La mujer de la taquilla sonríe con picardía al entregarle el ticket. Él baja la mirada y entra al cine. Por suerte, la que chequea el billete lo rompe sin prestarle atención.
Es la séptima vez en una semana. Al entrar por el pasillo en penumbras, oye la música de la presentación. Como ayer, anteayer, siente una mezcla de expectación y nostalgia. Las imágenes irradian transformando el espacio, disuelven la tangencia de las butacas, las pocas personas esparcidas en la oscuridad.
Tantea un asiento libre y se deja caer. En sólo unos segundos olvida lo que le rodea. Siente ahora esa conmoción que sucede a un encuentro, uno de esos acontecimientos que estallan, bajo la ordinariez de los ritos.
En la pantalla aparece una plaza antigua, desierta bajo la tenue luz del alba. Puede sentir el lugar, aspirar el olor, la presencia de los muros. ¿Cómo demarcar la inmediatez? ¿Quién puede asegurar que termina en lo físico, si un recuerdo, en una milésima de segundo, nos hace saltar millas o años de distancia?
Ayer, igual que el primer día, al salir del cine se sentía otra persona. Como si no reconociera su cuerpo, su identidad. Intentaba recordar su cara, ¡su propia cara!, pero esta desaparecía en una mancha borrosa.
Por horas enteras, no sentía deseos de nada. Sólo cronometrar el espacio que lo separaba del día siguiente, de la siguiente tanda.
Ya conoce tan bien cada escena que quisiera poder verlas desde otro ángulo. No un making-of del filme, sino una compilación de tomas desechadas, e inéditas. ¡Lo que daría por eso! De pronto, sintió miedo.
–¿Me estaré volviendo loco? Es sólo una película… Una farsa, un montaje –se repetía.
Trató de imaginar al personal de filmación tras de las cámaras, el anacronismo de la tecnología, en medio de una ciudad de la Italia renacentista.
Pero él sabe que sí, la simulación puede convertirse en milagro. Por invocación, se funden lo creado y que es.
¿Cuántos actores han tenido que recurrir a terapias para sacudirse un rol fusionado en su psiquis? Los hechos, una vez convocados, se desatan. Reconstruyen, apelando a la memoria inconsciente y sin querer (sin saber), actor y espectador revivimos historias de las que una vez fuimos parte.
Después de todo, ¿no somos ahora mismo actores de una película que avanza, inevitablemente, a su desenlace? La única diferencia es que todo ocurre en una sola toma y, aunque seamos los protagonistas, ignoramos qué va a suceder.
Hoy es la última función. Al salir de la universidad, se sentía como un condenado. Pero, al acercase al cine, empezó a sentir alivio, una autopromesa de liberación. Hoy tendrá que terminar, al precio que sea. Si es solo un efecto de su soledad, se verá allá afuera, a las diez de la noche. La virtualidad, por más anestésica, será reemplazada por el peso de la realidad.
Comienza la trama. Con la sucesión de imágenes y la música, la emoción regresa: aprieta los dedos sobre los brazos de la luneta. Llega la escena de la despedida. La actriz llora, sentada en el piso, el rostro contra la cama. Distraído de ese primer plano, que tan bien conoce, su mirada vaga por el segundo y nota una puerta que nunca había visto.
–¡Qué extraño! –piensa, y la enfoca con toda su atención.
En el borde del marco se difumina la luz del día. Se olvida de la actriz que solloza, de ese primer plano que ha quedado atrás, tan lejos…
Se dirige hacia la puerta, hacia la luz. La atraviesa. Sí… Está amaneciendo. Frente a él se abre un espacio de césped, hasta puede sentir la humedad del rocío. Hay un sicomoro y detrás, junto a un muro, una escalera de piedra. Camina. Desciende uno a uno los peldaños. Con la mano va palpando las grietas del muro, las islas de musgo.
Ahora, sobre su cabeza, hay un techo de vigas espaciadas donde se enreda una parra. La sombra y la luz se alternan, corren a través de una larga pared de celosías.
Al final del pasillo, sentada en un banco, hay una joven. La cofia de monja solo deja expuesto un rostro ovalado, pálido, de labios temblorosos.
–¡Eres tú! –piensa y siente algo saltar, junto a una tristeza que lo arrastra de pronto, lo hace correr hacia ella.
