Félix Luis Viera

La patria es una naranja 

1

Tan pobres hemos sido,
nunca hemos tenido, por ejemplo, una pecera. 
Como tanta gente
nunca hemos tenido una pecera
para contemplar, absortos,
a los peces recorriéndola en su mundo silente. 
Nunca
hemos tenido una pecera
para atenuar los nervios
luego de haber contado tanto dinero
o al menos
una cantidad que evite el sobresalto.
Tan pobres hemos sido,
aun hemos armado nuestra casa con los 
desperdicios de otros pobres. 

Pero sí tuvimos una bandera,
nos aseguraron que era el emblema de los pobres
y nosotros la untamos en el polvo del pobre camino
y el tanto sudor de las arduas jornadas.
Nosotros teníamos una bandera
que era el emblema de la riqueza por venir para todos: 
nadie sería pobre ni nadie, tampoco, siquiera 
pernoctaría en la opulencia. 

Pero nos quedamos pobres,
tan pobres
que la leche no alcanza para todos los dientes. 
Cuando nació́ la niña 
como un peregrino iba yo en busca de maderas viejas, 
alambres desahuciados, que algún astro noble hubiese 
olvidado en su caída,
era, 
de nuevo,
el poeta cargando la cruz. 

Cuando nació la niña
le construimos su cuarto con la utilidad de aquellas búsquedas 
y como la niña era una niña recién nacida
no supo que el primer cuarto en que durmió
estaba fabricado casi con la humillación. 



13

Mi abuela Isabel Morales Delgado,
quien elaboraba la paz de mi niñez tarde por tarde,
llegó a Cuba desde Islas Canarias a los 21 años
en un barco que la historia no registra.
Mi abuela no dejó su patria, la trajo
en un mechón de cabellos de su hermana
que guardó hasta su muerte.
Hoy
lejos yo de mi patria
comprendo las hieles que mi abuela nunca me enseñó.
Ella me contaba de jaurías de perros salvajes en las noches de su isla, 
de las hogueras con que lograban ahuyentarlos, de estepas
que parecían pulir en cenizas las oscuridades,
y de cierta niebla tan triste en esas tardes cuando
con su madre y sus hermanos iban en busca de un pan que siempre, 
finalmente, se les hacía agrio.
En la isla de Cuba,
Isabel Morales Delgado resultó la madre de mi madre
y de otros seis hijos.
Yo fui su Nieto Insignia creo que porque fui el más desvalido de sus nietos. 
No hay hembra ni varón que hayan amado más que ella porque nunca 
nadie ha fabricado un caramelo con su propia carne para que el nieto tenga un caramelo. 
De modo que hay un aviso para quienes se han visto forzados a dejar su patria: 
se pueden tener hijos y nietos y caballos 
y flores en otras tierras. 

Mi abuela nunca me habló de su patria con dolor, 
seguramente se habrá tomado en solitario toda su amargura. 

Mi abuela Isabel Morales Delgado
con quien por una u otra causa
me quedaron pendientes todas las preguntas, 
quien fue tan pobre,
quien nunca tuvo una pecera,
y murió en abril del año de 1972
y no la he vuelto a ver. 



21

En la vasta Ciudad
los carritos del supermercado son como esos trineos
que fulgen en la Primavera.
Todo el mundo es feliz cuando arrea un carrito en el supermercado. 
Los más felices son quienes los van inundando hasta el desborde; 
menos felices
pero también felices
los que solo compran un bombillo
y agregan un trozo de carne y chocolate.
El supermercado es la Felicidad:
morenas y morenos (los más escasos),
blancas y blancos estándar,
blancas y blancos de blancor anodino,
rubias y rubios calibre 38,
rubias y rubios de porte australiano-azteca
suelen viajar por los pasillos como luminosos bisontes de la nueva era, 
suspiran ante los estantes y vacilan entre cuatro marcas de pasta dental. 
Han sido bendecidos por Dios con varias naranjas como patrias;
de las bolsas se sacan peceras cual conejos. 

