Y si el túnel fuera cristal



Preguntas que si va para la Habana y te miran como si le hubieras mentado la madre. El día que yo tenga carro sí voy a dar botella, pero sólo a mujeres, sobre todo con niños, y a esas viejitas que miran al camello con el terror de estar escalando el cuerpo de un monstruo.

¿Qué hora será ya? El sol se está hundiendo en el horizonte y un naranja tan bello, casi hiriente, se desbarata en jirones. Viene una moto, tiene sidecar, esas sí pueden pasar el túnel.

¿Va hasta la Habana? Nada, como si fuera sordo. Si yo lo único que quiero es pasar el túnel, del otro lado es más fácil coger algo hasta el Vedado. Viene un Moskvitch azul… ¡Coño, frenó! Tengo que correr.

Llego hasta la puerta, me inclino para ver el rostro del chofer. ¿Pasa el túnel? Asiente y sonríe, qué milagro. Abro la puerta. Gracias digo y me escurro en el asiento marrón y frío.

En unos segundos el paisaje cambia, gana velocidad. ¿Vives en Alamar?, pregunta. Sí, desde el 79. Ah, mira tú, yo desde el 80, el año del Mariel. Hace una pausa. Qué locura aquella, ¿eh?, yo casi me meto también en la embajada del Perú…

No digo nada, sigo con la vista a los que van quedando atrás, en la parada. Todos quietos, como zombis, sólo alguno hace un gesto de desesperación.

Algo los jala, se los lleva a todos, ahora vienen mogotes enormes, ahora matorrales espesos que bajan hasta el río. Qué solas lucen esas casas salidas del mismo barranco, con columnas prietas por la humedad. ¿Y tú?, pregunta de repente el hombre, ¿Yo?, no entiendo y él sonríe con picardía.

¿Por qué no te fuiste por el Mariel? Nadie vino a buscarme, digo, y suelto una risa que no esperaba. El hombre también se ríe. Los edificios blancos de la Villa Panamericana se deslizan hacia abajo, hacia el mar o hacia los jirones anaranjados.

Ahora corren océanos verdes, parecen eternos, allá empieza la ciudad Camilo Cienfuegos, sus edificios altos, tan tristes y desteñidos, como un pueblo muerto. El mar corre a lo lejos en tonos violeta.

Quién me hubiera dicho que me cogerían los 50 en este país… dice el hombre como para sí mismo, pero se vuelve hacia mí. No sé qué decir y sigo con la vista a una tiñosa que planea sobre el mar. Flota inconsistente, como un papel chamuscado.

El túnel se acerca. ¿Y si el túnel de la bahía fuera de cristal?, se le ocurrió un día a Claudia. Como esos restaurantes-acuarios con cristales enormes donde se ven todo tipo de peces y bichos marinos…

Yo casi me meto también en la embajada del Perú…

Me daría pánico, dije. ¿Y si el cristal se rompe? ¡¿Y los tiburones…?! Pero realmente pensaba en los muertos, en los que nunca llegaron y rodaron al abismo azul. ¿Estarán quietos en el fondo? ¿Y si todavía andan vagando con ojos de espanto, ojos reprensores?

¿De verdad nadie vino a buscarte?, oigo al hombre. No, nadie, y pienso en mi padre, a quien alguien le aseguró que habíamos llegado en un yate. Nos busca ávidamente entre los marielitos. ¿Quién pudo hacerme esa broma y por qué?, me reprocha, como si hubiera sido yo quien hizo aquella llamada.

El túnel ya viene, se abre para devorarnos, quiero cerrar los ojos, pero sólo miro a las paredes de azulejos sucios. ¿Y si el túnel fuese de cristal, alguna vez lo ha pensado?, pregunto al hombre, pero el sonido crece, crece, la suma de todas las ruedas, los motores y los pensamientos rugen en un círculo.

Mi madre se vio tantas veces entre los marielitos, nosotras de la mano, mi padre de pie en la orilla sujetando un cartel con nuestros nombres. ¡¿Qué dijiste?! Grita el hombre. ¡¿Y si el túnel fuera de cristal?! Grito. ¡Ah!, sonríe él, ¡sería maravilloso…! y parece que no ve los cuerpos que se pegan al cristal, con cuencas sin ojos, hombros desgarrados y cabellos que flotan como siniestras algas.

