Aprovechamos esta entrada de Lenguaje Sucio, para publicar este excelente ensayo de Karen Moe sobre el discurso pictórico de quien seguramente sea el mejor pintor cubano ahora mismo, Juan Miguel Pozo. Porque Pozo, no dudarlo, es un referente ya para la pintura cubana contemporánea y una suerte de ídolo para jóvenes artistas en la Isla. Su obra, esto siempre pasa con los grandes estén donde estén, ha engendrado un espíritu epigonal: muchos pintan (o quieren pintar) como él.
Este texto fue escrito, en exclusiva, para Lenguaje Sucio. Narraciones críticas sobre el arte cubano, que bajo mi edición y luego de meses de intenso trabajo, publicará el próximo mes de noviembre la editorial Hypermedia. La traducción de este artículo es de Javier Calvo. Para quienes no lo conocen, les dejo como referencia sus traducciones de David Foster Wallace en España.
Agradecemos a Karen Moe por tan brillante texto, a Calvo por su traducción al español y, especialmente, al artista Juan Miguel Pozo —objeto y pretexto de esta digresión escritural—, por comprender, mejor que nadie, que el huracán y su retorno tienen pasaje para ese tren que solo pasa una vez.
Andrés Isaac Santana
Las pinturas de Juan Miguel Pozo no dejan nunca de moverse. Nacido en Cuba en 1967, integrante de la primera generación de la diáspora post-revolucionaria, habiendo vivido el “Periodo Especial” de penuria económica extrema, habiendo desertado a Berlín en 1995 y no habiendo podido regresar a su país natal hasta veinte años más tarde, no es de extrañar que gran parte de la obra de Pozo tenga en su base un núcleo de agitación. Pese a todo, esa insostenibilidad de la quietud no resulta inquietante: de hecho, sus pinturas contienen una familiaridad extraña que consigue relajar gracias precisamente a su afirmación sincera de que nada puede quedarse nunca fijo.
La obra de Pozo trata de tormentas y sobre todo del huracán. El título de la muy romantizada crónica que hizo Jean Paul Sartre de la Revolución Cubana (Huracán sobre el azúcar) tiene una resonancia especial para el artista, por mucho que él considere que el contenido del libro vaya de la mano con lo que pronto se convertiría en un régimen autoritario. Aun así, Pozo me explicó que literalmente, en un sentido tanto histórico como cultural, “el huracán es la metáfora ideal de la psique nacional cubana. La familiaridad misma con ese fenómeno meteorológico marca la esencia de los cubanos porque les impone un desafío agotador en el que no tienen más remedio que rebelarse contra la adversidad”. Desarrollando la metáfora del huracán, el artista cuenta que “alude a algo que viene y se va, pero sobre todo alude a lo que ese algo deja atrás: la amenaza de que volverá y el desafío de sobrevivirlo”. Sus pinturas son huracanes manifiestos que se componen de un antes, un durante y un después; torbellinos existenciales sin escapatoria. En la pintura de Pozo, dado que su imaginario está restringido por una dialéctica del retorno inminente, nada tiene ocasión de asentarse.
Cuando el joven artista se marchó de Cuba a Alemania en 1995, se integró plenamente en Berlín y no pensó demasiado en una patria que, en sus palabras, “no lo quería”. Cuando empezó su nueva vida en Berlín, sin embargo, descubrió que en muchos sentidos no se había marchado. Pozo rememoraba lo siguiente:
Llegar a Berlín fue como llegar a un lugar donde se hablaba mi idioma. La mayoría de los artistas venían de un pasado muy parecido al mío. Venían de la RDA, que acababa de desaparecer pero donde habían tenido los mismos dibujos animados que en Cuba, las mismas películas y proyectos de colectivismo social. Fue como un momento de armonía con mi pasado, una respuesta a algo que se integró en mi obra.
Paradójicamente, aunque estaba en el exilio, en Berlín descubrió el hogar que había perdido; la ciudad le resultaba a la vez nueva y conocida. Para Pozo, en Berlín siempre hay una Habana y viceversa; en su arte, las dos ciudades se convirtieron en un palimpsesto que nunca deja de cambiar.
