“La libertad, mi querido Sancho”… Y prosigue Don Quijote: “es el don más preciado”… Y sigo yo: “Que aún en algunos lugares puede disfrutar el hombre”. En el caso de un escritor, de alguien que vive para imaginar, para inventar, para cuestionar o dudar; de alguien que vive en permanente estado de curiosidad, de alerta y reto, en perenne inconformidad, la libertad es tan necesaria como el aire para respirar o el espacio para desplazarse.
En un sistema totalitario el escritor —el artista— no tiene nada que hacer, salvo perecer como tal o entonar loas incesantes en homenaje al premier. Esto es así y no admite discusión ni siquiera con los intelectuales que defienden esos sistemas totalitarios; intelectuales que en general viven en los países democráticos de Occidente. Y es que estos autores saben perfectamente (porque no son brutos, aunque sí, oportunistas) que ni en Pekín, Moscú, La Habana o Berlín Oriental, para no mencionar a Mongolia, Bulgaria, la Corea de Kil Min Sum y otros países metafóricos, se puede hacer literatura. Vemos cotidianamente cómo intelectuales y hombres en general del campo comunista cruzan, a riesgo de sus vidas, las fronteras (muy bien custodiadas) de sus países, renunciando a familia, paisaje, tradición y todo ese otro invisible conjunto de cosas y recuerdos que nos amparan e identifican, y se van a vivir en el desarraigo y la soledad. Todo eso a cambio de esa sublime abstracción que se llama libertad.
Por la libertad y para la libertad emigra un ser humano de un país totalitario. Pues la falta de libertad resume y conlleva todas las calamidades. Para poder obtener —soñar— esa libertad, inventar esa libertad, conquistar esa libertad (pésele a quien le pese, incluyendo al mismo emigrante), el hombre saltará siempre el muro o cruzará el mar custodiado, dando señales de que aún es hombre.
Algún ingenuo, resentido o perverso podrá preguntarme qué cosa es libertad. Libertad es decir sí o no cuándo y cada vez que nos dé la gana: libertad es poder decir me voy o me quedo cuándo y cada vez que nos dé la gana. Libertad es poder decir y escribir lo que se nos ocurra sin tener que autocensuramos y luego siempre contritos, someter el manuscrito a una comisión de altos funcionarios que nos mirarán con cara de perdonavidas y nos otorgarán un sitio en la historia oficial de la literatura, o una parcela para que sea desyerbada en cualquier anónimo campo de trabajo forzado que, desde luego, se llamara “Granja del Pueblo” y llevará el nombre de algún “mártir”.
Quien conoce la opresión —porque la sufre o la ha sufrido— sabe que no cuenta más que con su estupor para abrirse paso, que la posibilidad de estampar ese estupor en algún sitio, conjurándolo, ha de ser su meta y futuro, y que una doctrina concebida doscientos años atrás no se puede llevar ahora a la práctica, porque nosotros no pertenecemos a aquel tiempo ni somos aquellos bajo cuyo influjo el “filósofo” escribió el mamotreto.
El hombre ha de verse siempre a sí mismo en proyección de futuro y no de pasado, y aún más en relación de presente que de porvenir. Esas utópicas doctrinas que nos prometen incesantemente un futuro mejor, otorgándonos un presente siniestro, son sencillamente perversas, no solo porque nos aniquilan el presente (lo único que poseemos), sino porque condenan a las generaciones futuras a ser el resultado de un proyecto elaborado generalmente por un resentido. Triste destino el del ser humano, si nace condicionado a ser aquello que doscientos años atrás alguien había estipulado. ¿Y su condición humana? ¿Y su curiosidad incesante? ¿Y su voluntad de vivir manifestándose? ¿Y su natural agresividad creadora? ¿Y su natural inconformidad y búsqueda? Esas mismas interrogantes le cuestan al hombre “del futuro”, es decir, al habitante de la Unión Soviética, China, Mongolia o Cuba, por ejemplo, un paseo incesante por las estepas siberianas o por sus derivados tropicales.