Te voy a sacar de aquí, mami, la vida puede cambiar en un día, en un minuto. ¿De verdad?, sonríe ella como si lo creyera. ¿Te acuerdas, mami, de aquella postal de Suiza, tu país preferido? Con casas de madera y flores en los alféizares…

Mi padre pregunta: ¿quién pudo hacerme esto? Las busqué por horas, pregunté a todo el mundo, y sólo cuando me rendí me percaté de que pensaba en ustedes como niñas, ¿entiendes? Esperaba verlas como las que dejé, en el 68…

El ruido es engullido por la luz, de un solo trago. El cielo de La Habana siempre parece otro cielo, otro país, hasta los jirones naranja que ya se oscurecen. Déjeme aquí, el hombre frena, me mira. Tiene ojos cansados y algunas arrugas. Eres muy bonita, ¿sabes? ¿Sí?, gracias, y tiro la puerta.

Todo está en encontrar a alguien que quiera llegar hasta el final. Hasta donde se ponen los nombres con estilográfica, para que no se borren. Y después es fácil, o quizás no tanto, pero nunca será peor que quedarse aquí, viendo cómo la gente se gasta sólo para mantener un cuerpo marchito.

También fue así con mami, ¡se consumió tan rápido! Un día se cansó de caminar y ponía pretextos hasta para ir al médico. Luego se cansó de leer, de ver buenas películas. Ahora sólo mira por la ventana, no sé qué piensa ahí, tantas horas con los ojos perdidos en algo más lejano que ese montón de edificios.

Ella no cree que si uno se para en esta cruz de asfalto algo puede pasar, alguien viene y te salva de la noche, de la intemperie, del país. Como Bert, que está ahora mismo en el lobby del Hotel Nacional, mirando el reloj y preguntándose por qué tardo tanto.

Ayer se asustó por el efecto que me causó el brandy, hay gente que le da por reír, bailar, a mí sólo me invadió un letargo, unas ganas de estar tendida, de no sentir nada. Pero al menos sirvió para no ver su boca buscando un beso.

Creo que le dije que no, o solo agité la cabeza y estiré el torso para que besara mis pechos, la boca no, tengo ganas de vomitar le dije, y hasta corrí al baño, pero solo tenía sueño, tanto sueño.

Pensaba en los muertos, en los que nunca llegaron.

No hay nada más triste que esa gente en el semáforo a esta hora. Gente que se quedó rezagada, desesperada por volver a sus casas mientras, a unos pasos, en el malecón, las parejas buscan los rincones oscuros, alguien sentado en el muro mira al mar, unos pocos turistas pasean bajo el aire y las luces y sólo para ellos todo es nuevo, es distinto. Sólo para ellos tiene sentido.

Por suerte yo estoy de este lado, del lado del malecón. Cualquier carro que siga recto me sacará de aquí. Sólo tengo que sacar la mano. Y luego seguir hasta el Hotel Nacional, él está en el lobby, a punto de llamar, de preguntarle a mami. Ella se asustará pensando que me ocurrió algo terrible, que quedé atrapada en algún choque…

Ahí viene un carro gris plateado. Cómo me gusta ese color, sé que tiene chapa de turismo, sólo hay que oír el sonido cuando roza la calle. Hace un sssshhhh, como si esquiara sobre el pavimento.

A Bert le gusta esquiar, va todos los inviernos a los Alpes. Qué bien se ve en la foto vestido de rojo contra ese mar blanco. Mami, ¿te acuerdas de la casita, la de las flores preciosas, en el alféizar? Parecen casas de juguete, le dije a Bert.

Ahí viene un Chevrolet, ¿saco la mano? Se fue, viene otro carro… No, ese tiene chapa militar. No me gustan los militares, su manera de preguntar, de meterse en todo. ¿Y si no fuera? Y si regreso y le digo a mami que me siento mal, ella sabe que antes de salir me dolía la cabeza. Y si me quedo acurrucada en mi cuarto, con la luz apagada y desconecto el teléfono…

Voy a cruzar, todavía estoy a tiempo de coger algo que vaya más allá del túnel. Tal vez, hasta Alamar. Puedo decirle a mami que no lo vi, que ni me dejaron pasar al lobby y volví porque estoy arrebatada del dolor de cabeza.