Aun así, pese a que sus contemporáneos de Alemania del Este compartían la estética comunista junto con una experiencia juvenil de restricción colectiva, al abandonar la insularidad de Cuba, Pozo descubrió de inmediato que ni él ni su país eran el centro del mundo. En calidad de integrante de la primera generación de cubanos posterior a la revolución que habían vivido sus vidas enteras inmersos en la propaganda comunista, Pozo explica que: “Éramos parte del proyecto humano de diseño del nuevo hombre y nos enseñaron que éramos los mejores”. Sin embargo, explica que, nada más llegar a Europa, “me di cuenta de que eso no era correcto. No éramos importantes. No éramos los mejores. Ni siquiera éramos el hombre nuevo”. Como en una Segunda venida yeatsiana personal, todo se derrumbó, el centro se vino abajo y la “tosca bestia” con la que Pozo se encontró fue que el sujeto social era una creación de la propaganda.
En el poema de Yeats, “la pura anarquía es desatada en el mundo”. Aun así, la de Pozo es una anarquía imposible: todas las ataduras que se deshacen en su obra están predestinadas a ser atadas de nuevo. En Naufragio, el centro que se viene abajo lo representa un edificio de apartamentos comunista, sin una sola gárgola: puro utilitarismo revolucionario. Con su uniformidad cuadrilateral, el edificio debería resultar sólido, un monolito metafórico de contención y seguridad. Sin embargo, está torcido, simultáneamente encallado y cayendo como una versión comunista de la torre inclinada de Pisa, mientras lo lame un ramillete de volutas Art Deco parecidas a gusanos y lo agarran unas formas viscosas de color azul turquesa, que recuerdan a unas manos de mutantes apocalípticos.
Como cualquier obra de arte visual, las imágenes que se despliegan en las pinturas de Pozo son portales semánticos. El artista describe su obra como “experimentos con el lenguaje”. La selección de la imaginería parece arbitraria; sin embargo, ¿acaso dentro de los confines de la subjetividad social la capacidad de llevar a cabo decisiones arbitrarias basadas en el libre albedrío del individuo no es una mitología en sí misma? Pozo realiza este experimento de selección de imágenes en Estructuras del futuro, donde a primera vista todo podría ser aleatorio o bien —de acuerdo con el solapamiento indiscriminado/dictatorial inherente al término “arbitrario”—, el proceso también podría ser una activación de la tensión entre ambas cosas. ¿Por qué hay un reno que lleva puesto el esqueleto de una casa a medio construir? ¿Por qué tiene un lunar decorativo en el trasero y por qué lo rodean unas piezas de geometría constructivista a la manera de células cancerosas o heridas? ¿Por qué hay un barco naufragado que se podría estar fusionando con una especie de cápsula espacial? ¿Y por qué hay un arco iris con pinta de estar intentando ser un arco iris al mismo tiempo que algo lo obliga a asumir la circularidad de un ojo de buey?
Y sin embargo, por medio de este intento de realizar una predicción aleatoria del futuro, la anarquía imposible del imaginario del artista queda atrapada. Pozo cree que “el arte no puede promover el cambio porque está obligado a usar el mismo lenguaje contra el que intentas resistirse”. Para él, agitar la percepción y la conciencia para conseguir cualquier acto revolucionario duradero es una operación que se ve frustrada en la fase misma del intento; ¡pero eso no quiere decir que no se puedan agitar las cosas! Los objetos contenidos en Estructuras del futuro están pegados a un fondo todo raspado que es un mapa ambivalente; todas esas abrasiones y lesiones que nuevamente podrían considerarse arbitrarias, son productos naturales del discernimiento despótico del propio artista; o al menos eso les gusta pensar por lo general a los artistas. También el artista es producto de su condicionamiento social, aunque en opinión de Pozo es un producto auto-reflexivo. Sus experimentos lingüísticos des-atados engloban y mutilan simultáneamente todo lo que contienen, al mismo tiempo atrapados y liberados por su condición plana y sus rígidas esquinas y comprometidos con el proyecto que tiene el artista de contrarrestar el aparato de la naturalización, ya se produzca esta por medio del comunismo, el fascismo o la democracia. A pesar de que el artista es capaz de socavar la dinámica de la naturalización por medio de su dialéctica de deconstrucción y construcción, no hay forma real de escapar, ni para él ni para nosotros, ya que estamos aquejados de un malestar compuesto de claustrofobia y liberación.
