Misioneros… Huecos negros en sus batas blancas

La avispa estaba merodeando por el paralelo equis y en un punto donde interceptaba al meridiano ye, tuvo su fatal encuentro con Ernesto, un hombre de 50 años, médico, alérgico. Ahora es cadáver enterrado en el cementerio zeta. Cadáver con la placa del internacionalismo. 

Ernesto peleó contra la muerte que le llegaba en forma de abeja. Tomó un fármaco, aunque para recibir una inyección como salvoconducto debía recorrer 60 kilómetros hasta el hospital de la provincia. No disponía de carro y estaba solo en la pensión. 

Era para él un día de descanso. Era África. Era 2013. 

Ante la urgencia y por la precariedad del pequeño hospital a su cargo, donde asumió que no podrían tratarlo adecuadamente, decidió llamar a un médico amigo que se hallaba en otro municipio a 16 kilómetros. Pero cuando este llegó, después de manejar a todo tren, era demasiado tarde para Ernesto, quien debió ser relevado en su misión tres meses antes de ese 22 de diciembre. 

El plazo fijado en el contrato de trabajo ya se había cumplido de sobra cuando él ingresó en la morgue. Esperaba pasar el fin de año en Cuba. Lo esperaba también su familia. 

En su lugar llegó el cadáver. Y algunas cosas, pocas, que su compañera de cuarto recogió y empacó. Y se supone que una suma de 25 mil pesos como indemnización por la pérdida, según reza la póliza de seguro.

A la empleadora Antex S.A correspondió, como estaba previsto en el contrato, “ejecutar los trámites y garantizar el pago de los gastos que surjan como consecuencia de la conservación, servicios funerarios y traslado del cadáver hasta el país de origen, por razón del fallecimiento del trabajador”. 

Segunda vez en ese año. Solo seis meses antes en esa misión había muerto por un accidente de carretera otro médico cubano, así que creció el espanto entre los vivos, fueran recién llegados o con más de un año allí. El luto y la propia duda de supervivencia propiciaron la austeridad de la jefatura. No se celebró el fin de año ni la llegada de 2014.   

Tres años después, en julio de 2017, Teresa Sulien Castillo Sotto pasaba en martes 13 al Club de los 27. Diez y veinte de la noche. En el urbanismo Ciudad Tiuna, del fuerte homónimo. Zona Militar. Caracas. Venezuela.

La oscuridad rodea su muerte. La doctora que cumplía misión se lanzaba al suicidio, o al menos así lo reflejaron notas de la prensa local.

Muchos años después, el 13 de mayo de 2018, llegó para Luisa el primer Día de las Madres sin su hija menor. De este lado del teléfono todo suena a suciedad. A cuestionamiento.

En Bayamo las versiones varían, desde que “se tiró del edificio debido a problemas en su relación de pareja o a la situación de una Venezuela convulsa y caótica”, hasta que “se cayó mientras buscaba cobertura móvil para comunicarse con su hermana, también doctora, que cumplía misión en Brasil”.

Juan Manuel no sabe cuál es la versión oficial. Cuando le contaron no lo creía. Con Teresa había tenido una relación de cinco años y cuenta que era “la niña linda de la casa, la hermana menor, la consentida”. Para él, como exnovio, la noticia resultó un choque. 

—Yo llevaba años sin verla, pero me sentí mal, me dolió bastante —dice.  

La voz le sale como de una victrola en desuso, desafinada.

—Eso aquí en Bayamo fue duro —añade, suelta el aire que había contenido antes de la frase. Repite la acción para, finalmente, llegar a una segunda frase que tiene todos los ingredientes de confesión: 

“Cuando Teresa estaba en la secundaria había intentado matarse… tirarse de la azotea de la secundaria porque su papá tenía otra mujer. Creo que la habían atendido (sicológicamente)”.

Muchos años después, el 13 de mayo de 2018, llegó para Luisa el primer Día de las Madres sin su hija menor. De este lado del teléfono todo suena a suciedad. A cuestionamiento. Si horrible es la muerte, peor aún ha de ser andar como periodista incómodo, registrando sus entrañas. Escarbando en cada capa de dolor ajeno. 

