, estuvo casi una semana sin dormir, según me contaron tiempo después. 

Le dijeron a mi mujer que tenía que irse inmediatamente, y que no se podía llevar nada, salvo alguna ropa y los documentos, nada más. Dijeron que regresaban más tarde, y se fueron. Tres horas después, regresaron. Mi mujer no había atinado a hacer nada, ni siquiera salir de la casa y pedir ayuda…, no sé, a cualquiera, aunque pensándolo bien, ¿a quién iba a acudir? 

Nuestros vecinos más cercanos vivían como a cinco o seis kilómetros, y también a ellos les había llegado la nefasta noticia, estaban en la misma situación, así que poco podrían haber hecho. La arrastraron hasta la vereda, clavaron unas tablas en la puerta y en las ventanas, y le dijeron que si se atrevía a entrar la llevarían presa por violación de domicilio y atentado a la propiedad del Estado. 

Violación de tu propio domicilio, de la casa que había sido de su marido, de los padres de su marido, de los abuelos de su marido por casi ochenta años, y ahora, de repente, “propiedad estatal”. Se llevaron todos los animales, puercos, gallinas, los sacos de viandas, el café, todo. Y así, tirada en la vereda, junto a la talanquera de la casa, se la encontró mi padre al día siguiente. 

Nadie, creo, sabe la cifra exacta de las familias que fuimos arrastradas a esta vorágine de intolerancia y represión. En realidad, y como es de suponer, nunca se han publicado las cifras oficiales, porque hacerlo significa reconocerlo, pero se calcula entre los mil quinientos y los tres mil campesinos; hombres que, en un primer momento, fuimos desterrados y obligados luego a levantar todos estos pueblos desperdigados por el país: los dos o tres Sandinos, López Peña y Briones Montoto, aquí en Pinar, Obas en Camagüey…

De manera que, si usted multiplica, las víctimas de ese primer desastre pudieran ascender a diez mil cubanos, hablando en cifras redondas. Y si luego añade los parientes y familiares que, una vez terminadas de construir por nosotros las casas, fueron traídos, no sé cuánto llegaría a sumar. ¿Treinta, cuarenta, cincuenta mil personas? No sé.

De todas formas, si uno se pone a ver, el Estado tampoco publicó nunca, al menos oficialmente, esta disposición. Fue un “Decreto Oral”; así no queda constancia legal de que realmente sucedió. Lo que siempre me pregunto es cómo algo así pudo establecerse simplemente por la orden verbal de alguien…”.


Llegué a Sandino alrededor de las nueve de la noche. Es una hora ideal para llegar a cualquier pueblo de Cuba si uno quiere pasar desapercibido: está por comenzar la telenovela de turno y, cualquiera que sea, me atrevería a decir que el 98% de los pobladores de cualquier lugar (¡incluidos los hombres!) está pendiente, frente a su televisor, del inicio del próximo capítulo. Esto, que puede parecer una exageración mal intencionada, o un típico recurso mágico-realista al estilo del peor García Márquez, es una rotunda y bochornosa verdad en la Cuba contemporánea: un país que se precia de poseer uno de los niveles culturales más altos no solo de la región, sino mundiales (totalmente falso), o al menos uno de los niveles de instrucción más altos, vive pendiente de la melodramática trama del culebrón de turno; así de simple. 

Y si esto sucede en un país prácticamente teledependiente como es Cuba, donde la televisión, sobre todo en su horario nocturno, es casi la única opción recreativa de la mayoría de la población, pues esto se convierte realmente en una tragedia nacional. 

Por tanto, al llegar a Sandino, no había un alma en la calle, lo que para mí era sumamente ventajoso pues en estos pueblos, adonde prácticamente no llega nadie, la aparición de un forastero siempre despierta sospechas, o cuando menos una malsana curiosidad. Sobre todo, si es alguien que ha llegado para preguntarle a la gente mayor de cincuenta años sobre su historia personal, su historia de vida de medio siglo, o lo que es lo mismo: sobre la terrible historia de este lugar al que habían sido arrastrados en contra de su voluntad. Y yo necesitaba pasar lo más desapercibido posible, al menos en los primeros tres días: necesitaba moverme rápido para realizar las primeras entrevistas que ya tenía apalabradas a través de uno de mis contactos en la zona (identificación que me reservo, a petición del mismo). Me hospedé en una casa particular, pagando un alquiler ajustado que incluía desayuno y comida, y donde mis anfitriones, una pareja de jóvenes, me creían un escritor empeñado en escribir la gloriosa historia de este pueblo nacido con la Revolución.

Al otro día tenía que levantarme bien temprano, a las seis de la mañana, para acompañar a mi primer entrevistado en sus labores en el campo: le ayudaría en su jornada laboral, y al mismo tiempo, él respondería a mis preguntas.


Imagínese que alguien entra en su casa, de madrugá, cuando lleva varias horas durmiendo. Lo saca de la cama y le pone un cuchillo en la garganta. Frente a usted están su mujer y sus hijos también con un cuchillo amenazando la yugular.  A usted le dicen que les rebanarán el pescuezo a todos si no les deja el marrano que tiene en el patio. Y usted sabe que lo harán… ¿Usted qué haría, en una situación como esa? No es difícil adivinar la respuesta.

