Así se sientan los hombres

Puse música de jazz, suave, esa música que no transmite emociones. Esa música que está de moda amplificar en cafés de lujo. 

Parecería que el lujo, lo sofisticado, carece o lo han desterrado de sentimiento. Es la venganza de los pobres, cuando ellos hablan de las personas que han ganado una fortuna, o han podido hacer un buen negocio, casi siempre terminan diciendo que son malos hijos, tienen mal carácter, o tiene mal sexo.  

La trompeta en esta pieza suena tierna, cosa rara, suena amanerada, sin carácter, como esos seres que he terminado odiando porque adormecen sus vicios, sus obsesiones, sus manías. Tratan de adormecer sus oscuridades. 

Yo, en cambio, quiero a los histéricos, los intensos, los pasionales, los impulsivos. Aunque debo reconocer que no soy así, pero uno ama a lo que no se parece a uno. Uno ama lo que anhela ser. 

En esta ciudad nadie se grita de un extremo a otro de la calle, son demasiados correctos para algunas cosas. Andan con bolsas plásticas para recoger la mierda de sus perros. Los veo felices al sacar de los bolsillos del pantalón, o de la cartera, el plástico para recoger la porquería perfectamente modelada por los intestinos de sus perros. 

Creo que los perros al ver a sus dueños hacer estas operaciones, ríen diciendo para dentro: “Te he hecho recoger mi mierda”.

Es humillante solo oír la frase, repito: “Te he hecho recoger mi mierda”. Sin duda es placentero también oír esas palabras.

Ha pasado un año de la noticia. Llegó cuando estaba en el auto con mi amiga. Sé que debo escribir este texto, no para justificarme, eso no sería mi naturaleza. Yo nunca me justifico, ni necesito la aprobación de los amigos. Yo me alejo, me voy, huyo.

Por eso no reclamo, ni pido disculpas. 

La voz de su hermano, mi tío, entró después de varios rechazos. Una voz familiar, una voz extraña. ¿Nos quisimos? ¿Alguna vez quise a los hermanos de mis padres?

Llevo tres vasos de agua tomados. Bebo agua mientras escribo, trago el líquido para que bajen las palabras. Me aparto del texto, me invento pretextos para no seguir escribiendo, para dejarlo allí y no enfrentarme con él.  

“Te voy a decir algo. Prepárate, ponte fuerte. Lo estábamos esperando: se murió tu papá, Orestico”. 

Sonó mi segundo nombre, el segundo nombre que no uso, en diminutivo. 

Han pasado 12 meses y es ahora que puedo escribir de él, antes no lo hice. No escribí de él cuándo me lo pidió, cuando me lo reprochó en medio de la presentación de un libro.  

A su lado, respiraba tensión, aun cuando todo estaba bien y reíamos, aunque en realidad pocas veces reímos juntos. Su presencia era como la de un policía: siempre buscando el error, la falta. 

Sé que para los dos nuestra relación fue difícil. De niño, no fue así. De niño, yo veía una foto de él. Estaba en un río, el agua caía detrás en una pequeña cascada. Él estaba subido en una piedra redonda, resbaladiza por el paso del agua. 

Lucía una trusa, el pecho al descubierto. El hombre de la foto era mi padre. Tenía mi edad ahora, se le veían unas piernas firmes, unos muslos musculosos, tenía un tatuaje en la pierna derecha. Una virgen realizada con trazos gruesos. 

Ese tatuaje fue motivo de una pregunta recurrente en mi infancia, ¿por qué mi padre estaba tatuado?

El color de tatuaje es de un azul humo, el típico color de los tatuajes antiguos hechos con muletillas. 

Llevaba gafas oscuras, el peinado es de una raya a un costado, perfectamente moldeado el cabello. La foto es en blanco y negro, de cartulina granulada, por eso no se ven los detalles.  

De niño, yo quise ser como él. Quise tener un cuerpo como el hombre de la foto, su voz grave, sus manos grandes de dedos gruesos. Manos de hombre. 

Yo de niño quise dar golpes, ser violento. Esto es difícil de decir, pero es cierto. 

Lo vi pelear en tres o cuatro ocasiones, vi cómo les partía la cara a los vecinos. Fui feliz en esos momentos, cuando veía a mi padre golpear a sus contrincantes. Fui feliz al ver la sangre salir de la boca de los perdedores. Cuando veía a mi padre ganar, en ese momento era feliz.

En el barrio se resolvían los problemas a puñetazos, nunca usaron cuchillos. Ninguno quería matar al otro, las peleas eran como los castigos que recibíamos los muchachos del pueblo. 

