Yo devoré mujeres enteras
Tienes razón, yo sigo siendo esa mujer mala que se llevó tu cabeza y te dejó solo con la vergüenza. Pero debes saber que también ahora te haría pedazo. Además, ya no puedo darte nada mejor de mí, porque la verdad, fuiste el primero y el último en probar lo más sagrado. No podríamos estar juntos ahora, no queda espacio. Pero eres libre de hacer conmigo todo lo que quieras la próxima vez que me veas. Después de quererme tanto, te has ganado el derecho de matar. **
Y.
La primera mujer de mi vida tenía trece años y andaba con la zeta a retortero; hablaba con balumbaje, encadenando oraciones sibilantes mientras repetía frases del devocionario. Yeni…, angelito de ámbar que terminaba los domingos, luego de misa, a orillas del río flaco por donde escurría poco a poco y para siempre nuestro pueblito sin piernas. En aquel regato sin nombre íbamos a lanzar piedras a los limpiafondos y a ponernos perdidos los vestidos de procesión; mis zapatos de monaguillo, sus blusitas color de misa con tantos vuelos como autos de fe, y a darnos besos religiosos con sabor a eucaristía: uva fresca, pan mojado. Y así hasta casi en la noche, casi todos los domingos, cuando Yeni se enloquecía de pecado luego de diez avemarías y otras tantas persignaciones, luego de aguársele los ojos por mirar tanto la paloma blanca del Espíritu Santo que, desde el púlpito de aquella iglesia barroca en medio de un jardín japonés, echaba sobre su cabecita santurrona un arrullo celestial.
A mí me embelesaba verla cuando recibía la hostia y la tragaba entera, miraba a todos lados y a mí, sandunguera, llena de gozo, como si comerse el cuerpo de Cristo le diera más fuerzas para pecar. Y yo sentía un temblor tremendo en las piernas débiles, como de alambres, cuando terminaba la misa y Yeni salía de la iglesia no sin antes dibujarse una cruz en el pecho, disculpa anticipada. Se iba sin voltearse, con saltitos de polichinela y dejaba el rastro de su sexo, olor de río y estero que me conducía siempre a su encuentro, allí en la poceta donde las tardes de domingo me abría su cuerpo por la parte más sombría de todo pecado mortal. Yo la penetraba como los perros, con las rodillas en el suelo, sobre los guijarros escupidos por el río. Desde la primera vez y durante tanto tiempo, Yeni solo me dejó penetrarla por el culo, casi bestialmente, como si el dolor primordial cobrara en ella alguna penitencia. Así, sin quitarnos la ropa en esos segundos, apenas, que tardaba mi pene todavía infantil en vomitar por la vergüenza. Debo decirlo ahora, sin una gota de orgullo: desde el inicio, para mí el sexo fue una cosa pasajera, un agujero negro de tiempo por donde se me iba el cuerpo y la hombría justo allí, entre las nalgas de Yeni, a orillas de la charca que desprendía el aroma de todos los peces muertos, destrozados contra las piedras.
Cada una de las diez, veinte veces que profané su cuerpo de beata, de aprendiz de monjita rural, solo le introduje mi pene una vez, embestida única con aliento de plegaria, mientras pedía a todos los santos un poco más de tiempo para flagelar a Yeni cuanto ella quisiera, como se merecía y tanto le gustaba, y así reunir valor para pedirle un día me dejara entrar en su vulva que tan recatadamente conservaba para otro hombre jamás yo; esa vulva color canela, piel mulañé, que apenas acaricié con torpeza un par de veces con las manos sucias de arena. Pero nunca logré alargar el sexo en ella, y en cada intento fallido pedía perdón con mi lengua, o bien le metía tres, cuatro dedos de una mano para acercarla a la barbarie todo lo posible, tanto como sentía la mano hasta desconectarse de mi cerebro. Solo así, solo a veces, ella sonreía.
Supe que iba a dejarme aquel Domingo de Ramos, cuando me dijo que en las novelas mexicanas hacer el amor duraba más, y que su vecina se tiraba horas enteras templando. Se me hizo un hueco grandísimo en el pecho y el alma se me puso chiquita, tonta, medio lela, y me dio por sonreír y bajar la cabeza como hicieron siempre los hombres sin argumentos. Esas palabras rompieron todos nuestros pactos secretos, incluso los indecibles. Desde entonces no pude mirarla a los ojos y Yeni fue alejándose hacia los hombres duraderos, lejos, muy lejos de mi tristeza y las tardes en la poceta, hasta olvidar los domingos de misa.