Los niños dan la impresión de que se han metido en una verbena de farolas. 

Dios ha creado el supermercado
para que tantos seres se supone
comprueben el prodigio de los panes y los peces. 

El supermercado es la prueba irrefutable
de que el hombre en ningún momento estará solo: 
ahí está el supermercado para acompañarlo en sus horas difíciles, 
para brindarle el abrigo, la resignación,
la ruptura del misterio. 

En las cajas cobradoras
otros niños
embalan las compras de los bendecidos
y esperan
que estos alivien sus llagas con una moneda leve. 

Los carritos del supermercado más bien fulgen con las cuatro estaciones, 
pero es la Primavera la que más reconocen. 



26

Estoy hablando de mi madre,
quien tampoco ha tenido jamás una pecera.
Mi madre se muere todos los días en mis pesadillas de despierto. 
Mi madre con 85 años sin haber tenido nunca
una pecera
con su pececito anaranjado remansando en sus ojos.
En estos mismos momentos ella recorre las calles
que ahora son la patria para mí
pero que para ella son solo sus calles.
Cualquier día mi madre muere de verdad,
en carne física,
fuera de mis pesadillas de despierto,
y yo no podré cerrarle los ojos
y ella no podrá cerrar los ojos definitivamente
mirándome
como sí pudo cerrarlos mirándome mi padre
quien tampoco tuvo una pecera
y dio por cierto que la patria era la naranja
que le calmaba la sed. 



30

En ese edificio que parece una mancha de churre en tercera dimensión, 
inserta
en otra mancha igual, pero más vasta.
En ese edificio lóbrego de la colonia Doctores, lóbrego 
como un cementerio abandonado, como esos cementerios, digo,
en donde ya no entierran a nadie,
vive un amigo.
¿Quién habrá construido este edificio –adonde ahora voy entrando– 
hace ya tanto, cuando la brisa de la Ciudad estaba apta 
para que las azucenas no sintieran pavor?
Cuántas fiestas, cuántos días de paz, de fe, de porvenir (algo, que ya lo 
sabemos, no existe) habrán sido derrochados en sus apartamentos
que hoy se parecen a las tumbas de los cementerios abandonados. 

Si las ratas pensaran, sufrirían por vivir en este sitio.
Ya ellas, las ratas, ni me miran cuando llego, o quizás algunas –sí, me he 
dado cuenta–
me miran como se mira a las ratas. 

Subo por las escaleras de baldosas desconchadas, cubiertas 
de una pátina negra irreversible. 

Toco con los nudillos en la puerta del amigo
(podría decir que toco el timbre, para embellecer al poema, pero 
donde alguna vez hubo un timbre, hay ahora algo así como el ojo 
de una calavera). 

Entro,
me doy la mano 
con el muerto, aun
sonreímos al saludarnos con la sonrisa de dos muertos. 

Somos dos muertos en este cementerio abandonado. 



31

Son 3 millones de perros callejeros. 
Según dicen las crónicas
muchos de ellos se perdieron
o fueron abandonados por sus dueños 
varias revoluciones atrás. 
En las noches ladran como llamando a los fantasmas de otros perros, 
son incansables ladrando por las noches.
En ciertos momentos yo he sentido que son “mis perros”,
tal vez porque como a ellos me ha penetrado el abandono, 
me he visto perdido entre las arboladuras de la interminable Ciudad 
o he sentido que debo conseguir fantasmas para paliar las trece 
soledades.
Son mansos 
(parecen perros que no tienen dientes)
y a veces los he sorprendido acariciando una pared, el tronco de un 
árbol,
las puertas de un garaje: debe ser
porque nadie los acaricia
(son perros sucios y malditos, comilones y vagos
que ni siquiera sospechan
lo que significa ser una mascota).
Ellos cagan el aire del Gran Valle,
ellos ejecutan cuatro deposiciones diarias dentro del Gran Valle
y han enfermado los ojos de mujeres y niños.
Nadie los quiere,
son perros callejeros perdidos en la Historia,
ni siquiera un político de Harvard
podría calcular cuánta cantidad de excrementos de perro
ofrendan diariamente a la Ciudad los 3 millones de perros callejeros. 
Porque ellos infectan diariamente el aire de la gran Ciudad 
y ya han sido acusados de enmustiar los tulipanes y las rosas 
los colibríes y las tórtolas
los helechos, las gladiolas
el carmín, el rímel
de ciertas damas,
las corbatas de algún empresario. 