¿Cuándo fue que mi admiración por el hombre violento que fue mi padre empezó a desaparecer?

No tengo una fecha exacta, ni un suceso. Sé que es difícil definir los hechos. Pero de algo estoy seguro: mi admiración por mi padre fue mermando en la medida en que fui creciendo. 

Por eso no creo que los niños sean sinónimo de bondad. A mí, de niño, me gustaba ver la violencia. La buscaba, la provocaba, no era el único. 

Cazaba lagartijas y las echaba a pelear, veía como se prendían de los cuellos, las dos contrincantes mordiéndose fuertemente al unísono. Eran momentos de mucho dolor para aquellos animales y de mucho placer para el niño que fui. 

En realidad, la violencia de aquella época era algo natural, pero no lo sabíamos. Aquellos días eran más violentos que estos, aunque en esta ciudad asesinen a 25 personas a diario.

La sangre era común en mi infancia. Siempre en el barrio un niño se caía, llegaba a partírsele un brazo, las piernas. Algunos se le fracturaban gravemente la cabeza. 

Eran llevados al hospital en los casos peores. Le oía decir a mi madre: “Otra vez a fulanito o menganito se le partió un brazo o una pierna”. 

Ahora los niños crecen sin la experiencia del dolor, del riesgo, del peligro. Por eso más tarde serán hombres y mujeres cobardes. 

Al carpintero del barrio la sierra le cortó de tajo tres dedos de la mano derecha. Yo jugaba con unos trozos de madera en su taller. 

Me han gustado siempre las personas mayores. Ahora me veo yendo a una carpintería a comprar trozos de maderas, no han cambiado mis días. 

El olor de la madera me gusta, me gusta más que el olor de las flores. El olor de la madera es un olor a macho, a sudor, es varonil. 

El carpintero tenía unos 55 años, usaba espejuelos. Sé que debió ir al oftalmólogo, debía cambiarse sus lentes. En un descuido, la sierra de doble hoja y de dientes filosos le cortó de un tirón los tres dedos de su mano derecha. 

Yo vi caer esa parte de su cuerpo, vi cómo los dedos rodaron por el aserrín, tintos en sangre, pegándosele virutas de madera, igual a cuando se empaniza un bistec de pechuga de pollo. 

El aserrín absorbía la sangre. El hombre no dijo nada, no se alteró. Supongo que sentía dolor, pero en su rostro no había indicios de ese dolor. 

Agarró de un tirón un trapo sucio del taller, lleno de polvo y grasa de los motores, y se tapó los mochos que le quedaban en la mano. Salió en busca de ayuda. Yo me quedé con la parte de su cuerpo cortada, los dedos empanizados de aserrín. 

Quise lavar los pedazos de aquellos dedos, quise tocar las uñas toscas, acariciar la callosidad. Pensándolo bien, esa fue mi primera experiencia con lo muerto. 

Quise meter mis dedos por entre la piel de los dedos cortados, sentir el filo del hueso rebanado por la sierra. 

De niño, ayudaba a sostener un caldero debajo del cuello de los cerdos. Mi padre, o cualquier otro hombre, le daba la puñalada al animal. 

Eran cerdos lindos. Cuando lo matábamos, había fiesta en casa. Parece que es necesario matar algo para que aparezca la felicidad.

Por ese motivo se sacrifican palomas, carneros, en los rituales. Por eso muchos van a las corridas de toro o a las peleas de gallos. Por eso tiene tanto éxito el cine de acción: ver morir o matar es un goce.

Los cerdos chillaban. La sangre caliente salía a borbotones. La música mariachi se amplificaba. Debajo de la mata de mango, el agua hierve para pelar al cerdo asesinado. 

Se debe echar sal a la sangre para que no se coagule. Desde pequeño yo vi esos rituales de fiestas. Desde pequeño, escuchando palabras que no sabía muy bien su significado: puñalada, sangre, coágulo. 

La sangre siempre huele igual. Lo comprobé aquí. Pasaba por una calle, habían matado a un policía. El olor de la sangre de esa persona me recordó a mi infancia, a aquellos rituales de fiestas, al cerdo apuñaleado. 

Yo me quedaba horas mirando la espuma de la sangre, abanicando con un cartón para que no se acercaran las moscas. Era el trabajo que más me gustaba hacer. 

Ese día, después de los tragos, algunos hombres del barrio se daban unos puñetazos. No se bebía cerveza, ni ron embotellado con etiquetas. Se bebía un ron fuerte, “chispa de tren”, “guarfarina”, un ron artesanal que vendía una vieja tres casas más arriba de la mía. 