Pasé días rumiando mi desgracia y también, poco a poco, dejé de ir a la iglesia. No hallaba consuelo en aquellas figuras a las que tantas veces me había encomendado; por eso, y porque todo me recordaba a Yeni: los humerales del cura y los adornos dorados del presbiterio, el primer reclinatorio donde ella se postraba para pasar por buena y engañar al Señor.
Después de darle mil vueltas, luego de carecer de nombre para definir qué me pasaba, fui a contarle mi vergüenza a un tío mujeriego, hermoso por demás, casi griego; fiestero rumboso experto en artes cinegéticas, quien tenía por costumbre salir de caza en las noches y regresar con mujeres atadas de un hilo, todas muy parecidas, “pestillitos de playa”, según él: chicas flacas y versátiles, demasiado dúctiles, que usaba algunas veces para dejarlas luego en la calle, en la esquina precisa por donde se les derrumbaba el cielo; enamoradas, pobres, de un cazador furtivo que durante algunos días les arrancaba la piel y las abandonaba para siempre viendo la vida con los ojos llenos de papelitos rotos.
Mi tío Elías, que tenía ese nombre y otros mil para las mujeres tontas, hablaba del sexo proféticamente, pensaba sofismas. Por eso cuando le conté mi problema, cuando le dije que llegaba demasiado rápido al fin de todas las cosas, me respondió —la mirada cayendo al suelo, una mano aleteándole en la boca—: “El galgo muerde al conejo en la segunda vuelta”.
Agaché la cabeza, recuerdo, aciscado por la profecía de mi tío y sus ojos de oráculo, pero él dio un par de vueltas a su monólogo y me dijo que a veces, algunas noches cuando la luna amarilla, enferma, se acostaba a ras de playa, a él las piernas se le ponían temblonas y nada en el cuerpo le cuajaba. Y daba igual si estaba con la flaquita más perversa del pueblo, con el pestillito más fácil de mover con el meñique… Él se quedaba allí, apenas, para abrir las piernas de la flaca de turno y ponerse a contarle secretos con la boca llena.
Y además me dijo eso: que yo cargaba un bochorno grande porque, sencillamente, había comenzado el amor por donde se termina. Según Elías, toda la culpa de mi pena la tenía Yeni, porque me sometió a tortura anal, esa presión casi todos los fines de semana hasta gastar la poesía de mis quince años. A esas alturas igual yo no la perdonaba; ni falta que haría, dijo mi tío, listo para darme consejos oportunos para futuras embestidas…
Que el macho es macho y no se raja, que yo lo cargaba en el apellido y lo movía en la sangre: los hombres de la familia éramos bestias del sexo, ya lo sabían las amas de casa. Y a mí, la verdad, me fueron entrando ganas de hacer cosas puercas con las manos, de penetrar a Yeni hasta el codo y revolverla por dentro, tocarle el asco y obligarla a vomitar perdones. Y me fui con esa idea y los remedios de mi tío, quien recomendó tomar dos veces al día cocimiento de jengibre y vasos de guarapo, comer cinco dientes de ajo y dormir toda la noche con otros tantos bajo las bolas; eso, y pajearme mucho, horas enteras… Y así estuve un par de semanas: me echaba las tardes a orillas del río dándome placer hasta perder las piernas, entrenándome en el amor profano sin pensar ni un poquito en Dios.
Días después fui a una bailanta de fin de semana, una fiesta de carnaval pueblerino; desfile de vírgenes florales con vestidos de encaje y competencias para mozos que coronaban con cintas el tope de un palo encebado… En esas noches de primavera la rebambaramba partía al pueblo en dos mitades, se abría una sima entre la oscuridad de las casas solas y el parpadeo de las bombillas casi fundidas que retrataban infinitamente los terraplenes todos los días del año. Los borrachos cantaban al cielo, escupían el amor de esas mujeres que amaron solo de verlas pasear por los parques; las amitas de casa se arreglaban las uñas negras y rotas, estrenaban ropas más casuales y efectivas para arrancar suspiros a los viejos santiguadores sentados en los portales rojos de polvo. Los más jóvenes se iban al Círculo Social con botellas llenas de delito; muchachas con sayas cortas y el sexo dilatado, con los senos sueltos; chicos silvestres, pánicos, con la naturaleza pujándole entre las piernas.