Ese momento es el comienzo de todo…

Uno estaba entre dos fuegos. O como dicen ahora, en el lugar equivocado en el momento equivocado. Porque también llegaban los del bando contrario, que si bien no te ponían una bayoneta sobre la yugular sí te advertían que de no dejarles las gallinas que te quedaban, el medio quintal de frijoles, los dos cerdos pequeños para ceba que habían descubierto escondidos en lo más profundo de la cañada y el único racimo de plátanos, uno estaba negándose a contribuir con el “proceso”, y eso te convertía automáticamente en un colaborador del enemigo y, por tanto, en un traidor. 

Traición a la patria, el delito más grave en situación de guerra. De todas formas, igual se llevaban todo, y de negarte a entregarles algo, de paso te llevaban a ti, te amarraban sobre un caballo y te sacaban por el camino mientras podías ver como arrastraban a tu mujer entre cuatro o cinco hombres hacia la cañada, oías sus gritos sin poder hacer nada, y el llanto inocente de tu hijo, que no entendía lo que estaba sucediendo. 

He escuchado a muchos relatar una situación semejante. Y cualquiera de las dos situaciones cambiaba tu vida en un instante. Cuando el tren se detuvo finalmente, nos hicieron bajar y nos obligaron a sentarnos sobre los raíles de la línea. Hice un cálculo rápido: allí podrían haber cerca de dos centenares de hombres. Era noche cerrada, y alrededor no se veía nada, solo unas luces tenues a lo lejos. Pero muy lejos.

Al rato llegaron varios oficiales, acompañados por una docena de soldados. Eran oficiales, sin duda, pero no del Ejército. Por primera vez después de tanto tiempo, le dieron a cada uno un pedazo de pan con algo parecido a mantequilla y un vaso de agua con azúcar prieta. Apenas habíamos terminado de devorar aquello cuando ya nos estaban levantando con las bayonetas. Caminamos durante un rato hasta llegar a un lugar donde nos esperaban varios tractores enganchados a carretas. Nos hicieron subir, y más o menos una hora después, en la oscuridad más absoluta, llegamos a algo parecido a un batey con tres o cuatro casas, y dos grandes naves de cemento con techo de zinc. Una de las naves era el albergue de los militares que a partir de ese instante nos custodiarían todo el tiempo. La otra era la nuestra.

Nos despertaban a las cinco de la mañana. Lo primero en la mañana, aún oscuro, era el pase de lista. Cualquier ausencia en ese momento suponía que te salieran a cazar como a un perro jíbaro. Luego pasar con tu jarro a recibir un líquido caliente que no sabíamos bien qué era: no era leche, tampoco avena, ni café; tal vez un mejunje de las tres cosas, sin sabor a nada. Pero al menos era algo caliente en el estómago. Algo que podía dejarte la grata sensación de que habías desayunado.

Y de ahí, siempre escoltados por militares con uniformes verde olivo, casi todos con sus AKM terciados siempre y siempre en fila, nos llevaban hasta el páramo donde habían decidido levantar las casas. 

Porque esa era nuestra “misión” allí: construir casas… las casas donde íbamos a vivir. Nos habían quitado las nuestras, allá en la loma, y no nos pagaron nada por ellas y ahora, sin pagarnos tampoco un centavo por nuestro trabajo, nos obligaban a construir otras, otras casas para nuestras familias. Unas casas que no queríamos, que no se parecían a las que hubiésemos querido construir para nosotros, en un lugar de odio y desolado. Una vez terminadas, comenzaríamos a pagar esas casas.

Amanecía y ya estábamos allí, sobre la piedra y la tierra y el fango si había llovido, los mosquitos y las lomas de arena y cemento y piedra que en la noche habían descargado los camiones que venían de Guane y a veces de El Ají. Ahí, un poco más arriba de lo que ahora se conoce como Zona A 1, comenzamos a construir unos bloques pequeños, de dos pisos con cuatro apartamentos (dos a cada lado). Cuando habíamos terminado unos cuatro o cinco de aquellos bloques, dedujeron, supongo, que a ese ritmo y con esa distribución de las casas iba a ser necesario mucho más terreno para construir lo que ellos querían, así que casi sin terminar esos primeros bajareques de cemento nos trasladaron hasta lo que hoy es más o menos el centro del pueblo, y allí comenzamos a construir los edificios-ratoneras de cuatro pisos y ocho apartamentos. 

Trabajo y sol: también ese es un recuerdo tenaz y doloroso, no hay manera de que pueda dejar de asociar ambas cosas. Todo el tiempo trabajando; todo el tiempo bajo el sol: no había ¡un solo árbol! en toda aquella esterilidad circundante. Era una sensación de desamparo muy grande para alguien como yo, que venía de un lugar lleno de algarrobos, ese árbol amable y sabio que abre su fronda de día y crea una sombra tupida, y vuelve a cerrarla. Los guardias no nos permitían guarecernos bajo los toldos que ellos habían izado para desde allí vigilarnos sin tener que patrullar el entorno. 