Sí, me da tiempo de cruzar antes de que pase esa moto… Corro, paso la calle. De este lado sí no hay margen, no hay acera, para abordar un carro hay que pararse en pleno asfalto. Sólo quedan dos muchachas, caminan rápido entre los autos atrapados en la pausa roja. ¿Pasa el túnel? preguntan.

El chofer de un jeep asiente, las dos suben, tiran la puerta justo cuando cambia la luz. El jeep se impulsa por la derecha, directo al túnel. Ellas no saben que las paredes son de cristal. Que van a ver los muertos, los pedazos, las cosas derribadas cuando el viento sacudía las balsas. Y las manos que buscan, que no se conforman, y los ojos que reclaman.

Pero, ¿qué estoy haciendo? Debería estar ahí enfrente, coger un carro hasta El Vedado. Bert estará frenético, habrá salido al jardín buscándome por los senderos, habrá llamado a mami sólo para ponerla nerviosa. Así estaba mi padre cuando creía ver nuestras caras entre los marielitos. Pero no de mujeres, caras de niñas asustadas.

La gente se gasta sólo para mantener un cuerpo marchito.

La señal roja otra vez, como un círculo de sangre contra el cielo. Se mantiene, parpadea. Hay tres, cuatro autos alineados en la línea blanca, listos para salir antes de que una extraña se acerque a la ventanilla. Desde aquí, parece que no hay nadie al volante, que las máquinas apelan a su indolente autonomía.

El ojo rojo se vuelve verde, los autos vuelan. Qué agradable sería estar ahí adentro, oyendo música. Pero no conduciendo, libre para subir las piernas y ver cómo en el parabrisas el cielo de estrellas y el de asfalto se confunden.

El viento silba en la ventanilla, se mezcla con la música y las calles vacías revelan una ciudad distinta, no es La Habana, es una ciudad de la que no sabemos nada… Se puede girar en una curva y encontrar cualquier paisaje, incluso esa hilera de casitas de la postal, casas graciosas, tan perfectas que parecen de juguete.

Tengo que volver a cruzar, parar algo que siga hasta El Vedado. ¿Y si Bert perdió la paciencia y salió a buscarme? ¿Y si pasa por aquí, directo al túnel? A lo mejor es de los que aceleran mientras titila la amarilla y ni siquiera paran.

Pero ahora está la roja. Miro los autos que se van acercando. Un Toyota enorme, de chapa negra, dos Ladas desteñidos… Un Buick dorado donde se ve una pareja. Hasta aquí llega la música. Sí, viajar de noche con la música que quieres, con el viento silbando en la ventanilla. Y todo está bien mientras Bert no te ponga la mano en el muslo, no intente inclinarse, buscando un beso.

Vamos a tener un accidente, digo, él se ríe y dice es sólo un momento, por fin cedo y me abro a su aliento, a su saliva. Y el paisaje cambia, no sé por qué, como si todo estuviera más destruido y más triste.

Las calles son las mismas recorridas por años: no ocultan nada, no me sorprenderán en ninguna curva. La roja otra vez, sólo vienen dos autos, pero muy despacio, para dar tiempo a que cambie la señal. ¿Es a mí a quien evitan?

Miro alrededor. No hay nadie más. ¿Será tan tarde? Mami se moriría de pensar que me monto de noche en el carro de un extraño. Estará en la penumbra porque vio gastarse la última vela, pero no se duerme. Espera a que Claudia llame para decir ¿sabes qué?, ya reservé la entrevista, en las Navidades estarás con nosotros.

¿De verdad?, preguntará ella, pero Claudia ya estará diciendo el niño está lindísimo, pesa dieciocho libras, tiene los ojos idénticos a papi… A mami se le escapará qué pena que no puedo verlo y se le quebrará la voz, Claudia dirá no estés triste, ya falta poco…

Pero el teléfono calla, y el apagón parece eterno, como el calor y los mosquitos, a pesar del tul clavado en la ventana abierta, a pesar del cartón que agita con movimientos cada vez más lentos. Pasarán las horas sin que el timbre grite, haciéndola saltar y, cuando suceda, si al levantar ansiosa el auricular es la voz de Claudia, hablará de cualquier cosa como la última vez, como si nunca hubiera mencionado un viaje, una visa.

