Yo soy Siul Zemog y mi escritura es casi muda.
Yo soy Siul Zemog y soy un tipo malo. Y como una de esas paradojas alucinantes que destrozan la paciencia y la tolerancia, también soy buena persona.
Soy empático después de viejo. Ya no me como la uñas. Aún le temo a las mujeres. He pecado hasta el cansancio.
Soy malo porque no soy patriota.
Me burlaba de los bustos de Martí cuando era chama, hasta yitis le di.
Me molestaba cuando mi abuela me obligaba a detenerme en medio de la acera porque estaban cantando el himno nacional en la escuela de la esquina de la casa. Mi abuela era católica y patriota, pero yo le salí mala cabeza.
Recuerdo estar en un teatro cuando tocaban el himno nacional en una graduación de músicos y yo me quedé sentado muy campante. Creo que hasta con una media sonrisa burdamente irónica. La gente mirándome como si yo fuera un bicho raro. Yo tranquilo. Feliz. Hasta orgulloso. Soy malo.
Hay gente que cree que el socialismo se puede perfeccionar, yo les digo que el socialismo es una mierda. Cuando el bienestar de las personas depende de otras personas, se jodió todo. Ni Dios. Y por eso también soy malo.
Y para colmo de males le dije a mi esposa que iba a bajar de peso cuando se caiga el gobierno. Ella dice que “pa’ sufrir hay que comer”. Y yo soy consecuente.
Cuando le da por eso, se hace más inmetible que de costumbre. Qué gana con sacar lo peor de sí. A veces pienso que se está muriendo. Está haciendo como una purga. Quiere hacer el viaje cual Dante caribeño, sin Virgilio y con una Beatriz incrédula. Nada de búsqueda de luz. Es un bicho pedante y pasado de tiempo. Va caducando en su remedo cual díscolo insolente. Su infierno es su cascarón.
Lo primero que escribí en mi vida fue un cuentecito fantástico. Mi madre me lo mostró un día. Ella lo guardaba como algo muy grande.
Yo era un niño solitario que jugaba con las hormigas y escribió sobre el mar, serpientes y tesoros. El cuentecillo es una mierda. Un tesoro en el fondo del mar custodiado por una serpiente… y ni me acuerdo cómo se desarrolla y termina. Tampoco sé qué edad yo tenía cuando lo escribí. Recuerdo la imagen de un papel feo. Por un lado, los párrafos con letra de iniciado y por el otro le hice un dibujo que ilustraba el cuento. Solo tenía una cuartilla.
Hoy me pongo a pensar en él y veo al demonio, la mar y su violencia y su muerte en contraste con su belleza y quietud. Quizás por eso me la di de pescador submarino matando animalillos para comer. Quizás por eso siempre siento miedo en la mar. Es inevitable. Nunca voy a perder el miedo. Por eso estaba aterrado ante la lancha en el Mariel en el ’80. Me temblaba el cerebro. Solo el cerebro.
Y el tesoro lo busco y no lo busco. Y no soy perseverante ni disciplinado. Soy temerario, disparatado; y sepan que a la vez, pactando con el miedo y la ansiedad. En fin, soy malo.
En aquel momento él no pasaba de ser un chiquillo de 16 años tan irreverente como ignorante. Quizás sobresalía en él algo de inteligencia bruta. Puede que hasta algún talento lo distinguía de la jauría. Se revolcaba en una especie de secta dulcemente bárbara que estaba descubriendo el mundo. Y no lo lograrían. Ni se lo permitirían.
Era el año decisivo. El del error trágico. En el que otra vez ―como un ciclo espiral que te devora y se devora― la violencia comunista se destapó con saña.
Ese Siul de 16 años, como “buen cubano”, ya no creía ni en su madre, diría yo.
―Yo no tiro huevos, señora. Ni gritó ni na’ de’so. Yo estoy mirando. Solo mirando. Esto está raro.
―Por mi madre que no me cogen nunca más para esta mierda. Qué coño hago yo con este montón de gente en una marcha. Montón de masa apestosa. Ganado menor. Carne de cañón.
―¡Qué calor en el gobierno!
Ni las marchas ni los cederres ni los guardias de la reserva ni las milicias ni la defensa civil ni las brigadas de cualquier cosa le verían ni una vez más. Tengo que admitir que eso se lo envidio a Siul. El muy suertudo salió ileso. Pero no dejó de ser un ninguno más. Era casi un criminal. Se iniciaba su decadencia. Se gestaba su muerte. Era también un “sobremuriente”.
Tengo baja tolerancia a todo menos a las drogas. Y me gustan. Y me ayudan a des-vivir. Tengo el paladar maltratado por la penuria y la ausencia, por el socialismo, más que por las drogas.
Soy agresivo, claro. Soy hedónico, muy hedónico. Anecdótico. Hablo mierda. Y escribo mierda. Y hasta me pagan por eso. Y mi escritura es casi muda.
No soy latinoamericano, soy caribeño. Judío por ascendencia de ambos progenitores, inclusive. Y jodío por ser cubano de la Isla que los comunistas se robaron y convirtieron en un infierno.
