Una noche de principios de marzo de 1980 sonó el teléfono de mi apartamento y mi hijastra María Josefina contestó. Yo estaba en el último cuarto que Belkis había convertido en biblioteca. El que llamaba era Chomi Millar, jefe de despacho de Fidel Castro; pero María Josefina había confundido su voz con la de Ramoncito Ante, un muchacho del barrio que solía hacerle bromas de vez en cuando. Al darse cuenta de su error, vino corriendo hacia mí: “Dice que es de la oficina de Fidel”.
Chomi me preguntó cuándo podría ir a la oficina del Comandante en el Palacio de la Revolución. Le dije que en menos de una hora. Él decidió que fuese al día siguiente a las diez de la mañana. Estaba convencido de que los esfuerzos de Belkis, de mis hijos, de mi hermana, del grupo de amigos norteamericanos encabezado por el dinámico Bob Silvers, a través del PEN American Center, que entonces presidía Bernard Malamud, habían culminado con éxito. Yo sabía que Gabriel García Márquez también estaba tratando de romper el cerco del grupo de los “duros” de la Seguridad. Me había enviado mensajes en varias ocasiones, a través de Pablo Armando Fernández, con quien solía encontrarse en los pasillos y comedores de los hoteles; sin embargo, nunca me lo hizo saber personalmente.
Me levanté temprano y llegué a Palacio a la hora exacta. Me presenté en la puerta principal, me identifiqué, y un soldado me condujo a la oficina de un funcionario que tenía instrucciones de llevarme al despacho de Fidel: un sitio parecido a cualquier oficina norteamericana, pero con cuadros de Mariano y Portocarrero en las paredes. Chomi estaba vestido con una camisa y un pantalón verde oliva; él mismo era de piel olivácea y maneras untuosas. Había sido mi jefe cuando era rector de la Universidad de La Habana. Ahora me recibía como el sustituto de Celia Sánchez Manduley, que había muerto de cáncer poco antes.
Casi al instante, por la puerta contigua, apareció Fidel, mitad realidad, mitad ficción, como el Duque de Alba en el Camino de Santiago. Hice un tremendo esfuerzo para levantarme del asiento, poniéndome de pie como correspondía a un obediente, pero el Comandante fue a sentarse al otro lado de nosotros, sobre una especie de taburete de esparto donde había varios frascos de barro que ni cayeron ni se rompieron aunque un olor a ginebra se esparciera por todo el cuarto como un sahumerio de sinagoga.
Le dijo a Chomi que había dejado en su escritorio varios informes de los compañeros del Partido de Camagüey y en seguida quedamos a solas.
—¿Qué tiempo hace que no hablamos?
—No mucho —le dije.
—No, que hablamos, quiero decir.
—Casi veinte años —le respondí.
—Pero si he estado viendo tu cara casi constantemente.
—Pero no hemos hablado —le dije.
—Sí, hemos estado en grupos; de hecho hablábamos.
Me miró unos segundos y al cabo dijo:
—Tú estás más gordo, pero yo estoy más viejo. Han sido muchos años de lucha.
Se levantó y empezó a pasearse por la habitación.
—Tu salida está aprobada como aprobamos la de tu mujer el año pasado. No te niego que me habría gustado que hubieras tenido experiencias directas del trabajo que se está haciendo en todo el país porque, y esto no lo tomes a mal, los intelectuales por lo general no se interesan por la obra social de las revoluciones; solo se preocupan por sus libertades. No sé a qué libertades se refieren; pero siempre terminan enfrentándose a la Revolución; se pasan el tiempo dando opiniones sobre nuestros problemas como si fueran expertos.
En una revolución puede haber enemigos equivocados, sinceros, pero son siempre peligrosos.
Se detuvo y me dijo con énfasis:
—Le he dicho a los compañeros que mi opinión es que acabes de irte. Y no por ninguna presión; aunque tu mujer le ha escrito incluso al Papa. Puedes irte al país que quieras.
Era falso, la misión cubana en Washington le pidió a Belkis que se mudara a Nueva York. Se negaban a que viajara directamente a Miami, y las posibilidades de viajar a España habían sido definitivamente canceladas.
—Nadie tocará tus cosas ni tus libros y todo seguirá en el mismo sitio. ¿Cuánto tiempo pediste de permiso, dos o tres años?
Le respondí que tres.
