Al parecer el hombre no ha nacido para aceptar la realidad, o por lo menos la realidad o las realidades mis evidentes, que son casi siempre las más siniestras.
En el caso de José Martí, cuya trascendencia e imagen supera lo puramente literario (que es ya para todos los cubanos un mito y una obsesión) esa realidad evidente y terrible fue el destierro y por lo tanto su anhelo de regreso a una patria redimida. De ahí la contemporaneidad de este hombre para casi todos los cubanos: él es símbolo y fe de lo más sublime —la necesidad de libertad— y espejo de lo más terrible —el destierro—. Él es la pasión y la contradicción, la acción y el éxtasis, la soledad y el amor, el escepticismo y la fe, el suicidio y la vida. Él es —y ahí radica la clave de que nos resulte imprescindible— nosotros mismos.
A partir del destierro, Martí deja —dejamos— lo que nos (le) es más imprescindible y jamás podremos trasladar, la complicidad de una circunstancia que es nuestra propia vida. Porque esa complicidad (esa circunstancia) está formada de un ritmo, de un tiempo y de un paisaje naturalmente irrecuperables. Y en ese tiempo, en ese paisaje, en ese ritmo estaremos también siempre nosotros, aun, cuando físicamente no estemos allí, pues ese sitio donde nacimos, fuimos jóvenes, amamos, experimentamos en fin la aventura (el goce y el terror) de vivir, será siempre un sitio único; porque nosotros, aquellos, ahora acá, ahora estos también, somos criaturas exclusivas, es decir, algo irrepetible, como todo ser humano, formado de una memoria y de una nostalgia. Y esa memoria y esa nostalgia no es solamente de lugares y gentes con quienes convivimos; esa nostalgia es por alguien que quedo allí y somos nosotros mismos.
Por eso, estando aquí fuera del sitio amado y odiado, fuera de la prisión, de donde tuvimos que salir huyendo para poder seguir siendo seres humanos, seres libres, no somos completamente libres, porque estando aquí, en el destierro, estamos aún allá en alma e imagen. Pero estando allá, solo se podría ser libre como prófugo, esto es, como habitante fugitivo y rebelde —siempre a punto de ser capturado— del paisaje de nuestra infancia, de ese bosque encantado que por ser mágico y único (nuestro) nos llama, y también (por mágico) nos traiciona.
En Martí —en nosotros—, al principio esas llamadas del bosque encantado, esas voces, se manifiestan leves, sutiles, casi imperceptibles. Es como una enfermedad que, por atroz, necesitase de una taimada y lenta incubación. Se evoca entonces, casi con furia, una prisión; luego, un arroyo, una playa, un hijo… Así, lentamente, al paso del tiempo, el bosque sigue exhalando sus ineludibles vaharadas. Ahora ya son palmares, un carro de hojas verdes, mares espumosos, inaccesibles montanas; todo aún más desesperadamente amado; porque sabemos que el tirano mancilla y se apodera de nuestro paisaje no solamente destruyéndolo, sino también impidiéndonos regresar.
A medida que el fulgor del bosque encantado avanza, nada, o casi nada de lo que acá nos rodea es ya real. Las flores, estas que podemos tocar, no existen: los árboles, estos bajo los cuales podemos pasearnos, no nos amparan. Esa realidad, la única que aparentemente se posee, es rechazada, furiosa y patéticamente por José Martí cuando escribe en su poema “Hierro”:
¡Solo las flores del paterno arado
Tienen olor! ¡Solo las ceibas patrias
Del sol amparan! Como en vaga nube
Por suelo extraño se anda; las miradas
Injurias nos parecen, y ¡el sol mismo,
Más que en grato calor, enciende en ira![1]
A estas alturas, el bosque, evidentemente, nos (lo ha) contaminado completamente. Su llamada es por lo tanto avasalladora, ineludible y, si se quiere interpretar de otra manera, irracional. Sí, pero aunque sea irracional, inexistente, simple alucinación o locura, esa llamada, de cualquier modo, hay que atenderla. Secretamente intuimos (é1 intuye) que obedecer la llamada del bosque es perecer, que ese regreso es un suicidio. Pero aun ante esa perspectiva, la respuesta de Martí no se hace esperar y en el mismo poema nos la ofrece:
Grato es morir. horrible vivir muerto
En tanto, mientras preparamos la partida, es decir, el regreso de la única manera que se puede regresar a la tierra cautiva, como anónimo guerrillero, el bosque entona las bienvenidas más exultantes: Los árboles ya no son árboles, sino “pálidos espíritus amados”, y por ese aire, absolutamente claro, “cruza nuestra alma”[2] Un minuto que retardemos el regreso es un minuto más en que tendremos que luchar contra la derrota, la soledad, el suicidio o la locura:
¡Y echo a andar como un muerto que camina,
Loco de amor, de soledad, de espanto!
