Puesto a validar, siendo ésta una de las funciones esenciales de la crítica, o al menos una de sus consecuencias más inmediatas, he de decir que el artista argentino, Tadeo Muleiro, está entre los mejores artistas de la escena latinoamericana del arte contemporáneo.
Su obra se sitúa en esa intersección y solapamiento de fronteras que promueven: de una parte, la recuperación de la narrativa mitológica como estrategia emancipatoria frente al desgaste ideológico y la anemia afectiva; de otra, la restitución del paradigma estético del arte, dispuesto a la consagración del oficio y la predisposición eficaz de los enunciados.
Es precisamente en el ámbito de la dimensión lúdica, y a tenor de esto último, donde reside el sentido más amable de su poética, lo mismo que su impulso más subversivo.
Seguramente por ello, el resultado de su construcción estética, que deviene en caleidoscópica y cubista, no sea otra que esta extraña y fascinante puesta en escena en la que reina —a sus anchas— el teatro de la cordialidad. Un espacio de digresión permanente y de fabulación sin límites en el que se traba una compleja relación —a ratos tensa— entre la resurrección alquímica y la ejercitación antropológica. Siendo Tadeo, en puridad, ni una cosa ni la otra. Su obra, extraordinaria de por sí, hipoteca la rentabilidad simbólica y discursiva de ambas nociones, proponiendo un ensayo de posibilidades infinitas para la propia práctica del arte y sus derroteros.
La enormidad de un artista no se descubre en la capacidad técnica, menos aún en la aceptación tácita de un modus operandi que responde a la inflación impuesta por las modas o por las corrientes de turno. El signo mayúsculo de un artista está determinado, con mucho, por su facultad para imaginar y fundar nuevos mundos, nuevas narrativas, muy otras escrituras que afecten —si acaso— a este tiempo nuestro, desquiciado y esquizofrénico. Bulimia de producción y anorexia de sentidos parecen ser los síntomas más visibles del actual momento del arte.
Frente a ellos, sin duda, se levanta el discurso de Tadeo. Su grandeza se localiza en el cruce, tan inteligente como audaz, del imaginario simbólico de lo autóctono con las dinámicas de actuación y las demandas conceptuales de las prácticas artísticas contemporáneas. Una yuxtaposición y un cruce (también podría ser una cópula) que no admiten a trámite la presunción de falsas recuperaciones del legado ancestral, así como la estimación convaleciente del artista en tanto que antropólogo.
Creo, y lo afirmo con convicción absoluta, que la obra de Tadeo está muy lejos de inscribirse en los fundamentos de la alquimia (aunque tenga mucho de ella), ni en los enclaves del accionar antropológico (aunque cierta operatoria de sentido así puedan refrendarlo).
Su poética no emula, no concierta, no esgrime un mapa del reciclaje de lo anterior a modo de ejercicio ecuménico o de blindaje ontológico ante el reclamo de tantas defunciones intestinales e intempestivas. Muy distinto de ello, contrario casi a lo que la evidencia promueve como sospecha, su discurso responde a la exigencia de una verdad focalizada en la primera persona, en el lugar del yo. Se trata de la generación de una suerte de mitología personal e íntima en la que todo ese bestiario, toda esa fabulación, toda esa narrativa, no hacen sino relatar pasajes de la propia biografía del artista. Pero, sobre todas las cosas, asistimos a un acto —entre performativo y delirantemente lírico— en el que la extrañeza, la fascinación, la manipulación y el desvío retórico, se visualizan como instrumentos de narración y de especulación ciertamente contundentes.
Tadeo es un artista lírico por excelencia, un hacedor de metáforas, un dispensador de puentes. Su gramática artesanal desautoriza la engañosa inversión de paradigmas tan venida a menos entre hornadas completas de artistas contemporáneos que gestionan una falsa alteridad en beneficio de la rentabilidad mediática (y crítica) de la obra. Si algo resuma su propuesta es honestidad confesada, autenticidad más allá del ardid y de la pose. La cosmética no es su ideología; la esencia sí.