—No nos interesa formar parte de su investigación, no nos llame más, ¿le quedó claro?

Lapidaria como la muerte fue la respuesta de una mujer que, a juzgar por el tono, debió ser la hermana de la difunta.  

La muerte puede llegar en cualquier momento, dirían los creyentes. A la hora que toca, añadirían. En cualquier lugar o circunstancia. Aunque cubanos han muerto en el cumplimiento de misiones en cualquier rincón del mundo, ese no es el mayor de los problemas. La muerte lo viste todo de misticismo. Eternidad. Penumbra. Lugares comunes. En cambio es la vida que sigue, la muerte en vida, una guerra constante por la supervivencia. Palabras comunes. Cosas grandes.

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A Odalis, enfermera especializada en ginecobstetricia, le sucedió al revés. El 28 de mayo de 2013 se despidió de su madre, sin imaginar que sería para siempre. “A pesar de estar muy enferma, ella quería que yo fuera a ese viaje para que pudiera tener lo mío y no estuviera al lado de un hombre bebedor para así llamarlo y no decir un alcohólico integrado”, recuerda. 

No había modo de que su historia novelesca tuviera final feliz.

“Lo más triste fue que mi mamacita no pudo ver el resultado de lo que ella esperaba, tan buena suerte tuvimos que desde ese día 28 nunca más pudimos vernos ni darnos otro beso, ni  yo poder estar en su última hora. Muy terribles las secuelas que deja la vida cuando uno no puede compartir ese gran dolor con la familia, después de tantos días que pasó en su estado de gravedad. Al mismo tiempo que la velaban aquí en Cuba, solo pude hacer una velada como se hace en Angola: una foto con unas chupas de flores y una vela, solo en compañía de mis colegas de misión”.

Odalys había firmado un contrato que preveía sus circunstancias y determinaba como deber del empleador “hacer un análisis casuístico de la situación, ante un fallecimiento o enfermedad de los familiares del trabajador, a los efectos de tomar la decisión que considere adecuada, sin que ello implique en ningún caso un derecho del trabajador respecto a la posibilidad de su viaje a Cuba por tales causas”.

Cuando creyó que nada peor sucedería, por segunda vez tuvo que clamar las limitaciones de su contrato. “Dos meses después murió mi esposo y de nuevo el dolor, sin poder retornar”. 

Poco tiempo después, cuenta Odalys, su hija presentó el cuadro clínico de un ovario torcido. “Hubo que operarla de urgencia y se vio entre la vida y la muerte y tampoco pude estar con ella”.

No había modo de que su historia novelesca tuviera final feliz. Al regreso chocó contra una pared de lamentaciones: “la casa donde vivía la perdí. No tenía dónde vivir y tuve que estar en un alquiler durante seis meses mientras encontré una casa”.

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Por esas mismas fechas, cuando Lily cumplió 16, su padre viajó al mismo país, Angola, para realizar durante tres años obras constructoras financiadas por Antex. 

“Mi mamá fue la primera de mi familia en realizar una misión internacionalista. En tres ocasiones fue a Venezuela a impartir cursos de Maestría y Doctorado. Para todos resultó un alivio económico, teniendo en cuenta que vivíamos en una pequeña casa a medio hacer, con un solo cuarto y sin comodidades”, cuenta. 

En el caso de su padre, la vivencia fue muy distinta. “Cuando finalmente regresó no pude disfrutarlo ni una semana, pues mi mamá descubrió que tenía otra mujer. En esa época yo estaba en 12 grado, pasaba por la etapa de evaluaciones finales y pruebas de ingreso a la enseñanza superior. Imagínate el nivel de estrés que tenía. A la semana de haber llegado, ya mi papá estaba recogiendo sus cosas y mudándose con mis abuelos: 20 años de matrimonio se deshicieron en días. 

