Lynn Cruz

Tengo que preparar mi cuerpo y mi mente. Ya lo dice el eslogan de los medici: para tener un cuerpo sano hay que comenzar por la mente. Insanidad, desvarío, pavor en la calle, hasta el balcón me asusta. Me recuerda que algo pasa, que hay algo que altera las conciencias, las desbarata. 

El plomo te entra hasta en los momentos más íntimos. Un beso con sabor homeopático que me trajo una enfermera. Escupo sangre. Me corto la mano para darle de comer al pollo que no engorda. La barriga se resiente, el útero, el estómago, las vísceras… 

¿Llegaré a mañana? Tengo que buscar más comida, pero si regreso debo estar lista para tapar mis huellas. Por donde quiera que camino o toco, unto tintura de agua con cloro. ¿Se habrá ido? Un solo error y en poco tiempo estaré sin aire. Solo me quedaba aire, y ahora es podredumbre, putrefacción… Olvido. 

Otra náusea por el cadáver de un hombre en medio de la calle. El desconsuelo de la foto de una anciana perdida entre las morgues. ¿Qué habrá sido de su cuerpo? ¿Qué habrá sido de la ropa sucia del pueblo? Una masa de mujeres viriles dejó las gargantas en una avenida de 10 de Octubre. Otra vida se derrite en el asfalto. No hay agua. En el refrigerador el marcamillas del descuento. ¿Lograré resistir? 

Una palabra me persigue desde niña: “resistencia”. Comienzo a odiar la ignorancia, me da asco. Idiotas, oportunistas, sordos que no cogen el ritmo. Que desentonan y nos sacan del carril. ¡Silencio! El motor del agua se apagó. El grito ahogado de un hombre me despierta. Llama a su esposa desde el piso 10 de un edificio moderno. La esposa no está. El hombre vuelve a gritar su nombre, lo repite una y otra vez. Yo me desespero. El hombre pierde la voz. ¡No encuentro mi zapato derecho! 

Aislamiento, distanciamiento, hipoclorito, nasobuco, espejuelos, saliva, sudor, alergias, miedo al contagio. ¿Cómo contener la rabia? Busco ayuda especializada. Recomiendan no leer noticias. Entretanto, la muerte acecha. Mi casa se llena de cucarachas y de moscas. Leí que se están probando test rápidos en los aviones. Se ensaya un restaurante con pantallas de acrílico. Harari dice que sí, que esta época será superada. Un nuevo brote amenaza a China y los negativos curados resultan positivos. Los amigos me advierten por Messenger sobre la seriedad del problema. 

Empiezo a tener una pesadilla recurrente, como las que de niña me despertaban sobresaltada. Antes era por miedo a salir sin blúmer; ahora, sin la boca tapada. Comento en mi muro de Facebook sobre esto y me doy cuenta de que no soy yo sola. Me alivio. Vuelvo a entrar a la casa. Miro el paisaje de un bosque en otoño y me imagino allí, montando en bicicleta. Mi cabeza viaja, pero mi cuerpo desea cerdos, vacas, avestruces y pollos congelados. 

Quiero dejar de pensar en mis dedos fritos de tanto aferrarme al teclado de la máquina. Las palabras me salvan. Las palabras me encierran. Las palabras me matan. Las palabras son cuchillas. Las palabras son lanzas. Salgo a la calle y me siento un robot. Calculo cada gesto, cada tomate que recolecto en mi bolsa tiene que quedar en la cima, porque los tomates maduros son frágiles. Organizo las verduras de manera precisa. No quiero que nadie se me aproxime. La OMS alerta que el virus solo se previene con distanciamiento. Una mujer me mira y retuerce la vista porque me alejo cuando ella se aproxima. 

El país de las caricias y el eterno verano se convierte gradualmente en un témpano de hielo. Las superficies se hielan y en el interior todo arde. En un apartamento de la calle 13 espero a que todo pase. Pero mientras, mis zapatos me pesan y me sigue faltando el aire. Me refugio en mi novela, Terminal, en los proyectos futuros de este porvenir difuso. Un nuevo libro en proceso: Corazón azul, 8 años de rodaje crónico. Leo una y otra vez este fragmento de Terminal. Me quedo en mi mente y regreso al pasado que no existe.


Lynn Cruz

Lynn Cruz para #Selfie.


Tiempos especiales

Rincón El Buitre.