Con el tiempo, a alguno de ellos se le ocurrió la brillante idea de que un solo hombre podía vigilar a más de doscientos con solo un leve giro de cabeza. Levantaron un andamio alto en el centro, y punto. El solitario guardián también tenía sombra allá arriba. Dicen que igual en el Presidio Modelo, en Isla de Pinos, funcionaba así, parece ser un viejo método de custodia.


De control periférico, pienso yo. Y pienso en Foucault, en su panóptico, que tampoco es idea suya, sino de Jeremy Bentham, especie de filósofo utilitarista del oscuro XVIII inglés, inventado para crear algo así como un “sentimiento de omnisciencia invisible” sobre los detenidos. Y lo logra, qué duda cabe. 

El panóptico como imagen apabullante del poder absoluto: un solo hombre, la mirada de un solo hombre puede controlar la vida de cientos, de miles. El panóptico, también, como símbolo fálico, como representación viril de ese poder absoluto, omnipotente. En Sandino nunca hubo una erección de cemento semejante, un empinamiento sólido y alto coronado por un par de ojos expectantes. Salvo el tanque de agua elevado que existe en uno de los extremos del pueblo, y que se alza como una especie de nave extraterrestre posada sobre una columna de concreto gris, no existe aquí en Sandino I (ese es su original y verdadero nombre; luego se reduciría a la mención del simple apellido) ninguna construcción que rebase la altura media de un edificio de cuatro pisos, una altura uniforme y monótona en medio de una inmensa llanura verde. 

El panóptico aquí es invisible, aunque —casi— palpable.  “Sentimiento de omnisciencia”. En Sandino nunca hubo policías. Toda la vigilancia y el “orden” corrieron siempre a cargo del Ministerio del Interior. Y las secuelas de este “estilo” parecen haber quedado impregnadas en cada rincón del pueblo. Desde que llegué tengo la sensación de que soy observado todo el tiempo, observado y analizado, vigilancia que pasa de unos ojos a otros como en una carrera de relevos, pero que de una forma u otra siempre logro detectar, o al menos intuir, en cualquier circunstancia: cuando voy de una casa a otra, cuando me siento en una esquina a comerme algo, cuando compro cigarros en la tienda, cuando camino simplemente. 

Para no comprometer directamente a mi interlocutor, y al mismo tiempo dar la sensación de ser una especie de “turista” curioso de paso y nada más, hago de tripas corazón en mi muy menguada economía, cambio de alojamiento y alquilo una habitación en el Hostal Villa Edilia, una de esas casas particulares devenidas hostales a tenor de las nuevas leyes del llamado “cuentapropismo” (trabajo por cuenta propia, independientemente del Estado), y que también han llegado, aunque discretamente, hasta este remoto lugar de la geografía nacional. 

La señora Edilia me pide mis documentos y traslada prolijamente toda la información a un “registro” que, según ella, debe actualizar constantemente, detalles que luego, dice, debe suministrar “a la entidad correspondiente” (?) dentro de las próximas veinticuatro horas. No es paranoia, pero tengo el fuerte presentimiento de que esta mujer también da cuenta de mis pasos aquí; otra que pasa el batón en la carrera y, además, cobra.


Una mañana, mientras trabajábamos, llegó un camión verde olivo cargado de unas bolsas enormes, de nailon negro. No era el tipo de camión que traía soldados o provisiones. Parqueó junto a la caseta que había a la entrada de la barraca de los guardias. Dos de ellos subieron junto al chofer y lanzaron las pacas a la tierra. El camión se marchó con la misma rapidez que había llegado, mientras bajo el sol quedaron aquellos bultos misteriosos esperando a que alguien decidiera acercarse a ellos. Uno de los oficiales llamó a todos los guardias, que se reunieron frente a la entrada del campamento. Luego, con mucho misterio, cargaron las pacas y las entraron a la barraca. 

Solo uno de ellos quedó responsable de nuestra custodia. Estoy seguro que, al menos por un instante, la misma idea atravesó la cabeza de todos nosotros: escapar. Pero solo por un instante: aunque era un deseo siempre latente desde el mismo momento que nos dejaron allí, todos estábamos convencidos de que era una idea sin sentido: sabíamos que existía todo un dispositivo alrededor, de varios círculos concéntricos, puesto en función de frustrar cualquier intento de fuga. Un dispositivo que no veíamos, que abarcaba tal vez diez, quince o veinte kilómetros de diámetro, pero que sabíamos ahí. Activado. Atento. Un peligroso y emboscado horizonte, como una cerca de alambre de púa en una noche sin luna. 

Además, en muchos de nosotros latía el deseo de ser recompensado con lo que más ansiábamos: nos habían comunicado que aquellos que mantuvieran una disciplina acorde con el reglamento, y se destacasen en el trabajo, recibirían un salvoconducto para salir y visitar a su familia. Sin estar seguros de que fuera cierto, en el fondo todos esperábamos que aquello sucediera. Y esa tentación invalidaba cualquier intento de escapar. Aunque no el misterio, la preocupación sí que comenzó a desvanecerse cuando empezamos a escuchar las voces que venían del interior de la barraca de los guardias. Risas, burlas, silbidos. Nosotros continuamos trabajando, creo que ahora un poco más tranquilos. Al rato salieron los guardias; traían otra vez las bolsas, ahora mucho más pequeñas. Llegaron con ellas casi hasta dónde estábamos.