Son sucios y malignos, 
callejeros y parias, 
ladradores y vagos. 

Nadie los ama. 
Nadie los ama. 
Vámonos, perros. 



35

Serán las cuatro de la tarde y el arroz no alcanza 
ni alcanza el aire y hay un sol terrible
quedan 2/4 de frijoles
y el discurso crece en la pantalla 
la sangre de otros brama en el discurso de ese hombre 
sigue pidiendo sangre y el arroz no alcanza
queda 1⁄4 de frijoles a las cuatro de la tarde
y el sol saca fuego en las aralias 
y un negro pasa proponiendo el hígado
por cuatro cajetillas de cigarros
–un negro es un decir, digamos que es un blanco–
y Marta está fregando las últimas lozas quizá́ de la historia
mientras por la ventana hace años se ha fugado
el último duendecito del futuro
(de aquel futuro hecho de mármol)
(recuerden que era un futuro hecho de acero)
Las cuatro de la tarde y el arroz no alcanza
y Marta piensa ¿qué pasará a las cuatro de la tarde de mañana?
y el mismo hombre vuelve a decir lo mismo:
la Primavera, oh, la Primavera,
la primavera vendrá́ pero antes, dice, debemos seguir enviando para Él 
buques y más
buques de sangre
y debemos levantar cuatro tribunas más dice: mi lengua es incansable 
mi lengua de prometer es incansable
y el enemigo, oh, el enemigo
que quisiera sorprendernos sin lenguas sin banderas
sin los tantos muertos que le hemos ofrendado
Mientras queda un 1⁄4 de frijoles y el sol está terrible 
y no alcanza el aire ni el arroz ni el oxígeno 
y la palabra que se habrá de decir
deberá ser dicha en silencio
deberá ser dicha mejor dicho en las entrañas 
y todos están lejos 
todos se han ido o quisieran físicamente irse
piensa Marta mirando el rescoldo casi fregado de una taza
qué soledad, piensa
y mira hacia el pasado donde estaba segura de que este presente
sería el advenimiento de las piñas y los girasoles y la derrota del rubí 
pero el arroz no alcanza
y queda 1/8 de frijoles
y el sol saca cueros de los techos
y el mismo hombre de hace más de 40 años
sigue prometiendo más sangre después de las promesas
las tendederas al fondo de los edificios están repletas de blúmeres y 
sostenes perforados
pero hay también un pantaloncito rojo que costó el salario quincenal de 
un ingeniero:
quince dólares
El mismo hombre sigue bramando sangre en la pantalla
ya los televisores todos no le alcanzan para ponerlos rojos
y pasa un hombre blanco –un blanco es un decir, digamos que es un 
negro– proponiendo ocho cajetillas de cigarros a cambio de una olla de 
carbón
y la niña del edificio de enfrente de pronto se ha metido a puta
y todos quieren verla vestida de puta azul con zapatos de puta
y todos quieren oler el guiso que sale de la cocina de su casa
luego de que se inaugurara con un italiano en el oficio 

Qué soledad piensa Marta mientras friega la última taza
y quizá la última cazuela con humana esperanza
todos se han ido piensa
aunque muchos queden aquí todos se han ido, sus cuerpos se han ido 

Mientras yo la miro desde una distancia tan distante 
que los mares se convierten en niebla
Es decir, el Tirano habla habla habla habla
Y los árboles caen 
Y caen los hombres
Y caen los pájaros perplejos
Y caen los pensamientos convertidos en pánico 

Oh, Marta, la vida no te dio el “junco y capulí”, 
te dio el espanto. 