Pozo me contó que su obra se define por medio del conflicto entre utopía y distopía. Me explicó que este conflicto es particularmente accesible dentro de la densidad histórica de triunfos y tragedias que cubre sus dos hogares post-revolucionarios. Ciertamente, en la pintura de Pozo, así como en los paisajes urbanos de Berlín y de La Habana, el artista encuentra restos de la colisión entre las glorias de la revolución y su debilitante defunción; a base de reunir estos conceptos en apariencia contrarios, la utopía y la distopía se activan en todo su sentido como la misma cosa.
La violencia es inherente a la imposición de un ideal, sobre todo una vez que se ha demostrado que el ideal no funciona. De acuerdo con Pozo, los líderes de la revolución se aferrarán a su superioridad moral cueste lo que cueste, por mucho que la gente haya terminado más oprimida de lo que estaba bajo las condiciones de las que fue liberada. El artista representa esta violencia particularmente por medio del tratamiento de sus lienzos. Pozo me explicó que “no se puede hablar de la ruina sin transmitir la idea de la ruina”. En su pintura reina la abrasión, hay partes raspadas y pintadas de nuevo con la furia canceladora de un rodillo de pintar paredes; y los ubicuos arañazos, ese caos que se enreda con la linealidad, practicados en la superficie con una punta metálica letal que podría ser la de un compás geográfico, transcriben el asalto de la hubris ciega del control absoluto.
Igual que la dualidad binaria de la utopía y de su necesario contrario, Pozo explica que la propaganda se compone de la misma cosa a la que busca oponerse. Al artista le interesa la mecánica de la propagada, el cómo funciona, y —quizás lo más importante— el cómo naturaliza las cosas. A diferencia de obras maestras de la propaganda manifiesta como El judío eterno de Leni Riefenstahl, donde hay un montaje de imágenes de judíos y de ratas destinado a insensibilizar a los alemanes a/ sobre/ respecto a las atrocidades del Holocausto, los experimentos de Pozo con la construcción de la propaganda se están hundiendo al mismo tiempo que se construyen. Igual que el montaje con el que Leni Riefenstahl sustenta el genocidio, también Pozo lleva a cabo manipulaciones de la imagen. Sin embargo, a través de la sinceridad de su praxis de la anti-falta de costuras, las pinturas son constructos del proceso ideológico de reunir imágenes a fin de imponer una realidad.
A Pozo le gusta particularmente poner sus edificios residenciales comunistas a volar atolondradamente alrededor de sus pinturas, y en la pintura titulada Utopía hay uno que hace justamente eso. No sólo el edificio ha quedado desamarrado de sus cimientos, sino que es posible que jamás tuviera cimientos, ya que no hay señales de conexión previa alguna con el paisaje silvestre de debajo; un paisaje que vacila entre la alta mar y una ominosa cordillera de montañas. Una serie de líneas multicolores triunfales que recuerdan a las acometidas geométricas con que los pósteres de la propaganda comunista buscan alcanzar la gloria, no ayudan en absoluto a la hora de mantener en su sitio el edificio residencial; no son más que una maraña que sobresale fuera del marco y se clava infructuosamente en el paisaje agreste. Pese a todo, esa frivolidad inane no está sola. El juego multicolor de las líneas sin sentido, recuerda a serpentinas felices sobre el fondo de un panel de decadencia Art Deco que podrían estar elevándose o bien descendiendo desde detrás del paisaje de película. A diferencia de la propaganda convencional, a Pozo no le interesa delinear lo que es “malo” y lo que es “bueno”. Al contrario, añadiéndose al drama de su candorosamente engañosa utopía, el edificio volador -con toda su austeridad comunista- parece a punto de estrellarse contra todo lo demás, quizás sólo para regresar rebotando.
En la obra de Pozo abundan los despojos del constructivismo ruso. Aun así, a diferencia de los avances geométricos y de la inclinación racionalista de principios del Siglo XX, la versión que pinta Pozo del Siglo XXI no sólo es fragmentaria sino también poética y, me atrevo a decir, espolvoreada con una pizca de sentimentalismo. Tanto en The Model como en La construcción de la cruz hay unas vigas metálicas ridículas. En The Model, Pozo ha construido un despojo abstracto de aquel utilitarismo gráfico que formaba una parte tan importante de la propaganda comunista. Un ramillete de barras metálicas asoma de una forma ambigua parecida a un dirigible y que quizás alguna vez fue un globo, pero ahora se ha desinflado hasta convertirse en algo que podría pasar por un culo. Las puntas han sido cercenadas de sus pseudo-tallos y lo que queda delante de nosotros es un grupo de bocas cuadradas que dicen “¡Oh!”.
