Los mil y un nombres de ‘Paradiso’

Ver un ejemplar de la edición crítica aparecida hace ya 35 años, y desearlo tanto como cuando vi uno de esos volúmenes en La Habana, fue lo mismo. No me resistí y volví, y hoy lo compré. 

Había anhelado tener una copia de esa edición, con la cual se inauguró la presencia de Cuba en la colección Archivos de la Unesco, y por más que había tratado de encontrarla, no fue hasta hoy que pude tener una conmigo. Justo un 19 de diciembre, en el aniversario 113 del nacimiento de su autor. 

Los que hemos leído Paradiso no solo como literatura o novela, sino como quien ejecuta un acto de iniciación y de reto permanente, hemos sido víctimas de esa fulguración a través de diversos repasos y relecturas. Porque si el conjuro obra su milagro, si la metáfora desafiante que es este libro se echa a andar en nuestros ojos y nuestra mente, releerlo es el ademán más exacto de una devoción, de eso que Eloísa, la hermana del poeta, llamaba la “religión Lezama”. Y no cabe duda de que, si esa religión existe, Paradiso es entonces su evangelio.

Digo esto sin ánimo de hagiografía, de rendimiento manso ni de exaltación mística, en todo caso aquí innecesaria. Porque Paradiso, publicado por vez primera en 1966, por Ediciones Unión, y no reeditado en Cuba hasta 1991 por Letras Cubanas, contiene demasiadas paradojas, demasiados rejuegos y estallidos, como para leerlo con la devoción que reclama un texto sagrado. 

Lo es, sin embargo, a su modo, como una contradicción que se explica en su oscuridad deslumbrante, en sus asociaciones y diálogos imposibles, en el rafagazo de décimas, gestos y humor criollo que ha logrado sacar a algunos de sus personajes más allá de estas páginas. 

Aquel “ladrillo cuneiforme”, como Lezama llamó a su primera novela, se convirtió en un objeto verbal alucinante, que demostró que José Lezama Lima sí había logrado su imposible, asentando en un mismo volumen todo el fragor de su poesía, sobre la imagen de una Habana que atravesaban personajes hasta ese momento inimaginados. Claro que eso tuvo su precio, y no en balde se demoró tanto el libro en aparecer nuevamente en las librerías (y bibliotecas) cubanas. 

Cuando se presentó la segunda edición cubana, creo haberlo narrado anteriormente, en el portal del Palacio del Segundo Cabo, ninguno de los convocados para hablar de la novela pudo articular palabra alguna. Había una tensión en el aire, una ansiedad por conseguir alguno de esos ejemplares, que hizo saltar a los que acudieron en busca de ellos sobre la mesa de esos presentadores (Ciro Bianchi era uno de ellos, creo recordar, y no sé ya si junto a él se encontraba Maggie Mateo), y el libro tuvo que venderse a través de las ventanas del viejo edificio, arrancados más que comprados de las manos de las mujeres que no tuvieron más remedio que proceder a la venta de Paradiso como quien sobrepasa una batalla completamente inesperada. 

Lo sé porque estuve ahí, y en La Habana tengo un ejemplar de esa edición que a su modo también desafiaba las carencias que ya la industria del libro sufría en los albores del Período Especial. Haber estado ahí es cosa que se cuenta como un pequeño privilegio: no solo regresaba Paradiso a sus posibles lectores. Retornaba Lezama, con la novela que hizo que su nombre resonara como merecía, a La Habana y a la Cuba donde también se le había olvidado y maltratado.

Con los años, he leído Paradiso, o releído muchas de sus páginas, una y otra vez. Para festejar a Joseíto, en su cumpleaños, anoto un par de ideas más sobre esta novela, de la que aún nos debemos una edición como la de 1988, acompañada de un cuerpo crítico que ilumine sus secretos ante lectoras y lectores atrevidos. 

La primera vez lo hice en un ejemplar de la edición príncipe, que era propiedad de Ladislao Aguado, y que devolví puntualmente a su dueño. Es la célebre edición de portada roja y negra, diseñada por Fayad Jamís, la misma que fue recogida de las librerías cuando algún despistado se tropezó con el célebre capítulo VIII y se armó la de San Quintín. 

Varias anécdotas emanan de la aparición de ese primer Paradiso, plagado de erratas, y hoy joya de coleccionistas. Una de ellas, la de que Fidel fue interrogado en una reunión con estudiantes universitarios acerca de su contenido, y si debía o no prohibirse libro tan atrevido. Cuentan que su respuesta consistió en confesar que él no entendía lo que se decía en aquella novela, pero que, si los estudiantes la querían leer, pues que la leyeran. 

Otra, más creíble por la presencia misma de Lezama en ella, narra el estupor de un librero que, ante una mesa que entre otros escritores presidía el propio autor, se levantó para preguntar qué hacer con aquel libro sobre el que corrían rumores tan extraños, tildada incluso de pornográfica. 

A lo que Lezama le respondió hablándole de los zepelines. “¿Usted se acuerda de los zeppelines, si vio alguno en su niñez? ¿Y qué hacía cuándo veía alguno?”, indagó Lezama. “¿Qué iba a hacer? ¡Nada! Los veía pasar”, dijo el librero, que no le veía la cola al gato. Y Lezama, gordo felino burlón, le recomendó exactamente eso: “Pues haga lo mismo con Paradiso: véalo pasar”.

Si bien no poseo un ejemplar de esa edición príncipe, con el tiempo se han ido acumulando en mi casa otras de esa novela. Para quien quiera releerla, o al menos atreverse con ella por primera vez, me gustaría recomendar tres de esas ediciones que me parece hacen más ligero, aunque no menos intenso, el desafío de entrar al mundo de José Cemí, Foción, Fronesis, Farraluque, el tío Alberto, Baldovina, Rialta y los Olaya. 

