Mi amor es como una fiebre, siempre
alargando aquello que más largamente
nutre la dolencia.
William Shakespeare
Hay un estigma que hermana a las mujeres, a quienes sus amantes han abandonado: el miedo y la tristeza. Tienen la misma indefensión, cuando el objeto amado apenas alienta y no corresponde a la pasión amorosa.
El hombre no siente ni experimenta igual; no se deshace en el punzante ardor, no muere en espíritu. Muy al contrario, se abstrae del sentimiento que provoca y se lanza hacia otra búsqueda. De hecho, en una ignorancia calculada, brutal, se aparta conscientemente, sin reparar en el estropicio causado.
Angelina Beloff, primera esposa de Diego Rivera, se queda sola en París. Era una mañana de luz gris y la estufa apenas tenía carbón. En la alacena quedaba un pedazo de pan y un poco de puchero se calentaba a fuego bajo.
Su amor se marchó temprano. Ella no pudo partir hacia México, el dinero sólo alcanzó para comprar un boleto. No volvería a ver a su marido hasta más de una década después.
No sospechaba nada malo, ella se animaba pensando en que se juntarían pronto. Recurrió entonces a escribirle, con la fe en un futuro en el que se reunirían, en una tierra desconocida, de la que se sentía parte. En total, fueron doce cartas, escritas entre 1920 y 1921.
La narradora Elena Poniatowska, quiso rediseñar su correspondencia con Diego a partir de la ficción Querido Diego, te abraza Quiela. Y de esta manera reivindicar una voz opacada por la fama del pintor.
Lo verdaderamente cruel es que él nunca contestó (sólo enviaba ayuda monetaria), ni siquiera por lástima o por cortesía. Algo peor, porque en la incertidumbre se forjan pensamientos, conjeturas, que bien podrían aportar un resquicio y sostener la espera.
Es la inutilidad que el tiempo le asigna al amor y paraliza a los que aman. Ese no saber alimenta y hasta se fortalece con el desapego. No importa que el objeto amado sea casi evanescente, como un fantasma. Sucede que luego se vuelve tangible, abraza y susurra. Y finalmente, es una figura de cera con un sexo.
La autora mexicana aborda los textos de manera subjetiva. En ellos prevalece un mensaje implícito, un alarido entre líneas que va develando las capas de un ser que se impone y que, sin embargo, da la impresión de que ostenta un carácter servil, plegada y anulada ante el macho alfa; incluso, como artista independiente. Angelina era pintora, grabadora e ilustradora.
¿Novela epistolar, alejada de las anteriores obras de Poniatowska, con sus personajes marginados y sufridos? No, la premisa sigue siendo la misma: el dolor es una planta que se yergue y vigoriza, con una estructura humana, y en tal humanidad la hembra-madre es la protagonista.
En una de las cartas, habla sobre el fallecimiento de la criatura, el hijo de ambos. Diego no reaccionaba, aquel pavoroso evento le resultaba un disgusto. No se le podía incomodar con la mano fría de la muerte posada sobre la suya.
De modo que la creación estaba en primer lugar. El artista se erigía como un Dios inerte, sin misericordia ni lágrimas. Y Quiela comprendía aquella superioridad. Así, se expone como una víctima, en un arquetipo de mujer y esposa que renuncia a todo por estar cerca de él.
Dice: “después de todo, sin ti, soy bien poca cosa”. O esto: “incluso ahora, me conformaría con mezclar tus colores, limpiar tu paleta, tener los pinceles en perfecto estado, ser tu ayudante”.
Acaso pasar silenciosa y no molestarlo, mientras él trabaja todo el día. En la noche, inevitablemente, podrían charlar de otras cosas.
Su anhelo urgente es vivir en México. Tener una vida bajo aquel cielo y naturaleza ardiente. Olvidar su propio idioma, hablar en español. Ella lo nombraba cariñosamente: Chatito.
Por otro lado, en otra carta se refiere a su veneración sin prejuicios cuando sirvió de mediadora con un dinero para Marevna Vorovev, que fue modelo de Modigliani, con la que Diego tuvo un romance y nació una niña.
Si miramos desde afuera, quizás nos parezca absurdo gastar tantas palabras, tantos días y noches, en un hombre que no merecía odio, ni siquiera repulsión. No obstante, cualquier mujer que se encuentre bajo un influjo similar, puede reconocerse en estos pliegos.
Tal intimidad sólo nace de las grandes pasiones. Del desengaño compartido brota una transferencia ineludible: Poniatowska es la Beloff, y nosotras somos ellas.
