El único límite que parece tener Paradiso es el de la encuadernación. Casi estoy tan convencido de la sentencia anterior que le diría a Lezama “debes poner por mí la mano en la candela, hazlo como si fuera mi mano, tu quemadura será mi quemadura”. Y es que todo lo que digo se vuelve una maravillosa realidad, al menos en mi cabeza.
Sí, hay zonas de la novela que toman la forma de un gas, una tierra rara, o un mineral irradiante. Se nos vuelve inasible, nos marea y nubla las entendederas. O simplemente no tenemos el know-how para crear algo útil en el millonario negocio de la telefonía móvil o la movilidad eléctrica, salvo la reventa.
A ratos, Paradiso y Lezama se ponen muy radiactivos. Lo adviertes cuando ya es demasiado tarde: en la parte del conteo regresivo.
Pero se puede hacer turismo en Chernóbil, me digo. Si existe el realismo sucio y el turismo sexual, irse a la zona de exclusión sería como transitar a través del punto medio entre lo primero y lo segundo, y que el éxtasis y la adrenalina nunca mengüen. Allí están los vestigios de una doble utopía: socialismo y energía nuclear, todo está muy bien hasta que sale muy mal.
Puestos a comparar, a construir símiles, dígase: hay un área de exclusión en Paradiso.
Cuesta comprender la verdadera dimensión de cuanto aconteció ahí, y del territorio que con la lectura estamos transitando. No es demasiado diferente a dar de cara contra la estrella o mirador, o como le quieras llamar a ese aparato de parque de diversiones o de feria, o como desees nombrar a ese espacio de diversión, fuga, delirio y perspectiva que, en medio de la vigorosa vegetación y desde la tierra radiactiva, se levanta sobre Chernóbil.
“Para no perderse en la curva hay que dibujar el arco”, nos dice Lezama en cierta zona radiactiva y de exclusión. Y dice más: “pero hay que pensar también en Descartes escondido en Ámsterdam, pues cuando el sabio dice sus cosas más claras debe estar escondido, estar escondido con los tres proverbios, la punta del ojo y los tres proverbios”.
Para no perderme en la curva, me quedé con las primeras once palabras: la parte del consejo. Justo allí Lezama cumplió con las seis propuestas que, según Italo Calvino, debía tener la literatura del nuevo milenio, es decir, la del siglo COVID, que se quedaron en cinco porque Calvino falleció: rapidez, levedad, exactitud, multiplicidad, visibilidad.
Calvino fue todo un adelantado; Lezama también, pero a su manera, siempre en modo kōan o acertijo irresoluble, tan capaz de condesar todo un paraíso en una frase y Paradiso en cuatro centenas de cuartillas.
Por cuestiones muy mías, a finales de octubre fui a la casa de la Virgen de Regla. Tenía que hacer aquella travesía desde el otro lado de la bahía para, entre otras cosas, dar de cara contra el grafiti de Abraham Echevarría: “Necesitas ser feliz…”.
Una señal para mí en La Habana Vieja. Días después, lo vería clonado y desde una guagua antes de atravesar el túnel de Línea rumbo a Miramar. Una señal para mí en El Vedado.
Hasta ese momento, varios amigos vivían ajenos a la pintada, a pesar de tener esas señales en un camino que suelen hacer con frecuencia. Entonces, si yo lo narro sucede la confluencia entre el grafiti e individuos que necesitan encontrar ciertos mensajes. De manera maravillosa, lo anterior no solo acontece en mi cabeza.
Con la misma caligrafía azul sobre un muro blanco cariado por la furia de los elementos y la decadencia, el otro Echevarría nos da el alto, nos interpela, perpetra el ultimátum. Es la calle 8 esquina a 11, El Vedado. La imagen llegó a mí a través de WhatsApp el 7 de noviembre de 2023, era martes y el final de la mañana.