La ironía de un glamuroso cartel en medio de un basurero. Lo coherente era el nombre. Cuando alzó su vista, clavé mis ojos en él. ¡Qué sujeto tan bizarro! Me dio miedo, pero no bajé la mirada. Debajo de sus uñas tenía el hollín incrustado, como si fuera el hacedor del carbón. Una barba rojiza con dreadlocks de mugre y una calva escondida por unas mechas con grasa. Su ropaje, de un verde indefinido, con tres medallas prendadas al bolsillo de la camisa. Estaba contando un mazo de viejas revistas Tiempos Nuevos.

—Estas son las últimas. 

Parecía leerme el pensamiento. Yo estaba concentrada en la contradicción del tiempo detenido en las revistas. También pensaba en que cada quien vende lo que es. Había un drama detrás de la máscara sucia de El Buitre. 

—Tú no vives aquí.

—No.

—¿Dónde tú vives?

No sé por qué le mentí, si en realidad trataba de acercarme más a su mundo. Pero ya no podría volver atrás.

Molière dijo: “No es difícil engañar a alguien, lo difícil es convencerlo de que lo has engañado”.

—En París.

—Aquí la gente se las lleva por bultos, porque esto allá fuera se vende caro, igual que los primeros discos de los Van Van.

—¿No tienes ningún disco de Irakere?

—No, ese no lo tengo.

Ahora me mira con cara de quien sospecha, y continúa contando. Finge ignorarme. En verdad mis preguntas no eran más que pretextos. El Buitre es un sujeto encerrado en sí mismo, hermético; me recordaba los envases de vidrio para conservar alimentos. En el fondo, yo presentía su fragilidad.

TIEMPOS                   No. 49
NUEVOS                     Se edita desde junio de 1943
URSS-INGLATERRA. ¡Seguir adelante!
PUNTO DE VISTA. La reconciliación y las sombras del pasado.
HISTORIA Y ACTUALIDAD. El informe secreto sobre Stalin.
URSS-CHINA. Una mirada a las reformas.
RDA. Elecciones extraordinarias.
DERECHOS HUMANOS. Comparemos los datos.
                                            Amnistía Internacional en Moscú.
MUNDO MENOR. El Hombre y el Sistema.
LÓGICA FEMENINA. ¿Olvidaremos lo malo?
DIPLOMACIA POPULAR. Estadounidenses cantan una canción rusa.
PUNTO DE VISTA. Allá ellos.
MESA REDONDA DE T.N. En busca de la verdad. ¿Qué ocurrió en Hungría entre octubre y noviembre de 1956?
VIDA POLÍTICA. Crisis constitucional.
DESTINOS. Protagonistas de su propio drama.
CINE. Búsqueda de las líneas rectas.


Me perdí en ese pasado tan glorioso para mí. Una infancia sin razas ni resentimiento de clases. El semanario soviético del 11 al 15 de diciembre de 1990 está debajo de un pisapapeles de plomo. 

Yo tenía trece años cuando anunciaron la caída del bloque socialista. Un maletín de chambelonas para toda la semana fue lo que pudo llevarme papá aquel domingo, día de visita en el campamento. Yo fui de las que pasó cuarenta y cinco días trabajando en el campo. Recuerdo la primera vez que estuve frente a un surco de nueve zanjas que medía una cuadra. Me ordenaron sembrarlo de ajo. Terminé de última; trataba de hacer una obra de arte durante la siembra. Buscaba la perfección. Quería que fuera bello. 

La comida del campamento no era buena, y yo siempre fui de débil apetito. Me enloqueció la idea de que solo tendría chambelonas para contrarrestar el sabor horrible en el comedor. Le dije a papá que no las quería, y mamá me explicó que no tenían nada más. Ese fue el inicio de una crisis que acabó con la moral de mi país.

“A quien no quiere caldo…”, como reza un refrán popular. Pasé toda la semana trabajando en el surco, chambeloneando el azúcar fresa. Poco tiempo después hasta las chambelonas se perdieron. Papá pesaba doscientas libras y bajó a ciento cuarenta; mamá estaba en la línea. Atrás quedó el sueño de mi maestra de sexto grado:

—La fase más avanzada del comunismo es el trueque. Eso significa que se producirán bienes materiales que satisfagan la necesidad del pueblo, pero solo podrás pedir las cosas que necesitas; a cambio, darás aquello que no necesitas. No hará falta el dinero.

Tuve un champú que me duró un año (solo para ocasiones especiales); el resto del tiempo mi cabeza olía a vinagre. Pasamos el verano del 93 comiendo harina de maíz y ensalada de aguacate. Mamá le dio un poco de carbón a la vecina; ella y su hija llevaban una semana comiendo turrón de maní. La biblioteca de la casa fue desapareciendo por el alcantarillado. Solo la sala tenía luz. Había manchas de tizne en el techo a causa de las chismosas para encender y encendernos en medio del apagón.