¡Amar, agonía! ¡Es tósigo el exceso
De amor! Y la prestada casa oscila
Cual barco en tempestad: ¡en el destierro
Náufrago es todo hombre, y toda casa,
Inseguro bajel al mar rendido![3]
Martí comprendió, o quizás su exaltación poética y romántica intuyó, que ese amor en “exceso” por su patria era un “tósigo”, significaba también la muerte. Pero también comprendió, y ahí radica su doble grandeza, que, como verdadero amante, no podía renunciar a esa llamada. De no acudir, de no ser, solo le quedaba el camino del suicidio: Al volver a “la prestada casa” en Nueva York, “de pie sobre las hojas amarillas”[4] —esas hojas que no tienen realidad porque no pertenecen a su bosque y que simbolizan la llegada del invierno— ya está, ya él ve (ya vemos) la muerte, “la negra toca en alas rematada, ávido el rostro”,[5] aguardándolo —aguardándonos.
Ante esta alternativa solo queda el regreso.
Así, aquel bosque encantado que nos sirvió de amparo y escondite para nuestros primeros juegos infantiles y para nuestros primeros juegos prohibidos, para nuestros primeros descubrimientos, goces, secretas confesiones y estupores, ese bosque que supo de lo más íntimo y bello de nuestra vida (lo irrecuperable e irrenunciable), ese bosque que como dijo otro poeta “nos nutrió de niño”,[6] ese bosque que siempre hay que abandonar para magnificarlo, y en cuya espesura canta un pájaro, ese bosque que ya de lejos, en nuestra desgarrada alucinación y soledad se volvió mágico, y donde los árboles ya no son árboles sino espíritus que susurran o claman, sus hojas no hojas, sino cartas desesperadas, vividos recuerdos que nos llaman día a día, minuto a minuto, año tras año, estalla finalmente dentro de nosotros mismos hasta que, ya sin poder controlamos, su inmenso follaje en forma avasalladora nos arrastra. Partimos.
A1 saltar del bote, “dicha grande”,[7] nos dice Martí. Al ver las aguas del río amado “de suave reverencia se hincha el pecho y de cariño poderoso”. Al seguir avanzando, y todo esto de guerrillero, de rebelde, de mambí, de militar en campaña, de soldado armado y condenado, enjaezado con todos los aperos de la guerra, el bosque sigue exhalando sus mágicas emanaciones. De esta manera, para José Martí —y ya solo faltan 40 días para su muerte—, el río ya no corre, sino que “canta”, el agua de lluvia se vuelve “pura”, la yerba ya no es yerba sino alfombra, y hasta las mismas estrellas, humanizándose, se vuelven “cariñosas”. Por entre la “sombra leve” casi danzamos embriagados ante el reencuentro con nuestra noche “mágica” que “no deja dormir”. Al amanecer seguimos avanzando y ya solo faltan 16 días para su (nuestra) muerte, hasta entrar en “el bosque claro, de sol dulce, de arbolado ligero, de hoja acuosa”. Luego, ya no como militares, sino como niños fascinados, entramos en “el bosque de las jigüeras verdes”.
Aunque a algunos les parezca increíble ese hombre que así habla, y que habla por todos nosotros y para todos nosotros, es el presidente del Partido Cubano Revolucionario en Armas, el jefe de la Revolución, el Primer Delegado y la máxima figura política de la Guerra de independencia. Esas anotaciones, usurpadas por los árboles del bosque, por su variedad de hojas, por el nombre específico de cada planta, por su perfume, rumor, sombra y leyenda, son nada menos que su diario de campaña, de guerra.