Pero sus ojos rasgados, de pupilas grises, miran algo que no está frente a ella.
Ay… esta opresión que tan bien conoce, esta melancolía de los días plomizos, cuando la lluvia vibra en el aire, a punto de caer. O cuando finalmente estalla y la gente huye, dejando a su paso las calles desiertas. La humedad hace un vaho en la atmósfera, se filtra en la piel.
Se acerca más, la roza. Reconoce su aroma, amordazado bajo la tela recia. Mira sus ojos grises y ve portales azotados por el viento. Y a ella misma, de pie, en medio de una plaza desierta.
Algunas hojas ruedan, tropiezan remolcadas por el viento, se le pegan al cuerpo, a la cara. Palabras que giran, en remolinos de eco, perdidos en el tiempo:
–La gente cree que huye de la lluvia, pero no hay adónde huir.
Ruidos de postigos que se cierran y este olor a tierra mojada, a humedad en los muros. Voces que flotan, que se acercan, en círculos enlazados:
–Salió de viaje bien temprano… ¿Ud. no lo sabía?
–No… Mi padre no me dejó salir, por culpa de esta maldita lluvia…
Siente el doble impulso de acariciarla, de llorar. Pregunta, pero sin despegar los labios:
–¿Recuerdas cuando nos veíamos en la plaza?
–Sí… Cruzar la eternidad hasta tu cuerpo: lo que fui, lo que soy, lo que busco… todo en ese segundo dentro de tus ojos.
–Mirar tu rostro, besarte apenas. Reconocerte parte de un tiempo pasado, o futuro, o no creado.
–Saber de ti más de lo que recuerdo haber conocido nunca, en mi propia curiosidad de existir.
–Volver por fuerza a eso que llaman realidad. Sorprendernos tanto de esta absurda distancia de cuerpos, ritos, palabras sentenciadas.
–Verte lejos, cada vez más lejos…
La tristeza va tomando una forma punzante que rota bajo el pecho. En sus ojos está el primer día, de pie ante el emparrado, la larga celosía. La danza de las manchas de sombra y sol. Aquí empiezan a reptar las horas.
–Mi amor… –le susurra al oído–. Las noches del convento se parecen a tu cuarto de niña, el que una vez me dibujaste. La ventana enorme, el silencio… enorme.
–Pero aquí al menos soy libre de esos ojos que me buscan, que me palpan. Mi padre y ese hombre en la antesala. Nadie que no seas tú, bloquear todos mis sentidos para no ver, no oler aquel aliento a alcohol, esa mejilla áspera. Dejar correr el agua y frotar hasta que el olor desaparece. El silencio me protege. La ausencia de espejos me salva del tiempo. En las calles (algunos días podemos salir fuera del convento), te busco en las siluetas lejanas, te busco en todas las plazas. Trato de recordar tu rostro, pero tiembla, se fragmenta, se despedaza… A veces, veo salir estas manos con venas azules y manchas, bajo mis mangas: se agitan ante mis ojos, se retuercen. El dolor puede apretarse, asfixiarse. Encajando las uñas en la palma. Con plegarias en susurros, en voz alta. Con el látigo hasta que la piel sangra…
–¡Permiso!
Abre los ojos. Se levanta de un salto, sin saber dónde está, qué día es, qué hay a su alrededor. Un hombre intenta pasar por el estrecho pasillo del lunetario.
La luz muestra un local lleno de asientos y pasillos con filas de gente.
Solo la música, apoyando a los créditos en la pantalla, sostiene la última fibra del milagro con un coro de violines que asciende, se esparce, lo persigue.
Camina con más torpeza en la repentina claridad que en la penumbra donde se había orientado al llegar. Sale a la calle.
Siempre lo sorprende que ya sea de noche. El estruendo de carros y voces lo sacude. Pero él no ve a la gente. Camina como si un túnel se abriera paso a paso, solo para él.
Al pasar frente a la iglesia, siente un tirón casi físico en el estómago, esa angustia que sentía de niño, cuando su madre lo obligaba a entrar al sagrario. Mientras ella oraba, con los ojos cerrados, él se quedaba solo frente a la amenaza de las cortinas violáceas, los ojos en blanco de las estatuas, y le parecía que lo iban comprimiendo, como si le faltara el aire, como si en realidad estuvieran los dos en el fondo, bajo una masa de agua.