Nos escuchamos en sus parlamentos desgarradores. Pero, finalmente, nos rebelamos por inanición y por cansancio, aunque todavía arrastremos la cadena con las manos sangrantes.
La representación de lo surreal imprime una extraña belleza, Quiela, con fiebre y asolada por la nostalgia, comienza a transmutarse. Se mira y ve como su cuerpo se hincha, se vuelve gordo, como un globo. Tiene los ojos saltones, su piel es aindiada y sus cabellos rubios ahora son negros y lisos. Se toca el cuello y siente una papada. Es un hombre. Es Diego.
La fiebre es tan alta que se desmaya y, a la mañana siguiente, amanece al lado del caballete, tirada en el piso. En realidad, cae enferma con pulmonía.
Un constante soliloquio la remonta a un pasado de una felicidad construida que deja de lado el engaño, los actos violentos y el egoísmo de Diego. Obnubilada por el amor, no puede juzgar al tipo ruin que sólo le envía un poco de dinero y ninguna frase amable. Vive en la precariedad, a veces menciona dejar la pintura y trabajar de institutriz o dactilógrafa.
Representaciones pictóricas subyugantes, recuerdos que atenúan su desgracia, le dan una sublime fortaleza. Todas son marcas espirituales.
Aquella visita al Louvre, la solemne misa en la iglesia, los rostros que cantan en el coro, el apego a las ceremonias religiosas con sus exquisitas comidas en San Petersburgo.
Asimismo, emerge su padre, quien la apoyó en sus estudios. Su tía Natasha, a la que anhela por sus cuidados, mientras vivió en París. La época estudiantil en las academias de arte y su afán por lograr la perfección. Todos estos sentimientos y percepciones enriquecen las epístolas, las vuelven poéticas y creíbles.
El juego de Poniatowska es necesario. Para escribir estas cartas se basó en la biografía de Bertram Wolfe, La vida fabulosa de Diego Rivera, con eventos, nombres y fechas reales.
Sin embargo, Wolfe no aquilató a Beloff como se lo merecía, y define su arte como menor. Alega que era solitaria y melancólica, y no entiende por qué se aferraba a alguien que ya no la necesitaba.
Probablemente, Rivera sí la amó en sus primeros años juntos, consta en unas cartas, y quizás lo podrían decir los que estuvieron cerca de la pareja.
Para el biógrafo Wolfe, el artista nacido en Guanajuato, el genio muralista y vinculado al comunismo, era un tótem inamovible, el creador de una obra extraordinaria. Pero Poniatowska se encarga de rescatar a Beloff, no solo como fiel esposa, sino como artífice femenina.
Dueña de una sensibilidad poco común, posteriormente, sorprendería en México, cuando trabaja como docente y gestora del Teatro Guiñol de México; país al que se traslada en 1932, y en el que residió por tres décadas, hasta su muerte.
Allí escribe sus memorias, en las que describe la etapa de feliz con Diego Rivera, cuando residían en Toledo; en aquella casita hermosa y simple, donde hubo alegres veladas con los amigos.
Los dibujos, acuarelas, pinturas al óleo y los grabados en madera de Beloff, nos dejan un delicado imaginario, una simbología que la acompañó: flores, sirenas, teteras, samovares, castillos y paisajes. También, elementos de la lejana Rusia, como los trineos y las cúpulas que apuntan al cielo. De carácter religioso, está la Visión de Santa Teresa de Jesús. Una obra en que el fervor se une a la tradición del pueblo.
La luz de París y los canales de Brujas fueron motivos plasmados en sus cuadros. En México, hizo La Avenida de Hidalgo, Camino a Cuautla, y algunos retratos.
Me atraen, indefectiblemente, dos de sus obras: Maternidad, donde hay una madre que amamanta a su hijo y un gato. Tal vez sea una visión de sí misma. Y La casa sobre el puente. La misma imagen, aunque colorida, fue pintada por Diego Rivera, pero la suya difiere notablemente: es fantasmagórica, como la evocación de un cuento de Edgar Allan Poe.
Tras el puente, se alza una arquitectura dantesca: las ventanas son ojos negros, hundidos y deformes. Los altos muros ostentan relieves grotescos. El claroscuro provoca una sensación inquietante de miedo y vacío. Al mismo tiempo, al observar el lúgubre paisaje, deseamos atravesar el puente y entrar en la mansión, a riesgo de no salir jamás.