Ya nos bebimos los nueve círculos dantescos ―como que nos los pasamos por los cojones― y creamos uno más. Ese está entre dos aguas. Como donde se unen los océanos que no se mezclan. Pero son lo mismo: agua. Y como agua, uno de esos océanos salva. El otro, mata sin piedad.
Los cubanos siempre estamos entre dos aguas. Por eso gusta tanto Paco de Lucía ―también el paco humeante y enajenante.
Además de que su palo rumba le debe el nombre y más a la Isla, también aquí se baila y se vive entre dos aguas. Entre dos aguas morales. Entre dos aguas legales. Entre sobrevivir y sobremorir. Nunca vivir.
Y siempre estamos “en el medio del camino de nuestra vida”, como antes de atravesar la puerta que te traga en su luz y te vomita en lo ignoto; que te salva y te muestra la otra luz.
No te victimices. No te asesines. Lo hicieron por ti. Tuviste una opción. Elegiste morir. Y lo hiciste por cobarde. Por medroso. Escapaste huidizo como la salamandra al trasfondo de tu retrato envejecido cual el último Dorian Gray ante su muerte.
Nos acostumbramos tanto que perdimos la noción del peligro. Parece que tiene que ver con eso de que las aguas del Caribe casi siempre están calientes.
Y nos acostumbramos. Y nos adaptamos. Y nos jodimos.
Y con el cambio climático se pondrán más calientes y las antiguas ranas-carneros-isleños que se habían acostumbrado y habían perdido la noción de la vida, ahora mutan en hijos-nuevos-huevos-razón-cojones.
¡La olla explota!
¡Sálvese quien pueda!
¡A joderlos!
Y ahora me quedo respirando. Por fin respirando. Ahora llega oxígeno. Llega porque lo pongo en mi mente. No por otra cosa. Está en mi mente. Artificialmente lo puse allí para sobrevivir al sobremuriente. Y el no-muerto está no-vivo. Pero está. Está en masa delirante reblandecida. Pero está. ¿Y hasta cuándo?
No importa. Hará. Hizo.
Llegan como alaridos desesperados las palabras de Siul. Cuando hace eso me asusto. Pienso que va a cometer un disparate. Otro más. Otro que podría ser definitivo. Pero no puedo hacer nada por él. O no quiero. O no me deja. Realmente sobrevivo igual que él en un punto en el que nos vemos, pero no nos podemos tocar. Sabemos que existimos independientes uno del otro. No hacemos nada bueno uno por el otro. Ni siquiera podemos hacer incesto. Todo está prohibido. Solo hacemos letras mudas.
Esta es cuba ―sí, con minúscula, ¡coño! La cubeta, ¡borracho! La Isla de los sobremurientes. Sí te sirve la socarronería, disfrútala. Hago mis mejores dislates para la posteridad. Sigo alimentando la sorna. Y me voy de juerga. Lavo mi lengua en la cuba. La de lamer. La de las palabras. La prisionera. La libertaria. La que le da lo mismo un velorio que un entierro a esta edad de podrido.
La lengua muda de mis letras ya está feliz. Ya está más envenenada con el agua estancada de la cuba.
Es la hora de los fluidos. La de hervir. Hora del grito sordo de genitales legos. Partisanos contra la multitud inerte que ocupa las mentes que beben de otras cubas. De otras cubetas, ¡ebrios!
Ya estoy en la bacanal del mundo de abajo. La que me toca por ser un tipo malo. Por no ser patriota. Por volver a mi verdadera naturaleza. Por no estar listo para matar por esa patria traumada por la ausencia de patria. Por no ser parte de ese lugar de todos ―sobretodo de algunos todos― que es el cascarón de mi infierno.
Esta patria es un redil donde nos matan los propios muertos. Todos tienen nombres de muertos. ¿Por qué morir por ella, si ya estoy muerto?
Cuanto menos, soy un número. Un zombie. Un espiritado para ser salvado por el Asogwe Houngan. El amante secreto de mi jefa mambo tapiada de pureza. Una bendición de Erzulie. Una maldición. No puedo morir por ella porque I’m not human anymore.
Soy malo por insistir en la mudez de mi escritura como en una pesadilla.
Ya no sé si estas palabras son mías. Sé que no son del iniciado. Ese ya está muerto. Y estas voces son mudas.
Yo soy Siul Zemog y este tipo me roba lo que escribo. Y a veces creo que soy yo mismo. Debo estar alucinando. Es mi entelequia.
Sigo siendo un tipo malo solitario que juega con hormigas, escribe sobre la mar, un único tesoro y la malvada serpiente constrictora que me asfixia y se burla de mi pacto con el innombrable.
Yo soy Siul Zemog y mi escritura es casi muda.
Imágenes generadas en AI por el autor.
Oiraid de Siul Zemog
La indigencia se había apoderado de todos desde hacía mucho tiempo: la verdadera indigencia, la que te convierte en el peón del rey.