42

Solo nos queda encomendarnos a Dios, a la Virgen: imposible 
confiar en este hombre de mirada polvosa, de ademanes sapiens (de e
rectus ademanes)
–con su atuendo
recién lavado
en algún vertedero–
que va guiando
al microbús
No es posible
tampoco
confiar en el microbús
–pauta de la cochambre estos asientos, cripta rectangular, carretón 
motorizado,
espanto en cada tuerca, fervor de las ladillas–,
que va corriendo como en busca del precipicio a toda costa
guiado
digo
por este hombre que al parecer ya aprobó́ tres maestrías en la selva 
ah, este hombre
que
con su radiograbadora
va levantando más y más el ámbito umbrío del microbús
mediante
esa música tan parecida al derrumbe de las tómbolas, oh,
esa música, ¿concebida por algún ultrakitsch de cinco estrellas? 
que ya
ha invadido casi casi, un casi inmenso,
todas las radiograbadoras
de los microbuses
hasta ser proclamada como 
“La Música del Microbús”. 

No todos son así –sentencia Nezahualcoyotl, sentado a mi lado–, hay 
excepciones”. 

¿Eh?, no: eso que he sentido no es al fin la explosión apocalíptica, 
es solo un jovial patazo acelerante del microbusero.
Ese jalón que me lleva al zaguán de la fractura de todos los huesos, 
no es que el Diablo, de pronto, la haya emprendido contra mí, 
es solo un frenazo juguetón del microbusero.
Esos hedores que excavan mi nariz no testifican
que
sin saberlo
haya tomado el camino hacia donde desayunan los buitres. 

Oh, no, no debo creerlo:
no es que así, de súbito, se hayan despeñado contra mí
los cerros circundantes,
¡no!: es la carne humana,
la carne humana microbusera,
aguerrida y triste
que me desjuga hasta la última gota que escanciara del pezón de mi 
madre. 

Es que este cabrón acelera, jala, tira, revuela, corta, dobla
como si tú no existieras aquí adentro.
Es que el cabrón no se ha dado cuenta de que es un ser humano.
Es que peor: no sabe que existe el ser humano, te ama
mucho menos que a una caja de aguacates.
¿Eh? ¿O no comprendes que él mismo se siente una caja de aguacates 
arreando
cajas de aguacates?
Eh, ¿me explico?: no es que este cabrón te odie, no sabe odiar, es decir, 
amar,
eh, él no es más que una caja de aguacates arreando a todo galope 
por la gigantesca Ciudad
a una caterva de cajas de aguacates
encerrada
en el pestífero carretón motorizado, ¿qué más
se le puede pedir? ¿O no me explico?
¿Él qué culpa tiene de que todos,
él incluido,
seamos solo cajas de aguacates
que empobrecemos aún más la enorme Ciudad? 
No todos son así –sentencia Nezahualcoyotl, sentado a mi lado, agriada 
ahora la expresión–, hay excepciones.
Y además, exageras”. 

Oh, no, no, el microbús es la náusea géiser, el mareo umbilical, el aullido 
del páncreas. 

Exageras digo. Y repito: hay excepciones, las hay
las hay
las hay: 

son esas excepciones que confirman la regla –agrega Neza y,
con suma dificultad, descuerándose casi entre la carne microbusera, 
se acerca a una ventanilla,
saca la cabeza,
luego todo el cuerpo,
y levanta el vuelo. 