—Estate todo el tiempo que quieras, y cuando desees volver, llámame. Si eres un revolucionario verdadero querrás volver… No pienses que te está esperando la felicidad en el extranjero, con ese exilio tú nada tienes que ver. Acuérdate lo que le pasó a Nicolás Berdiaev cuando salió de la URSS.
—Salvando todas las distancias —dije casi en un susurro.
—No hablo del rango intelectual. Estoy hablando de actitudes. Lenin entendió más a su adversario Berdiaev que los exiliados rusos que lo esperaban cuando el Gobierno soviético le pidió que se fuera a París. Era un temperamental que no entendió la historia… como tú.
No hice ningún comentario. Después dijo:
—Lo que más se refleja en tu conducta de estos años es tu odio ciego por la Seguridad del Estado. ¿Puedes decirme qué gobierno prescinde de ella? En una revolución es inevitable. En una revolución puede haber enemigos equivocados, sinceros, pero son siempre peligrosos. Para implantar una nueva sociedad se exige un frente de unidad nacional. Marx y Lenin fueron dos prototipos de revolucionarios y fueron implacables con sus enemigos.
Para Fidel, el enemigo surgía de la más mínima discrepancia con sus ideas. El capitán Borrego, que estaba al frente del Ministerio del Azúcar, le advirtió al comienzo del año setenta que no podían producirse diez millones de toneladas de azúcar. Fidel reaccionó enfurecido con el ministro: “Los diez millones van —gritó— tienen que ir”. La producción de ese año fue superior a los ocho millones de toneladas; pero él había “empeñado su palabra” en que se producirían diez millones de toneladas, y por lo tanto el esfuerzo colectivo aparecía como fracaso. Llegué a pensar que esos desplantes eran una forma desesperada de su optimismo; pero la práctica demostraba constantemente que todo ello no era sino contumacia y autosuficiencia.
¿Por qué en mi caso no había sido “duro, inflexible, severo”?
Por fortuna, dos años antes había podido leer el Diario de la revolución cubana de Carlos Franqui, un libro que iba de mano en mano por todo el país como un documento clandestino. Yo conocía la primera parte del libro desde la época en que Franqui y Valerio Rivas, director de la editorial italiana Feltrinelli, estaban organizando un material que pretendían convertir en una obra firmada por el propio Fidel. En su ensayo Sobre la disensión cultural en Cuba, Valerio contó los pormenores de las sesiones de trabajo que tenía lugar en el castillo de los Feltrinelli en Piamonte donde yo mismo estuve varios días que fueron divertidos y aleccionadores. Valerio destaca en su hermosa recordación mi empeño por ordenar los textos de Fidel de modo que su prédica democrática prevaleciera sobre el conjunto de vagas ideas autoritarias, haciéndolo cómplice de sus mejores opiniones; pero cuando tuve acceso al Diario y leí las cartas que Fidel escribió a su esposa y a su amiga Nati Revuelta desde la cárcel, comprendí que el marxismo era el método idóneo para implantar el régimen autoritario en el cual sería él el jefe acatado y temido.
Napoleón Bonaparte era uno de sus modelos.
“Las proclamas y arengas de Napoleón son verdaderas obras de arte —escribe—. ¡Qué bien conocía a los franceses! En cada frase va tocándoles una por una las fibras más sensibles; juega con ellas… ¡qué grande era Napoleón con sus enemigos! Yo he leído bastante sobre él y nunca me canso. Es muy cierto… que era ʻAlejandro sin sus desórdenes, César sin sus vergonzosos vicios personales, Carlomagno sin sus matanzas de pueblos, y Federico II con buenas entrañas y corazón sensible a la amistadʼ. Yo siempre lo consideré superior. Debe considerarse que Alejandro recibió de su padre Filipo el trono poderoso de Macedonia, Aníbal recibió su ejército aguerrido de manos de su padre Amílcar Barca, famoso general cartaginés. César debía también mucho a su estirpe patricia. Napoleón en cambio se lo debió todo a sí mismo, a su genio y a su voluntad”.
En otra carta dice:
“Robespierre fue idealista y honrado hasta su muerte. La revolución en peligro, las fronteras rodeadas de enemigos por todas partes, los traidores con el puñal levantado a la espalda, los vacilantes obstruyendo la marcha, era necesario ser duro, inflexible, severo; pecar por exceso, jamás por defecto cuando en él pueda estar la perdición. Eran necesarios unos meses de terror para acabar con un terror que había durado siglos. En Cuba hacen falta muchos Robespierre”.