Pero naturalmente hay intereses, tanto dentro de la prisión como fuera de ella. Los intereses de la prisión son los intereses del carcelero. Sus actividades no se limitan a mantener la prisión —para seguir siendo el carcelero, el único hombre libre—, sino a agrandarla. Para ello hay que tomar en cuenta (y estimular) los intereses de los que están fuera de la prisión, a alguno de los cuales les puede resultar agradable, “productivo”, el jueguito con el carcelero. En ese juego con el carcelero entran todos esos “turistas del comunismo” (“¡ah!, ¡cómo no!, ¡por aquí!, ¡cuidado al bajar la escalerilla!, ¡entre en este hotel, especialmente acondicionado para usted!, ¡coma, coma de esto, que solo usted que no vive en este país puede comer!”) quienes, sin importarles un bledo lo que realmente ocurre en la prisión, espléndidamente ataviados, se pasean por entre los prisioneros (algunos les pueden ser hasta apetitosos y obtenerlos además por bajo precio) y luego, cubiertos de “gloria” por el carcelero, aplaudidos públicamente por los prisioneros (¡Y no aplaudas si no quieres que ya verás lo que te aguarda!), salen de la prisión. y, ¡oh, que maravilla!, vienen “bañados de luz”, regresan de la tierra de promisión, del evangelio realizado en plena plantación. Y a publicar. A escribir el librito y a publicar, que las izquierdas de lujo nos amparan, las multitudes escuchan nuestros “mágicos” relatos embobecidas (como siempre), y los otros, el señor presidente, el señor ministro, el senador, el gerente y el subgerente, el dueño o director de la revista literaria o de la agencia publicitaria, el jefe de esto o de lo otro, la administradora y la subadministradora, esos tienen un terror que se desmayan (quizás con razón) y ya no saben dónde meter la cabeza.
De manera que el pobre conejo que milagrosamente, luego de mil subterfugios, salió de la jaula, se halla de pronto en un sitio donde, aunque no existe la jaula, todo el mundo actúa como si existiese: conminados por su cercana presencia y algunos por sus estímulos.
Esa es la actual situación del mundo entero. Una parte ya totalmente cubierta por la jaula (y, naturalmente, aplaudiendo); otra parte fuera de la jaula, pero haciéndole el juego al carcelero con su silencio y hasta con sus elogios… Queda una tercera parte, insignificante minoría que nadie escuchará, o que escucharán demasiado tarde: la minoría de los conejos aterrorizados, y desconcertados que escaparon (verdad que bastante flacos y desmejorados) de la jaula. A ellos sí que no hay quien les venga con cuentecitos de hadas rojas o rosadas. Ellos han visto, y más que ver han sufrido, han padecido: han interpretado. Saben de la sórdida hipocresía del que administra la palabra igualdad. Han visto de cerca los rostros de los héroes más recientes y han descubierto en ellos un rictus de resentimiento, un odio y una ambición más desmesurados aún que en los antecesores.
Ahora ese conejo, ese emigrante, ese exiliado, está en Europa o en los Estados Unidos; pocos han ido a parar a América Latina donde la caquexia colonial (figuración, inconstancia, superficialidad. cacareo y meneo, vagancia e intrascendencia, falta de memoria e intuición, bambolla y ridiculez, tardes de siesta y abusos congénitos, crímenes municipales y dictadores de chamarretas, hábiles rateros que son por lo mismo presidentes de la república, cacatúas disfrazadas de “primera dama”, izquierdistas o derechistas rechonchos y emperifollados, profesores, ay, que escriben poemas, novelas y hasta radionovelas, señoritas que “sueñan con un matrimonio ideal”, “casadas que gozan de…”) más que brindarles un espacio concreto para por primera vez ser, lo desmenuzarían definitivamente en el torbellino de un vaivén, no por intrascendente menos ineludible.
Henos entonces aquí, en los Estados Unidos, porque, además, el señor carcelero no va a preguntar al preso “¿Para qué región del mundo querría escapar Su Excelencia?”. Nada de eso. Usted corre para donde le abren la puerta, o al menos para donde no se la tiran en las narices.
Los Estados Unidos, aunque no les abrieron las puertas a los 130 mil cubanos llegados desde el puerto del Mariel (Carter abrió su corazón, pero inmediatamente lo cerró, seguramente por temor a un infarto), tampoco pudieron impedir que llegaran. Y los cubanos seguían arribando. En cuatro tablas, en pequeños veleros, en flotas y flotillas enviadas y pagadas por los cubanos que anteriormente habían atravesado el mar. No había manera de controlar aquello. Mientras la prisión es- tuviera abierta los presos iban a seguir escapándose. Allá, del otro lado, el señor carcelero volvió a cerrar bruscamente las rejas de su gran prisión. y así terminó —por ahora— el éxodo cubano hacia USA.
¿Qué pasó realmente? Ni el mismo carcelero lo puede explicar con certeza. Había que hacer recalar sobre los Estados Unidos los asilados de la Embajada del Perú en La Habana —no podemos olvidar que América Latina es un campo de experimentación y reservas soviético cuya ama de llaves es Cuba—. Pero había también que “demostrar” a la opinión mundial que en Cuba todo el que quisiera salir podía hacerlo. Pero había que “demostrar” también (cuantas demostraciones, ¡qué cantidad de maquillaje!) que todo el que se iba era un delincuente común, una “escoria”: de ahí que, conjuntamente con los asilados de la embajada peruana, salieron 130 mil cubanos, mezclando entre ellos presos y expresos comunes, enfermos mentales, leprosos, agentes secretos, y miles de personas que solo desean vivir en un sitio donde la vida pueda tener sentido; así, bajo la rúbrica de “delincuentes comunes y confesos”, se arriesgaron a salir, y llegaron, los que llegaron.
