La pinga del Libertador
Tan dado era Don Simón Bolívar a singularizarse, que hasta su interjección de cuartel era distinta de la que empleaban los demás militares de su época.
Donde un español o un americano habrían dicho: “¡Vaya usted al carajo!”, Bolívar decía: “¡Vaya usted a la pinga!”
Histórico es que cuando en la batalla de Junín, ganada al principio por la caballería realista, que puso en fuga a la colombiana, se cambió la tortilla gracias a la oportuna carga de un regimiento peruano, varios jinetes pasaron cerca del General y, acaso por halagar su colombianismo, gritaron: “¡Vivan los lanceros de Colombia!”
Bolívar, que había presenciado las peripecias todas del combate, contestó, dominado por justiciero impulso: “¡La pinga! ¡Vivan los lanceros del Perú!”
Desde entonces fue popular interjección esta frase: “¡La pinga del Libertador!”
Este párrafo lo escribo para lectores del siglo XX, pues tengo por seguro que la obscena interjección morirá junto con el último nieto de los soldados de la Independencia, como desaparecerá también la proclama que el general Lara dirigió a su división al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho:
¡Zambos del carajo! Al frente están esos puñeteros españoles. El que aquí manda la batalla es Antonio José de Sucre, que, como saben ustedes, no es ningún pendejo de junto al culo, con que así, fruncir los cojones y a ellos.
En cierto pueblo del norte existía, allá por los años de 1850, una acaudalada jamona ya con derecho al goce de cesantía en los altares de Venus, la cual jamona era el non plus ultra de la avaricia. Llamábase Doña Gila y era, en su conversación, hembra más cócora o fastidiosa que una cama colonizada por chinches.
Uno de sus vecinos, Don Casimiro Piñateli, joven agricultor, que poseía un pequeño fundo rústico colindante con terrenos de los que era propietaria Doña Gila, propuso a esta comprárselos si los valorizaba en precio módico.
—Esas cinco hectáreas de campo —dijo la jamona—, no puedo vendérselas en menos de dos mil pesos.
—Señora —contestó el proponente—, me asusta usted con esa suma, pues a duras penas puedo disponer de quinientos pesos para comprarlas.
—Que por eso no se quede —replicó con amabilidad Doña Gila—, pues siendo usted, como me consta, un hombre de bien, me pagará el resto en especies, cuando y como pueda, que plata es lo que plata vale. ¿No tiene usted quesos que parecen mantequilla?
—Sí, señora.
—Pues, recibo. ¿No tiene usted chanchos de ceba?
—Sí, señora.
—Pues, recibo. ¿No tiene usted siquiera un par de buenos caballos?
Aquí le faltó la paciencia a don Casimiro que, como eximio jinete, vivía muy encariñado con sus bucéfalos. Y, mirando con sorna a la vieja, le dijo:
—¿Y no quisiera usted, doña Gila, la pinga del Libertador?
Y la jamona, que como mujer no era ya colchonable (hace falta en el diccionario la palabrita), considerando que tal vez se trataba de una alhaja u objeto codiciable, contestó sin inmutarse:
—Dándomela a buen precio, también recibo la pinga.
La cosa de la mujer
Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.
En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de mimbres o cañitas. Así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.
No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de las calles. Y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya y otras inmundicias. Nadie estaba libre de un resbalón.
Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo Domingo, gentilísima dama limeña. Y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme, y dio con su gallardo cuerpo en el suelo.
Toda mujer cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de bruces, o hacia adelante.
La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a expectación pública y gratuita, el ombligo y sus alrededores.
El espectáculo fue para alquilar ojos y relamerse los labios. ¡Líbrenos San Expedito de presenciarlo!
Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el subversivo faldellín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás que no sin embeleso contemplara el joven. El suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.
Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:
—Muchas gracias, caballero.
Y luego, imaginando ella referirse al descuido de la autoridad en la limpieza de las calles, añadió:
—¿Ha visto usted cosa igual…?
Probablemente, el marquesito no se dio cuenta del propósito de crítica a la policía que encarnaba la frase de la dama. Pues refiriéndola a aquello, a la cosa, en fin, que por el momento halagaba a su lujuria, contestó:
—Lo que es cosa igual, precisamente igual, pudiera ser que no. Pero parecidas, con vello de más o de menos y hasta pelonas, crea usted, señora mía, que he visto algunas.
El carajo de Sucre
El mariscal Antonio José de Sucre fue un hombre muy culto y muy decoroso en palabras. Contrastaba en esto con Bolívar.
Jamás se oyó de su boca un vocablo obsceno, ni una interjección de cuartel, cosa tan común entre militares. Aun cuando (lo que fue raro en él) se encolerizaba por gravísima causa, limitábase a morderse los labios. Puede decirse que tenía lo que llaman “la cólera blanca”.
Tal vez fundaba su orgullo en que nadie pudiera decir que lo había visto proferir una palabra soez, pecadilIo de que muchos santos, con toda su santidad, no se libraron.
El mismo Santo Domingo cuando, crucifijo en mano, encabezó la matanza de los albigenses, echaba cada “Sacre nom de Dieu” y cada taco, que hacía temblar al mundo y sus alrededores.
Quizás tienen ustedes noticia del obispo, señor Cuero, arzobispo de Bogotá y que murió en olor de santidad. Pues su Ilustrísima, cuando el evangelio de la misa era muy largo, pasaba por alto algunos versículos, diciendo: “Estas son pendejadas del Evangelista y por eso no las leo”.
Sólo el mariscal Miller fue, entre los prohombres de la patria vieja, el único que jamás empleó en sus rabietas el cuartelero “¡carajo!”. Él juraba en inglés y por eso un “¡God damn!” de Miller (Dios me condene) a nadie impresionaba.
Cuentan del bravo británico que, al escapar de Arequipa perseguido por un piquete de caballería española, pasó frente a un balcón en el que estaban tres damas godas de primera agua, que gritaron al fugitivo:
—¡Abur, gringo pícaro!
Miller detuvo al caballo y contestó:
—Lo de gringo es cierto y lo de pícaro no está probado. Pero lo que es una verdad más grande que la Biblia es que ustedes son feas, viejas y putas. ¡God damn!
Volviendo a Sucre, de quien la digresión milleresca nos ha alejado un tantico, hay que traer a cuento el aforismo que dice: “Nadie diga de esta agua no beberé”.
El día de la horrenda, de la abominable tragedia de Berruecos (despoblado en Colombia, en donde fue traidoramente asesinado el general Sucre, haciéndose fuego desde unos matorrales ocultos), al oírse la detonación del arma de fuego, exclamó Sucre, cayendo del caballo:
—¡Carajo!, un balazo…
Y no pronunció más palabra.
Desde entonces, quedó como refrán el decir a una persona, cuando jura y rejura que en su vida no cometerá tal o cual acción, buena o mala: “Hombre, ¡quién sabe si no nos saldrá usted un día con el ʻcarajoʼ de Sucre!”.
* Fragmentos del libro Tradiciones de salsa verde del escritor y político peruano Ricardo Palma (1833-1919).
Todos los peores humanos (III)
Por Phil Elwood
Cómo fabriqué noticias para dictadores, magnates y políticos.