Por más de veinte años ésta había sido la política de Castro. A mí poco tenía que decirme este hombre que había consumido su juventud en el poder. Estaba en el lugar con que siempre soñó. De las guerras de sus lecturas juveniles conservaba ese uniforme impecable, el cinturón, la gran pistola, las ramas de laurel junto a la estrella de Comandante en Jefe y la barba entrecana que ninguno de sus héroes legendarios podía ostentar. ¡Qué distinto me parecía al Fidel que había conocido en mi adolescencia, al de aquel remoto viaje a la playa de Varadero cuando arengaba con el tono que era mezcla de Eduardo Chibás y Pardo Llada desde una tribuna o encima de un camión cualquiera, en mangas de camisa, sudoroso, vestido sin esmero.
¿Por qué en mi caso no había sido “duro, inflexible, severo”? A Pedro Luis Boitel lo dejó morir en prisión durante una huelga de hambre. A Paco Chávarri, que había sido viceministro de Relaciones Exteriores y militante del 26 de Julio lo mandó a la cárcel por la furia que le producían sus comentarios críticos. A la doctora Martha Frayde la mantuvo tres años en una cárcel común por criticar el curso autoritario de su régimen. Jorge Valls fue condenado a veinte años de prisión por testificar a favor de Marcos Rodríguez en un juicio donde se intentó amedrentar a los militantes del viejo Partido Comunista. Yo, en cambio, había expuesto mis ideas en mis libros Fuera del juego y En mi jardín pastan los héroes; pero sólo había estado treinta y siete días entre la Seguridad del Estado y el Hospital Militar. Las celdas de Boitel, Martha Frayde, Jorge Valls y Chávarri fueron de las peores que hayan existido alguna vez en Cuba. Fidel describe la suya, en marzo de 1954:
“¿Has logrado imaginarte la soledad de esta celda? Como soy cocinero de vez en cuando me entretengo preparando algún pisto. Hace poca me mandó mi hermana desde Oriente un pequeño jamón y preparé un bistec con jalea de guayaba. Pero eso no es nada: hoy me mandaron los muchachos un potecito con ruedas de piña en almíbar. ¡Te digo que traigo las cosas con el pensamiento! Y mañana comeré jamón con piña. ¿Que te parece? También preparo spaghettis de vez en cuando, de distintas formas, inventadas todas por mí; o bien tortilla de queso. ¡Ah! ¡Qué bien me quedan! Par supuesto que el repertorio no se queda ahí. Cuelo también café que me queda muy sabroso. En cuanto a fumar, en estos días pasados he estado rico: una caja de tabacos H. Upmann del doctor Miró Cardona, dos cajas muy buenas de mi hermano Ramón, un mazo de un amigo y, por último, una cajita muy bonita y muy apreciada que vino con los libros, de las cuales, dicho mejor de la cual, tengo uno encendido en estos instantes”.
Esta fue la celda que el general Fulgencio Batista reservó para su principal adversario después del asalto al Cuartel Moncada.
En todas las cartas que me envió en el año que estuvimos separados aludía a sus conversaciones con García Márquez.
Fidel me preguntó de improviso:
—¿Cómo son tus relaciones con Gabriel García Márquez?
—Lo vi hace un año.
—Pero yo sé que Belkis ha estado en contacto con él.
Cierto, ella lo había llamado varias veces a su casa de México para que persistiera en sus gestiones en pro de mi salida. En todas las cartas que me envió en el año que estuvimos separados aludía a sus conversaciones con García Márquez; a instancias de él frenó una moción del Senado de Venezuela sobre mi caso. García Márquez le aseguró que si lograba impedirla él obtendría inmediatamente mi salida.
Antes de proseguir, Fidel le dijo a Chomi que pidiera café y agua para los tres.
—Se ha preocupado mucho por tu caso García Márquez. Además, es un hombre que no tiene pelos en la lengua. En cuanto a ti, aquí mismo se le ha dicho a tu mujer que nos dijera cómo podíamos mejorar tus condiciones de vida, que pidieras lo que quisieras; pero ella nos dijo que tu único deseo era abandonar el país. Contigo se han cometido algunos desmanes; pero no creo que ésa sea la verdadera causa de que quieras irte. Mi opinión es que tú sigues pensando como antes. Tu amigo Alberto Mora terminó pegándose un tiro, pero tú prefieres huir.
Entonces, movido por la fuerza de una pregunta que lo acuciaba, exclamó:
—Y a ti, ¿no hay nada en la obra cultural de la Revolución que te parezca admirable?