Pero yo, con mi olor a monaguillo, con mis manos céreas de organista y actitud de vendedor de Biblias, estaba muy lejos de ese porte sátiro que exigían las chicas fiesteras y advenedizas. Entonces fui a dar a una esquina, lejos de la zarabanda de caderas sueltas en el medio de la pista, ese caldero del diablo de donde minuto a minuto salían cuerpos como chispas, para perderse en la oscuridad de los herbazales aledaños.
Estaba ansioso por probarme esa noche, por sacarme del pecho y la mente el maleficio de Yeni, tan perra ella, quien ya no iría nunca más a una fiestecita de pueblo porque su cuerpo daba entero para temporadas de turismo en las ciudades costeras, llenas de lujo y de otras muchachas como ella: educandas del catecismo, amantes de las cosas duraderas. Daba igual a esas alturas de la noche, cuando yo remaba lejos de todos los recuerdos hasta encallar en mi primera borrachera, la más mítica, la más pendeja. Herví en un ron malo que me dieron unos compañeros de escuela al verme oscurecido en la bailanta, no sé si por maldad o por pena. Lo cierto es que después de dos tragos entré ligero en la noche y comencé a ver accesibles a todas las bailadoras solas. Me lancé sobre un par de ellas y rieron instantáneas, curiosas, como se acercan las niñas a los animales raros en las ferias. Después de cruzar algunas palabras se iban despacio y sin voltearse, la cabeza gacha, con la vergüenza disimulada de las impenitentes redimidas en los confesionarios.
Pasada la medianoche, estaba todavía en mi rincón de siempre esa vez y en esta vida, con un trago en la mano y ausente; la mente hecha río, tardes con Yeni. Decidí salir de allí, daba igual guardarme otro fracaso bajo el brazo.
—Al final te vas solo…
Sentí esa voz casi un soplido, como si una bestia me respirara en el cuello. Al voltearme, ya Marbelis me había agarrado el brazo y pidió de favor la condujera por la oscuridad del camino. Yo la conocía de antes, desde la escuela primaria cuando compartimos mesa y tal vez ella algún sueño conmigo. Fue siempre una gorda con almita buena, demasiado sencilla y que, como casi todas las gordas, había vivido siempre con el amor incubado.
—Te vi hablando con algunas… Pero un muchacho como tú no tiene oportunidad con esas, como mismo alguien como yo no tiene oportunidad contigo.
Marbelis me dijo eso en medio de la noche, y yo supe que era el animal más solitario del mundo. Le dije que era hermosa como cualquiera, y mala como toda mujer. Y ella rio largo, inocentona, y me entraron ganas de besarla mucho y romperla a bofetadas. Como estaba ebrio se lo dije y ella, sin apocamiento, me respondió que durante el sexo aceptaba cualquier suplicio. Y así fuimos tropezando con las palabras hasta apartarnos del sendero…
Después de un beso torpe con olor a sancocho, a cachaza, la puse a jugar las tonterías previas. Incliné a Marbelis con la solemnidad de las liturgias: sus rodillas hincadas en la yerba seca, cabizbaja frente a mis huevos, con ese fervor con que se les reza a las cosas más sagradas. La dejé hacer, justo como me dijo Elías, y ella, aplicadísima en la mamada, se iba en gozos, vibraba mientras me pajeaba con dos manos tibias como un nido. Recuerdo, fue difícil lograr la erección; por los tragos, por Marbelis. La verdad, yo no imaginaba terminar la noche con ella, quien fue en ese momento, en mi estupidez adolescente, la imagen obesa del fracaso. Estuvo un rato así, tonteando con la saliva, mirándome a ratos con esos ojos pequeños que pretendían lo obsceno, sin embargo tenían dentro un hospicio entero de niños huérfanos. Pobre Marbelis tirada en la yerba mala con los senos descubiertos, fofos, tumbados como dos costales de trigo a cada lado de su abdomen hemisférico. Qué triste todo…
Yo me acerqué con el pantalón bajo, tambaleante, hasta caer entre sus piernas. La penetré en un tanteo torpe, impacto seco que le arrancó un suspiro; alzó la vista, cantó hosannas por dentro y se puso a saborear la luna. Luego de un rato rompiéndome contra los muslos sudados de Marbelis, entendí qué le sucedía a mi tío cuando la luna se la acostaba a ras de playa. Estaba aburrido de patinar en la ciénaga sudorosa de aquella gorda buena que me quiso la noche que más lo necesitaba y, sin embargo, todo me conducía al asco. Aunque me sentí aliviado porque demoraba para eyacular y así prescribía mi mayor condena.
