Cualquier aproximación reflexiva (especulativa, al cabo) al más reciente trabajo de Santiago Torralba debe, por fuerza, atender a su accidentada relación con el mundo del arte.
Por una parte, toca no olvidar su apego anterior a la pintura, en una suerte de nuevo expresionismo abstracto que abandona al considerar su falta de rentabilidad en el orden de lo simbólico y en lo tocante a su eficacia y pertenencia discursiva. De otra, cabría necesariamente destacar su inmersión en el mundo de la gráfica, el diseño y el montaje de exposiciones, lo que le exige otra mirada que, aunque con cierta distancia, termina por convertirle en una especie de co-creador activo en la dinámica estética de los otros.
No siempre los datos biográficos ayudan a la crítica en la elaboración más o menos acertada de su exégesis; sin embargo, otras veces, esa información resulta, desde todo punto de vista, relevante.
De otra, cabría necesariamente destacar su inmersión en el mundo de la gráfica, el diseño y el montaje de exposiciones, lo que le exige otra mirada que, aunque con cierta distancia, termina por convertirle en una especie de co-creador activo en la dinámica estética de los otros. No siempre los datos biográficos ayudan a la crítica en la elaboración más o menos acertada de su exégesis; sin embargo, otras veces, esa información resulta, desde todo punto de vista, relevante.
Es precisamente de este último contexto desde donde afloran los elementos argumentales y los motivos (o desvíos) técnicos sobre los que se articula este nuevo repertorio de piezas. Espaldas y caras, es resultado, primero, de un accidente; segundo, de un ejercicio de integración, de manipulación, de mestizaje y de distorsión de la imagen que abraza el fragmento como una condición de sí, al tiempo que sustantiva la idea del espejismo y del engaño como premisas esenciales no solo del discurso del arte sino de la dramaturgia misma de la vida.
La imagen, o mejor decir la automirada, en el espacio de esta nueva propuesta del artista: se convierte en el epicentro de una reflexión que afecta, de golpe, varios ámbitos del debate acontecido en las discusiones sobre el arte contemporáneo y los estudios culturales. Uno de estos ámbitos, para mí entre los más importantes, es la mirada crítica respecto de la crisis de la representación, la revalorización del fragmento y la consideración del error como un hecho que genera, en sí mismo, discurso estético.
Si un rasgo alcanza a definir este nuevo hacer de Santiago Torralba, ese es, sin duda alguna, la identidad distorsionada. Un buen amigo me comentaba que esta propuesta del artista, según su opinión, la que considero mucho en virtud de su complicidad y cercanía al artista (él también es artista), respondía a una cuestión muy personal que gira en torno a la idea de reconocimiento y de descubrimiento (suerte de desdoblamiento) de un Santiago que explora nuevas maneras y busca con ansias su lugar.
Sin embargo, y aunque mi amigo lleve razón en todo ello, creo que lo palmario y evidente de esta interpretación podría reducir el alcance de esta obra a un contexto lectivo que sofocaría la activación de una amplia producción de sentidos. En efecto, estas obras seguramente remiten a ese Santiago Torralba que se mira una y otra vez organizando, desde la misma idea del fragmento que nos devuelven los espejos y los contratos que resultan de las relaciones sociales y personales, una noción más acabada de sí mimo.
Todo ello es, antes y después, posible y pertinente. Pero yo —personalmente— me inclino más hacia un tipo de especulación culturológica en el que estas «falsas imágenes», puedan ser leídas en su enfática y conflictiva relación con el mundo de la cultura y con los problemas y preocupaciones que, per se, dibujan un mapa discursivo autónomo.
Este trabajo, más allá de sus posibles relaciones con el yo del artista, habla —con amplitud y destreza— de ese paradigma barroco de la contaminación, de la mezcla y del fragmento que nos afecta a todos: una especie de escenario sinuoso en el que la máscara adquiere mayor rentabilidad que el rostro.
