Bitácora de un emigrante

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A mi cita fui, pero el horizonte se había cansado de esperar.
Joaquín Sabina.

A todos los emigrantes. En especial, a los cubanos.


En las alturas de una barbacoa en Centro Habana, una de las gavetas del viejo gabinete de mi bisabuela, alberga aun la boleta con la ubicación de trabajo asignada una vez graduado.

Había abandonado aquel año el puesto como profesor de Ecuaciones de la Física-Matemática en la Facultad de Ciencias y Tecnologías Nucleares de la Universidad de La Habana.

Había tomado un avión destino a Ciudad de México por séptima vez. Y había decidido no regresar, al menos no desde México.

¿Pero cómo marcharse y dejar todo lo que se ha amado, todo lo que se ha vivido, todo lo que uno verdaderamente es?

Los baches perpetuos de las calles, el árbol donde jugabas a las escondidas, los bancos de los parques sin luces donde maduraron los primeros amores, los primeros besos, las primeras traiciones.

Los primeros besos,
las primeras traiciones.

Los amigos de la infancia más temprana, los que conocieron la versión más humana de ti mismo. ¿Cómo seguir sin mirar atrás, para no ver las lágrimas en los ojos de los seres queridos? ¿Cómo zafarse de la noche a la mañana de toda la historia almacenada en el alma?

Había llegado a Tijuana.

Y el territorio americano me amparaba bajo la ley que ha aceptado a tantos y tantos cubanos, que en busca de libertad y esperanzas abandonamos nuestro país.

“Bienvenido a la YUMA”, decían por todos lados. “Este es el país del YES y el OK, donde haces lo que te manden”, solía decir un viejo conocido.

Me había quedado solo después de un encuentro prometido. No tenía dinero, no tenía trabajo, ni siquiera tenía identificación.

En el país de las libertades me sentía menos libre que nunca. Un hombre necesita algo o alguien donde depositar sus sueños. Vivir sin esperanzas es estar dispuesto a perderlo todo en cualquier momento. Esta lo mantiene atento, enfocado, le ofrece una meta y lo mantiene vivo.

En tales condiciones había considerado varias veces la idea de regresar a Cuba, como si nada hubiese pasado. Sería recibido como gusano o como héroe, en cualquiera de los dos casos, si es que son distintos, me hubiese convertido en un tipo muy polémico, posiblemente famoso.

Como gusano
o como héroe.

“Profesor universitario cruza la frontera y, luego de llegar a Miami, compra un boleto de avión y regresa a La Habana”, hubiesen sido los titulares.

Pero, ¿cómo regresar teniendo bajo los pies la tierra por la que tantos cubanos han muerto? ¿Cómo regresar teniendo un mundo abierto a las oportunidades?

La posibilidad de ayudar a los tuyos que quedaron en la Isla, la libertad en el aire, la posibilidad de un mejor futuro, la posibilidad de volver a ser tú mismo en tierras ajenas; esas son las raíces a las cuales un emigrante se sujeta en su nueva realidad.

Había pasado por intervalos de tiempo donde trabajaba donde fuera necesario. Trabajos de esos donde los demás te miran como si te tuviesen lástima.

Era un fenómeno muy raro, el pensar que meses anteriores exponía cómo interactuaba la molécula de monóxido de nitrógeno (NO) con una matriz de gas noble, en condiciones cercanas al cero absoluto; y verte de momento, descargando un camión, fregando carros, armando pallets, o recogiendo los inmuebles que ya no consideraban necesario los habitantes de un condominio y los tiraban a la basura.

No era solo yo, así íbamos un montón de emigrantes, mayormente latinoamericanos, ganándonos la vida, buscando nuestro lugar.

Ganándonos la vida,
buscando nuestro lugar.

Había decidido dejar crecer mi pelo, no importaba qué ocurriera, crecería hasta mi regreso. Sentía que, con el crecer del cabello, me hacía más dueño de mí mismo, de mi realidad que no era muy favorable.

Era una muestra de rebeldía, de “no quiero que me veas como ves al resto, no sabes qué pasa por mi mente; no es una mente comercial como las que suelen a menudo cruzar las calles de esta ciudad multicultural”.

¿Y cómo ser transparente en un mundo de gente opaca?

Esta ciudad almacena personajes muy raros y gente de muchos colores. Las personas desarrollan un armazón para su autoprotección, porque asumen que todos a su alrededor solo quieren joderlas.

Ocurre que, en lugar de traernos lo mejor de nuestros países, salen a la superficie las cualidades más egoístas y mezquinas. Un cargo, o el mínimo rasgo de poder que se le otorga a alguien, lo convierte en un breve dictador y como consecuencia, no hace más que atropellar a sus paisanos.

La gente compra cosas que no necesitan ―muchas cosas― intentando llenar los vacíos que su realidad emocional no llena. Las mujeres son infelices, los hombres están siempre demasiado ocupados y no tienen el tiempo necesario para satisfacer a sus mujeres, lo cual finalmente acaba aumentando la infelicidad de ambos.

Están los que, de regreso a su país, solo intentan mostrar una mejor versión de ellos mismos, al menos una mejor versión económica. Los que no dejan de repetir cuál era su profesión antes de emigrar, para lucir mejor y más digno en una conversación. Los que se llenan de cadenas doradas, para darse más valor, porque como humanos son insuficientes. Los que hacen sonar el motor de su carro más alto que el resto, porque su incapacidad intelectual y su odio interior no les permiten ver que no son más que imbéciles.