El capitán ordenó que dejáramos un momento el trabajo y formáramos. 

En las bolsas, dijo, había ropa. Ropa de uso, reciclada, pero en buenas condiciones. Debíamos ir pasando ordenadamente, y cada uno tenía derecho a un par de botas, dos camisas y un pantalón. Era una donación que generosamente nos hacía llegar la Revolución, dijo también. En realidad, llevábamos casi tres meses con la misma ropa, ya hecha jirones, la misma ropa con la que habíamos salido de nuestras casas aquella aciaga madrugada. Ropa “de salir”, como se dice.

A partir de ese día mejoró un poco nuestra apariencia, pero para todo el mundo circundante seguíamos siendo la encarnación del mal. Siempre voy a recordar cómo nos miraban, y no digo los guardias, sino gente común, campesinos de la zona que de vez en cuando pasaban por allí, donde trabajábamos, o llegaban por algún motivo. O aquellos con los que nos tropezábamos cuando nos sacaban a hacer algún trabajo fuera del pueblo. Eran miradas aterradas, miradas de pavor. 

Al principio no entendíamos muy bien por qué; luego supimos que habían hecho circular la voz en toda la zona de que éramos “los asesinos” o “los violadores” del Escambray, gente de la peor calaña, capaces de cualquier atrocidad. Vi como las mujeres, las madres, agarraban duro las manos de los niños cuando pasaban cerca de algún “villareño” y esquivaban la mirada, porque no se puede mirar al diablo a los ojos. Tuvieron que pasar muchos años para que esa misma gente comenzara a entender que habían sido engañados, que éramos personas normales, decentes, trabajadoras, que no éramos un peligro para nadie. Hoy en día, muchos de nuestros hijos están casados con los hijos de esas mismas personas para las que, al principio, éramos la mismísima personificación del infierno en la tierra.

Fueron dos años y medio. Mil noventa y cinco días, exactamente, sin ver a nadie de mi familia, sin conocer a mi hijo ni poder salir de este lugar. Sabía de ellos alguna que otra vez, cuando alguno de los más allegados salía de “permiso” y me traía noticias o alguna cartica de mi tío o mi mujer. En ese período murió mi padre; también nació mi hijo, y en ninguno de los dos casos pude estar, como ya dije. Era un prisionero, con todas las de la ley, aunque no existiese una sentencia firme sobre mí, aunque no hubiese un documento que lo acreditara. Ese ha sido uno de los grandes problemas: oficialmente, nosotros nunca estuvimos presos, no existimos en el registro legal de ningún lugar, ni como tales ni como nada; éramos nadie, sombras, seres anónimos sin identificación ni paradero oficial. Y así hemos seguido existiendo, hasta el día de hoy. Vivos, pero borrados. 

No-personas. Existíamos, aunque no…


El 9 de noviembre de 1966, la agencia United Press International (UPI) trasmitía al mundo la primera noticia sobre la existencia de las UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción) en Cuba. Paul Kidd, periodista canadiense que poco antes había sido expulsado del país supuestamente por fotografiar unas baterías antiaéreas en un área del malecón habanero, publicaba un artículo acompañado de fotografías de su autoría, las primeras imágenes sin censurar tomadas dentro de uno de aquellos establecimientos. Utilizando su credencial de prensa, había rastreado la ubicación del campamento conocido como “Brigada Viet Nam Heroico”, en Camagüey, y logrado introducirse en él.

El mundo conoció entonces la verdadera dimensión de lo que hasta ese instante era solo un rumor, una “patraña” imperialista para desvirtuar el carácter emancipador de la Revolución. Unos meses antes, en un discurso pronunciado el 13 de marzo en la escalinata de la Universidad de La Habana, Fidel Castro había hecho una sutil alusión a la existencia de estas “unidades militares”, ensalzando su misión humanitaria y su aporte a la economía nacional. 

Un mes después, el 14 de abril, las ediciones de los diarios El Mundo y Granma publican sendos reportajes a página completa sobre los “campamentos”. Firmado por Luis Báez, el artículo de Granma traía una peculiaridad: allí el periodista hablaba de los abusos cometidos en algunos de estos centros, “arbitrariedades” que fueron resueltas mediante Consejos de guerra y el castigo (seguramente leve) a los supuestos “infractores” del reglamento. Como es de suponer, el artículo no entra en detalles en lo que a “arbitrariedades” se refiere, las trata más bien como un asunto menor, la consecuencia de que algunos oficiales no hayan tenido, cito, “la paciencia necesaria ni la experiencia requerida”, por lo cual “perdieron los estribos”. Este desafuero, salida de casillas o soltadura de pelo (graciosa acepción de diccionario), de una u otra manera, se mantuvo en la mayoría de los campos durante los tres años que duraron hasta su cierre definitivo, el 30 de junio de 1968 (y oficialmente disueltos a través de la Ley 058 de octubre de ese año), según el testimonio de centenares de concentrados. 

