La última foto



Una madrugada del 76, entre tazas de té, en unas habitaciones del viejo Montserrat-Hotel, en la Habana Vieja, con la ingenuidad del adolescente en literatura que aún carece de los retortijones de la conciencia, le expresé a Reinaldo Arenas lo maravilloso que sería ser Eterno.

La causa de ese encuentro, que abrigó un anhelo humano, fue culpabilidad total de su novela El mundo alucinante. Desde el mediodía anterior había comenzado yo a leerla. Estoy casi seguro, a pesar de que hayan transcurrido casi cincuenta años, que el libro me hizo olvidar que del otro lado de la pared se encontraba su autor.

Significaba que, hacia las cinco de la madrugada del siguiente día, cuando terminé su lectura y encontrándome deslumbrado, puse en duda que Arenas existiera. Era imposible que la novela protagonizada por Fray Servando Teresa de Mier, cuya vida y pensamiento me trasmitió el sabor inmortal que tienen los libros que resisten la prueba del tiempo, y detrás del cual se ocultara la mirada de Reinaldo, fuese el Reinaldo mismo que permanecía físicamente a pocos metros de mí.

Salí al pasillo y toqué a la puerta de su habitación. Reinaldo, desde dentro, preguntó quién llamaba. Le respondí.

Abrió la puerta. Le dije que me permitiera pasar. Pasé. Encendió la luz y preguntó si algo había ocurrido.

—Terminé de leer tu libro —respondí.

—¿Qué hora es?

—Falta poco para el amanecer.

En una cocinilla eléctrica él hirvió el agua para té, que vertió dentro de una tetera de porcelana barata.

—Tu talento es descomunal —exclamé.

Él soportaba mi irrupción intempestiva por una razón: solo llevaba un par de semanas viviendo en una de mis dos habitaciones y moralmente me debía consideración.

El encanto se rompió cuando le pregunté si no le gustaría ser inmortal. Entonces el Reinaldo que yo conocía desapareció. Revisé si en el curso de la conversación había cometido yo uno de esos errores que, por una simple palabra, convierten a un amigo en enemigo.

Sorbimos en silencio el té acompañado por el humo de nuestros cigarrillos.

—Yo no sobreviviré a mis cincuenta años porque no podría soportar ser un viejo —comenzó a decirme—. Tampoco podría aceptar la inmortalidad. ¿No comprendes que vivir rodeado por los seres tenebrosos que uno ha conocido sería no la Gloria, sino el Castigo Eterno?

Dos años después de su muerte, acaecida en Nueva York el 7 de diciembre del año 1990, me prestaron la primera edición de Antes que anochezca.




Al final del libro, vi esa foto. Es cierto que logró morir antes de cumplir los cincuenta años, para que su vaticinio se cumpliera. Pero los dioses del Olimpo habían desestimado su deseo de que la vejez no le tocara.

No hubo clemencia. No le concedieron un invierno sosegado.

La expresión de su cara en la última foto sólo es comparable con la de un pequeño demonio que cometió el mayor de todos los pecados: la libertad de conciencia.

Reinaldo Arenas, seis meses antes de quitarse la vida, había envejecido aceleradamente por efecto de su enfermedad, hasta convertirse en el anciano que nunca quiso ser.

Siempre quedará como un enigma por qué permitió que le tomaran esa foto, con la que entró en la Historia marcado por el Tiempo y no como el joven hermoso que intentó perpetuarse, cada noche de su vida alucinante, a través de los espejos.






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Los cuatro pilares de la civilización moderna

Por Vaclav Smil

Cuatro materiales forman lo que he denominado los cuatro pilares de la civilización moderna: cemento, acero, plásticos y amoníaco”.