El tiempo que se pierde es muy difícil de recuperar, asegura la sicóloga. Se refiriere a familias en las que algún miembro viaja a una o más misiones internacionalistas.

“Mi reacción no fue de asombro, realmente, pero siempre tuve muy buena relación con mi papá, yo soy única hija y él se desvivía por mí. Así que dejar de vivir con él y dejar de verlo todos los días fue difícil. A partir de ese momento nuestra relación cambió, sobre todo porque la mujer que tiene ahora es una loca, no lo deja ir a mi casa a verme, tenemos que encontrarnos en un parque, o por ahí, quiere metérseme por los ojos y hacer el papel de madrastra buena y él la sigue al pie de la letra. Ha llegado incluso a pasarse tres meses sin saber de mí”.

La familia es un sistema en el que cada cual cumple un rol determinado y, si sale alguien de su rol, ese sistema tiene que reorganizarse. Eso cree la sicóloga Yaima Rosabal Barreto, quien ha atendido varios casos de separación familiar y sus secuelas emocionales. 

“Desde el punto de vista sicológico los daños pueden ser severos porque, por ejemplo, una madre deja a su hijo y pierde temporalmente el rol de madre. A la vez su hijo tiene que recibir ese rol de otra persona”, dice.

El tiempo que se pierde es muy difícil de recuperar, asegura la sicóloga. Se refiriere a familias en las que algún miembro viaja a una o más misiones internacionalistas. No pocas en Cuba, país con credenciales de que más de un cuarto de millón de médicos han servido en el exterior en las últimas cinco décadas y ahora mismo unos 50 000 cumplen misiones en más de 60 países, de acuerdo con datos oficiales reflejados en la prensa.

En una Isla con poco más de 11 millones de habitantes según el último Censo de Población y Vivienda (2012), estas cifras indican que al menos una de cada 44 personas ha cumplido misiones en el sector de la salud. 

De ahí que la estadística magnifique el impacto de las misiones en la familia cubana. Para la sicóloga Rosabal, sin embargo, los efectos de la separación por razones de internacionalismo son similares a los de separaciones por otras causas.

“Aun cuando cognitivamente los familiares entienden que en el caso de las misiones se trata de hacer un bien a otros, desde el punto de vista emocional las asumen como asumirían las separaciones por otros motivos”. 

Es como un hueco que no importa cómo se hizo, solo se sabe que está ahí. 

Está ahí para Lily. Está ahí para Lina, quien viajó a Mozambique en 1977. Dieciocho meses de estancia.

Tenía 20 años y dejó sus dos niños pequeños, ahora adultos radicados fuera del país. Lina recuerda que aquella era una de las primeras misiones. Misión de verdad, le llama. “No había ni luz eléctrica. Mucho menos pagaban como ahora. Íbamos por convicción, por conciencia”, relata.

«En Angola hasta los niños tienen VIH y hay personas que regresan de la misión con el virus. Hay quien se enferma de paludismo. O de los nervios. Hay quien muere».

Pero ella está convencida de que su ausencia lastimó la relación con sus hijos. Le echan en cara el tiempo que no estuvo para ellos.

La anciana, no obstante, dice que tuvo también experiencias positivas, historias que la han marcado. No dice cuáles.

En cambio Lily despliega su ironía cuando califica de “buenísimo lo de las misiones, te traen dinero y se llevan tu familia, tu matrimonio, tus padres, pero también revelan la esencia de la gente, hay quien regresa que parece otro”.

Malta, una habanera tecnóloga de la salud que a los 23 años inició una misión en Etiopía y, a los 52 años, otra en Angola, considera que el impacto del internacionalismo en la familia depende de la edad que tenga el colaborador, de las circunstancias en que deje a su familia. 

“Para ir a la segunda misión tuve que dejar a mis hijos, uno de 24 y el niño de 9. El padre no quiso quedarse con él, pero yo tenía necesidad de irme para arreglar la casa. No tenemos poder adquisitivo ni salario para arreglar una casa. Nadie quiere vivir como millonario, pero a veces uno da pasos duros por tener una vida mejor y eso trae consecuencias.