El inventario de tormentos contemplaba un amplio rosario de suplicios bautizados por sus víctimas con nombres como “el palo”, “el hueco”, “el trapecio”, “el barril”, “el embudo”, “las chapas”… (atarlos con alambre de púas a un palo durante la noche o por tres días, sin comida; enterrarlos en la tierra dejando fuera solo la cabeza; atarlos por los brazos al asta de la bandera —cortesía para Testigos de Jehová—; sumergirlos en un tanque de agua; arrodillarlos sobre chapas de botellas durante horas). 

Según cifras que aventuran algunos historiadores, setenta y dos personas murieron como consecuencia de torturas o cacerías de prófugos, ciento ochenta se suicidaron, y quinientos siete terminaron en hospitales psiquiátricos. (Para tener una visión más amplia de estos aspectos, recomiendo la lectura de los artículos “A la memoria no se le disparan fotos”, de Maykel Paneque, y “Demystifying UMAP: The Politics of Sugar, Gender, and Religion in 1960s Cuba”, de Joseph Tahbaz).

En las muy pocas ocasiones en que la retórica oficial se refirió a estos campos de trabajo forzado, siempre las catalogó como “unidades militares” adscriptas al Servicio Militar Obligatorio (establecido oficialmente dos años antes de la implementación de las UMAP). Mirado desde esta perspectiva, las tristemente célebres UMAP se pueden entender como entidades correccionales sui géneris; campos de concentración donde fue impuesto un régimen de trabajo forzado al mismo tiempo que un régimen de reeducación política —híbrido de Gulag y manera china—, a lo que habría que agregar la particularidad (aporte criollo), por breve que pudiera haber sido en la práctica, de introducir en su “funcionamiento” la experimentación médica con intenciones “regenerativas”, de “rehabilitación hormonoterapéutica”, de la cual me ahorro los detalles de algunos testimonios por demasiado escabrosos. De lo que nunca se habló fue de estos “pueblos cautivos”. Nunca.


Cuando ya habíamos terminado de construir los primeros bloques de apartamentos, unos diez, se nos comunicó que a partir de ese momento comenzarían a llegar algunas familias. Como es de suponer, el orden de prioridad, para que las familias de unos llegaran primero que la de otros, dependió de la “buena conducta” de cada cual. En medio de tanta desgracia, era normal que aquello significase al menos un pequeño consuelo, pero también, en algunos casos, pocos, pero algunos, resultó bochornoso ver cómo esos pocos hicieron todo lo posible por “destacarse” ante los jefes, por congraciarse con ellos, rebajándose en algunas ocasiones hasta extremos que casi podríamos llamar humillantes… 

Sí, de todo hay en la villa del señor. Aunque mal que bien todos estuviésemos allí por la misma “causa”, por así decir, en los momentos realmente importantes siempre había algunos que no se comportaban a la altura, como si se olvidaran de esa pequeña dosis de dignidad que, a pesar de las circunstancias, uno de todas formas debía conservar. Pero no los juzgo, tampoco los culpo; siempre ha sido así, y entre los que estábamos allí, en aquel grupo de hombres maltratados y humillados, no tenía por qué ser diferente. A juzgar por la cantidad de apartamentos que ya habíamos terminado, y sacando cuenta de cuántos éramos, al principio muchos pensaron que la gran mayoría podría traer en un primer momento a sus familias. Pero yo estaba seguro de que eso era imposible, nunca se han resuelto así de fáciles las cosas con esta gente, no. 

Recuerdo haber tenido una discusión muy fuerte una noche con un grupo que se había reunido al fondo de la barraca a jugar dominó. Tal parecía que celebraran ya la inminente llegada de los padres, o de sus mujeres y sus hijos. Yo no quería desilusionarlos, nada más lejos de mi intención, pero al mismo tiempo me encabronaba mucho que, después de todo lo sucedido, se comportasen como unos tontos, unos niños ingenuos deslumbrados con el primer caramelo que le pasan por la nariz, sin fijarse siquiera si venían o no untados de mierda.

Cuando comenzó la ubicación de aquellas familias en ese primer pueblo remoto y cautivo, cada pequeño bloque fue ocupado por cuatro familias, una en cada apartamento. Solo que dos de esos apartamentos de cada bloque de cuatro correspondían a familias de “reubicados de Las Villas”, como entonces les llamaban, y los otros dos a las familias de los guardias que hasta entonces los habían vigilado, y que a partir de ahora tenían la misión de seguir vigilándolos, pared por medio, puerta con puerta. 

Para que nadie fuese a pensar que el castigo y el control permanente habían terminado, que ya había sido suficiente con sacarlos a la fuerza de sus casas y sus tierras, de haberlos despojado de todo lo que tenían, de hacerlos trabajar por tres años como esclavos, en condiciones infrahumanas, de impedirles regresar a sus lugares de origen en lo que les quedaba de vida; ahora se les obsequiaba con esa preciosura de detalle macabro: obligarlos a vivir el resto de sus días con el temor a alzar la voz, a decir algo inconveniente, a medir cada una de sus palabras y sus acciones en cada minuto y en cada momento de sus vidas, pues ahí, al otro lado de esa delgada pared, habría siempre una oreja atenta o una mirada pendiente de todo lo que usted dijera o hiciese. Para los militares y su familia debió ser algo así como una misión; para los otros, un suplicio.  

