Sedición, que no seducción

Está por cumplirse un año desde aquella exposición en la que Iván de la Nuez confesó su seducción por lo que venía pasando en la obra de tres pintores cubanos: Alejandro Campins, Michel Pérez —sin dudas, los más exponenciales de su generación—, y Juan Miguel Pozo, que de a poco se ha ido reinsertando en nuestro imaginario visual. Desde entonces, no había tenido, hasta hoy, la grata impresión de que algo, a fin de cuentas, nos sigue expresando ese lenguaje en nuestro contexto.

Incluso un poco después de aquel ensayo curatorial de Iván, tuve la oportunidad de solazarme, esta vez en el Centro Wifredo Lam, ante la belleza incontrastable que prodigaba la muestra personal de uno de los mencionados —Campins—, quien ha puesto en claro su probada madurez estética y el peso simbólico de una obra, ya imprescindible en el recuento de nuestra tradición plástica. 

Dos momentos estos que me gustaría tener como referentes inmediatos, en tanto posibilidad de (re)imaginar la última década de la pintura en la Isla, sus exposiciones más discutidas y el saldo mediático que nos legó un curador, a los efectos, imprescindible para la movida de unos años atrás. 


Precisamente fue el crítico y curador Píter Ortega quien mejor escoltó el ascenso de un grupo creativo conocido como Stainless (Alejandro Piñeiro, José Gabriel Capaz y Roberto Fabelo Hung), cuya estridencia anunciaba el advenimiento de otra sensibilidad, una “nueva forma” de construir y legitimar el discurso artístico.  

Partiendo de incidir con su dramaturgia en las tramas sociales que servían de telón a lo artístico, aquellos muchachos, exentos de pudor, más que una lección magistral de marketing le concedieron al arte cubano una versión inmejorable de lo que es un complot eficiente.  

¿Y por qué vengo yo a recordar esto aquí?  

Si Píter ya no está en Cuba y también Stainless, desde hace tiempo, es historia, ¿por qué evocar su legado en estas líneas?  

Sedición (Casa de México, octubre, 2019). La razón de estos apuntes se concentra en esa palabra, que es más bien el título de una hermosa exposición rubricada por el joven artista José Gabriel Capaz. Es esta, además, su más significativa credencial en solitario, tras una etapa de tanteos, reordenamiento y serias meditaciones en torno al hecho artístico. 

Herman Hesse, Schopenhauer y Platón, desde la literatura; Turner, Rembrandt y Richter, desde el propio lenguaje: tales han sido —aunque no todos— sus referentes. Y a esto podría sumarse las eternas conversaciones con amigos artistas, críticos y socios de la noche, con los que a veces se aprende más que en la propia academia. 

Para José Gabriel todo ha servido, y cada cosa entraña su peculiar trascendencia. De ahí que ya no pueda pintar de la misma manera, en un formato reducido, compacto; amable, sobre todo, con la expectativa del decorador.  

El artista se ha desatado de sí mismo, de su pasado, y en esta acción ha encontrado cierta rebeldía ante las certezas de una cultura que se funda y ordena partiendo de arquetipos.

Entonces, habría que rastrear en él la huella inconsciente y numerosa de otros autores —vivos o muertos—, que han hecho de la negación un estado poético e igualmente han imaginado la hoguera como metáfora: incendiar lo que existe para librarnos de la angustia que emerge del tedio y la ignorancia (léase, adorando una “vida vulgar”).  

Me place, por ejemplo, hablar aquí de Thomas Bernhard. Un escritor ácido, cómplice de la ironía y las peores miserias que asisten a lo humano. En sus libros se respira el hastío y la desesperanza de una cultura tan enferma como pudiéramos imaginar; aunque en realidad lo que nos revelan es una crítica compulsiva del hombre, sus costumbres y tradiciones.  

Es la imposibilidad de regresar a un pasado ingenuo y romántico lo que desespera al incrédulo Bernhard. Es la escisión voluntaria entre el hombre y la naturaleza lo que le arroja al vacío espiritual, y por tanto, a la muerte de los sentidos. 

“Nada, en este mundo, alcanza la sabiduría de un árbol”, sostiene uno de sus personajes, mientras ve escurrirse sus días desde una ventana, internado en un hospital.  


José Gabriel ha tomado aquí el árbol como símbolo, para deconstruirlo en un largo proceso que refleja distintos estadios de un ciclo racional. El árbol es roble, es tablas, es casa y es papel. Viene a tratarse de una coartada para dialogar en términos universales. 

Se me antoja alguna conexión con Nietzsche y sus especulaciones (anti)racionales, teniendo por objeto la productividad como sostén del orden social.  

Si tomamos las escenas planteadas, podemos leer en ellas la evidencia de un proceso productivo y su antítesis: el árbol, por un lado, sirviendo a los propósitos de la razón, mutando en un sentido legible; mientras que, en otro sentido, acaba extinguiéndose al fuego como alegoría del caos. 

Ambos destinos cobran un reflejo poderoso en la superficie pictórica, cuyo efecto tiende a conducirnos a un cuestionamiento moral.   

En cada caso reside el hecho incontrastable de la pérdida, del cambio radical de un estado a otro. De lo funcional a lo simbólico. De lo político a lo estético. La voluntad acaba siendo el motivo esencial al expresarse el deseo de “poder” como deseo “trágico”. 


He vuelto sobre las páginas de La carretera, esa hermosa y trágica novela de Cormac McCarthy. Muchos años después de haberla leído, he encontrado en Sedición la puesta en escena ideal de ese amargo peregrinaje.  

Al igual que la novela, esta muestra encuentra su mayor sugestión en tanto se atreve a describir la consecuencia de afectar el paisaje moral. Sedición, antes que una propuesta inocente, es un llamado profundo a hacer arder cuanto tenemos por aceptado, todo aquello que nos adoctrina en un ciclo cerrado y por demás finito. Puestos en eso, pasaríamos de suscitar conceptos a habitar en el mundo mismo de las ideas.  


Sedición, que no seducción. Forcejeos con el canon insular y sus trivialidades. La renuncia a una pintura sin cualidades, sin propósitos más allá del efecto retiniano. Soslayar los sitios comunes de la pasarela emergente, su erótica existencia. Retomar la pintura como espacio para el debate filosófico. 


Hay instantes de una belleza que el lenguaje tiende a marchitar. En todo caso, lo bello consiste en no sobrar, en decir lo justo. Está más cercano al silencio que a la palabra. 

Esta exposición es uno de esos instantes. 


Sedición

que 

no

Seducción


Dos palabras, de distinto significado y valor, superpuestas, equidistantes. 

Una ecuación del lenguaje en que se tramita el estilo. 

Dos extremos rozándose: vertical y horizontalmente. 

Declaración subversiva que me permito endilgarle a José Gabriel Capaz. 

En cualquier caso, ya lo pasado, pasado.




Ana Albertina Delgado: restaurar el aura perdida de la imagen

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François Vallée

Figura mayor de la mítica generación de artistas cubanos de los años ochenta, Ana Albertina Delgadosiempre ha conciliado la herencia de antiguos y modernos, resistido a las polémicas y a los efectos de la moda para llevar a cabo, con toda independencia, su obra pictórica.


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