Maielis González Fernández

Perros del muro de Berlín

Preludio

En mi novela hay una mujer que se llama Fiorella. Se llama Fiorella porque nació en el Río de la Plata y su ascendencia es italiana, pues nadie se llama Fiorella donde yo vivo. Fiorella es artista, o quiere serlo, solo que no sabe cómo expresar el arte que cree contener en su interior. Ha intentado pintar, pero ni de niña fue buena dibujando. Pagó varios maestros y estos le dijeron que no se desanimara, que de las vanguardias hacia acá ya no hacía falta saber dibujar para ser pintora o, mejor,  para ser “artista plástica”; solo había que tener sensibilidad. Pero la Fiorella de nueve años solía desesperarse ante el lienzo en blanco. Arremetía contra él, le estampaba pegotes de pintura, salpicaba con furia la tempera sobre el tejido. Y los maestros gritaban: “¡Bravo! ¡Qué discípula involuntaria de Jackson Pollock! ¡Como descubre el expresionismo abstracto a destiempo y por su cuenta!”. Pero ella no les hacía caso y huía corriendo de la clase, desconsolada, pensando que se burlaban de su evidente incapacidad. 

También probó otras manifestaciones. De adolescente intentó bailar, pero no podía encontrar el ritmo en la música. El tango le parecía un exceso de roce e intimidad que no estaba dispuesta a tolerar. Había tenido sexo con tipos que la habían manoseado menos que aquellos bailarines de su primer intento de milonga. La cumbia le parecía hortera, vulgar y maliciosa. Una sensación de estar haciendo algo moralmente reprochable siempre la embargaba cuando veía tambalearse ante ella un par de caderas al ritmo del bandoneón. Incluso la danza contemporánea le había fallado. Ella no era idiota; sabía que aquellos movimientos la hacían parecer una epiléptica que había escapado con éxito de la silla eléctrica. Una silla eléctrica a la cual las guardias habían olvidado atarla o, más probablemente, lo habían dejado de hacer a propósito, porque estas guardias eran, seguro, unas hijas-de-re-mil-putas retorcidas, que querían ver cómo la epiléptica se las arreglaba para huir de su condena a muerte ejecutando una danza maldita que ellas encontraban extremadamente hilarante. 

Y si ya le era difícil bailar, qué decir de tocar algún instrumento.

Sin embargo, en mi novela Fiorella sabe que es una artista. Abatida, contrariada, melancólica como solo una verdadera artista puede estarlo, Fiorella encuentra refugio en el yoga y la meditación. Es así como conoce a Esteban, y este es realmente el momento en el que empieza la historia de la novela. 

La historia, según los modelos narratológicos. La historia como la sucesión de los acontecimientos que se representan en un texto; porque la historia de mi novela es otra y tiene que ver con el viaje que hice a Argentina, tiene que ver con Sebastián besándome en los labios en el Aeroparque de Buenos Aires, tiene que ver con otro aeropuerto al que llego sola y en el que lloro hasta embarcar. La historia de esta novela es la historia de mi incapacidad para narrar lo que pasó con Fermín Ledesma; mi capitulación frente a las palabras que se resistieron a dejarme contar su vida, a desentrañar la oscuridad que rodea su muerte y ahuyentar el olvido que se echó sin remedio sobre él.

En todo caso, mi principio de novela es el justo momento en que Esteban ve a Fiorella sentada en la postura de loto en su clase de los domingos por la mañana y decide que tiene que enamorarse de ella. Porque Esteban siempre había actuado así, con una pulsión consiente, con una planificación comedida e irreversible. De ahí que hubiera decidido dejar su trabajo en la tienda de neumáticos del padre; esa tienda que la versión 1.0 de Esteban iba a heredar para continuar el legado de su familia desde que, huyendo de Polonia durante la Segunda Guerra Mundial, se instalara en Buenos Aires. Pero esa versión no existía más y el nuevo Esteban, el Esteban 2.0, era un hombre que perseguía sus sueños y perseveraba hasta alcanzarlos. Por eso ahora se dedicaba a tocar la percusión en un grupo que hacía boleros en varios restaurantes de San Telmo. 