Eso fue lo que traté de explicar aquella noche junto a la mesa de dominó, pero parecía como si nadie quisiese entender, nadie creyó que fuera verdad lo que les estaba contando. Más bien se molestaron, incluso uno de los que allí estaba llegó a golpearme, insultándome de la peor manera. Algunos se interpusieron entre nosotros, más por defenderlo a él que por evitar mayores consecuencias, pues dijeron que de todas formas yo no tenía nada que perder, llevaba más de dos años sin salir de ahí, sin ver a nadie, y poco podía importarme si mi familia llegaba o no. Unos meses después, cuando nuestras miradas se cruzaban en algún lugar del pueblo, ellos bajaban la cabeza, como evitándome. Porque eso que les dije fue lo que pasó.


Esas palabras me recordaron otras. Como si todos los grupos humanos reprodujesen siempre las mismas miserias, iguales mezquindades, más allá de las circunstancias o los lugares. Se sabe de comportamientos similares en los campos de concentración para judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Me vino a la cabeza una frase de Norman Manea, el gran escritor rumano, o bucovino, como a él seguramente le gustaría más que le llamaran, a propósito de su experiencia en uno de aquellos lagers: “La relación entre cautivos estaba dominada por el espanto y el hambre; la solidaridad estaba vencida por los instintos primarios de la supervivencia a toda costa”. Lo que este anciano define ahora como “causa común” creo que nunca existió en los llamados “pueblos cautivos”. Camaradería sí, es probable; tal vez alguna solidaridad, pero no una “perspectiva” común, colectiva, identitaria, llevada conscientemente, como una actitud ante la vida. En este sentido no creo que pueda hablarse de una existencia grupal como “gremio”, o cofradía, o comunidad. Lo unificador, para decirlo de alguna manera, estaba determinado solo por una circunstancia: la de compartir por un tiempo una desgracia que a todos tocaba por igual; solo eso.

Cuando usted llega a este pueblo le parece un lugar tranquilo, uno de esos pueblos perdidos tan comunes en la geografía nacional, adormecidos en la modorra de un mediodía infinito, en la sombra y la calma chicha bajo las grandes hojas de plátano mecidas por la brisa del atardecer; nada de rumor del tráfico, de cláxones sonando insistentes, o sirenas de ambulancia en la madrugada; la gente se mueve de un lado a otro a pie o en bicicleta, siempre despacio; igual beben despacio en las esquinas, expulsan el humo de sus tabacos en suaves y lentas volutas, da lo mismo si contra un cielo diáfano, prístino o encapotado. Pero cuando usted se queda por algunos días, un par de semanas tal vez, usted comienza a sentir que toda aquella “mansedumbre” es solo un espejismo, la cara amable de algo que en realidad borbotea con furor un poco más abajo, unos centímetros debajo de la superficie. 

Todavía hoy, cuarenta años después de que comenzara a ser habitado, una parte de sus habitantes te mira con recelo; la otra, con temor. Es la secuela de casi medio siglo de vigilancia mutua: una mitad vigilaba para controlar, la otra para protegerse. Las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana. Con frecuencia, la mayoría de los vigilados eran citados en la delegación del Ministerio de Interior de Guane solo para hacerles notar que el control no había mermado; seguía ahí, tal vez menos evidente pero igual de riguroso; también eran citados los vigilantes, que debían rendir cuenta de su “trabajo”. Un pueblo donde, hasta hace muy poco, cualquier contacto entre más de cuatro o cinco vecinos o semejantes podía ser tildado de “conspiración”, según las “ordenanzas” locales. Sandino I ostenta aún la condición de “Municipio especial”.


Cuando comenzaron a llegar los primeros familiares, tres años después de nosotros, lo único que encontraron aquí fueron estas casas sin pintar, las calles sin asfaltar, puros senderos de fango; una posta médica, una bodega y una barbería. Nada más. Luego, con los años, se fueron construyendo otras cosas. Se pavimentaron las calles, se construyó un área social, un círculo infantil, un “coppelita” (que fue un gran acontecimiento en este pueblo, la gente se comía el helado y botaban los barquillos; cuando usted pasaba por ahí el crujido bajo sus pies era muy similar al de aplastar cangrejos), tiraron las tuberías para hacer llegar el agua a las casas. Todo eso también lo hicimos nosotros, por supuesto. Aquí siempre hemos tenido solo dos opciones de trabajo: la construcción y la agricultura. Nada más. 

Nuestros familiares tuvieron que hacer el mismo viaje que nosotros algunos años antes. Quiero decir, en idénticas condiciones. Les avisaban de un día para otro; tenían que dejarlo todo, montar en unos camiones hasta Santa Clara, y luego el tren hasta aquí, durante casi dos días. A la mayoría no se le permitió cargar con nada, ni muebles, ni cosas de la cocina, colchones, vajillas, faroles, nada. Les dijeron que no era necesario, que al llegar aquí tendrían en las nuevas casas todo lo necesario. Por supuesto, era mentira. Como si no fuera suficiente que te quitaran la casa sin pagarte un centavo, también te confiscaban las cosas, los animales, todo. A cambio, te entregaban un lugar para vivir que tú mismo habías construido, completamente vacío. Muchos estuvieron durante meses durmiendo en el suelo, mientras se iban haciendo, como podían, camas rústicas con colchones rellenos de hierba.