Veamos pues cómo resume el jefe de la guerra y Primer Delegado y general del país en armas, mientras combate y a punto de perecer, un día de campaña:
Abril 18 de 1895 — “A las 9 y media salimos. Despedida en la fila.— G. lee las promociones. El sargento Pto. Rico dice: “Yo muero donde muera el G. Martí”.—Buen adiós a todos, a Ruenes y a Galano, al capitán Cardoso, a Rubio, a Dannery, a José Martínez, a Ricardo Rodríguez.— Por altas lomas pasamos seis veces el río Jobo.— Subimos la recia loma de Pavano, con el Panalito en lo alto y en la cumbre la vista de naranja china. Por la cresta subimos… y otro flotaba el aire leve, veteado. A lo alto de mata a mata colgaba, como cortinaje, tupido, una enredadera fina; de hoja menuda y lanceolada. Por las lomas, el café cimarrón. La pomarrosa, bosque. En torno, la hoya, y más allá los montes azulados, y el penacho de nubes. En el camino a los Calderos, —de Ángel Castro— decidimos dormir, en la pendiente. A machete abrimos claro. De tronco a tronco tendemos las hamacas: Guerra y Paquito —por tierra. La noche bella no deja dormir. Silba el grillo; el lagartijo quiquiquea y su coro le responde; aún se ve, entre la sombra, que el monte es de cupey y de paguá, la palma corta y empinada; vuelan despacio en torno las animitas; entre los nidos estridentes, oigo la música de la selva, compuesta y suave, como de finísimos violines; la música ondea, se enlaza y desata, abre el ala y se posa, titila y se eleva, siempre sutil y mínima —es la miríada del son fluido: ¿qué alas rozan las hojas? ¿Qué violín diminuto, y oleadas de violines, sacan son y alma a las hojas? ¿Qué danza de almas de hojas? Se nos olvidó la comida; comimos salchichón y chocolate y una lonja de chopo asado.— La ropa se secó a la fogata”.
Comprobamos así cómo, a estas alturas, el bosque se ha apoderado completamente del diario de campana del general, y de todos nosotros, de tal manera que hasta la misma comida se nos olvida y las peripecias de la guerra se consignan como detalles mínimos, telegráficos y marginales, en tanto que el paisaje, con su esplendor, se ha adueñado ya de todo. Así, hechizados por entre “montes azules y penachos de nubes” no comprendemos todavía que ese regreso es imposible, porque imposible es volver a lo que una vez fue cuando nosotros, aquellos, no somos estos. No, no es solamente la tierra manchada por el crimen lo que al regresar queremos redimir, abolir; queremos abolirnos también a nosotros mismos, a esos seres patéticos y envejecidos, nostálgicos y desesperados que somos nosotros ahora; queremos abolir toda la amargura, el sufrimiento, el desengaño, las rencillas, vilezas, ambiciones, frustraciones. (ah, y la vejez) que el destierro nos ha otorgado, humillándonos. Y mientras seguimos avanzando bajo el amado follaje, volvemos a vernos: víctimas otra vez de las pasiones, los odios, las lerdas maquinaciones, las intrigas, el poder y hasta el crimen. “Maceo me habla cortándome las palabras, como si fuera yo la continuación del gobierno leguleyo y su representante. Lo quiero, me dice, menos de lo que lo quería”. Eso anota Martí el día 5 de mayo en su diario, a solo trece días de su muerte. Ya él intuye que todas sus luchas que resumen su vida por libertar a Cuba chocan (y aún no se ha ganado la guerra) con nuevas calamidades y tiranías. Además de los fusilamientos de supuestos bandidos por los jefes de las tropas insurrectas (Maceo, Máximo Gómez, entre otros), fusilamientos que Martí intenta detener en la medida de sus posibilidades, tiene que enfrentarse al naciente y fatídico caudillismo por parte de los jefes militares en campaña quienes, francamente, ven en Martí un estorbo a quien hay que tratar con cierta deferencia. Martí conversa, discute, propone, intenta viabilizar la situación entre los ambiciosos (y, por otra parte, heroicos jefes) teniendo siempre como propósito fundamental la libertad de su país. Por último, Martí intenta renunciar a su cargo. El día cinco de mayo escribe en su diario: “Insisto en deponerme ante los representantes que se reúnan a elegir gobierno. [Maceo] no quiere que cada jefe de operaciones mande el suyo, nacido de su fuerza: él mandará los cuatro de Oriente. Dentro de quince días estarán con VD. —y serán gentes que no me las pueda enredar allí el doctor Martí — termina diciendo Maceo. Si lo de “doctor” está dicho naturalmente en tono ofensivo y machista, lo de enredar es sencillamente un insulto.