Pero Marbelis, pobre, fue apenas una muñeca inflable. Ella lo habría aguantado todo: que le clavara alfileres o le quitara la cabeza; que le metiera a la fuerza y sin permiso un asteroide en la vulva… A decir verdad, por momentos ni siquiera supe si estaba allí. Logré eyacular cuando me puse a Yeni en la frente, su cráter abierto y emanante, tersura de mulata, y como siempre al recordarla, empecé a levitar con cuerpo y todo, con el alma ligera y el pene anclado, durísimo en la mano, como si no existieran las dimensiones, como si Marbelis no estuviera esperando debajo mientras me pajeaba, para recibir un regalo que no era para ella. Solo así pude vaciarme entero sobre la barriga de Marbelis; un cuajo de semen cayó ardiendo en el pozo ciego de su ombligo y creo se le escurrió dentro, tragándose el futuro de todos mis hijos.
Terminamos sin una palabra, ni siquiera con la confidencia con que habíamos comenzado. Seguimos sin hablarnos todo el camino hasta desembarcar en la plaza y Marbelis iba feliz, como si descolgara estrellas de la noche. Y yo deseando hundirme en ella…
Después de sacudirme el maleficio de Yeni, a poquito de ser un hombre duradero con toda ley, llegaron otras mujeres pasajeras a mi vida. Por cualquier cosa, por ser tan diferentes entre sí, solo quise a dos de ellas…
La primera que llevé a mi casa tenía la sangre azul. Una princesita de dieciséis acostumbrada a hacerse el amor desde los nueve, y quien todavía usaba unas trenzas que daban ganas de tenderla a la intemperie para verla escurrir. Era traslúcida y débil; más de una vez se desbarató en un llanto. Tenía un nombre feo, muy digno de olvidar, y hablaba como una maestrita de escuela que ha descubierto un misterio. Lo hizo en mi sexo, donde halló todas las explicaciones que no supo darle su abuela. Ella me obligó a contarle la pasión de todos los santos casi todas las noches, para después darse entera, inacabada, siempre desierta. Con ella aprendí todos los juegos de mesa y a no marearme en los carruseles; a dibujar crisantemos en las paredes y a bailar frente a mucha gente sin tener vergüenza. Fue la única en proclamarse “novia” y en darlo por hecho luego de aguantar todo lo terrible que le hice: desmembrarla, encurtirla, meterla enterita en la máquina enferma de mi vida. Lo soportó un tiempo hasta perder las manos por escribir cartas de súplica y colorear corazones silentes. La dejé una noche cuando fue a mi casa con los brazos rasgados, poniéndolo todo perdidito de azul. Y yo, por considerarla efímera, la arrastré hasta ese lugar del pueblo donde el cielo se derrumbó sobre cientos de mujeres como ella.
Después llegó Clara, tan a la contra de su nombre: Clara, las únicas letras inofensivas de su vida. Era cantinera en el bar del pueblo, una mujer con el cuerpo pasado por todas las desdichas. La conocí un día de esos en que uno va zapateado las piedras, deseando saber el estruendo que hace una nube al caer al suelo. Enseguida nos amamos con la fuerza más bárbara, más sucia que pueda cargar el deseo. Ella me dio todas las libertades para ponerme medieval en su cuerpo como si nada, como si el tiempo. Ensayamos todas las aberraciones propicias al sexo; pecamos en escaleras, parques, solares yermos. Ah, Clara, puta, putísima, tan puerca… Tenía la vulva destruida como una ciudad arrasada por bombardeos. Fue la mujer que me provocó las primeras fiebres y con quien alcancé la categoría de experto. Terminamos un día lluvioso sin un motivo específico, quizá porque estábamos agotados de tanto conocernos. La última vez que tuvimos sexo perforé con mis colmillos un trocito de su clítoris, y ella estalló en mi cara. Ha pasado el tiempo y no me olvida.