Un viaje exactamente igual al nuestro, ya lo he dicho, según lo que me contó luego mi mujer. Los concentraron en una explanada junto a la terminal de ferrocarriles de Santa Clara, a la intemperie, y allí los tuvieron toda una tarde y noche, bajo una fuerte llovizna, hasta la madrugada del día siguiente, que los montaron como ganado en los mismos vagones cerrados en los que nos trajeron a nosotros, custodiados por guardias todo el tiempo. Aunque ellos tuvieron suerte: como en su mayoría eran mujeres, ancianos y niños, antes de salir les dieron un refresco y unas galletas; a otros, naranjas y galletas. Y en algunas paradas dejaron bajar a las mujeres que estaban embarazadas para que hiciesen sus necesidades. Tratándose de aquellos perros, ya eso es un detalle importante. En cada vagón iban ocho guardias armados con fusiles y bayonetas. Como si aquellas mujeres, aquellos niños y viejos pudieran escapar hacia alguna parte.

Mi familia, por lo que ya he contado, llegó aquí en el último traslado que hicieron, a principios de 1977. Nunca se me va a olvidar el momento en que pude tener a mi hijo delante, a mi hijo que no conocía, y abrazarlo. Recuerdo su cara, el susto de sus ojos; su madre le había hablado con frecuencia de mí, lo había preparado, por así decir, para aquel momento, pero de cualquier manera aquel hombre huesudo y sucio que lo apretaba contra su pecho era un extraño, y él solo me miraba, miraba a su madre y se dejaba apretar, sonreía, mientras sus brazos colgaban junto a su cuerpo, inmóviles, como si no supiese qué hacer con ellos.

Cuando los últimos reconcentrados fuimos ubicados en las casas nuevas con nuestras familias, el albergue donde hasta entonces habíamos vivido fue convertido en la escuelita primaria del poblado. Todavía lo es, ahora un poco más compuesta, pintada y con ventanas, aunque el lugar, por supuesto, es el mismo. Era una sensación muy rara para mí acompañar a mi hijo hasta allí, cuando cumplió los cinco años, y dejarlo frente a aquella puerta, la misma puerta que cerraban con cadenas por la noche para que no escapáramos, con el mismo botellón blindado junto a la entrada, que servía ahora para anunciar el comienzo de las clases cada día, para los recreos y la hora de salida. He dicho “sensación rara” cuando en realidad debo decir “sensación despreciable”, porque a veces me parecía que, soltando la mano de hijo y entrados los niños en aquella barraca, volvieran a cerrar la puerta y clausurarla con una cadena y candado hasta el otro día. Cuando ese recuerdo venía a mi cabeza apretaba sin querer y con fuerza la manito de mi hijo, que entonces trataba de zafarse y me preguntaba, molesto, por qué lo hacía. Como es lógico, no podía explicarle, y solo le respondía que me disculpara, que había sido sin querer, pero que algún día le contaría por qué apretaba su mano antes de que entrara en la escuela.

La vigilancia sobre nosotros era permanente. No había un solo minuto en que no sintiéramos la mirada de alguien cuando andábamos por la calle, o la sensación de una oreja pegada a la pared cuando estábamos en casa. No era una suposición, ellos se encargaban de hacerlo evidente, ponían todo su empeño en ello, como si estuviesen cumpliendo una misión, convencidos de que aquel era su deber, y orgullosos de hacerlo. Por ejemplo, el pueblo tenía una sola entrada, que era la misma para salir, por supuesto, un terraplén de tierra que en la época de lluvias se volvía un fanguero del demonio. Era imposible salir hasta la carretera sin que alguien te viera, y aunque nadie te cerrara el paso, apenas desandabas la primera parte de aquel camino de casi tres kilómetros, con una pared de marabú a cada lado como único paisaje, cuando veías detrás de ti a alguien que te seguía todo el tiempo, que se detenía si tú te parabas, todo el tiempo ahí detrás, y si por casualidad llegabas hasta la carretera entonces sí aparecían, como salidos de la nada, dos o tres que te preguntaban dónde ibas y si tenías el salvoconducto para salir del lugar.