Una primera sugerencia es la edición de Era, publicada por vez primera en 1968, con revisiones y correcciones establecidas por Julio Cortázar y Carlos Monsiváis, y que dicha editorial sigue imprimiendo. Aunque no está enteramente libre de defectos, como han demostrado algunos lezamianos acuciosos, es mucho más limpia que la de Unión, y sí es, en verdad, de lectura menos trabajosa. Añádase que contiene ilustraciones de René Portocarrero.

La segunda edición que recomiendo es esta que acabo finalmente de comprar, la establecida por Cintio Vitier en la Colección Archivos, que no solo repasa y revisa todo el texto de la novela, contrastándola con los manuscritos de la misma, sino que además viene acompañada de notas, fichas, cronología, cartas, entrevistas a Lezama y textos de Raquel Carrió, Ciro Bianchi, Manuel Pereira, Severo Sarduy, Roberto Friol, José Prats Sariol, Julio Ortega y María Zambrano. 

Ideal para lectores que quieran ir hasta los límites posibles entre el Paradiso y el Inferno (Oppiano Licario, la continuación inacabada de esta obra, en algún momento se pudo titular así), y asumirla como un cuerpo diseccionado más allá de su valor como novela, esta puede considerarse una edición canónica, a partir de la cual Ediciones Era lanzó recientemente una nueva impresión que sustituye a la de Cortázar-Monsiváis, iniciativa que no deja de ser polémica. Una nota irónica: tampoco esta edición, a pesar de sus afanes definitivos, logró librarse de la maldición de las erratas.

Y la tercera que recomiendo es la Eloísa Lezama Lima, publicada por Cátedra en su colección Letras Hispánicas, y que confieso es mi preferida. Me alegra ver algún ejemplar de este empeño en las librerías que visito en Ciudad de México (sobre todo cuando compruebo a qué escuálido catálogo de nombres repetidos ha reducido ese mercado a la literatura cubana actualmente), porque con el conocimiento más íntimo, con el cariño de la hermana y el fervor de la profesora de literatura que fue, Eloísa va un paso más allá de Vitier, con un prólogo de cien páginas que establece el marco familiar y el contexto filial de la novela, continuado en la numerosa cantidad de citas y notas al pie que no llegan, sin embargo, a opacar el gusto por la lectura de este libro que es, a su modo, poema y novela, río y biografía reimaginada, eco de Proust pero mixturado con un acento que más allá de cualquier estereotipo es sin dudas cubano, y que se conecta con los misterios de nuestra literatura, nuestra tradición y nuestra historia, si se le entiende como un acto de memoria también íntima, que a su modo alimenta y multiplica las células de la Patria. 

Leí Paradiso en esta edición gracias a la cortesía de Abilio Estévez, y en cuanto pude, me hice de un ejemplar, durante mi primera visita a México, en 1995. De entonces a acá ese ejemplar ha ido y venido conmigo muchas veces. Y aunque ya tenga una copia de la espléndida y útil edición de la Unesco, no creo deje de acudir a lo que, desde su condición de hermana, Eloísa Lezama Lima nos ayudó a ver en Paradiso.

En la célebre grabación que Casa de las Américas difundió de la voz de Lezama, el autor lee, además de Rapsodia para el mulo y otros de sus poemas más conocidos, fragmentos de Paradiso

El mito que es esa novela, tildada por Borges (según cierta fábula) de cuento chino incomprensible, sostiene aún al mito Lezama en su propia dimensión. Habrá quien llegue a ella por curiosidad morbosa, en pos de las escenas del octavo capítulo; ese que, también cuentan, Cintio Vitier presilló antes de dejar a su esposa (Fina García-Marruz) leyera la novela, cosa que ambos luego desmintieron pero que no deja de ser algo chispeante. 

Por cierto, lo que sí es verdad, porque ellos lo narran en Cercanía a Lezama Lima, el valioso acercamiento que Carlos Espinosa publicó en 1986. Es que ese ejemplar, presillado o no, se lo robó alguien a quien tenían como amigo, de su propia casa. No es de dudar, porque también, durante un largo tiempo, esa era la única forma de obtener un ejemplar de aquella edición de 1966. 

Sobrepasado el fervor lezamiano que marcó su regreso a congresos, ediciones, y lo recolocó en el sitio privilegiado de nuestras letras, ese en el que nunca debió de habérsele opacado, ya no se le lee con la voracidad de quien anhela lo prohibido, como en aquella década del 80, pero sus fieles volvemos a él como quien sabe que siempre podrá extraerse de su poesía y su tenacidad una lección de hondura y resistencia mayor. 

Con sus prodigios y sus imbroglios, con sus laberintos verbales y sus cuerpos expectantes, con sus procesiones órficas, sus mil y un nombres para señalar el deseo, y las maneras del gozo familiar, y el almuerzo lezamiano que tantos han intentado repetir sin poderlo igualar, Paradiso es una Cuba paralela, una visión diferida de lo secreto en la Isla, que la propia María Zambrano descubrió como un país prenatal. 

A estas horas de la noche, cuando ya ha concluido la jornada de su cumpleaños, sigo hablando de Paradiso y contentándome con la posesión, al fin, de otra edición de esta novela. Que ese regalo en tu día sea también tu regalo, querido José Lezama Lima. Tú, que nos enseñaste, que la Isla es mucho más grande y honda que su mismísima noche insular.


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Meme Solís o la felicidad

Por Norge Espinosa

Sus composiciones eran tan populares que llegaron a molestar a algunos jerarcas de la cultura de aquel período.



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