56

Alegato de Hugo Salvatierra ante Sandra Avendaño. Tu tía es la culpable de que ciertas aves emigren a destiempo, y de que las partes en pugna de los conflictos que hoy amenazan con hacer desaparecer al planeta, no se pongan de acuerdo. Tu tía es la culpable de que en la ciudad de México haya tres millones de perros callejeros y de que en Latinoamérica siga creciendo la inflación y el desamparo. Odio a tu tía. Fue ella quien se interpuso entre tus senos y mi lengua y quien ha medido el rosado de tus pantaletas para comprobar si allí mi nariz no ha dejado sus huellas digitales. La odio. Ella es una serpiente con garfios, una centaura reventada de envidia que habla falso náhuatl. Cuando dos corrientes marinas se han puesto de acuerdo para hacer que un barco naufrague, detrás ha estado la mano de tu tía; cuando aquel hombre concibió el arma nuclear, fue la mala leche de tu tía quien lo condujo al hallazgo; cada suicida que cumple su objetivo está guiado sin saberlo por la maligna entraña de tu tía. La odio. Ella se atravesó entre la blancura de tus nalgas y mis ojos. Esos aviones que en medio de la alta noche han perdido el rumbo, lo han perdido porque el aliento de tu tía les ha estropeado con toda saña los relojes. Tu tía es mala. La odio. Ella se clavó entre tu pubis café y este pincel. La odio: tu tía es la que diariamente mata de esmog a más de cuarenta tórtolas de la ciudad de México y la que cercó con 300 Judiciales el metro Etiopia para que este servidor no llegara a beber cerveza en tus pezones. Es una mujer mala. Es una cabrona. A las siete de la noche, cada día, a un ama de casa se le rompe un plato y están las invisibles manos de tu tía detrás del incidente. La odio mucho: ella taponó mis oídos con el cerumen de los suyos para que yo no pudiera seguir escuchando tu voz. Qué mala mujer. Ayer un viento de agua derrumbó un árbol que derrumbó un cable eléctrico que electrocutó a una legión de hormigas, y detrás del hecho estaba el hemisferio cerebral izquierdo de tu tía. Ella detesta a los hombres y a las mujeres y a las hormigas y a los caballos por igual. No tiene nombre: qué infecta mujer. Cuánto la odio. Si una pareja de eternos amantes se separa, sucede que ella le ha puesto sus polvos de bruja en el sueño. No la perdono. Ni la perdonaré. Odio a tu tía. Fue la culpable de que a punto de asirte estallaras como un pífano de madera. Ella fue quien dinamitó las encrucijadas, quien prendió fuego al último bosque, quien mató al último canario que nos quedaba. Y todo lo hizo como si no quisiera. Pero a veces, también, como si sí quisiera. Ella, tu tía, irá al Infierno. En el Infierno nos encontraremos. En el Infierno nos encontraremos. En el infierno nos encontraremos y seguiré odiándola. 



67

La Madre de Osvaldo ha muerto, allá, en el centro de la Isla, de la 
patria,
de modo que para él todas las flores de los mercados de flores de la 
ciudad de México 
han quedado congeladas.
Ahora mismo su Mamá está muerta allá en la patria y él prende una 
vela
y confía en que su luz llegue hasta el cadáver.
El cadáver de la Madre ya no podrá verlo a él
ni él podrá ver
cómo pasan sus hermanos el último camino por donde irá la Madre. 
Son gajes del exilio, dirán.
Apenas quedan flores en los interminables mercados de flores de la 
interminable ciudad de México
porque Osvaldo ahora mismo se las está enviando todas a la Madre 
muerta. 

Antes, en la patria,
este hombre era uno de aquellos fuegos invasores que se mencionan en 
los himnos,
fue yunque y martillo,
pistola y pluma.
¿Acaso alguna vez debió de asesinar a una margarita en nombre de la 
Rosa?
¿En nombre del rojo a veces debió negar algún matiz del cielo?
En la patria
escribió un poema sobre un tanque de guerra
y tuvo esos hilos que conducen a los más sagrados expedientes. 
Fue un hombre sobrepuesto entre el futuro y más allá del futuro. 
Pero un día vio que las montañas caían
por la tenacidad de los mismos que habían mandado levantarlas 
y que las montañas volvían a caer 
después que los mismos, tenazmente, mandaban de nuevo a levantarlas. 
Y se agotó:
estuvo seguro de que ni una sola de las frutas largo tiempo anunciadas 
daría la cosecha largo tiempo anunciada. 

