Clío en la habitación

“Dime una cosa”, le preguntó Adam Michnik a su amigo Joseph Brodsky en 1995, “¿los polacos han de temer a Rusia?”. 

Ahora ya no”, le contestó el poeta. Creo que como gran potencia Rusia ya no existe. No tiene futuro como Estado que ejerce una presión efectiva, en cualquier caso, una presión de fuerza sobre sus vecinos. Y pasará mucho tiempo hasta que pueda tener esta posibilidad. El territorio de Rusia irá disminuyendo. No creo que por su parte pueda producirse una agresión militar o política. Existe, es verdad, la amenaza demográfica. Para Polonia. Pero, en términos generales, creo que podéis levantaros de la mesa y dar por terminada la partida”.  

La entrevista, hecha en Nueva York y publicada en la Gazeta Wyborcza de la que Michnik fue redactor jefe, se lee hoy como una sutil advertencia contra la ceguera: incluso los intelectuales más brillantes (ambos lo fueron, aunque buena parte de la conversación se la pasa Brodsky negando ser un intelliguent, es decir, un intelectual público) pueden mostrarse incapaces de prever el escenario político al cabo de dos o tres décadas. 

Las declaraciones de Brodsky, que en su momento fueron editadas y expurgadas, pueden leerse íntegras en internet. Ayudan a entender la relación del poeta con la política, pero también a demostrar la lucidez de Michnik, que justo por estos días acababa de recibir uno de los más acertados premios Princesa de Asturias. 

En un momento de su charla, ambos interlocutores detallan el momento en que sintieron la presencia casi física de Clío, la musa de la Historia.  

La primera revelación la tuvo Brodsky al escuchar el “lenguaje petrificado” de Mijaíl Gorbachov, Primer Secretario del Partido Comunista soviético, durante una comparecencia ante el Congreso norteamericano. Se anunciaba el fin de una era, pero el vocero parecía un típico representante de la época por enterrar.  

“Cuando lo escuchaba —recuerda el poeta— tenía la sensación de una enorme sala, más bien una habitación, donde se sientan unas veinte personas, que le preguntan por qué ha hecho tal o cual cosa, y él calla. No quiere o no puede contestar. Creo que más bien no puede. Y tuve la sensación de que en la habitación había entrado… —le vemos sólo los pies y el borde la falda— Clío. Y en alguna parte, a la altura de las suelas de sus zapatos, se sienta toda esta gente. Y yo también”.

Michnik, por su parte, recuerda que él entrevistó a Gorbachov el último día de su presidencia, y durante esa entrevista sintió algo parecido a lo que describe su amigo. “En la pared, donde siempre colgaban los retratos de Marx, Engels y Lenin, había tres lugares vacíos. Y entonces de pronto vi a mi Clío. Cómo la diosa entraba y retiraba los cuadros. Puro surrealismo”.

Estas visitaciones paralelas de un personaje mitológico, contadas por dos de los intelectuales más representativos de la segunda mitad del siglo XX, podrían parecer una simple casualidad poética. Pero si uno las revisa con detenimiento, se da cuenta de que no son simples metáforas.

Clío aparece para recordarnos que la Historia no puede ser domesticada. Representa todo lo opuesto del materialismo histórico, un marco conceptual concebido para anular la posibilidad misma de la Historia como hecho creativo, autónomo. 

Tanto en la filosofía hegeliana como en su hermana menor, la teleología marxista, una musa de la Historia no tiene razón de ser. Su entrada silenciosa (“madonna of silences” —la llama W. H. Auden en un poema) revela cierta condición elusiva e imprevisible. Da igual que se trate de la invasión persa contra los griegos, el fin del comunismo como sistema, o la heroica resistencia ucraniana a una invasión que la mayoría de los políticos y analistas preveían finiquitada en una semana. 

Antes de esas sorpresas, suele haber algún momento de hybris: un gesto excesivo que actúa como detonante, una ruptura que desencadena tremendas e impredecibles consecuencias, poniendo en cuestión todo el orden establecido. Es el arrogante Jerjes de Esquilo, tratando de encadenar el Helesponto, o la soberbia de quien sólo concibe la sucesión política como el desfile de un partido único, o el abrupto colapso de un imperio por obra y gracia de un gris apparatchik reformista. 