Podría hablar, si se me antoja, de un cuerpo travesti y barraco al referir la densidad corporal/estructural de su discurso. Esa mixturización conveniente y catártica, establece un diálogo con el tiempo, el tiempo eóntico, el tiempo universal, el tiempo de los cruces y de las superposiciones pretextadas. Ese tiempo narrativo que cifró el destino de nuestra cultura, lateral y deseante, cimarrona y siempre en fuga.
Tadeo tensa la dimensión mítico-simbólica-personal en la textura misma de la obra, advirtiendo así de la capacidad lúdica y connotativa del signo estético. Ese cuerpo travesti y barroco es, entonces, la manifestación expedita de un gesto de indagación, de exploración y de restitución de ciertas raíces constitutivas puestas al servicio de una particular hoja de vida.
Al término, lo que importa a Tadeo, o eso parece, es el empoderamiento de la voz, la suya, para interpelar el horizonte de expectativas, de ansiedades y de purgaciones de este mundo nuestro. No podría decir que existe, per se, una voluntad política en este trabajo, pero sí podría afirmar que habita en él, en su centro, un deseo de cuestionar, de advertir, de proponer un comentario crítico que afecta a la esterilidad de cualquier tipo de perfil esbozado como abecedario de identidad consumada y cerrada.
Definitivamente, su obra no remite a acontecimientos concretos, ni a tradiciones específicas, ni a eventos coyunturales susceptibles de un registro riguroso que responda a la pragmática de la evidencia o a esa rara inclinación del sujeto escéptico que solo cree en aquello que ve.
Su obra, mejor aún, es literatura ficcional que rinde tributo al rito de la metamorfosis, de la transformación, de la dislocación temporal y refractante, deseosa de desterrar las nociones eurocentristas y logocéntritas de la razón instrumental moderna, para situar a los interlocutores de su obra en otro espacio de entendimiento y de comprensión de las funciones del arte.
La escritura de Muleiro es caprichosa y libre, lo es en la misma medida en que sus referentes reverberan de un modo abrasivo y exponencial en la hechura de sus piezas. El universo de sus personajes, construidos desde la fragmentación y la oportuna discontinuidad, certifican la urgencia de esa demanda lezamiana que subraya la necesidad de otorgar a “los efímeros una suntuosa lectura de su transparencia”.
Por esa vía de la metamorfosis poética se arriba, indefectiblemente, al paradigma sincrético desde el cual se organiza toda la sintaxis de su discurso. Y no hablo de esa noción limitante del sincretismo como mezcla, como orgía referencial de elementos superpuestos y encontrados que conducen al manierismo y al mestizaje; hablo, distinto de ello, de un mecanismo continuo (y contaminado) de relaciones simbólicas entre el ayer y el hoy, el pasado y el presente. Es desde ahí, desde esa interrelación insinuante y provocativa, que la obra de Tadeo consigue la tan deseada trasfiguración estética de las fuentes y el reordenamiento enfático de los signos.
Lo que queda, parece decirnos la obra, es materia sacralizada, verbo encendido, mestizaje interpelante, cordialidad de lo opuestos, cercanía de los márgenes, aproximación de las antípodas, salvación y restitución de un presente que debe (tiene) que amar su pasado.
Muleiro es un artista profundamente erótico. Lo es porque hace de la obra y de su consumación en hecho fáctico, un ritual de la aproximación y de la persuasión. Gestiona las maniobras del coqueteo con la herencia sociocultural al tiempo que establece los mecanismos de insinuación y de roce entre cada uno de esos elementos, entre cada una de esas historias, llegando, al final, a la ceremonia y al festín de la cópula.
La obra de Tadeo deviene —entonces— en el espacio soberano de lo legible. No porque ella se convierta en la literalidad de lo real y de lo evidente, sino porque se consagra, en su misma autonomía, como esa zona liminal, medial que hace enfática la conflictiva relación que existe entre lo real y lo posible.
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