A pocos metros está Miami, el edificio y no sé muy bien si el nombre del inmueble es una señal. El diablo está en los detalles. En dirección opuesta, en un viejo caserón de la calle 13 esquina a 8 conspiraban, letras mediante, un piquete de músicos entre los que estaban los de Habana Abierta, lo cual me lleva hasta Vanito Brown y Alejandro Gutiérrez, que a su vez me conducen al disco Vendiéndolo todo, y de ahí a estos versos: “la gente está luchando como puede, la gente nunca pierde la ilusión, la gente sabe bien lo que no quiere…”.
Por un lado, un grafiti plural escrito en un muro; en el otro, unos versos para ser tatuados en el imaginario de una generación.
“Y si no tuvieras miedo… ¿Qué harías?” Con fecha 6/11/2023 alguien arañó a puro grafito bajo el texto de Abraham Echevarría, a pocos metros del Miami. La belleza no está en la caligrafía, tampoco en el color, sino en el diálogo establecido con la pintada, en la pregunta al destinatario, que podría ser cualquiera entre los transeúntes.
“Es una verdad tan profunda como sencilla”, me dijo un amigo en WhatsApp cuando le envié las fotos del grafiti que vi en La Habana Vieja. Y también me dijo “es lo más ghandista que he visto, creo que es lo que necesitamos en estos momentos…”
Yo lo narro, él lo vivió. “Hay que seguir atentamente esos grafitis”, concluyó.
“Ahora vemos corriendo la liebre por el espejo. ¿Saldrá más de prisa que su imagen? ¿Se enredará en la doble columna de aire? El lunar del conejo es su vida en la nieve, si no lo homogéneo lo destruiría, como el nacimiento de una fuente de agua en el fondo marino o la gota de agua rodando dentro del cristal de cuarzo”.
El entrecomillado anterior indica que hemos vuelto a la zona radiactiva y de exclusión lezamiana, donde además José nos dice: “Ese lunar del conejo en la nieve lo hace visible para los demás conejos y lo disfraza de conejo para el perseguidor. El lunar y el hálito del conejo suprimen la nieve por contracción de su cauce, por las severas leyes de la cristalización hexaédrica”.
Un conejo blanco parece haber salido de una grieta en ese muro blanco del Vedado. Huellas de grafito sobre la cal sucia es el tosco letrero escrito por un paseante el 6/11/2023. ¿Saldrá más de prisa que su imagen, o se enredará en la doble columna de aire? ¿Veremos una respuesta a ese update, y sucesivamente otros comentarios?
Más que el muro de los lamentos, parece el mural de los ligamentos. Frases conformadas por tejidos conectivos, cual tendones, que permitirían la unión, el movimiento, el sentido y la utilidad en cualquiera de sus formas, tanto en el contexto privado y el público.
Unas páginas después en Paradiso, unos obreros “disimulando sus bromas” le contestan a un organista que “con voz ingurgitante” les hace una pregunta. En realidad es Lezama quien pregunta y que por boca de los obreros (se) contesta “allá, allá en la barranca de todos”.
Lezama es tan libre en su novela como tan libre le permiten ser sus propias represiones. Tal parece que su único límite es su encuadernación y la que tuviera su manuscrito. Solo podría enredarse él mismo en la doble columna de aire que se construyera, o en las que un tiempo después le sembraron en el camino. Pregúntenle a Piñera, pregúntenle a Padilla.
El conejo huyuyo creado por Lezama corre jacarandoso por el blanco sendero de la página entintada para llevarnos hasta Martí, y a mí veleidosamente me conduce a un sitio donde mejor suenan las olas, pero se trata de otra barranca: la de Playita de Cajobabo. Alto mural de ligamentos levantado sobre el mar.