Así estaba mi padre cuando creía ver nuestras caras entre los marielitos.

Hablará con ese tono distante hasta que la llamada se corte y no alcance a despedirse. Mami se quedará esperando a que llame de nuevo, incluso cuando el silencio sea inmenso, insoportable. Incluso cuando sabe que ya todos duermen, también allá en Miami. Te voy a sacar de aquí, vas a conocer Suiza, tú verás, vas a tener la casita con esas flores preciosas, increíbles, flores que no se dan aquí. 

Cómo hay estrellas hoy… El viento viene del mar hacia la ciudad, alborota las hojas de los árboles amontonadas en el parque. Si nos casamos, quiero que mi mamá viva con nosotros. ¿No es mejor esperar?, su salud no es buena me dijiste, allá el clima no es fácil. Tiene que ser ahora, en el primer viaje.

Él hizo ese gesto con la boca inflando los carrillos, un gesto que solo he visto en europeos, porque no entiende que los deseos se gastan y las ideas empiezan a hacer elipses fijas, tan fijas que no se sabe cómo romper la línea, como salir de ellas.

Tengo que cruzar ya, pararme del otro lado, sé cómo entrar al hotel sin que me lo impida el portero, entrar como si fuera mi casa, qué segura te ves, me dijo ese día Claudia, de verdad pareces una extranjera.

Si hubiera contado cuántas veces ha cambiado la luz. O cuántos autos tienen tiempo de pasar antes de que pongan la roja. O cuántas chicas se han ido de la acera de enfrente, incluso en autos con chapa de turismo, directo hasta Marina Hemingway, el viento silbando en la ventanilla junto con la música.

A esta hora llevan faldas brillantes y cortas, tacones altos. No duran mucho en el semáforo. Y yo aun no me he ido. Si pasa un policía, no va a entender qué hago aquí, sin abordar a ningún carro.

Otra vez la roja. Cada vez menos autos llegan, uno, dos que se apuran a alcanzar la línea blanca. Sólo un Moskvitch azul se detiene aquí mismo. La silueta del chofer se mueve, parece que dice algo. Doy un paso, me inclino hacia la ventanilla. ¡Monta, muchacha!, oigo.

Niego con la cabeza y en la penumbra creo que él sonríe. ¿No me reconoces? Yo fui el que te recogió en el puente de Alamar… ¡Ah!, miro al semáforo, la roja no parpadea.

Creo dar un paso hacia atrás, negar con la cabeza, pero qué hago, abro la puerta, me escurro en el asiento marrón y frío. El hombre arranca y caigo contra el espaldar. No me dijiste tu nombre, dice, Olivia, digo, es el nombre que uso para los extraños, porque todo el mundo no debe llamarte con tu nombre real, conocer algo tan íntimo.

Ese nombre no se parece a ti, dice el hombre y sonríe. Jamás montes en un carro con un extraño, decía mami, nunca supo cómo pedíamos botella hasta de noche, nunca se enteró de aquel ruso borracho que se durmió sobre el volante y el carro haciendo eses en la Vía Blanca, en pleno tráfico, el ruido se tragaba nuestros gritos.

Todo por no saber manejar, decía Claudia con rabia. Ahora maneja como un hombre, me dijo el suegro cuando vino de Miami. ¿Dijiste que vives en Alamar desde el 80?, pregunta el hombre. Desde el 79. ¡Ah! Yo desde el 80, casi me meto en la embajada del Perú, ¿te lo dije?, Sí, me lo dijo. Creo que una parte de mí se fue en el 80… murmura él como para sí mismo, pero se vuelve hacia mí.

La boca inflando los carrillos, un gesto que solo he visto en europeos.

No sé qué decir y sólo miro cómo el parque se aleja, parece que lo jalaran, la estatua de Máximo Gómez sobre su caballo gira junto con el carro, sé que pronto lo veré de espaldas y quedará así, fijo contra el cielo estrellado mientras yo caigo en el túnel.

