Cuba, tradición e imagen (I): El mar es nuestra selva y nuestra esperanza

Hace unos 15 días que llegué a este país. Nunca antes había salido al extranjero. Aún me siento con la inseguridad y la torpeza de quien, habiendo vivido todo el tiempo en la oscuridad, sale de pronto la luz. No sé de qué manera podré hacerles comprender cómo es esa oscuridad que dejo atrás. No sé de qué manera podría hacerles ver, a quienes viven en un mundo donde el sacrificio tiene una recompensa; la ley, un sentido; el derecho, una eficacia; la vida, una seguridad; qué cosa es el horror, la estupidez, la barbarie. Intentaré, no obstante, acercarme a ustedes con la imagen de lo que es mi país actualmente, y de lo que creo que es, fue y será lo cubano, visto con los ojos, de quien, como tantos, como casi todos, ha sido testigo, reo e intérprete.

Cuando el viento, generalmente incesante y hostil, recorre la isla, ya casi no hay grandes árboles que lo detengan. La polvareda en remolino asciende, cubriendo el centellante arsenal de latas vacías, agresivas pancartas, paredes deterioradas, balcones apuntalados y calles inundadas por la explosión de los albañales. La resplandeciente polvareda señorea sobre fachadas en ruinas y sobre los enceguecidos, desesperados y hoscos transeúntes que discurren temerosos, vociferando para dentro, investigando entre el sordo estruendo de las consignas, himnos y discursos: “¿qué habrá allí?”, “¿qué sacarán hoy?”, “¿qué podremos comer hoy?”. La jerga sube. Ninguna inquietud fundamental es ya más fundamental que el acto de subsistir.

¿Cómo convocar a las musas en tanto que apresuro a marcar en la cola del pan? ¡Quién es el último! ¡Quién es el último! Y el mediodía difumina contornos y sueños. Solo la inmensa polvareda se eleva sobre figura sudorosas y derrotadas, sobre la mole en perpetuo derrumbe de lo que fue una ciudad. Ciudad ya sin poetas que la mitifiquen y la reconstruyan. Ciudad varada en su desolación estricta; pudriéndose, no solo en el sentido literal del término (no hay vehículos que recojan la basura); sino en el otro, el más patético y profundo, el histórico. Ciudad expulsando, o estrangulando a todo el que intente, aunque sea fugazmente, esbozarla. Ciudad donde el artista fue reemplazado por el policía; la palabra por la consigna; los sueños, por los planes quinquenales; el hombre, por la máscara. Allí la actividad creadora sencillamente pereció o pasó al terreno de la clandestinidad. Pues, como imagino que todos ustedes saben, no puede haber creación donde no hay libertad.

Toda obra de arte es tácitamente una manifestación de rebeldía, una actividad antagónica, una protesta en el sentido trascendente del término. La libertad es tan necesaria para el artista como el aire o el tiempo. La creación es una actividad misteriosa que prefiere la indiferencia oficial a su apadrinamiento o escolta. 

El escritor, independientemente de que conozca su oficio, está desarmado, impotente, hasta que lo visita y posee ese misterio que se llama inspiración. Terminar un libro no es un salvoconducto que nos garantice la posibilidad de hacer otros. El escritor es un ser que fabula y sueña. El producto de esas visitaciones, más la disciplina y rigor con que trate de desentrañarlas y expresarlas, serán su obra. Para mí la creación es un equilibrio entre la locura y la vida, entre la pesadilla y el sueño, entre la estupidezante inercia y el aullido incoherente.

Crear es un acto de inocencia; un juego. Solo como si jugáramos podemos hacer algo serio. En literatura lo que se hace demasiado en serio deja de serlo para convertirse en algo pesado y tedioso. Una novela es un árbol, no un tratado. Para que ese árbol no se malogre, el artista debe saber el terreno que pisa. El artista debe saber por lo menos de qué lado están sus enemigos, ya que sus amigos es posible que no estén en ningún sitio. Hay un método que no falla y que podemos aplicar siempre que queramos saber quiénes son nuestros enemigos y quiénes, nuestros amigos.