Se valía todo. Las niñas vendieron sus cuerpos en la playa. Mis amigas tenían como meta convertirse en jineteras. Las calles se vaciaron; solo circulaban carretones y bicicletas. Papá recobró su tradición campesina de cantar mientras se ponía el sol, y en los portales del barrio amenizaban los juglares de la Europa medieval.

—Me quedo con esta.

—Esa es la última que entró. Es una reliquia. Te sale en quince pesos.

—No importa, quiero recordar.

El Buitre me abandona y presta atención a un nuevo cliente. Todo y nada ha cambiado: la ciudad no, la gente sí…, yo no. Un gorrión se posa encima del bulto de revistas. Me alejo. El gorrión picotea la palabra Tiempos, que contiene los restos del pan que comía El Buitre. Me atendió con la boca llena; pude apreciar su primera digestión. 

Hay tres ómnibus en el parqueo, pero ninguno anuncia mi destino. El hombre de rojo fue liberado también, se reincorpora a la espera junto a su esposa. En mi teléfono aparece la foto de mi madre y su número.

—Estoy en el teatro ahora. Te llamo más tarde.

—¿Cómo llegaste?

—Todo bien.

Odio tener que engañar a mi madre. La llamada me devolvió a la madrugada, justo donde comenzó todo. Hablar o no hablar, he ahí el problema. Yeyé no tuvo la culpa, pero está en prisión. Debí haberlo dicho antes, ahora es imposible.

Es imposible, además, porque se darán cuenta de quién soy. Por otra parte, haber sido interrogada sin que me identificaran me hace ganar tiempo. 


Lynn Cruz

Lynn Cruz para #Selfie.


Yo sabía que mi hermano estaba preparando su viaje. Tres intentos de salida ilegal; a la cuarta su nave arribó por Playas Moradas. Eran cinco pasajeros, entre ellos una mujer. La última instantánea del gigante de seis pies, cabellos rubios y piel bronceada con camiseta negra, shorts, reloj y sandalias; simulando una sonrisa para esconder el miedo del marinero que dijo adiós en el umbral de la puerta:

Mi hermana, en cuanto llegue te llamo, no le digas nada a mamá.

Siete días de silencio. Me llevé a mamá lejos de casa.

Un mensaje de voz en el contestador. La voz de mi hermano. Estaba vivo.

Tuve que darles la noticia. Papá y mamá quedaron estupefactos.

Éramos culpables. Papá, por no bajarse de su tren ideológico. Mamá, por no haber dejado a papá cuando la engañó. Mi hermano por rebelde, yo por aventurera. Hablábamos mal para sentir menos dolor. Papá me reprochaba por haberlo apoyado. Mamá se reprochaba haberse alejado. 

Yo me reprochaba no haberles hecho caso a mis padres.

Nueve años sin verlo.

Nuevas medidas migratorias.

Es tarde para mi hermano, él ya está en el Nuevo Mundo.


Camino, y me doy cuenta de que la lluvia no dejó el menor rastro, pero los peritos continúan la búsqueda. No tengo que llamar al asesino para que me mate. Si los peritos se fijan bien, sabrán que me estoy muriendo. Solo tomar el ómnibus hacia atrás y en quince minutos habré limpiado mi cuerpo y con suerte alguna receta de mamá me hará olvidar el trago amargo. 

Un cowboy me hace señas y me invita a bailar el rock and roll del sábado. Tiene unas botas sin cordones, un sombrero viejo, una chaqueta roída y grita:

—¡Estás fuera! ¡No te puedes salir de la línea!

Se refiere a la cinta que enmarca la zona de investigación, o tal vez no. Todos se voltean a mirarme y el peso de tantos ojos me hace agachar la mirada. Cruzo y compro unos churros. Paso el mal momento comiendo.

Hay tantos enfermos en esta ciudad.

Estoy en el mismo lugar donde hace unas horas se encontró el cuerpo de Mimí.

—¡Boungiorno!

El cowboy se acercó a la ventanilla de reservaciones y saludó a la vendedora de pasajes. Llegó sin las botas, sus medias solo cubrían los calcañales. Contó que él comía en platos ribeteados con oro, de la vajilla inglesa heredada por su madre. El cowboy hablaba italiano y decía haber nacido en París. Yo hablo del mismo modo de París.




José Luis Aparicio Ferrera

José Luis Aparicio Ferrera

José Luis Aparicio Ferrera

El totalitarismo masifica, convierte al individuo en rebaño, lo vuelve una abstracción cuando este debe singularizarse. Sin embargo, el horror, el rechazo, tienen siempre el mismo impulso, la misma energía, única raíz. Todos los odios, el odio.