En la escalera de su edificio, choca con una pareja que lo esquiva en la oscuridad. Se detiene ante su puerta, hace girar el llavín. Entra, cierra despacio, para que su madre no despierte con el ruido del cierre. Atraviesa la sala, el corredor, otra puerta.
Sin encender la luz, busca a tientas una superficie blanda y revuelta donde se deja caer. Entonces llora, llora, llora, hundiendo el rostro en la almohada, apretándola contra su boca.
Lo despierta un sonido de agua, un friccionar de cazuelas. Se sienta en la cama, entornando los ojos por la claridad. Paladea una pesantez acre en los labios, en la lengua.
Deja vagar la mirada y, al ver el escaparate, se levanta de un tirón. Saca la primera gaveta, busca, revuelve. Aquí, en la agenda forrada en rojo, sobresale entre las páginas. El pedazo de cartulina donde pegó la foto hace años, el retrato de una joven de rostro ovalado, pelo liso y muy oscuro: lo mira desde la desolación de esos ojos de gris penitenciario.
Quién puede decir cuál fue la medida de tiempo entre ese momento, la foto en la agenda roja y la otra foto, en casa de Mónica.
Por lo menos, él no. El intento de anotar en el diario cada día, se volvió páginas en blanco y alguna que otra frase insertada bajo cualquier fecha:
LO QUE LLAMAMOS PASADO SON NUESTROS RECUERDOS. LO QUE LLAMAMOS FUTURO SON NUESTROS DESEOS.
Tampoco hubiera imaginado que la reencontraría en la calle Obispo, en pleno mediodía, entre aquella turba de gente.
Había un mimo pintado de sepia, inmóvil, parecía parte de la arquitectura. Los turistas le hacían fotos. Uno de ellos se acercó tanto con la cámara, que la estatua dio un paso atrás, provocando un estallido de risas.
Pero ella permaneció seria, observaba la escena con una especie de serena curiosidad. Ahora tenía el pelo rojizo y en las líneas de su rostro había una especie de paz.
Sin embargo, era ella, lo supo incluso antes de que sus ojos, ahora oscuros, recorrieran la multitud y se detuvieran en los suyos. Y sin timidez, como a un viejo conocido, le sonrió.
La primera vez, en casa de Mónica, lo sorprendió su exigüidad. No obstante, ella había logrado improvisar una buhardilla sobre el piso original, de puntal alto.
Apenas entraron, percibió una atmósfera extraña: mezcla de ambiente bohemio y esa carga hecha a costa del silencio o la música sacra. Bajo el techo de madera, una única ventana que se abría hacia el puerto.
–¿Te imaginas que frente a esos muros se pasearon caballeros con maillots y damas de velo? –decía Mónica, apoyada en el alféizar. La atmósfera había ido acumulando una humedad que podía respirarse, saborearse.
Él sabía que esos momentos en que uno se mueve tan dulce, apaciblemente, preceden al milagro. De pronto, no hay asombro. Ni expectación. Ni siquiera, pensamientos.
Cuando se acuclilló y pasó la mano sobre el pequeño anaquel en el piso, sacó el libro que decía “Shakespeare”, lo abrió donde las páginas se separaban por un estorbo, y vio, ¡ah!, ese rostro pálido, ovalado, esos tristes ojos grises. Mónica también vio un día esa pintura en la misma revista. La había recortado y pegado, como él, en una cartulina.
Fue en ese mismo momento que empezó a llover. Casi ferozmente. El viento arremetía contra los muros, pero ella se quedó ahí, reclinada en un ángulo de la ventana. Su mirada parecía seguir a la gente que corría a refugiarse bajo los portales.
Él imaginó la calle vacía y sintió la opresión, el peso, la tristeza… Pensó decirle que la había esperado aquella mañana de lluvia, en la misma plaza. La esperó largamente para decirle que se iba, pero que volvería a buscarla…
Justo en ese instante, Mónica soltó una carcajada:
–¡Tanto correr por un poco de agua!
Y él se echó a reír también. Fue hacia ella y la abrazó, apretándose en el estrecho cuadro.
Afuera, el viento traía salpicaduras y hojas. Abajo, en el pavimento, más hojas eran alzadas en torbellinos ocres que se alejaban a toda velocidad, hasta que la misma fuerza cedía y las soltaba por fin lejos, muy lejos. En la inmensidad de la bahía.

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