Esperó con impaciencia mi respuesta.
—Todas las editoriales que han sido creadas son admirables —le dije.
—¿Nada más?
—La industria cinematográfica también. Cuba tiene su propio cine, y ha hecho algunas películas excelentes.
Ese fue el momento en que reaccionó con entusiasmo. El creía lo mismo; pensaba que el éxito del ICAIC era resultado del trabajo de equipo. Una película no era obra de una sola persona. En ella intervenían artistas, escritores, técnicos, obreros manuales y una dirección política efectiva. La filmación de Los hermanos Karamazov fue un trabajo alegre para los artistas soviéticos; pero la novela costó a Dostoievski mucho sufrimiento, porque tenía que escribir en un sistema de explotación. Dijo que para un dirigente el mundo cultural era extremadamente delicado en términos políticos. Los conflictos surgían de las mismas rivalidades del sector. Hizo una pausa, pero yo no dije nada.
Si algún día cuentas esta conversación, recuerda que la tengo archivada. Y lo que no he hecho con Edwards, fíjate, lo haré contigo. Haré competir tu versión con la mía.
—Ahí tienes a Edwards —prosiguió—. Elogiaba tu personalidad difícil y hasta caprichosa y te consideraba un revolucionario. Después escribió un libro que le dio toda la razón a la Seguridad del Estado que, en definitiva, fue más generosa contigo y con los demás que él. Eso es un fenómeno característico de los escritores. Ninguno de los periodistas y profesores que me han entrevistado han reproducido hasta ahora literalmente lo que he dicho. Lo inventan todo, lo tergiversan todo, hasta cuando quieren mejorar mi imagen. Me acuerdo de la respuesta que Jean-Paul Sartre me atribuye a una pregunta que no me hizo jamás. “Y si el pueblo le pidiera la Luna, ¿qué haría usted? Pues se la daría, porque estoy seguro de que la necesitaría”. No está mal; pero si todas las frases célebres tienen la misma autenticidad, siempre habrá que buscar al tercero que la inventó. Pasa igual con los historiadores. Los libros de Hugh Thomas sobre la Guerra Civil española y sobre Cuba están plagados de disparates.
Movió la cabeza y se inclinó como si fuera a confiarme un secreto:
—Desde hace tiempo yo grabo todas mis conversaciones con periodistas, con diplomáticos. Cuando escriba mis memorias haré un capítulo aparte que titularé “Versiones”. Creo que será una buena contribución para los estudiosos de la Historia.
Había pasado una hora pero él no daba muestras de cansancio. Se volvió hacia Chomi:
—¿Y qué ha pasado con el café?
En seguida se abrió la puerta donde un joven vestido de blanco permanecía como un soldado junto a un carrito donde estaban el café y el agua. No se había atrevido a llamar a la puerta, así que fue un café casi frío el que finalmente logramos tomar. Fidel se puso de pie.
—Si algún día cuentas esta conversación, recuerda que la tengo archivada. Y lo que no he hecho con Edwards, fíjate, lo haré contigo. Haré competir tu versión con la mía.
Antes de alejarse me dijo:
—El chileno se fue convencido de que los días de la Revolución Cubana habían terminado. El que terminó fue el pobre Allende, que murió con el coraje que no tiene ninguno de sus enemigos; pero cuando te pregunten en el extranjero sobre esta revolución diles que seguirá adelante, y que otras revoluciones estallarán en toda América Latina, porque allí están la explotación y el hambre. Aunque nunca llegues a admitirlo públicamente, yo sé que esta Revolución se agrandará en tu memoria, y descubrirás que los mejores años de tu vida fueron cuando la apoyaste, antes de que te enfermaras y te amargaras.
Me dio la espalda y desapareció hacia la oficina contigua.
No puedo ocultarte que para mí es embarazoso tener que andar siempre con una lista de nombres intercediendo ante Fidel.
En la calle, al sol del mediodía, anduve alelado como si hubiera salido de un capítulo de novela. El fresco aire de marzo aumentaba mi exaltación porque no sentía alegría sino una animación nerviosa que me recorría el cuerpo. Fui directamente a casa de Alberto Martínez en quien sí era visible la alegría.
A medianoche Belkis me llamó para decirme que Jan Kalinski, consejero de política exterior del senador Edward Kenedy, la había llamado para decirle que la Oficina de Intereses de Cuba en Washington había comunicado al senador que mi salida de Cuba era inminente. García Márquez también la había llamado horas después diciéndole que viajaría a Cuba en las próximas horas para entrevistarse conmigo antes de mi partida.