Están las nuevas y viejas generaciones de cubanos que solo hablan del día en que termine el atroz régimen que consume a Cuba, ya que en la propia Isla a nadie realmente le importa.

En la propia Isla a nadie realmente le importa.

Y así vamos más desunidos, más esclavos del ego, más reparteros, más Bajanda, más recargas, más especuladores, más indolentes, más sombras y menos luces. Así vamos.

Nos alimentamos de mentiras en todos lados, de malas vibras, de hipócritas ―de muchos hipócritas―, de gente que aprende a mentir muy rápido y se van perdiendo. La superficialidad y la mediocridad generalizadas los consume.

“Y cuando los demás son el infierno, uno mismo no es el paraíso”.

Mi cabello había crecido lo suficiente, pasaba por debajo de los hombros, indicando el momento de regresar. Los reencuentros tienen ese don de sorprendernos porque inconscientemente siempre uno imagina repetidas veces la escena del reencuentro. Independientemente del tipo y el modo de reencuentro, siempre ocurre este proceder.

Había llegado a La Habana sin muchas complicaciones y la visión de la Isla por vez primera, luego de un largo período de tiempo, conmueve el alma más ruda. Llevaba mi equipaje a las puertas de salida, donde esperan siempre los familiares, y los abrazos desencadenaron las lágrimas que llevaba almacenando durante tres largos años.

Respiraba una y otra vez, volvía a respirar, largos y profundos shoots de aire, redescubriendo los olores de La Habana.

Encendí mi primer cigarro en el balcón con vista a la iglesia que me bautizó de meses. Me detuve a mirar perdidamente a la virgen con el niño en las manos, y en un murmullo estremecedor le dije: “Aquí estoy de nuevo”.

“Se vende esta casa”, pregonaba la inmensa puerta de los años veinte, con vista a la calle Infanta, cruzada por Neptuno. Este letrero sugería la posibilidad de que probablemente la próxima vez que regresara, mi casa no sería mi casa nunca más.

Mi casa no sería
mi casa nunca más.

Todo se veía más pequeño: las avenidas, las aceras, los cuartos de las casas que solía visitar, las paredes, la cama donde dormía y que ahora heredó mi hermana.

La suciedad de La Habana en todas partes, el apuro de las personas atropelladas en el transporte público, la no existencia de servilletas, la escasez de tantas cosas y una múltiple superposición de detalles traen a tu mente el hecho de que has cambiado tú y la ciudad sigue siendo ella, aunque lentamente se convierta en escombros.

Pero el mundo asume otro matiz en el regocijo del abrazo de la abuela, del beso de tu madre, la risa y las bromas de los primos y la manera de amar de los hermanos.

Los cuentos una y otra vez rememorados por el abuelo, al que todos conocen en el pueblo, porque es una leyenda viva.

¿Cómo valorar una partida de dominó con los amigos de cuando tenías 10 años? ¿Cuánto valor tiene la familia reunida, aclimatada por el ron cubano, la cerveza Bucanero y un lechoncito al asado?

Recorrer la escuela primaria donde los recuerdos llevan tu nombre en las paredes, aunque ahora milagrosamente estén remodeladas. El campo de voleibol, donde solo se jugaba a la pelota con una bolita hecha de chapapote. Los viejos recuerdos casi caducados del zunzún de la carabela o la rueda-rueda de pan y canela, las pequeñas esquinas donde besaste por primera vez, donde casi todo te daba pena y donde tu mejor amigo bailaba con tu noviecita, porque tú no sabías bailar.

Pequeñas cosas del retorno
al lugar donde fuiste feliz.

Abrazar a tu primera novia, que ahora está casada y tiene una vida muy distinta a la tuya. Ver como cada vez tu padre y tú tienen más cosas en común. Dormir al lado de tu abuela, como cuando eras un niño y había apagón. Esas pequeñas cosas del retorno al lugar donde fuiste feliz no tienen precio, son el refugio que te guarda la memoria para recordarte de dónde vienes y qué cosas te definen.

Luego de varios años, el emigrante tiene un serio problema de identidad, siente que no es parte de ningún sitio, que su vida está dividida, que la nostalgia es un factor con el que tendrá que vivir siempre y que virar atrás ya no es una opción. Que no hay nada más triste y conmovedor que la vejez en la mirada de los seres queridos; que tus padres cada vez, en cada regreso, estarán más viejos, que seguirán los cumpleaños, los aniversarios, los fines de años, los Días de las Madres y los Días de los Padres, y que también llegará la muerte dado el momento.

Pasarán todas esas fechas, volverá a crecer mi cabello unas cuantas veces más, seguirán los viajes y la gente idiotizada y seguirá la vida que no para y no esperará por ti.

Tu ausencia recorrerá la línea de los acontecimientos. Y la constante añoranza del que se ha ido te penetrará los huesos, a pesar de ti y a pesar de todos.



Miami, Florida, 2019


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Catálogo de despedidas

Stefany Álvarez Abreu

Yo rogaba en silencio, a un Dios en el que no creo, para que no muriera en la travesía, para que llegara a salvo.