Y hoy, ahora mismo, desde tan lejos,
salen y salen bandadas y bandadas y bandadas de palomas 
con flores en sus alas para la Madre muerta
allá, tan lejos. 



69

Elena está en la verja
en la verja está escribiendo un poema en donde se ven pasar 500 yeguas 
cargadas de albahaca
que ahora mismo han desembarcado de La Habana,
vienen las yeguas muertas y matemáticamente destazadas
y traen banderas de varios colores que sugieren
la intención de continuar escribiendo poemas donde las yeguas
sigan llegando como llega el recuerdo de otros muertos que han sido 
destazados en vida. 

Elena se ha vestido de blanco nuevamente
y los árboles de la colonia Del Valle
se dan cuenta de que es una niña la que va pasando
pero quizá ella no se da cuenta de que es una niña
y por eso de pronto no comprende por qué los árboles
le dejan caer esos arbolitos que se han puesto a parir para ella. 

Elena está en la verja y es una tarde fría en la enorme Ciudad, 
digamos que también es una tarde de verano vaporosa y blanca, 
agreguemos que es una de esas tardes de otoño cuando las hojas ocres 
recuerdan el venir de la Muerte
es también la tarde de primavera en que las jacarandas tiñen de lila el 
pavimento.
En fin, es una tarde
y ella sigue cantando un poema dedicado a los perros de Cabañas 
(Cabañas ahora está tan lejos que ni las barajas podrían alcanzarla). 

Elena se aparta de la verja 
y la vida la persigue. 

Vuelve a la verja y la vida va con ella
y la lleva por las calles de la vasta Ciudad
y le va enseñando las últimas yeguas cargadas de yeguas muertas
y de albahacas insurrectas que ahora mismo han llegado de La Habana. 
Y ella sigue andando y andando por la ciudad inacabable. 
Pero
en realidad
ella siempre está en la verja. 



74

Alguien desde la patria me envía una postal y me dice que la patria 
sigue siendo esa postal: 

El póster de una hermosa mujer que, en biquini,
va caminando por una playa interminable.
Una mujer real que por tres dólares alquila las entrañas. 
Un trovador que no deja de cantar.
Y el Tirano, que en la alta tribuna
grazna, grazna, grazna. 



© Imagen de portada: Félix Luis Viera, por Ulises Regueiro.




Sobre el autor:
Félix Luis Viera (Cuba, 1945). Poeta, cuentista y novelista, es autor de una vasta obra, de la cual destacan, entre otros, los libros de poemas: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (1976), La patria es una naranja (2010, 2011, 2013) y Sin ton ni son (2020); los de cuentos: Las llamas en el cielo (1983), En el nombre del hijo (1983) y Precio del amor (1990, 2013); y las novelas: Con tu vestido blanco (1987), Serás comunista, pero te quiero (1995), Un ciervo herido (2002, 2005, 2012, 2015) —sobre las Unidades Militares de Ayuda la Producción, campos de trabajo forzado establecidos en Cuba—, El corazón del rey (2010) —que aborda el establecimiento en Cuba de la revolución comunista, en la década de 1960—, Un loco sí puede (2017), La sangre del tequila (2019) e Irene y Teresa(2019). En 2019 recibió el Premio Nacional de Literatura Independiente Gastón Baquero que otorgan varias instituciones cubanas en el exilio. A la par de su trabajo de creación literaria, ha llevado a cabo una extensa labor como articulista —sobre política, historia, crítica literaria— en diversos medios de Cuba y el extranjero.


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Ana Varela Tafur

Ana Varela Tafur

Ana Varela Tafur (Perú, 1963). Poeta, docente y activista cultural. Ha publicado, entre otros títulos, ‘Lo que no veo en visiones’ (1992), ‘Voces desde la orilla’ (2000), ‘Dama en el escenario’ (2001) y ‘Estancias de Emilia Tangoa’ (2022).






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