A la mañana siguiente me llamó García Márquez y me citó en la cafetería del Havana Riviera. Estaba alegre, me dijo, de que se cumplieran mis deseos, aunque él no era partidario de que ningún cubano abandonara el país. Quería hacerme una pregunta, “porque no puedo ocultarte que para mí es embarazoso tener que andar siempre con una lista de nombres intercediendo ante Fidel. Un día se cansa; pero mi pregunta es ésta, Heberto: ¿a qué atribuyes tú que en un país como Cuba se repitan los mismos problemas que tiene la Unión Soviética con los escritores?”
Me sorprendió la pregunta que yo encontraba respondida hacía tiempo en su inteligente reportaje sobre la Unión Soviética y los países del Este. Él notó mi sorpresa:
—Te advierto que cualquiera que sea tu respuesta no saldrá de mí, yo soy muy discreto —dijo.
—Pero, Gabriel, esas palabras tuyas son ya parte de la respuesta.
Sin dejar de sonreír me dijo:
—Parece que por un tiempo este dilema no encuentra solución en ningún país socialista. La Unión Soviética no lo ha resuelto en más de sesenta años.
Cruzó las piernas y comprobé que llevaba las mismas botas marrones de un año antes. Añadió que siempre tendríamos la oportunidad de hablar de esto en otro sitio cuando yo estuviera menos tenso.
Nos despedimos en el vestíbulo del Riviera. Esta vez no vi ningún policía ni me importaba que nos espiaran. Tomé un taxi en dirección al edificio de la antigua Embajada norteamericana donde me esperaba Pablo Armando Fernández, que me presentó a su amigo Wayne Smith, jefe de la Sección de Intereses de Estados Unidos en La Habana. En ese instante sonó el teléfono y Smith se apresuró a contestarlo. Era Kalinski, de la oficina de Kennedy, para informarle que el Departamento de Estado había aprobado mi viaje a Estados Unidos.
Al mes de mi partida comprobé que la revolución se agrandaba en mi memoria, pero con horror.
—Ya todo está resuelto —dijo Smith—. Kalinski te sugiere que vayas por Canadá. El irá a esperarte al aeropuerto con un abrigo y mil dólares que te envía Bob Silvers para que tengas algún dinero al llegar.
Terminadas las gestiones en Inmigración, en el Banco Nacional, en la compañía aérea, todo ello resuelto en menos de tres días, quedé exhausto; pero la tarde anterior a mi partida fui al mar como una obligada ceremonia y nadé hacia el horizonte, floté y me zambullí y volví, a flotar contemplando aquel cielo de incendio con el gran sol que se ponía. Toda la tensión acumulada se fue disipando misteriosamente a medida que nadaba. Caminé luego hacia el viejo Club de Ferreteros donde solía ir con Belkis, con Ernesto y Carlos, mis hijos. Era la hora en que abría el bar. Pedí una cerveza y me senté por última vez en la terraza como tantas veces lo había hecho.
Volví a oír las palabras de Fidel Castro: “aunque nunca llegues a admitirlo públicamente, yo sé que esta Revolución se agrandará en tu memoria”.
Efectivamente, al mes de mi partida comprobé que la revolución se agrandaba en mi memoria, pero con horror. Aprovechando la primera oportunidad, más de diez mil personas buscaron asilo en la Embajada del Perú y poco después ciento veinticinco mil cubanos lograron escapar de la isla. Las calles se llenaron de policías armados de cabillas de acero con la orden de golpear y matar a todo el que “obstruyese la marcha”. El fervoroso discípulo de Robespierre recibía otra vez su lección: “Era necesario ser duro, inflexible, severo, pecar por exceso, jamás por defecto”.
Actualmente, viejo, encanecido, con grandes ojeras y un par de ojos extraviados y en constante movimiento, Fidel Castro se ha convertido en el abuelo de aquel joven que escribiera desde presidio lo que bien podría ser su propio epitafio:
“Hay una edad de la que el hombre no debiera pasar, y es aquella en que comienza a declinar la vida, cuando se apaga la llama que encendió el momento más luminoso de cada existir, cuando decaen las fuerzas que alentaron sus pasos en la etapa digna, entonces se les ve penetrar cabizbajos y arrepentidos, cual viles renegados, en el más profundo pantano de la abyección”.
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