La vieja era súper flaca, pensé en muchas ocasiones que se fuera a partir por las fuertes ráfagas de aire. Parecía un cadáver. Lo raro es que no estaba enferma, no tosía ni se quejaba, a pesar de su edad. 

Ella no representa la vejez que ahora vemos en redes sociales. Hace años envejecer era un tránsito natural a la muerte. Las personas aún vivas ya tenían aspecto de muertos. A veces, yo pensaba que habían salido de una tumba. 

Fui el primer hijo. Tuve que vivir la parte joven de mi padre. Los inicios siempre son salvajes. 

No sé qué hice con los pedazos de dedos cortados del carpintero. Seguro los perros que merodeaban el caserío se los comieron. Esos perros eran grandes, bravos. Tenían los ojos azueles y el pelo negro. Ladraban de noche, se llevaban bien con todos en el barrio. Todos querían a esos animales, menos yo. 

Eran perros que caminaban con el sexo afuera, un sexo rosado que chocaba con las hierbas altas, con las hojas con filo. 

Las gentes querían a esos perros porque de noche cuidaban al pueblo. Yo los miraba fijamente a los ojos, ojos azules, esferas que estarían muy bien en un par de aretes o en un collar. Otra vez la bestialidad tenía cosas hermosas.

En esa época, mi padre ganaba dinero. Viajábamos mucho. No habían nacido mis hermanos. Nunca sentí celos de ellos. Cuando nacieron, sentí alivio: ya no era el único. 

Otros más pequeños necesitaban de cuidados, de tiempo. Yo podía estar solo. En realidad, siempre he buscado el abandono, el abandono que busco es como estar en medio de una vasta llanura, sin rumbo, tratando de encontrar un sendero. 

Saber que nadie está atento a ti es demasiada libertad. Nadie espera nada de ti, no tendrás que escuchar o dar opiniones. Es un placer comparable con la droga, soy un adicto a ese abandono. 

Hacer dinero es el centro de muchas vidas, también fue el centro de la vida de mi padre. Por lo menos, en su primera etapa. 

Desde muy joven se esforzó por salir de la pobreza. Tener solvencia económica te desata las manos, manos que en muchos casos están atadas al ejercicio de alguna habilidad, o algún oficio. 

En realidad, no éramos pobres, pero él siempre se esforzó por tener más. No lo logró. 

No solo fue el hombre hermoso y fuerte de joven, también fue el único que pudo llegar a comprarse una camioneta en el barrio. Salir de vacaciones a hoteles, a otras provincias, era un verdadero lujo. Yo, en ese sentido, fui un niño privilegiado. 

Desde pequeño, el viaje marcó las etapas de mi año lectivo. Miraba por las ventanillas de los trenes, dejando atrás casas, carteles de lugares pequeños y de grandes ciudades. 

Para muchos, separarse del lugar de nacimiento significa una enorme nostalgia. Para mí, no. Yo siempre quiero irme, el lugar común de mi amor es el desprecio. 

Tener poco dinero te brinda una vida práctica: el queso es el queso más económico; la ropa es la ropa usada, de segunda; la comida es la comida más barata. No hay elección. 

Pero no siempre es así. Muchos de mis conocidos aparentan tener dinero, ser personas solventes. Compran para que los vean comprar, las tiendas y supermercados están hechos para que puedan adquirir algún artículo. Dentro de esas tiendas, te sientes más cerca de salir de ese círculo infinito que es la pobreza. 

Mostrarse vulnerable económicamente, para muchos, es demasiado. Prefieren llorar por la pareja, llorar por la muerte de una mascota, o porque el geranio amaneció con las hojas caídas. Pero reconocer públicamente que no tienen dinero para comprar esto o aquello, eso, eso es degradante. 

Para ellos, la debilidad económica es más patética que la falta de carácter o las temporadas depresivas tomando ansiolíticos. 

Lo he comprobado, detrás de esas fotos esplendidas, de esas sonrisas, con brackets que delatan la cantidad de dinero que invirtieron es esos tratamientos. Detrás de esos cuerpos espléndidos, tomando sol en alguna playa del Caribe, en piscinas, discos, o conciertos; detrás de todas esas poderosas imágenes, se esconde la debilidad de mostrarse pobres. 

Yo de niño fui como ellos, sin saberlo. Yo tuve muchas más comodidades que mis compañeros de aula. Me sentía superior a ellos, pero también era el solitario, el que no tiene amigos. El que pensaba sobre mis compañeros de clase, que no podían salir de vacaciones. 