“Yo lloraba todos los días en Angola por haber dejado a mi niño con su hermano y la novia… si hubiera otra alternativa como un mejor salario”…, lamenta Malta y no termina la oración. Parece una plegaria. 

Aun así, ahora está “luchando una tercera misión” porque —dice—“tengo que hacer más arreglos en la casa. Esto era un consultorio y la cocina era el lugar donde la enfermera ponía el autoclave”.

“Ir a cumplir misión es difícil, sobre todo por la convivencia, también por los riesgos de algunos países debido a enfermedades endémicas como el paludismo y el alto índice de VIH. En Angola hasta los niños tienen VIH y hay personas que regresan de la misión con el virus. Hay quien se enferma de paludismo. O de los nervios. Hay quien muere”, dice Malta.

Ella no está ciega frente a los riesgos. No lo está ningún colaborador cubano. Aun así, la habanera de 56 años se aferra a la misión como una salida económica, que constituye en muchos casos la motivación mayor para irse a kilómetros, distancias insalvables de la casa. Y es una motivación capaz de saltar sobre las pérdidas emocionales, sicológicas y sociales a las que se expone el “misionero”.

La mayoría de los pacientes que ha atendido Yaima, en circunstancias relacionadas con las misiones, revelan que su mayor motivación para viajar es la económica, si bien los hay estimulados por la experiencia en sí misma. 

«La misión —opina— tiene una connotación social enorme en Cuba. Es un mérito, algo envidiable».

—Son los menos —dice Yaima. 

Entre esos menos que no dejan de percibir las razones de los más, se incluye la doctora de 23 años C. B., quien llegó al centro de la selva sudamericana hace varios meses. Dejó atrás al novio de toda la vida, a los padres médicos que jamás han querido salir de misión ni lo han hecho, con tal de preservar la familia a toda costa. 

C. ha visto cómo las misiones alejan niños de sus padres: “tengo amigos criados por abuelos tíos y hasta amigos por esa causa. Hay familias en las que es terrible lo que hace la misión; familias escasas, pero existen”.

La familia cubana, no obstante, piensa C. “es bastante retorcida, tanta gente viviendo junta trae muchos conflictos generacionales y eso se sazona con la falta de todo lo material, todo el trabajo que se ha pasado”.

“La misión —opina— tiene una connotación social enorme en Cuba. Es un mérito, algo envidiable. Es (también) una forma de escape aceptada por la sociedad. Un escape de todo eso que vivimos en el país y sin cargar con prejuicios. Todo el mundo aplaude al colaborador y, la verdad, ya la familia está jodida estés dentro o fuera de Cuba. Es lo que pienso. No hace mucho escuché en el NTV (Noticiero Nacional de Televisión cubano) que la principal fuente de ingresos del país entra por los mismos cubanos emigrantes (colaboradores) que vacacionan en Cuba. Familias que vivían un millón en una casa. ¡Y sale el primer médico de la familia! —aquellas misiones de 10 años en Venezuela, hace muy poco de eso— y luego tiene que abastecer cada casa, de cosas cotidianas. Puede parecer bobería pero es lo que hace el día a día en una casa: lavadoras, ollas, sábanas. Familias muy pobres de las que está llena Cuba”, detalla. 

A esta joven mujer que ha visto más allá de la tierra insular “hay momentos, cosas que me dicen médicos viejos que me duelen: un ortopédico, cirujano equis, después de pasar mil trabajos durante la carrera, estudiar la especialidad en pleno período especial (médico increíble, de estudiar con un quinqué y ser un gran médico) y que me diga que ahora, con cincuenta años, está aquí pa´ tirarle la placa a su casa que se le moja. ¡Ni aunque tenga 20 años de trabajo como médico y probado prestigio! No puede quedarse en este país (G.) a trabajar por su cuenta por estar regulado. Esa es la palabra que usa el Ministerio de Salud Pública (MINSAP): ¡Regulado!