Alguien que conozco dice que aquí no existen alambradas ni soldados armados que limiten nuestros movimientos, no hay siquiera una sola talanquera a la entrada de algo, pero es como si estuviésemos encerrados en una cárcel diferente, ultramoderna, en la cual la disciplina penitenciaria, las cercas y los guardias están programados en nuestras mentes. Como si hubieran colocado anillos magnéticos en los cuellos de los penados y estos se apretaran en la medida en que nos alejamos del pueblo. Presión que puede llegar hasta la asfixia. Nunca hemos tenido una vida tranquila y estable, sencillamente porque el gobierno hace muchos años lo decidió así, y así ha sido siempre. De la misma manera, si alguien intentaba ocupar un espacio al fondo de casa para sembrar, plantar un conuquito, o levantar un varentierra, porque extrañara, por costumbre, por necesidad o lo que fuera, enseguida venían y se lo arrancaban todo. Nada de gallinas o huevos, ni hablar de un puerquito. No podía haber nada que nos hiciera recordar el lugar o las costumbres de donde veníamos. No solo nos habían obligado a abandonar nuestro lugar, también debíamos renunciar a todo aquello que evocara nuestra vida anterior, olvidar que habíamos tenido otra vida, otras costumbres, otros sabores… Nuestro único tesoro entonces sería el recuerdo, la memoria de algo que ya para nosotros había dejado de existir.


Cuando pregunté por qué me detenían, nadie me dio ninguna explicación. Después oí decir que casi siempre que sucede algo así, es porque Sandino es la antesala del extremo occidental del país, la Península de Guanahacabibes al Cabo de San Antonio, y esa es una zona sensible. Como también lo es la Punta de Maisí, al otro extremo de la isla. Los extremos siempre son peligrosos: por eso se vedan… 

Ya este pueblo en sí despierta una suspicacia histórica; si a eso le sumamos el que esté casi más cerca de México que de La Habana, pues ese recelo se acentúa. Recordé un cuento de Daniel Díaz Mantilla, “Cállate ya, muchacho”; donde el personaje —él mismo— es detenido en circunstancias —y lugar— similares, de manera arbitraria también, sin que logre explicarse las razones de esa detención, pero que las imagina, y reflexiona. Luego todo pasará como un malentendido; tal vez te pidan disculpas, pero no por eso cambiará la historia, los acontecimientos, las razones.


Ya después, a principios o mediado de los años ochenta, algunas cosas mejoraron ligeramente. Se asfaltaron las calles, se construyó un policlínico, un círculo social, una funeraria, una pequeña terminal de ómnibus y así. Incluso comenzó a entrar todos los días una guagua de Guane, y en días alternos la de Pinar capital. Hasta llegar a ser lo que es hoy, lo que se puede ver: un pueblo muy parecido a tantos otros en este país. Solo que este tiene una historia en su fundamento que no la tienen los otros, una especie de humedad que parece subir de la tierra y se le mete en los huesos a sus habitantes. 

Para entonces la vigilancia sobre nosotros también se hizo menos severa, o al menos no tan evidente como antes. En cada construcción de ese pueblo está el dolor de la lejanía y el sufrimiento por la pérdida de los seres queridos. Cada edificio se levantó con lágrimas, sudor y sangre de aquellos que un día fueron despojados de todo lo que hacían y tenían. Con eso hemos tenido que vivir, con eso seguiremos viviendo hasta que muramos. 

Cuando terminamos de construir aquí, nos llevaron a levantar las famosas “Escuelas en el campo”, algunas en lugares muy lejanos, por lo que pasábamos largas semanas alejados nuevamente de nuestras familias. Construimos siete u ocho, no recuerdo bien. En una de esas escuelas está mi hijo, estudiando, una que está cerca de la ciudad. El vino a salir de este pueblo por primera vez a los 15 años. Es decir, a esa edad vino a saber por sus propios ojos que existían otros lugares en el mundo que no fuesen estas cuatro calles y edificios horrorosos… Imagínese. Él es un muchacho bastante introvertido, y en eso no se parece ni a mí ni a la madre. Yo creo que ese carácter reservado, temeroso incluso, es entre otras cosas, la consecuencia del rechazo que en la escuela primaria y en la secundaria sufrieron por ser hijos de “villareños”. 

No sé si eso era algo que estaba “orientado” o no, seguramente sí, pero el trato que recibían de los profesores no era igual al de los demás estudiantes, nunca dejaron de ser los hijos de villareños, y esto influyó también a la hora de las carreras, los avales y los puestos, nadie quería mezclarse con estos “elementos”; hubo casos incluso en que el trato con uno de estos estudiantes era considerado casi un delito, se llegó hasta evitar que los hijos de los residentes en las zonas vecinas a estos poblados se casaran con algún hijo de desterrado, ya que a la hora de pedir una ubicación ventajosa influiría negativamente en el proceso de aceptación.

Mi hijo, sin embargo, tuvo suerte. Siempre fue el primero o de los primeros en cada curso, tiene una habilidad natural para las ciencias, dicen que su promedio fue de los más altos de toda la provincia, y hubiera sido demasiado escandaloso dejarlo sin carrera. 

Y ahí usted tiene: ha sido precisamente aquí, en este pueblo maldecido, donde se acaba de levantar la primera iglesia católica que se construye en el país luego del cincuenta y nueve. Como si se le quisiera pedir perdón a Dios levantándole un templo justamente aquí, hacia donde nunca quiso mirar. Todo cambia. O como diría mi amigo Luís Macías, aunque no fueran sus versos: “Ya toda vida, por humilde que sea / Puede pisar su nada y su noche”.



Jurado Premio Reportajes 2019

Yoe Suárez (Presidente)
Diana Castaños
Juan Abreu
Henry Eric Hernández
Ladislao Aguado (en representación de la editorial Hypermedia)