¿Y si ahora viene el cristal? ¿Y si veo los que fueron cayendo, completos o en pedazos? Y si hasta se ven los yates repletos, la gente que desciende con ojos anhelantes, que espera reconocer a alguien en la siguiente cara…

También mi padre las mira una por una. Pero es Claudia quien lo descubre y grita. Corremos y me doy cuenta que soy pequeña, tanto que mi padre puede alzarme en sus brazos riendo, y noto ese hoyuelo en la barbilla, exactamente igual que en la foto.

¿Será que hay otro yo en Miami, viviendo algo que me pertenece?, murmura el hombre, y quiero responder, pero estoy viendo… sí, veo a mami en la puerta, desesperada por contarme. Antes de que hable, sé que Claudia llamó.

Ya tengo la reservación para la entrevista, dice con ojos brillantes. Ni pregunta por qué volví tan pronto, yo tampoco pregunto si Bert llamó, sólo tomo agua y digo me voy a acostar, ella alcanza a decir si me dan la visa, sabes que me quedo y después te reclamo…

¿Te comieron la lengua los ratones?, oigo de pronto al hombre y suelto una carcajada. Él también.

Por la ventanilla veo que Máximo Gómez va girando hasta quedar de espaldas contra un cielo intenso, estrellado. De la boca del túnel sale un rugido, un estertor mezclado con colores y chispas.




Inercia

Hoy sí, hoy . Estoy seguro. Voy a empezar ya, ahora mismo. Al final, los días se van. Las semanas se hacen meses… Dentro de un año estaré parado aquí mismo y el resultado dependerá de haberme aferrado a esto (¿Te imaginas…? ¿Cómo sería ser normal, que se fijen en ti, tener la mujer que te gusta, en vez de imaginarte con ella? Que nadie pueda decirte lo que te dijo aquella cabrona…

No, no quieres acordarte, pero es preciso. Estaban en la playa, no podías apartar los ojos de aquel triángulo rojo, mínimo entre las caderas amplias, se acercó a ti, y susurró en tu oído, casi rozándote: Cuando te hagas una paja pensando en mí, recuerda primero que me das asco.

Y se volvió una epidemia, una plaga. Ya no eras tú, desde adentro, sino el que te veía por fuera. Una cámara omnisciente, perversa. La grasa de los muslos, las grietas de la barriga, lipodistrofia, decía una voz dentro de tu cabeza. Y las voces en el aula, todas las aulas, toda la vida: Gordo, cerdo, papagoza…

Pero hay un día, mi día. No sé quién dijo que uno puede ser lo que se proponga, y que el único obstáculo es uno mismo… Pero, ¡claro! Es tu cuerpo, ¿quién más puede controlarlo? Tienes que acordarte de esto, parar la cuchara que va a entrar en la boca. En realidad, es fácil. En vez de decir “sí”, dices “no”.

Otra vez dejó la borra del café en el fregadero. Una capa dura de azúcar en el fondo de la taza. En el picaporte de la puerta del baño, el calzoncillo sucio. Aspiras la mancha, todavía húmeda.

Es mucho más simple hablar con los objetos. Descubrir por qué está siempre de tan mal humor. Pero tú sabes bien con qué se arreglaría… ¿Solo con eso? Pero ¿por qué es tan distinto cuando él está?, ¿porque las palabras caen siempre en el lugar erróneo? ¿Lo amas?

Sí, claro que sí, no tiene nada que ver con eso. Traes el espejo y lo colocas sobre el fregadero. Levantas la blusa, pasas los dedos abiertos por los senos. Recuerdas los primeros meses, los juegos en el cuarto… Entonces no importaba el olor a comida quemada, los golpes en la puerta, el agua derramándose en el tanque del patio.

Te molestaba si en la cocina pasaba por detrás de ti y no te rozaba a propósito las nalgas. Sentías esa amenaza en el espacio cuando él estaba, que te sorprendiera con los brazos extendidos hacia el cordel donde colocabas la ropa, tan indefensa que no podías defenderte de sus caricias.