Quizás la decisión más drástica que había tomado Esteban en los últimos tiempos había sido la de mudarse de su pieza en el departamento de su madre, comprar un terreno en el Delta del río Luján e instalarse allí en una cabaña de madera erigida sobre pilotes, sin agua corriente ni electricidad, a solas con la naturaleza. El día en que Esteban repara en la existencia de Fiorella, luego de concluir la clase, se le acerca y la invita a un café. Ella lo mira por un momento, mira su cabeza llena de rastas, su piercing en el labio y piensa que bien puede ser un chabón interesante o un completo pelotudo. Aún así decide darle una oportunidad y acepta la invitación. La cita va bien. Hablan de yoga, de música, de los deseos de Fiorella de ser artista. Esteban la entiende y le recomienda que pruebe con la fotografía. A Fiorella le brillan los ojos y le promete que lo hará.

A la semana siguiente Esteban la invita a su casa en el Delta para una sesión de meditación. Para llegar, primero tienen que tomar una precaria canoa con un motor injertado, que el mismo Esteban compuso, y navegar por el agua parda del río unos cuarenta y cinco minutos. Esteban va despacio porque tiene miedo de que las olas que producen las otras embarcaciones al pasar hagan tambalear o incluso vuelquen la suya, que es tan endeble. Fiorella encuentra precioso el lugar y lamenta no tener una cámara para inmortalizar tanta belleza. No se da por vencida y saca algunas fotos con su celular que quedan movidas y pálidas y deslucen totalmente el impresionante paisaje. 

Ese día Esteban guía la meditación. Su voz grave y sibilante la transporta hacia un mundo antiguo de arenes y odaliscas que despierta en ella sentimientos libidinosos. Al salir del trance Esteban acaricia su cuello y la besa en la boca. Hacen el amor en el portal de la pequeña casa con los sonidos del río y el monte a sus espaldas. Sin embargo, no están solos en la rústica cabaña en medio de tanta vegetación. Unos ojos adolescentes los espían y  masturban el dolor y la soledad del que ha crecido en el Delta y no conoce otras fronteras que el agua parda y la madera podrida de los pilotes de las cabañas. 

Fiorella y Esteban se ponen de novios. Son jóvenes. Se piensan felices. Tienen veintitrés y veinticinco años. Pasan mucho tiempo en la casa del Delta a pesar de que esta no está terminada. Aún el baño no está listo y Fiorella odia tener que ir detrás de los arbustos a hacer sus necesidades. Tampoco tienen agua en la cocina. Pero es un sitio al que pueden llamar suyo. La otra parte del tiempo la pasan en el departamento que alquila Fiorella en Palermo, pero no es lo mismo. Hay algo pernicioso en la ciudad que no los deja amarse de la misma manera. 

Un día, Esteban regresa a su cabaña en el Delta y nota que ha sido víctima de un robo. La casa apenas tiene seguridad y es realmente muy fácil allanarla. Nunca dejan muchas cosas de valor allí. Por eso Esteban se da cuenta enseguida de que le han mangado algunas herramientas y su desbrozadora nueva, que compró luego de instalar la electricidad, para cuidar que las ramas de los árboles no le derribaran los cables recién colocados. Él, como el resto de sus vecinos, terminó enchufándose clandestinamente al generador de un lujoso chalet que permanecía vacío casi todo el año. Sus dueños solo iban a pasar allí una corta temporada durante el verano. Llegaban con su lancha ostentosa y esas obscenas cantidades de carne para sus asados; las mujeres empameladas y con cara de estar oliendo mierda y los chicos prestando atención solo a sus celulares… Así que los propietarios de las carcomidas cabañas colindantes creyeron que chupar de la corriente de sus emperifollados vecinos era una forma de hallar el equilibrio cósmico en aquella acuática región que no conocía más justicia que la de las crecidas del río; y así mismo le pareció a Esteban, de manera que accedió él también a enchufarse.

Esteban, que no siente ningún tipo de apego a lo material, no lamenta tanto el robo de su desbrozadora como el hecho de saberse indefenso e impotente ante su invisible agresor. Una rabia le calienta el esófago mientras se lo cuenta a Fiorella por teléfono. Sin embargo, tiene un sospechoso en la mira: Martín, el muchacho que vive en la cabaña contigua con su abuela, una vieja medio ciega que se dedica a curar empachos y otras afecciones. Hacía no mucho lo había visto merodeando por su cabaña y, al ser sorprendido, el chiquillo disimuló con que buscaba unos yuyos para cebar mate. Pero Martín es un pibe como de quince años y Esteban sabe que no podrá enfrentársele como desearía, así que prefiere tragarse su rabia, hacer que baje quemándole hasta el estómago y no volver a hablar del asunto. Eso sí, consigue al día siguiente unas cadenas y candados e idea un mecanismo para trabar puertas y ventanas y que el incidente no se repita.