Como mismo yo no olvidé el temblor ante la posibilidad de Yeni, y ese miedo finalmente tomó sus formas hace unos días, después de tanto tiempo, cuando ella regresó de las playas y su vida de litorales para enterrar a su última tía. Nos saludamos en algún momento del cortejo fúnebre; ella me tendió la mano demasiado distante; yo, como siempre, sin remedio. Y como jamás tuve palabras para hablar con ella, decidí escribirle para empezar a olvidarla por el comienzo, para arrancarle cosas vitales:
Yeni, te escribo esta nota cobarde, flaca, porque sabes, contigo las palabras se me atrabancan y me quedo como tonto, fijo, perdido en la curvita de tus labios, en los lunares saltones de tus cachetes, y me pongo a rebobinar los años hasta esas tardes en nuestro templo del río. Allí he vuelto siempre, tres, cuatro veces al mes para recontar los guijarros y seguir amando aquellos días por los dos. Tú no te preocupes, todo está justo como lo dejamos, incluso los huequitos de tus rodillas marcados en la arenisca esa última vez que hicimos el amor más desgraciado del mundo. Yo lo dejé todo intacto, consciente de que volverías, de que pasarías como ayer frente a mi casa en busca de la silueta del niño que amaste algunos meses de tu vida. Yo quiero que un día de estos volvamos a la charca sin nombre después de la misa y me abras de nuevo tu cuerpo para hundirme en él de pies entero, quedarme en ti, fundarte un templo dentro; gozarte largo y tendido desde Pascuas hasta Año Nuevo, qué sé yo… Como quien no quiere las cosas, te digo que robé a tu abuela el devocionario tuyo. Desde entonces lo tengo en la mesita de noche para rezarte cuando ya duermes. He arreglado toditas las palabras con ese para que todas suenen como zetas y tengan la bendición de tu lengua y así leas más alto, todavía más lindo, las oraciones de la catequesis. También tengo en mi cuarto, suspendida en el aire encima de la cama, la paloma blanca del Espíritu Santo, la misma que mirabas durante la misa hasta perder los ojos. Te invito a verla una noche de estas y así nos besamos… Amor, yo quiero que saltemos juntos del campanario de la iglesia para romper el pecho de este pueblito cojo. O bien volemos a cualquier lado con unas alas larguísimas como el olvido. Hagamos cosas bonitas, para que no me salga el niño con piernas de hombre que llevo dentro y te odia tanto, porque dejó de crecer cuando te fuiste. A decir verdad, todo este tiempo he pensado en hacerte daño y no puedo negar que a veces quiero embarrarte de mermelada y atarte desnuda a un árbol, a la intemperie, y dejar que todos los bichos del monte arranquen pedacitos de ti. Me gustaría abrirte las piernas y darte latigazos en la vulva hasta que mudes de piel y entonces comenzar de nuevo. Quiero verte dormir en un colchón de ortigas y deslizarte por el tronco fálico de una ceiba para que se te desflequen los senos con las espinas, y usar tu piel rasgada para hacerme unos guantes magníficos para agarrar luceros; igual quiero ensartar un anzuelo en tu lengua y arrastrarte hasta el regato de agua donde me hiciste una figurita de barro y de dónde jamás he podido salir, y allí mismo, en el lugar de todos mis suplicios, echarte al agua, mujer pez, y pasar la tarde pescando tu cuerpo para devolverlo al río, una y otra vez… Si me dejaras, Yeni (también si no), te colgaría de una colina atada por las manos y con Júpiter pesando en tus pies, para ver con un catalejo cómo se te desprende la piel de los huesos. Y de tus huesos haría caldos para los niños enfermos, y sopa con tus cartílagos para que todos los vagabundos del pueblo coman de ti. Después de todo eso, Yeni, yo creo que estarías muy cerca de arrepentirte de ser aquella mujer mala que me robó la mente iluminada de mis quince años, y dejó apenas un cuerpo que se mira en el espejo solo para verte venir. Pero después de todo y estas ganas de matar, yo te indulto si me dejas comerme tus perdones frente a una fogata, un pedazo y otro, poco a poco mientras te oigo rezar, y así hasta dejarte sin piel ni huesos, sin todos tus sueños y recuerdos, para que mueras definitivamente siendo semilla, lista para retoñar. Para que pueda yo fertilizarte todas las noches de luna llena. Eso, verte crecer…
**Las dos notas en cursiva agregadas a este texto son auténticas. En cada caso se respetó la escritura original.
Yo devoré mujeres enteras – Randy Cabrera-Díaz
Fernando Fraguela
¿Qué haría mi abuelo hoy ante la prepotencia y el abuso policial tan frecuentes, ante los cubanos apresados, torturados o asesinados en estos 60 años? ¿Le parecería muy lejano? ¿Se sentiría tan impotente y desamparado… como yo? La rebeldía ha muerto, la mataron.