Sin embargo, los miembros del equipo de natación alemán de La construcción de la cruz han desprendido una de esas formas lineales, que en la pintura se ha convertido claramente en una viga metálica destinada a la construcción de su utopía forzosa. Mientras desfilan por su cuadro ruinoso, con sus gorros de natación transformados en cascos de artillería, los tres nadadores olímpicos se esfuerzan al máximo por transportar ese vestigio simbólico de control. El estoicismo obstinado del líder y su pierna desconcertantemente azul, introducen una gran tristeza, ya que no parece haber razón alguna para que estén transportando la viga metálica, pese al hecho de que el título revela su propósito divino.
Pozo explica que la propaganda es particularmente eficaz como mecanismo de control porque los humanos necesitamos interpretar. La interpretación, en tanto que proceso de creación de narraciones coherentes destinado a experimentar una sensación falsa de seguridad, es un sistema de contención y de conquista. Ciertamente, la necesidad existencial de “entender” nos convierte en presas propicias de los designios ideológicos que se han construido para contenernos. Desplegando una praxis comparable con los trucos astutos de Wile E. Coyote de Looney Tunes, el artista describe la estrategia de su obra como “reflexiones basadas en el poder del lenguaje de las imágenes”. Igual que el inmanentemente condenado coyote de los dibujos animados, sin embargo, cuando Pozo monta sus artefactos hechos de imágenes, está igual de condenado que Wile a una vida entera de no alcanzar nunca a su esquivo Correcaminos. Cada pintura de Pozo es un episodio recurrente en el que la escapatoria de la jaula del lenguaje inevitablemente nos deja atrás.
Toda propaganda mira al futuro; todo dirige nuestra atención hacia alguna clase de “mundo feliz”. En la era comunista, los artistas eran los arquitectos del futuro y los pósteres de la propaganda empleaban la estética del constructivismo ruso, con sus formas geométricas, colores vivos y letras enormes que impulsaban hacia delante a los ciudadanos. Pozo considera que la propaganda del Occidente contemporáneo se despliega con eficacia en la mecánica ideológica de los videojuegos. Sin embargo, mientras que la agenda comunista era comunitaria, la de la autoproclamada democracia capitalista es el individualismo. El encarcelamiento ideológico de Occidente es particularmente insidioso -por no mencionar su eficacia-, ya que va disfrazado con los ropajes de la libertad.
La comunidad internacional de los gamers —como pasa con la mayoría de los ciudadanos del mundo libre— vive completamente entregada a la creencia de que sus miembros son libres. De que son capaces de crear sus identidades individuales online y de que tienen un “control” ostensible de sus acciones cuando interactúan literalmente con el mundo de cada juego. Y el videojuego no sólo no para de embutir la cultura en la pareja binaria competitiva de la victoria/derrota, sino que Pozo explica que se trata de dos caminos prescritos. El sujeto social embaucado sólo puede interactuar dentro de los confines fijados de una propaganda elegida con la vista puesta en el control.
Es bien sabido que el ejército americano usa videojuegos no sólo para desarrollar la destreza de los futuros pilotos de caza, sino también —de forma análoga a la estrategia de insensibilización de la población alemana durante el holocausto por medio de películas tan cargadas de odio como El judío eterno—, para insensibilizar a los soldados. Las imágenes de bombardeos que la gente posteaba con sus teléfonos en Oriente Medio durante la Guerra al Terrorismo, muestra a unos soldados insensibles a la realidad de los asesinatos que están cometiendo sobre el terreno, charlando entre ellos como adolescentes norteamericanos que juegan a “juegos” emocionalmente anestesiantes en sótanos de zonas residenciales, objetificando a los blancos humanos que tienen debajo y compitiendo para ver quién puede disparar a más. En las salas de estar de la patria americana, la serie Call of Duty se creó para obtener apoyo nacional a las guerras de Irán, Irak y Afganistán, y se puede decir que todos los videojuegos de combate normalizan el rol de la violencia de cara a sostener la democracia y el mundo “libre”.