No tengo recuerdos de aquellos viajes. Fotos, por ejemplo. Algo que constatase aquellas experiencias. 

Ansío tener dinero para comprar libros, para comprar materiales de arte, para tener un apartamento amplio de paredes altas. El detalle de las paredes altas es innegociable. El techo debe estar lejos, unos cuantos metros por encima de mi cabeza. 

Ansío tener dinero para salir de fiesta. Me parecen súper triste las reuniones entre amigos, siempre terminamos en sesiones de sicoterapia. 

Ansío tener dinero para viajar a otros países, solo por visitar museos y ferias de arte. Las comodidades de una vida doméstica no son mi prioridad. Hace unos años se era feliz sin pruebas, sin publicar ese sentimiento. Probablemente no éramos del todo felices, como ahora. 

No recuerdo haber visto alegres a mis padres. No recuerdo que me dijeran: “te quiero, hijo”. Creo que en aquellos años no se decía el amor, pero eso no quiere decir que no me quisieran. 

No sé si sostuvieron largas conversaciones. Oí como hacían el amor en varias ocasiones. 

En esa primera casa, la casa que siempre recuerdo, yo dormía prácticamente en el cuarto de ellos. Las dos pequeñas habitaciones se comunicaban por una estrecha puerta con superposición de paredes, de forma tal que no había que utilizar cortinas. 

Los sonidos de la práctica del sexo de mis padres han sido los más temerarios sonidos de sexo que he escuchado. Oía a mi madre más que a mi padre. El sonido de mi padre aparecía al final, en el momento del orgasmo. Era un suspiro fuerte, como si hubiera podido llegar a alguna meta. 

Después, no los escuchaba conversar. Mi madre se iba al baño; él se quedaba en la cama, dormido. Los dos dormían de espaldas, en un extremo de la cama, tratando de no tocarse. 

Mi madre pasaba por mi cuarto para ir al baño. Me tocaba, yo me hacía el dormido para que no sintiera vergüenza de que yo lo había escuchado todo. Las manos de ella estaban pegajosas, sudadas. 

Entraba al baño. Sentía el agua caer. Pasó mucho tiempo para poder ver cómo las mujeres se lavan sus partes íntimas, cómo se acuclillan y se echan agua con un jarro en su sexo abierto. 

Más que una cuestión de higiene, pensé que mi madre lo que quería era borrar la escena sucedida. Mientras ella se lavaba, mi padre roncaba. Las palabras que no decía se materializaban en aquellos sonidos, que tenían dos facetas que se repetían para terminar en un sonido fuerte y sostenido. 

Lo recuerdo sentado con las piernas abiertas, como queriendo decir que su sexo no cabía entre las piernas. Esa imagen queda muy atrás, borrosa. 

La última vez que lo vi, vivía solo. Era ya un viejo delgado, muy delgado. Conservaba su voz ronca varonil. Lo vi bañarse. La piel le colgaba en pliegues, las piernas fuertes y musculosas ya no estaban. 

Apenas recibí la noticia, volví a escuchar sus mensajes de voz. Inmediatamente borré esos mensajes, eliminé su chat

En la foto de contacto tenía el pelo blanco, la cara arrugada, fea. ¿Por qué no fui un poco normal, como me lo pediste alguna vez? 

Sé que pude fingir ese poco de normalidad. 

Hubo momentos en que me esforcé en molestarte. Hubo momentos en que mi silencio fue intencionalmente pensado. Sabía que no contestar tus preguntas te incomodaba. 

Tu voz no cambió, siempre imponente, cortante: una voz que venía del estómago. Los sonidos no resonaban.  

Algunos vecinos te tenían miedo, te respetaban. No por lo que podías hacer físicamente, ahora un señor de 78 años. 

Ser el primer hijo te brinda la posibilidad de ver el deterioro de tus padres. Mis hermanos menores no tienen recuerdos vividos de cómo fueron nuestros padres en su juventud. 

Discutir, imponer tu criterio, siempre fue tu afición. Ya no te sentabas con las piernas abiertas, tu sexo se fue reduciendo, sufriste no tener erecciones. 

Tomaste pastillas para seguir manteniéndola dura. Tú me enseñaste a sentarme con las piernas abiertas.Me decías: “Así se sientan los hombres”. 





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Negociación del Hotel Nacional de Cuba: Política, beneficios y protestas

Por Erica N. Morawski

El Hotel Nacional de Cuba estaba destinado a ser la expresión de la identidad nacional y la soberanía de la isla tal y como las concebía el machadato, nombre dado a la presidencia de Gerardo Machado y Morales.



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