Mientras tanto, la relación de Esteban con Fiorella continúa como continúan todas las relaciones: mate y facturas con los amigos, noches de películas tontas en Netflix, paseos por Recoletta los domingos… además del baño de Fiorella convertido en un cuarto oscuro para el revelado de las fotografías de su nueva-vieja cámara, Esteban que intenta convencerla de que se vaya a vivir con él al Delta a tiempo completo, reproches de inmadurez de ambas partes, peleas por teléfono, sexo reconciliatorio, más peleas, “mi vieja no te soporta”, “casate conmigo”, “andate a la re-concha de la que te re-mil-parió”. A pesar de los vaivenes, los jóvenes perseveran en su noviazgo. 

Aunque a Fiorella le molesta mucho la escasez de condiciones para la vida moderna de la cabaña en el Delta, tiene que admitir que algo sobrenatural ocurre cuando están haciendo el amor sobre los tablones olorosos a madera recién lijada del portal, durante los atardeceres, antes de que los mosquitos empiecen a molestar, en ese sutil instante en que Esteban la penetra y ella cree conseguir una comunión total con todo lo que los rodea; como si hacer el amor con Esteban en el portal de esa cabaña atardecida fuera la verdadera obra de arte que estaba destinada a acometer. 

Otras veces, simplemente cogen. Sucia, patosa y, en ocasiones, hasta maquinalmente. 

Una noche, luego de una de sus sesiones, en esta oportunidad adentro de la cabaña, para  resguardarse de los mosquitos, Fiorella sale, fastidiada y refunfuñando, a hacer pis entre los arbustos. Esteban, como de común suele ocurrir entre los de su género, se da vuelta en el colchón y se duerme. Pero Fiorella, antes de que pueda incorporarse de su lastimosa cuclilla en los matorrales, es sorprendida por la retaguardia por una mano que aprieta su boca y amenaza asfixiarla. Su atacante la toma de los brazos y la arrastra lejos de la cabaña. Ha introducido un pedazo de trapo en su boca que le impide gritar. Fiorella lucha, intenta arañarlo, siente las pantaletas enredas en sus tobillos, siente su cuerpo siendo arrastrado por la tierra húmeda como un saco de carbón. Teme que haya sido llevada a territorios de los que ya le será imposible regresar. Finalmente se detienen y puede ver la cara de su atacante. Es Martín, el pibe de como quince años, que en realidad tiene diecisiete, que se ha sacado unas finas cuerdas de los bolsillos con las que le ata las manos y uno de los pies a un tronco cercano.

Fiorella trata de gritar y Martín la golpea, mucho. La hace sangrar por la nariz y los labios. Fiorella ya no se mueve. Martín la viola. Ha soñado con hacérselo desde que los vio, a Esteban y a ella, cogiendo en el portal. No es la primera vez que lo hace, esto de estar con una mujer por la fuerza; pero las otras veces habían sido pendejas como él o más chiquitas. Fiorella es una mujer de verdad y siempre pensó que su concha debía saber como saben las conchas de las mujeres de verdad; no ese sabor insípido y acuoso de las conchas de las pibitas del Delta. Fiorella desearía perder el conocimiento, pero, aunque paralizada, está consciente todo el tiempo y le repugna infinitamente lo que le está pasando; que Martín le abra las piernas y escupa hasta humedecer su vulva; que pase su lengua áspera por ella; que la penetre con esa violencia y esa determinación. Martín acaba rápido. Está nervioso y empapado en sudor. No sabe qué hacer ahora que cumplió su objetivo. Supone que debe matarla. Él sabe que así es como acaban esas cosas, que no le valdrá un chantaje o un soborno como en las veces anteriores. Busca una piedra grande y le revienta el cráneo de un solo golpe. Sigue arremetiendo contra la cara hasta desfigurarla.  

A las cinco de la mañana, cuando empieza a clarear, Esteban se despierta y nota que Fiorella no está al lado suyo. Se asusta. La llama por su nombre. Piensa que quizás se molestó con él y se marchó. Marca su número telefónico pero el celular de la chica repiquetea en la cocina. Esteban se calza y sale en su búsqueda. Recorre los alrededores de la cabaña. Hurga entre los matorrales y encuentra, de pura casualidad, unas pantaletas lilas cubiertas por el fango. Ya imagina lo peor. Grita preso de la rabia, llora. Corre alejándose de su cabaña y encuentra, a no muchos metros de allí, el cadáver aún fresco de Fiorella. La cara irreconocible es un amasijo de sangre, huesos astillados y otros fluidos. Está desnuda y parece helada.  