Ahora todo te irrita. Que te roce en la cocina, que te interrumpa en cualquier acto, que llegue muy temprano, que coma tanto. Dónde es que empieza a girar el reloj en sentido contrario. En qué milésima de segundo.

¿Y si se lo dices? Que extrañas las noches abrazados, cuando aguantabas las ganas de orinar por no romper aquel círculo, aquella coalición compacta… ¿Y si lo provocas con algo? Ya ni siquiera se atreve a tomar la iniciativa, por no oír tus protestas.

¿Te acuerdas del vestido corto que tanto le gustaba? Está en la última gaveta, a la derecha. Cógelo, póntelo… ¿Ves? Él va a entender enseguida, en cuanto entre. Te miras en el espejo, viras el torso, te ríes. Verás, va a ser igual que antes…

Aquel triángulo rojo, mínimo entre las caderas amplias.

Que el tiempo es un fenómeno metafísico… Parece, pero, ¿importa? Desde cuándo estás frente a una base de datos poniendo cifras. Desde cuándo en esta oficina, mirando la misma calle, la basura cada vez más expandida en la esquina, el mismo edificio enfrente, sólo que más desteñido y roto.

Haciendo un esfuerzo, recordarás algunas caras que faltan. Aquí eran tú y Michel, que conoció a alguien por internet y está ahora quién sabe en qué rincón de España, maricón y libre. Se dice que de lo que uno escapa en realidad es omnipresente. Pero, ¿se puede escapar? Violando ¿cuáles leyes?

Antes vigilabas los minutos. A las cuatro marcabas la tarjeta, corrías, enumerabas las cuadras hasta ella, subir la escalera, girar la llave, desacralizar cualquier intento autónomo. Por instinto acechaban el accidente, la catástrofe, está verificado que la felicidad no existe.

Y pasaron ¿ocho, nueve, mil años? Sin catástrofe, sólo esa gravedad silenciosa, aplastante: no pases cuando el piso está mojado, mira, ya no queda detergente, hoy me duele la cabeza, no, estoy con la regla, por detrás me duele…

Y se abren largas estrías en el techo, en las paredes. Hoy te duermes esperando, y hoy no esperas nada y hoy te duermes, te duermes. Pero no es su culpa, es que hay algo en el aire. No más entrar, cerrar la puerta, y se activa, se respira.

¿Y si uno mismo inventara una catástrofe? Cualquier cosa para romper el orden, la trampa. ¡Claro que puedes! Sólo tienes que actuar, ve directo hasta ella, bésala, muérdela, sálvala. Sí… En cuanto entre, no hablar de ningún problema, no ver la televisión, que se caiga la casa.

Dormir como antes, abrazados, desnudos, sin pensar si se manchó la sábana… Vas del buró a la ventana, de la ventana a la puerta, te asomas al pasillo. Miras el reloj de pared: cómo falta todavía para las cuatro.

No puedes evitar correr hacia la ventana, aunque te parece oírla: Hasta cuándo mamá, ya no soy una niña… Es un reflejo biológico. Esperas, aunque ya no se vuelve después de la curva y un paso más allá los árboles no dejan ver nada.

Antes ella sonreía en ese mismo tramo, agitaba todo el brazo en un adiós, ¡tantas veces! Tú también: esa señal era todo tu exorcismo.

Ahí va, de la mano de él, no se vuelve ni una vez, desaparece en la curva como en un abismo. Te viras hacia el charco de la sala. Ella lo sintió en cuanto entraron, ¡mamá, por favor!, enséñales a mear allá abajo. O bótalos.

Trataste de decir que la Negra tiene problemas con los reflejos, pero ya ella decía que se iban a Varadero, y tú pensando en que para neutralizar la peste debiste usar jabón derretido. ¡Pobrecitos!, la lejía les afecta los pulmones. Te perdiste el resto de lo que dijo.

Dónde es que empieza a girar el reloj en sentido contrario.

Recoges la frazada y la llevas corriendo para que no gotee el orine. Te miras las manos bajo el chorro: ¿y si todavía se puede…?

Bajar los perros temprano, comprar de una vez el tinte, arreglarte un poco. Antes no soportabas pasar dos días sin salir a la calle, la casa te asfixiaba… ¿Hace tanto de eso?