Los más… ¿cuán desesperados pueden estar para arriesgar tanto por “cuatro pesos” que, de permanecer en la Isla, no ganarían? ¿Cuál es la solución o alternativa más viable ante el impacto de las misiones en los misioneros y no misioneros? ¿Las misiones familiares? Si bien estas tributan más a la estabilidad de la pareja y el hogar, hay que tomar en cuenta la realidad de algunos países receptores de servicios cubanos donde ya sea por la amenaza de la naturaleza o de las enfermedades con alto índice de penetración, la presencia de la familia equivale a multiplicar el peligro por la cantidad de miembros, así como el costo. 

Con todo, la sicóloga Yaima cree que siempre es mejor una misión familiar que una individual. Estadísticamente, se enferman menos los que van acompañados que los que van solos, dice, en el caso de su especialidad: “cuando alguien sale se afecta todo el mundo. El que se va sabe la responsabilidad que deja; el que queda sabe que el otro se está alejando”. 

En cuanto al costo de una misión familiar como posible obstáculo, los cubanos “contrargumentan”, no sin especulaciones, que el Estado se queda con mucho más dinero y paga lo mínimo al colaborador: en parte esto quedó demostrado con el último aumento de los salarios a profesionales de la salud. De unos doscientos cincuenta dólares por mes en efectivo y otros doscientos CUC en la cuenta de ahorro en la Isla, saltaron a mil y más. ¿Y ello le ha producido un “hueco” al país? 

Durante los primeros días del pasado mes de mayo se desató una polémica en Kenya y Uganda, naciones africanas a donde llegarán médicos cubanos para cumplir misiones por una remuneración superior a la que reciben los nativos.

Entre el empinado número de muertos, más de uno era ciudadano cubano.

Influye en esa decisión de gobiernos la reputación de la medicina cubana en el mundo, especialmente en África, ese continente al que Cuba siempre ha tendido la mano. Quizás por considerarlo un gran hermano enfermo. De VIH, de malaria, de ébola. 

Ante la epidemia de ébola desatada en 2014, la asistencia cubana se pintó de épica. Durante seis meses, 268 colaboradores de la salud, pertenecientes al Continente Internacional Henry Reeve —especializados en el enfrentamiento a desastres y grandes epidemias— atendieron a los pacientes afectados por el virus en Sierra Leona, Liberia y Guinea Conakri.

Cuba se prestigia porque “ningún otro país del mundo ofreció un número tan elevado de trabajadores para que laboraran directamente en la atención a las personas enfermas durante esa crisis” que dejó 11 315 muertos en dos años y afectó a una decena de naciones. 

Entre el empinado número de muertos, más de uno era ciudadano cubano.

El caso de Coqui (Villafranca), el enfermero, gay de carroza pinareño cuya historia contó el periodista Carlos Manuel Álvarez en Las patrias íntimas del internacionalismo, ha de ser el más popular.

Era la suya una misión de verdad. Lo era para él que recibiría equis veces más el salario de cualquier otra misión. Y quería levantar su rancho. 

Le tocaba, volverían a decir los creyentes. Le tocaba morir como Juan Sin Nada.

Pero la brigada Henry Reeve recibió el Premio de Salud Pública Internacional, el más importante que otorga la Organización Mundial de la Salud (OMS). Patéticamente abstracta la brigada; patéticamente abstracto el Premio. Espectral como la fugacidad del misionero Villafranca. Espectral como la fugacidad del instante en que Teresa cayó desde un edificio. Como el momento en que la avispa merodea por el paralelo equis e intercepta a Ernesto en el meridiano ye. Y lo envía al cementerio zeta con la placa del internacionalismo.


* Hasta el 2013, según la Oficina Nacional de Estadística e Información (ONEI), se habían cumplido 595 482 misiones en 158 países, con la participación de 325 710 trabajadores de la salud, muchos de ellos con dos, tres y más misiones. Las cifras de colaboradores muertos, divorciados, desertores, y enfermos de VIH, malaria y los mentalmente perturbados, continúan en el más secreto silencio, bajo siete (mil) llaves.