Oh, Capiró



Hubo un tiempo, el de mi infancia, en que la pelota no se llamaba Muñoz, Cheíto, Linares o Kindelán. El nombre completo de aquel deporte era Armando Capiró Laferté. 

Un left-fielder de brazo incomparable que fue el primero en sobrepasar los veinte jonrones conectados en una temporada, con 22. Esa marca en las breves temporadas cubanas vino a equivaler a los sesenta jonrones de Babe Ruth en la MLB. Para sobrepasarla, debieron pasar años y cambiar del bate de madera al de aluminio.




Pero todo eso antecedió a mi experiencia de fanático. Cuando empecé a ver pelota, Capiró atravesaba un profundo slump, que lo acompañó hasta su temprano retiro. 

Daba igual ante su manera de pararse en home, extendiendo el brazo izquierdo hacia adelante con el bate en la mano, como si estuviera calculando las dimensiones del terreno, del juego todo, como si anunciara de antemano su próximo jonrón. 

Poco importaba su mala racha, porque su nombre seguía siendo el del mejor bateador de cada barrio, el nombre del que más lejos bateaba la pelota, y con más frecuencia. 




Todavía recuerdo ver a un muchachito en el terreno de béisbol de la escuela Valdés Rodríguez del Vedado, al que le llamaban Capiró. Recuerdo la emoción que sentíamos de ver jugar a alguien que se mereciera tal sobrenombre.

La jugada que más le recuerdo no fue un jonrón, sino un error de su portentoso brazo. Un error por exceso. 

Capiró lanzó tan fuerte la pelota, que había recogido en un rincón del jardín izquierdo, que esta pasó por encima de la cabeza del catcher Elnudys Poulot y chocó contra el muro que estaba unos cuantos metros detrás, con fuerza suficiente para regresar de rebote al home y que Poulot pusiera out al siguiente corredor.




Un mal día, que cuesta trabajo precisar, Capiró desapareció de los estadios. Nadie dio explicación alguna y corrieron en su lugar millares de rumores. 

El más persistente era que se había descubierto que el pelotero era homosexual, acusación lo bastante grave para expulsar a cualquiera de su puesto, a menos que fuera la presidencia del ICAIC. Fue entonces que tuvimos que acudir a otros nombres, otros ídolos.




No fue hasta muchos años después que, en una entrevista, el gran Capiró pudo dar su versión. Según él, su ex esposa, despechada, había escrito una carta al Comité Central, acusándolo de todo lo que se le ocurrió. Y en el Comité Central del Partido Comunista de Cuba le hicieron suficiente caso a la señora como para terminar separándolo del béisbol. 

Cuba era un país donde la carrera de un pelotero no se decidía en el estadio Latinoamericano, sino a un kilómetro de allí, en alguna oficina con aire acondicionado del Comité Central del Partido Comunista de Cuba.

Da igual. Armando Capiró Laferté debe saberlo donde quiera que se lo haya llevado la muerte esta semana. Los que lo vimos jugar nunca olvidaremos el momento en que, con su bate, medía a su oponente, el terreno, la vida toda.