Durante estos meses terribles de guerra en Ucrania, cada día, en algún momento, me ha sorprendido la ligereza con que nos tomamos el final de una era. Porque, aunque en la superficie todo parezca seguir su curso, y los periódicos barajen cada semana las fluctuantes prioridades de la “actualidad”, el mundo, tal y como lo conocíamos antes del 24 de febrero de 2022, ha dejado de existir. 

Adiós a la globalización, a la herencia moral de las dos grandes guerras, cerrada con un clamoroso “Nunca más”; adiós al orden mundial que aspiraba a hacer de Rusia un socio europeo, a la política westfaliana o kissingeriana, a la politología de salón, a una OTAN paralizada y con “muerte cerebral” (Macron dixit); adiós a los “poderes blandos”, al “realismo geopolítico”. De pronto, todas las teorías sobre el orden mundial tienen un aire vagamente anacrónico. 

Intelectuales, analistas y “expertos” se preguntan cómo ha podido suceder. Cómo Europa pudo estar tan ciega hasta el último momento, cómo los mejores servicios de inteligencia fueron incapaces de prever el fiasco del todopoderoso Ejército ruso, y cómo pudo Putin no imaginar una reacción tan unánime en su contra (la respuesta: porque vosotros, europeos, poco hicisteis cuando Putin ensayaba su plan de conquista imperial en otros sitios, incluyendo Crimea). 

Qué ha sucedido para que la “operación militar especial” se haya convertido hoy en una cruenta guerra, con visos de prolongarse durante años, y donde sólo cabe una salida digna: la derrota de Rusia y la revisión radical de un legado histórico moralmente degradado en chovinismo. 

Discutiendo los extravíos de eso que llama la “política de la inevitabilidad”, el historiador Timothy Snyder apunta correctamente hacia nuestra principal limitación. Inmersos en la superstición del progreso, hemos olvidado imaginar otros mundos posibles, más allá de una estrecha y confortable racionalidad de medios multiplicados y fines confusos.

“Como humanos —escribe Snyder—, tenemos esta maravillosa capacidad de acomodarnos. Hacemos compromisos. Pactamos con las cosas. Y creo que a medida que pactamos con nuestras máquinas, tendemos a aplanarnos. Tendemos a ser menos capaces de imaginar el tipo de cosas que las máquinas no pueden imaginar, que no les importan, a las que los algoritmos son naturalmente indiferentes, que son los valores”.

Clío ha venido de nuevo a recordarnos que el futuro no es un algoritmo. Como explica Snyder, nuestras acciones sólo pueden ser interesantes si están guiadas por valores, iluminadas por ideas realmente creativas, no presas de la comodidad mental. 

Mientras Putin es incapaz de aceptar que los ucranianos no quieren ser parte de Rusia, y asegura que Ucrania no es una verdadera nación, una parte de Occidente se resiste a creer que el peligro de un neofascismo genocida ha vuelto a emerger. 

Hasta un editorial de The New York Times, envuelto en la túnica envenenada de la Realpolitik, llamó a ofrecer una salida al invasor y hacer dolorosas concesiones territoriales porque “no es lo más conveniente para Estados Unidos sumergirse en una guerra total con Rusia, incluso si una paz negociada puede requerir que Ucrania tome algunas decisiones difíciles”. ¡Qué pereza mental!

Al mismo tiempo, en Rusia, las implicaciones políticas del “putinismo” (un cóctel de complejo de inferioridad, nostalgia imperial y revisionismo histórico) dibujan un escenario aterrador. Todo lo que no coincida con esa visión voluntarista ha de ser expurgado. 

Contra eso que se exhibe cada día en los programas de la propaganda rusa, sólo hay una opción posible: el nuevo Mal debe ser derrotado usando todas las formas posibles, desechando los credos apaciguadores y preparándonos para un futuro muy diferente del que se nos prometía hasta hace poco. 

¿Se pudo haber evitado la guerra? ¿Cuándo y cómo terminará? ¿A qué costo? ¿Se impondrá la necesidad de hacer concesiones territoriales para que Ucrania no acabe destruida? 

Incluso esas preguntas expresan una forma de inseguridad, una fog of war en las conciencias europeas. Pero a veces, además, no queremos ver. 

Puertas adentro, insistimos en viejas coreografías y discursos tranquilizadores. Apelamos al inane realismo, a la descarnada objetividad de lo inmediato. Y entonces viene Clío y se cuela en la habitación.





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