Nuestros amigos son aquellos que nos dan una patada y luego nos dejan gritar. Nuestros enemigos son los que nos dan la patada y nos obligan aplaudirla. Por eso, en un país totalitario como el que dejo atrás solo se oyen aplausos. Ese estruendo monolítico debería ser motivo de profunda preocupación, no solo para todo intelectual, sino para cualquier ser humano. Pues un escritor, un ser humano, debe optar al menos por la duda, antes que aceptar incondicionalmente una suerte de “felicidad masiva”, representativa, aparente. 

El escritor debe preferir la buhardilla al tráfico con las palabras. Lamentablemente, muchos escritores son ahora traficantes de la palabra. Ser izquierdas en un país democrático es, hoy por hoy, una actitud rentable; porque además de estar a la moda, se negocia con la esperanza de la gran humanidad, siempre anhelosa de cambios. Y realmente es patético que ese deseo eterno y justificado de movimiento, nos lleve a la trampa siniestra de estaticismo totalitarista hasta ahora más perfecto que se haya engendrado: el totalitarismo comunista

El artista que, en aras de un mundo mejor, defiende ya por torpeza, ya por congénita malignidad, ya por estímulos constantes y sonantes ese totalitarismo, no hace más que cavar su propia sepultura, además de traicionar a todo el género humano. De ahí que, en un país donde la fanfarria política lleva la voz cantante, lo mejor que puede hacer un artista es salir huyendo y rápido, antes de que se lo prohíban, antes de que ese acto se convierta a los ojos del Estado en un crimen severamente punible; antes de que tenga que traicionarse o perecer.

La creación literaria es una vibración íntima que tiene su raíz en un lugar inefable que no será nunca la tribuna. En Cuba, que es el lugar que más o menos conozco, la tradición nos hace constatar dolorosamente que su producción literaria es en gran parte, una actividad del exilio —tanto en este siglo, como el pasado—. Y es que la actividad del espíritu no congenia con el estruendo de los altoparlantes, los discursos altisonantes y los lemas inapelables.

El mejor himno para un escritor es el murmullo de los árboles; su patria más querida, la que lleva, desgarrada e inexistente en su memoria. Pues, para un cubano, por desgracia, “patria y libertad” no son sinónimos, como vemos, estampado en las monedas nacionales. El exilio parece ser el arduo, humillante y triste, precio que deben pagar casi todos los artistas cubanos para poder hacer, o intentar hacer, su obra, su patria. Pues en última instancia la verdadera patria de un escritor es la hoja en blanco. Un dolor, una alegría, un paisaje, un campo anegado por la neblina, un sol avasallador y tórrido. En el recuerdo, anhelo y visiones, amores y miedos se mezclan, y quizás así se configura lo cubano. Porque, en fin, ¿qué cosa es lo cubano?

Para mí, lo cubano dista mucho de ser una abigarrada descripción monumental y barroca, al estilo de Alejo Carpentier. Para mí lo cubano es la intemperie, lo tenue, lo leve, lo ingrávido, lo desamparado, desgarrado, desolado y cambiante. El arbusto, no el árbol; el arboleda, no el bosque; el monte, no la selva. La sabana que se difumina y repliega sobre sus propios temblores. Lo cubano es un rumor o un grito, no un coro ni un torrente. Lo cubano es una yagua pudriéndose al sol, una piedra a la intemperie, un matiz, un aleteo al oscurecer. Nunca una inmensa catedral barroca que jamás hemos tenido. Lo cubano es lo que ondula. Más que un estilo, lo cubano es un ritmo. Nuestra constante es la brisa. Más fuerte al atardecer, casi inmóvil al mediodía, anhelosa y gimiente en la madrugada. De ahí que la novelística cubana no esté escrita en capítulos, sino en rachas; no sea algo que se extiende, sino que ondula, vuelve, se repliega, bate, ya con más furia, ya más lentamente, circular, rítmica, reiterativa, sobre un punto. Así, si de alguna “teluricidad” podemos hablar es de una “teluricidad” marina y aérea. 