Llegaron —llegamos—, aquí, a los Estados Unidos. En el colmo de la impotencia y la miseria (solo con la ropa que trajimos puesta) a mezclamos y luchar en una sociedad impotente, gobernada por la impotencia máxima. Ante esta impotencia de la primera potencia, ¿a quién pedir clemencia? ¿A una Europa aterrorizada, semiinvadida y genuflexa? ¿A una América Latina analfabeta políticamente, pero politiquera, también semiinvadida y ramplona?
Los cubanos recién escapados (y naturalmente yo entre ellos) debemos incorporamos a este nuevo sistema. Y debemos hacerlo rápido, pues el verbo comer no puede conjugarse todos los días en pretérito indefinido, sino en rápido y eficaz presente simple. La situación económica de esos 130 mil cubanos es, en general, pésima. Veinte años de atraso cultural y técnico, además de una incesante persecución ideológica, han impedido que esta muchedumbre (en la que me incluyo) pudiese adquirir una profesión y hasta un oficio, hasta el mismo idioma español (no hablemos del inglés) se ha reducido muchas veces a balbuceos elementales —pues el esplendor de un idioma está en relación directa con el esplendor de una sociedad, de una época; el esplendor de un idioma está en relación directa con lo que se menciona o se sueña, es decir, con la libertad—. Una muchedumbre que pasa bruscamente de una sociedad petrificada, de una vida sedentaria, estatalmente preconcebida y dirigida, organizada en forma de rebaño monolítico, a una sociedad tecnificada y mecanizada —altamente idiotizada—, pero donde vivir es competir, tiene al principio que sentirse desorientada, inadaptada e inadaptable. Muchos de los cubamos del último éxodo vivimos aún el desconcierto y la torpeza del animal que, luego de veinte años de encierro, sale repentinamente al bosque y se encuentra con que en efecto el bosque es bosque. Bosque que, además, no es el que conocíamos antes de entrar en la jaula, y donde todas las bestezuelas nos miran con temor o indiferencia, hablando además extraña jerigonza.
Por otra parte, qué lentitud y torpeza en nuestro andar, que sensación de inseguridad, de sentirnos en el vacío, sin tocar fondo, sin estar aún aquí, pero tampoco allá. Y, como si eso fuera poco, nuevas calamidades se aproximan y también a ellas hay que hacerles frente. Hacer frente, he ahí otra de las cosas cuyo significado casi habíamos olvidado. Allá, en la jaula, no teníamos que preocupamos por la libertad, por la comida, por el libro, por el viaje, por el techo, por el vestuario. Nada de eso existía. Y lo poco que existía lo administraba y repartía el carcelero. Teníamos la jaula. Algunos seguramente admiraban al carcelero (el padre prepotente, el gran caudillo) que se pavoneaba (y se pavonea) todopoderosísimo más allá de las rejas y nos tiraba a veces algunas semillas. Estábamos tan habituados a esa condición vegetativa o inerte, a no hacer nada vital, personal, resistente, insólito, que ya formaba parte de nuestra tradición, del rito. Era una costumbre más recibir la eventual semilla o la eventual patada. Y, desde luego, en ambas ocasiones, aplaudir.
Ahora hay que salir a la calle y competir; trabajar realmente, aprender otro idioma, volver a la vida, y —¿pero será posible?— olvidar. Sobre la misma nada reponerse, dentro de nuestra misma nada imponernos; crear nuevos terrores, nuevos mitos, nuevos afanes, nuevas añoranzas; fundar, otra vez, la tristeza y el consuelo.
¿La Isla? Una interrogación incesante; una nueva manera de configurarla, de amarla. Quizás con el tiempo se vuelva un mito y aquellas calles desarrapadas que abandonamos, aquellas ciudades en incesante derrumbe, aquellos parques infestados por la perpetua vigilancia, cobren en el recuerdo el prestigio que nunca tuvieron. Eso es casi inevitable. Pero sería entrar ya en el terreno de lo patético y además de ponernos tristes, hacer mala literatura.
Por ahora Cuba casi no existe ya, más que en nuestros corazones desesperados. Buen sitio sin duda para llevar esa identidad indefinible e indestructible que se llama (de alguna forma hay que llamarla) patria.
(Nueva York, octubre de 1981).
* Ciclo de conferencias ofrecido por el escritor Reinaldo Arenas tras su llegada a los Estados Unidos en 1980 y recogido bajo el título “Cuba, tradición e imagen”, en ‘Necesidad de libertad’ (Kosmos Editorial, 1986).
Cuba, tradición e imagen (I): El mar es nuestra selva y nuestra esperanza
Por Reinaldo Arenas
“El mar es lo que nos hechiza, exalta y conmina. La selva, como el mar, es la multiplicidad de posibilidades, el misterio, el reto. El temor a perdernos y la esperanza de llegar”.