Enjuagas, aprietas la frazada hasta que el agua sale limpia. Martin sí no hace nada aquí adentro, pobrecito, y eso que está mal de los riñones. Se asoma al patio, buscándote. Si piensas en él, enseguida aparece.

Cómo no acordarte de la primera vez que viste esos ojos, apenas lograba acurrucarse bajo el banco huyendo de aquel sol, le acaricias la cabeza, la ternura abre en sus ojos una franja de luz. Aquella piel desgarrada en el lomo, en los muslos, y unos bichos inmundos chupando las heridas…

Lo tocaste. El viejo de la cola preguntó: ¿Es suyo ese perro? Si fuera mío, no estaría así, respondiste, irritada. Lo subiste a la guagua, la gente te miraba como si estuvieras loca. ¿Eh…? Ese es el tema del noticiero… ¡No he fregado todavía y está al empezar la novela!

¿Cuánto tiempo llevo ya sin comer? Tengo fatiga. Cálmate, eso no es nada, ni siquiera hambre. Recuerda aquel artículo sobre el ayuno. Es la excitación inicial; los reflejos secretorios y vasculares… Hambre tienen esos desnutridos que has visto en el noticiero, lo tuyo es ansiedad. Mira, lo mejor es eliminar la tentación. Bota los espaguetis que quedaron de ayer.

Claro, desaparecer todo, que nada me tiente. Y para engañar el estómago, toma café. No, ya tomé tres veces, tal vez debería hacer algo: asomarme al balcón, ver la gente delgada con su vida tan fácil.

Qué incómodo es tener hambre, uno no se concentra en nada. Y dicen algunos que el ayuno provoca un estado de euforia… No entiendo cómo. Creo que debería comer, aunque sea un poquito. ¡Ni se te ocurra, son puros carbohidratos!

Está verificado que la felicidad no existe.

Acuérdate de aquel grafiti: Nada es más peligrosamente fácil que renunciar, decía en letras negras.Y si aguantas, vas a ganar tanto: una vida normal, ¡mujeres…! Dejar de ser de una vez el gordo, el tanque. No más tallas extras, no más miradas fulminantes cuando montes en el taxi, en la guagua.

Ay, pero qué hambre tengo. La comida sólo dura segundos en la boca y la grasa toda la vida en el cuerpo. Tengo el estómago encharcado de tanto café, necesito comer algo. Y la salsa me quedó… ¡Pero qué mierda eres!

Podría comer un poquito y luego correr, ¿por qué no? Darle la vuelta a la manzana tres veces. No, mejor cinco. Pero necesito comer, si no, no llego ni a la segunda vuelta. Y mañana tengo tanto trabajo… ¿Y si me pasa como la otra vez?

Me mato el primer día y después no puedo ni subir la escalera del dolor en los músculos. El médico dice que el organismo lucha por mantener su peso, que los genes nos rigen, como las estrellas. Qué se le va a hacer… ¿Dónde puse el pozuelo? Coñó, qué ricos me quedaron estos espaguetis.

Es él, son sus pasos en la escalera. ¿Dónde te vas a poner? Sí, ahí está bien, pero apúrate. No, no es él. Se detuvo en el tercer piso…

¿Y si no me entiende? Y si me dice que se siente mal, que le duele algo… Pero qué estás pensando, ella también quiere, sólo inténtalo. ¿Y si no viene solo? Debería ponerme un short, por si acaso.

Esos pasos… ¿serán de él? Parece que se paró en este piso… ¡Corre, que no te da tiempo!)

Este llavín últimamente se traba, debe ser por el salitre, tengo que engrasarlo. ¡Ah, no!, es que puso la cadena.No importa, toca la puerta. Cómo se demora en abrir… ¿Estará en el baño? ¿O con alguien…?

-¡Oye, abre!

Qué mierda de zíper, creo que se trabó… Y él, como siempre, no puede esperar.

—¡Ya voy!

—¡¡Abre!!

—¡Oye!, ¿es el fin del mundo o qué?

—¿Por qué te demoraste tanto en abrir?

—Estaba en el cuarto.

—¿Haciendo qué?

—Ay no, no empieces.