Pozo me contó la historia de una puerta. Me contó que si los creadores de un videojuego crean una puerta, no les hace falta programar lo que hay detrás. La puerta nunca tiene por qué abrirse. La puerta también puede ser una frontera que separa el mundo del videojuego del “no-mundo” que hay más allá. En su pintura Via Lucis, sólo se nos muestra una escalera flotando en un bosque. La línea de salida es el borde inferior de la escalera, que es donde, al no haber otra opción, se ha programado que empecemos. Sólo se nos ofrece un camino —escaleras arriba—, de forma que no tenemos más opción que tomarlo. La parte alta de la escalera es incierta. Podría estar amenazadoramente interrumpida como un acantilado, igual que lo está el pie de la escalera o bien seguir adentrándose en la espesura. Podemos atender la sardónica advertencia de Hélène Cixous[1] y decidir “por encima de todo, no [adentrarnos] en el bosque” y volver a bajar; no hay puerta cerrada, somos libres de marcharnos. O bien podemos seguir subiendo, siguiendo nuestro camino designado a lo desconocido. En cualquiera de ambos casos estaremos entrando en territorio sin explorar. Como cuando se creía que la tierra era plana, nuestro libre albedrío sólo nos lleva a la única alternativa de caernos de lo familiar. En Via Lucis no hay necesidad de pintar una puerta, la salida está abierta de par en par y Pozo nos muestra que no hay forma de escapar de la mecánica que nosotros mismos hemos construido, de lo que nos ha sido dado; que estamos destinados a correr alborotadamente de un lado para otro.
En muchas de sus pinturas, Pozo disfruta enredando con la propaganda de su juventud. En El Hacedor aparece un hombre referencialmente apropiado de un póster de propaganda comunista. Está intentando hacer algo con unas figuras geométricas que, en caso de estar cumpliendo con su rol constructivista, ya deberían estar ocupando su lugar. Sin embargo, a pesar de la determinación alegre que le resplandece en la cara, el hombre parece estar pasándolo mal: cualquier organización estable de los palitos multicolores lo elude y algunos incluso, son lo bastante hostiles como para potencialmente sobrepasar los bordes de su marco o por lo menos chocar con ellos. Sus manos no tienen dedos y han degenerado en pezuñas o mitones, mientras las taimadas líneas se resisten a su propia linealidad e insisten en existir en forma de embrollo geométrico. Pese a todo, el hombre está perfectamente programado y apoyado en su fácilmente digerible paleta de colores apagados. Entrecierra los ojos y sonríe y mira con determinación lo imposible que, como a todos los que vivieron bajo el dominio comunista, se le ha prometido.
En tanto que representantes de la narrativa oficial de la historia, las superficies de Pozo exponen culturalmente y al mismo tiempo activan de manera pictórica la temporalidad inherente de lo que se supone tácitamente que ha de estar fijo. La pintura The Wall parece ser justamente eso, una pared, aunque es una pared que -por medio de un proceso pictórico de dilapidación- desafía su propósito estructural de contención. Como cuando se ha dejado entrar a lo que hay detrás de una puerta, se trata de una pared tridimensional; cuanto más la miramos, más atraídos nos sentimos, como si nos estuviera abduciendo una máquina del tiempo. A 33 Stripes, en cambio, se le han impuesto los principios de la contención. Las líneas son barrotes que activan la trampa que nos encarcela, y Pozo me contó que la elección del número 33 no tiene significado alguno más que el hecho de que le gustaba su tautología: la repetición alienante de una misma cosa. Aun así, a pesar del intento de encerrarnos dentro, algo está corroyendo los barrotes y todavía es posible escurrirse por los resquicios, a medida que sus superficies se deterioran y la historia, a la manera de un testigo no fiable, es puesta en entredicho.
Cuando los edificios de Pozo no han levantado el vuelo, están siendo absorbidos por un fondo de podredumbre beatífica, regurgitados y comidos. En Consecuencia de la ilusión, el contexto pintado se está vengando de la compartimentalización de un bloque de apartamentos comunista. A medida que el edificio es absorbido, el fondo avanza hacia el primer plano y parece que este “hogar, dulce hogar” de antaño esté siendo devorado vivo.