Esteban lo sabe. No lo sospecha, simplemente sabe que ha sido Martín. Está ciego de la rabia. No se atreve a tocar el cuerpo sin vida de Fiorella. Retrocede en dirección a su cabaña. Piensa en llamar a la policía, pero bien conoce que la policía no hará nada. Mandarán a unos oficiales ineptos y aburridos a hacer como que investigan su caso e inventarán alguna cosa para que Esteban les pague una coima. Luego lo archivarán y lo olvidarán todo. Fiorella pasará a engrosar la lista de las tantas mujeres que mueren en el Delta, en Buenos Aires, en Argentina, en el Sur, en el continente, en el planeta… sin que nadie les haga justicia. Quizás alguna amiga compartirá una foto en su página de Facebook con algún encabezado sentimentaloide. Recibirá muchos “me gusta” o “me entristece” y también algunos comentarios de consolación. Pero no habrá consuelo posible para él. Esteban comprende… Esteban, quizás incluso decide que su vida está arruinada para siempre.

Cuando llega a la vereda que conduce a su cabaña, de repente, tuerce el rumbo. Se sube a su canoa, que está amarrada al pequeño muelle que da acceso a su terreno, a su propiedad en el Delta. Rema suavemente y se acerca a la orilla de enfrente. Atraca en el muelle de sus vecinos los chetos, los del chalet lujoso y los asados. Irrumpe en la casa. Abrir la puerta le resulta fácil. Camina en su interior como si la conociera de toda la vida. Encuentra rápido la cocina. Toda esa carne debe ser cortada con buenos y filosos cuchillos. Abre gavetas y revuelve la vajilla fina y las especias. Por fin los encuentra. Toma el más grande y regresa con agilidad a su canoa. 

Esteban espera sentado en una piedra a que Martín regrese. Se ha apostado a un costado de su cabaña. Confía en que en algún momento el muchacho tenga que aparecer. No ha regresado a donde está el cuerpo de Fiorella. Imágenes grotescas, de moscas sobrevolando su cadáver y posándose en la sangre seca, lo perturban. Ha pasado casi todo el día en esa postura. El cuerpo le duele y el estómago da retortijones traicioneros. Cerca de las cuatro escucha llegar la embarcación de Martín. Se da cuenta de que todo ese tiempo ha conocido el ruido de su motor, que sabe identificarlo entre el concierto de ronroneos que perturban la tranquilidad del Delta al caer la tarde. Martín se acerca y Esteban lo está esperando de pie. El cuchillo disimula su presencia tras la pierna. El chico lo ve y trata de mantener la calma. Pero su mirada es delatora y a Esteban no le quedan ya dudas. Corre a su encuentro y clava el cuchillo en el abdomen escuálido de Martín. Lo clava una, dos, tres, diecisiete veces. El otro no opone resistencia. Todo ocurre en cuestión de segundos. Está cubierto de sangre y a sus pies yace el chico. Con movimientos mecánicos, Esteban regresa a la piedra y se sienta a esperar a que el ruido de las embarcaciones inunde la tarde del Delta y vengan a buscarlo. 

Lo sé. Sé que esta no es la “novela argentina” que me he prometido a mí misma escribir. Pero es la única que en estos momentos siento que puedo articular. Al menos deben saber que existe otra. Una con hackers tercermundistas, conspiraciones literarias y libros leídos pero nunca escritos. Una que cuenta la historia de Fermín Ledesma como él se lo merecería. Sin embargo, ha tenido la mala suerte de que fuera a mí a quien se le entregara su historia. Yo, que no me la merezco. Quizás debería dejar que esta también me la arrebaten y quedarme tranquila y sola de una vez. En definitiva, esta historia, como todas, ya ha sido contada demasiadas veces y no tengo yo la paciencia y el carácter para repetirla de nuevo aquí.

∗ [Fragmento de la novela inédita Perros del muro de Berlín].




Darcy Borrero

Darcy Bo

Darcy Bo

Hay una anáfora terrible en que el fumigador me quiera fumigar con un líquido tóxico y yo no me deje poner una multa. Este país es una anáfora que se repite ad infinitum en cada casa. En cada escuela, en cada cuadra un Comité, en cada barrio Revolución. Los uniformes, los emergentes, los pioneritos, la lucha de todo el pueblo.