El exceso de información, el exceso de evidencia, la multiplicación de espejos no ha hecho sino, paradójicamente, generar un conflicto de identidad que roza lo patológico y activa la prescripción de unos rancios modelos de actuación que devienen en reglamentarios y en estériles. No por gusto mencionaba antes el accidente y el error. Ellos, por sí solos, se convierten en el argumento y en el pretexto de esta nueva figuración. Podríamos hablar, en tal caso, de una «estética del error» que suscribe el disparate contemporáneo donde el sujeto y el yo han sido desplazados por sus modelos ilusorios.
En un alarde de interpretación crítica, muy loable, por cierto, el artista Juan Membrillo, señala: «Espaldas y caras es un proceso en sí, que identifica unos antecedentes pero no reconoce una finalidad, es un proceso de experimentación entre lo pictórico y lo digital, un dialogo del encuentro con el descubrimiento del ser, un procedimiento de localizar una identidad mutable a través de la estética del error donde lo imprevisible, la codificación aleatoria y la desfragmentación constituyen un triunfo sobre la armonía y el control.
Si algo está latente en el proceso creativo de Santiago Torralba de un modo perturbador a la vez que inteligente, es el binomio multiplicidad-unicidad, dado que manipula procedimientos industriales, diseñados para la producción en masa, creando obras únicas, que ni tan siquiera la maquinaria con las que se han creado podría volver a ejecutarlas, debido a la intención de hacer errar al software en su lectura de los códigos.
El fallo se convierte en hermoso, en único, en irrepetible al apreciarse como si de un cambio de impresiones se tratase, visualizando la belleza del proceso fallido en un intento tras otro por comprender el presente. La muestra se convierte en un eje sobre el que girar, dar la cara y la espalda, cubrir y descubrir al mismo tiempo».
Este texto de Membrillo subraya un grupo de términos que resultan esenciales para comprender el trabajo de Santiago Torralba, revelando, de paso, el modus operandi de su ejecución técnica. Destacaría, especialmente, los vocablos «código» y «fallo». Esta nueva producción responde y se mueve en esa polaridad. De ahí que se me antoje como necesaria y urgente la proposición de leer esta obra desde otras coordenadas axiológicas que amplíen el ramillete semiótico de lecturas capaces de satisfacer más la polivalencia expedita de estos signos.
Una simple mirada a la existencia del sujeto revela, de facto, su conversión en dato, en código, en número. Cada vez, peligrosamente, el ser se ve desplazado por sus elementos identificatorios: la publicidad sepulta al sujeto real en la búsqueda de sus modelos ilusorios, el arte se inventa absurdas metáforas de felicidad o enmascarada del dolor ajeno y para los sistemas sociales importa más el deber ser que el ser mismo.
Quizás, por ello, este trabajo no sea solo, o no únicamente, el conjunto más o menos estructurado de unas piezas en función de un tema. Es, más que eso, un ensayo de interrogación, una suerte de radiografía de la realidad que nos habita y que habitamos. Estas láminas, al margen de su esteticismo, señalan, con fruición y con espesura, la dimensión caleidoscópica de nuestra identidad en el espacio mega-textual que generan los dispositivos industriales y los mecanismos de señalización/reducción/nombramiento.
Estas láminas, insisto, se convierten el espejo maldito de Dorian Gray o en el estanque de Narciso. Me posiciono frente a ellas y solo veo yo fragmentado y en fuga.
Espero, paciente, la vuelta de mi rostro ahora multiplicado en muchas posibilidades.
Galería:
Ginés Liébana: mis zapatos verdes
Ginés Liébana es un tipo pervertido y perverso. Lo es porque mientras que otros se dedican a citar o a reverenciar al modelo de la fascinación y de la admiración, él fagocita, expolia y redefine esa usurpación de los maestros de ayer para convertirse en un Dandi de hoy.