¿Ves que nunca entiende nada? Ahora preguntará qué hiciste de comida.

¡No, reproches, no! No vayas a joderlo todo, háblale de cualquier otra cosa.

—¿Qué hiciste de comida?

—No sé, busca en la cocina, si quieres.

Ahora es el momento, agárrala por detrás.

—¡Suéltame, qué te pasa!

—Ay vieja, tú como siempre.

—Y tú, ¡animal!

—Vete pal carajo.

Lo miras con odio: si al menos le pasara algo, si se disolviera, desapareciera.

No más tallas extras, no más miradas fulminantes.

Entras al cuarto, tiras la puerta. Este cansancio otra vez, desde las caderas, tienes plomo en las piernas. Te empieza a doler la cabeza. Te quitas el short, el vestido, buscas la costura y desgarras la tela. Qué bestia es. Cualquier otro se hubiera dado cuenta.

Te vistes con lo primero que encuentras. Caminas hacia la ventana, inclinas las persianas con rabia. Seguro, cualquier otro. A lo mejor, ese hombre… el gordo que está corriendo en el separador de la calle… Se ve tan solo…

Diana por suerte ni preguntó si ya habías comprado el tinte. Sientes un portazo en el piso de arriba. Entras a la cocina. Pero, ¿para qué fregar ahora? Cuando ellos estaban, siempre eras la última, sólo por ver cada taza en su sitio, las hornillas sin un residuo calcinado, la meseta sin un rastro de comida, de agua.

Terminabas cinco o diez minutos después de empezar la novela. Nunca veías la presentación y en diez minutos podía pasar una vida completa. El tiempo es tan elástico…

Te asomas al balcón. Antes no te gustaba ver la noche, sentías que si oscurecía sin salir, habías perdido algo. Otro portazo arriba, parece que es la puerta de la calle.

—¿Adónde vas?

—Adonde me dé la gana.

—¡Comemierda!

Ahora pasos, escalera abajo.

¿Qué habrá pasado? Seguro ella viene a contarme después de la novela.

Vas al cuarto y te pones la bata de casa. Diana no la soporta: yo te compro otra, mamá, pero tienes que ir conmigo para que no pase como con los zapatos. 

En diez minutos podía pasar una vida completa.

Javier sólo se ríe: se le va a ir el último tren, suegra, si no se apura…

Te miras al espejo. Es tan cómoda, la tela después que se gasta es cuando mejor se siente. Detrás de las persianas está la noche, detrás de las voces de los televisores hay otras voces: alguien grita, alguien llora… porque se quedó esperando, porque lo estafó la vida…

¿También tú crees esa tontería? Y cuando mirabas a los viejos, ¿qué creías? ¿Qué nacieron así, que nunca fueron jóvenes? No, yo tuve cuidado, tomaba mucha agua, usaba aquella crema alrededor de los ojos… No sé cómo pasó, un día vi aquellas venas, aquellas manchas, aquellos pliegues….

Pero todavía se puede, sólo hay que estar afuera para que pase algo. Antes pensabas que tenías que salir, ¿te acuerdas?, antes de que oscureciera, antes de que la noche se llevara algo. Como lo que se llevó aquel hombre, el de la moto, aquel atardecer… ¿Nunca has hecho el amor con un extraño?, dijo.

Miraste su nuca ancha, donde se sentía su fuerza, aspiraste su olor en cada ráfaga, junto al aroma del mar que corría, paralelo a la línea de arrecifes. Estuviste a punto de responder. Hasta de apretar los dedos que tocaban su cintura, sentir la piel bajo la camisa.

Pero sólo bajaste la mano. Atrás fueron quedando los espacios vacíos donde es posible parar, tenderse en la arena, besarse sin el estorbo de ninguna mirada.

Cierras de un tirón las persianas.¡Ese sí es el tema de la novela! Corres a la sala y te sientas en el medio del sofá.

Martin viene, te roza las piernas con el dorso tibio. Le haces un gesto, salta, se las arregla para acurrucarse a tu lado con sus largas patas.

Coges el control remoto, alzas el volumen. Hoy sí no te perderás la presentación.




© Imágenes de interior y portada: Miguel Yasser Castellanos Guerrero.





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