Ante toda aquella miseria, precisamente para con él —no podía ser de otra manera—, Martí vuelve su mirada hacia el bosque, su único refugio. “Y pensé de pronto” —anota—, “ante aquella hermosura, en las pasiones bajas y feroces de los hombres”. Ya solo faltan nueve días para su muerte. Así, como por contraste, mientras las pasiones y la miseria humana lo asedian, el bosque, al parecer ingenuamente, le ofrece su esplendor. Seguimos internándonos en la espesura. Ya escucha, ya escuchamos, otra vez el maravilloso canto de aquel pájaro, el mismo que oímos, o creímos oír en nuestra infancia; todo ahora se sensibiliza y toma alma para acogemos. No es un árbol, es nuestro árbol; no se trata de un río, sino de este río. ¿Cómo evitar zambullirnos y buscar entre las blancas piedras del fondo, que la luz aún más blanquea, a nosotros mismos? ¿Cómo no seguir avanzando, locos, embriagados, absolutamente hechizados, desasidos y suicidas, siempre rumbo a aquel canto que nos llama, trasladándose sucesivamente hacia lo más profundo? ¿Cómo no seguir avanzando casi triunfales hacia aquel canto en lo oscuro, si ya, ahora lo sabemos, es lo único que poseemos? Y corremos.
Entonces, suena la estampida, taimadamente el pájaro de la infancia, que es ahora el de la muerte, supo una vez más encantarnos. Caemos. Sobre la yerba, desparramados, el rifle y el machete, el revolver y las medicinas, la cartera con las cien cápsulas, y el largo tubo con los mapas de Cuba. . . Ya está tendido sobre su bosque amado, ya lo nutre con su sangre. La comunión, ojala sea así, es absoluta: la última palabra que escribió en su diario (mayo 17) fue el nombre de una hoja que le había servido de alimento: “hojas de higo”. . . Alguien (¿un enviado de Maceo? ¿Máximo Gómez?) se acerca y, para que la infamia recomience, arranca algunas páginas de ese diario, seguramente las más críticas y políticamente comprometedoras. Acompasadamente el bosque emite todos sus estruendos. Verdor cerrado. Detrás la noche. Y el cielo… “Libertad en lo azul”.
(Nueva York, agosto de 1983).
* Ciclo de conferencias ofrecido por el escritor Reinaldo Arenas tras su llegada a los Estados Unidos en 1980 y recogido bajo el título “Cuba, tradición e imagen”, en ‘Necesidad de libertad’ (Kosmos Editorial, 1986).
Notas:
[1] “Hierro”, poema perteneciente al libro Versos libres, de José Martí, escrito en Nueva York en la década de 1880. Se publicó póstumamente.
[2] Véase el poema “Árbol de ml alma”, también perteneciente a sus Versos libres.
[3] Estos versos pertenecen también al primer manuscrito del poema “Hierro”. Dichos versos aparecen tachados en el manuscrito.
[4] Véase el poema “Canto de otoño”, también en la colección Versos libres.
[5] Véase el poema “Canto de otoño”, también en la colección Versos libres.
[6] Véase el poema “En tiempos difíciles”, libro Fuera del juego, de Heberto Padilla.
[7] A partir de esta llamada todas las citas entrecomilladas y subrayadas pertenecen al último diario de José Martí, su diario de campana, De Cabo Haitiano a Dos Ríos. Las hojas arrancadas al diario corresponden al día 6 de mayo de 1895, precisamente después (5 de mayo) que Martí sostuviese la discusión con Antonio Maceo.
Cuba, tradición e imagen (I): El mar es nuestra selva y nuestra esperanza
Por Reinaldo Arenas
“El mar es lo que nos hechiza, exalta y conmina. La selva, como el mar, es la multiplicidad de posibilidades, el misterio, el reto. El temor a perdernos y la esperanza de llegar”.