Nuestra selva es el mar. Tal es así que, en los últimos años, a centenares y centenares de cubanos, en perenne éxodo, el mar se los ha tragado, como la selva sudamericana se tragó a los personajes de José Eustasio Rivera en La vorágine. El mar es nuestra selva y nuestra esperanza. El mar es lo que nos hechiza, exalta y conmina. Para nosotros, su rumor es el canto de la oropéndola en el bosque de Andreyezkie. La selva, como el mar, es la multiplicidad de posibilidades, el misterio, el reto. El temor a perdernos y la esperanza de llegar. La selva es la frontera que hay que atravesar para llegar a la otra claridad. En una isla, donde no hay selva, la selva es el mar. En la noche, el refugio de sus aguas nos sobrecoge, como el de las fieras en la aldea continental. El peligro nos rodea, y, como en la explanada circundada de intrincada vegetación, el tiroteo de los guardacostas suple a los tambores. El hombre acosado, “entonando su propia miseria”,[1] se lanza a lo oscuro. ¿Mar o selva?, ¿tambor o tiroteo? Qué importa: tiene que salir huyendo. Esa es nuestra historia, la misma que padeció el indio cubano, hasta perecer, en los tiempos de la conquista española; la del negro cubano (esclavo prófugo) en la colonia floreciente; la de todos los cubanos, blancos o negros, ahora. Y el mar —nuestra selva— como posibilidad de libertad, como reto, rodeando la isla. Isla larga y estrecha, desaforadamente abierta al sol y a la noche, al ávido conquistador, al rapaz contrabandista, al perenne invasor, al empecinado, torpe y atroz caudillo.

Isla invadida siempre por espantos sucesivos, siempre como naufragando, batiendo sus palmares ya escasos, sus arbustos desamparados y su chata arquitectura, al tedio y a lo insólito, no por terrible o absurdo menos conocido. Por eso, he pensado siempre que lo cubano es lo abierto, lo ecléctico lo mezclado, lo violento e irónico, lo inapresable, que toma de aquí y de allá. Ese aire, esa frescura, ese latigazo impalpable, pero inconfundible como un párrafo de Lezama, como un fragmento de Cabrera Infante, como un poema de Virgilio Piñera, como una página de Ramón Meza, como un verso de José Martí.

Extensión abierta al sol y al viento, lo cubano es un silbido inconsolable. Y dentro de esa extensión siniestra (matizada, fugazmente por el violeta del crepúsculo), lo erótico, como una desesperada forma de olvido, lo erótico como una desesperada forma de irse. 

Pienso que esas nadas tan queridas configuran mi país. Y con esas nadas, atroces e insignificantes, tenemos que inventarnos un mito y magnificarlo. Vivir de un recuerdo inexistente, engrandeciéndolo. No creo que esa sea una labor más heroica que la de cualquier otro hombre en cualquier lugar del mundo. Otros sitios, quizás, cuenten aún con menos atributos. Es más, creo que siempre fue así: del tedio, del pequeño arbusto, de una sombra, de un color, de un olor o un rumor, se configura la dimensión cierta, misteriosa y eterna de un universo: la obra de arte.

Otros tendrán por fortuna sus propias teorías, distintas a las mías, sus paraísos e infiernos personales; que si no, qué aburrido sería el mundo. Debo dar gracias sin embargo al cielo, porque los últimos años me concedió el privilegio de padecer un enemigo siniestro. Eso, además de ayudarme a ver las cosas con más claridad, me servirá de estímulo para soportar las vicisitudes que, naturalmente tendré que padecer en cualquier lugar del mundo. Bien vale la pena soportar cualquier vicisitud a cambio de la dicha inexpresable de saber que policías disfrazados de amigos obsequios no hurgarán ni contaminarán mi corazón, y que el precio por decir dos o tres verdades, no será ya el de la oscura celda y la obligada autotraición, aunque sí, quizás, el del benéfico olvido.

(Florida International University, junio 1 de 1980).



* Ciclo de conferencias ofrecido por el escritor Reinaldo Arenas tras su llegada a los Estados Unidos en 1980 y recogido bajo el título “Cuba, tradición e imagen”, en ‘Necesidad de libertad’ (Kosmos Editorial, 1986).





Nota:
[1] “El hombre desnudo entona su propia miseria”. José Lezama Lima, Pensamientos en La Habana (poema).





metaforas-adquiridas-de-generacion-en-generacion-celebrando-a-tres-poetas-cubanas

“Metáforas adquiridas de generación en generación”: celebrando a tres poetas cubanas

Por Ileana Medina Hernández

Odette Alonso Yodú, Gleyvis Coro Montanet y Legna Rodríguez Iglesias. Tres mujeres. Cubanas. Poetas. Emigradas. Grandes. Sabias”.