En Gateway encontramos un cobertizo siniestro. Si uno estuviera planeando hacer una visita a la campiña alemana, encontrarse con esta estructura histórica, desbarataría cualquier expectativa de lo pintoresco. Pozo me contó que, como parte de su estrategia de añadir un toque de realismo literal a sus construcciones obvias, pintó unas letras en el costado del cobertizo siguiendo el sistema de etiquetado de edificios rurales que había en la RDA. Independientemente de esta inclusión auto-reflexiva de una ordenación burocrática, el cobertizo tiene aspecto de haber sido estirado verticalmente hasta alcanzar una estatura fantasmagórica. El portal de Pozo sigue la tradición de hiperrealidad que encontramos en la madriguera de Lewis Carroll, donde las cosas se presentan como algo que no son a fin de ser vistas con más claridad.
En P-2 la niña es el edificio. Sin embargo, si esa niña reside ahí, ciertamente está transgrediendo el protocolo comunista de existencia espartana. P-2 es el nombre técnico que usaba la RDA para designar unas viviendas de cemento construidas para las masas, y la niña, cuyo semblante ha sido apropiado de una revista americana de alrededor de 1900, es bautizada irónicamente como la estructura en la que se infiltra. Engalanada con terciopelo, encaje y guantes de ópera –extravagantemente largos para proteger la piel blanca–, ese artefacto de inocencia fascina al artista en la medida en que la pureza, a través del vehículo de la niña, cruza todas las fronteras ideológicas. La praxis pictórica del falso collage que practica Pozo es particularmente tosca aquí y sirve para exponer el rol de intrusa de la niña por medio de los cortes abruptos que el pintor ha conseguido practicar con la pintura. Pozo me dijo que le gusta “romper la comodidad de la línea de visión a fin de irritar” -o agitar- la experiencia del espectador; ciertamente, la niña da la impresión de estar hecha del papel de revista del que ha salido y de estar a punto de desprenderse flotando del lienzo. Además, la superficie de su piel -como la de todos los niños que pinta Pozo- sufre la plaga de la temporalidad. En las culturas obsesionadas por una metafísica del progreso, los niños son postulados como la nueva generación, el futuro, y sin embargo los de Pozo están manchados de podredumbre; la carne que los representa encarna el hecho de que “la historia era el futuro”. La niña de P-2 está hermanada por la virtud con su camarada de Alemania del Este, y sin embargo, como un Goliat de Occidente, se dedica a mecer en brazos el balcón de un bloque P-2 comunista.
Pozo me contó que mucha gente le dice que su arte no parece cubano y me habló de la fuerte influencia que tuvo en su trabajo el hecho de abandonar el experimento sociológico de la revolución cubana. Me explicó que “el arte de Cuba depende del contexto local. Por mucho que el arte sea crítico, en Cuba no hay ningún arte que escape de lo efectos y las consecuencias de la revolución”. La obra de Pozo reside más plenamente en la diáspora, en la revolución personal que fue para él marcharse. Después de aterrizar en plena fricción entre lo familiar y lo no familiar en el Berlín post-comunista, las pinturas de Pozo son unos lienzos de déjà vu en los que el contexto se ve cerrado y la liberación es la incertidumbre.
Pese a todo, igual que sus cuadros no ofrecen estatismo alguno, tampoco se proporciona ningún apoyo biográfico de cara a interpretar su obra. La Cuba de las pinturas de Pozo reside en el huracán, en ese fenómeno metafórico y atmosférico que la gente de Cuba experimenta de forma regular. Sin embargo, la esencia del huracán no sólo habita Cuba. En la pintura Horizon, las miradas expectantes de tres mujeres comunes y corrientes están dirigidas hacia una mancha negra; ésta es la garantía de Pozo: una presencia amenazadora que todo el mundo espera sin saber qué dimensiones adoptará. El huracán se puede ver como lo que subyace a todo intento humano de contención y control, sea por medio de la propaganda del sacrificio personal en nombre del nacimiento comunista, o bien por la indulgencia egoísta del individualismo capitalista. La obra de Pozo existe en la dialéctica del huracán que, a la hora de la verdad, es la única síntesis a la que nos podemos aferrar.
[1] Hélène Cixous’ “Sortis”, en The Newly Born Woman. The University of Minnesota Press, 1986.
Galería
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La acumulación, la selección, la jerarquización y la asignación de nuevos sentidos, resultan, sin duda alguna, acciones sobre las que se orquesta la operatoria estéticacontenida en el trabajo del artista Fausto Amundarain.