Como si el espejo de agua, detritos y sal a los pies de mi ventana, fuera el mar bravío en la noche del desembarco, y mi cuarto y la laptop el vapor Nordstrand, entre comillas puedo escribir intentando vivir la misma experiencia:
“Salimos del Cabo. Amanece en Inagua. Izan el bote. Salimos a las once. Pasamos rozando a Maisí, y vemos la farola. Yo en el puente. A las siete y media, oscuridad. Movimiento a bordo. El Capitán Heinrich Julius Theodor Löwe conmovido. Bajan el bote. Llueve grueso… llueve grueso al arrancar. Rumbamos mal. Ideas diversas y revueltas en el bote. Más chubasco. El timón se pierde. Fijamos rumbo. Llevo…, llevo el remo de proa. César Salas rema segundo. Francisco Paquito Borrero y el Generalísimo Máximo Gómez ayudan de popa. Nos ceñimos los revólveres. Rumbo al abra. La luna…, la luna asoma roja bajo una nube. Arribamos con César Salas y Marcos del Rosario a una playa de piedras. La Playita al pie de Cajobabo. Me quedo en el bote el último, vaciándolo. Salto. Dicha grande. Viramos el bote, y el garrafón de agua. Bebemos un vino dulce de Málaga. Arriba por piedras, espinas y cenegal.”
Pero yo solo vi un grafiti y lo narré. Y otros de pronto lo vivieron. Tal parece que el asunto maravillosamente toma la forma de una liebre más allá de mi cabeza. O la forma de un troyano.
Puestos en la ficción especulativa, si yo en vez de pensarme como un José (Lezama o Martí), me pensara en los zapatos de un Jorge (Luis Borges), de haber estado en la noche de tormenta a bordo de la expedición con el Apóstol Martí y el Generalísimo Gómez, entre comillas escribiría:
“El día de nuestro desembarco en Playita de Cajobabo, nadie salvo los que remábamos con el furibundo misionero lo vio desembarcar en la unánime noche bajo el incesante aguacero. Nadie salvo nosotros, también el bote luego volcado en la húmeda arena sagrada. Pero a los pocos días nadie entre los generales y oficiales de menor ralea ignoraba que el hombre de alto verbo abrasador venía del Sur, y que su patria era una y todas las infinitas aldeas que están tierra adentro, detrás del flanco violento del farallón y la montaña, donde el idioma no está contaminado de empatías y donde no es infrecuente el cólera, la gonorrea y la sífilis.”
Pero no soy el escritor ciego que todo lo veía. Y tampoco se va a poder.
Al muro de la calle 8 esquina a 11 podría pasarle lo mismo que a esas cuatro cuartillas del cuaderno de campaña, diario dramático, custodiado por el alférez Ramón Garriga, y que a Gómez se lo entregó sin una página de menos, y donde dejaría Martí su desasosiego y molestia durante la conversación a puertas cerradas con el Lugarteniente General Maceo y el Generalísimo Gómez. Esas paginitas contienen el núcleo radiactivo de una buena película sobre la Guerra de Independencia. Esas cuatro páginas también son el misterio que nos acompaña.
“Maceo y Gómez hablan bajo, cerca de mí”, escribió el Apóstol en su diario dramático. “Me llaman á poco, allí en el portal: que Maceo tiene otro pensamiento de Gobierno: una junta de generales con mando, por sus representantes, y una secretaría general: la patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ejército, como secretaría de ejército”. Y se fueron los tres a un cuarto a conversar. Dejaron a varios oficiales del Ejército Libertador a la espera de comenzar el opíparo almuerzo. “No puedo desenredarle á Maceo la conversación”, escribió Martí. Y el Lugarteniente General le preguntó “¿pero usted se queda conmigo o se va con Gómez?”
Al sublime y pésimo héroe guerrero póstumo, o furibundo misionero, el Lugarteniente General Maceo le hablaba cortándole las palabras, como si fuera Martí la continuación de un gobierno leguleyo, y su representante.
“Lo veo herido”, escribió de Maceo el Apóstol.
“Lo quiero menos de lo que lo quería”, le dijo a Martí el Lugarteniente General.
El sublime y pésimo héroe guerrero póstumo insistió frente a los dos generales en deponerse ante los representantes que se reúnan a elegir gobierno. A diferencia de mí, el Apóstol no era dado a regalar iniciales mayúsculas ni siquiera al pormenor, se ajustaba en su diario dramático a las reglas de la ortografía. No soy un José, y tampoco no se va a poder.
Berkeley creía que la materia no existía. “Las cosas solo existen si son percibidas”, tal vez así dijo ante un auditorio, “solo existen las cosas, es decir los objetos, si son percibidos, no porque posean un sustrato material, la realidad se conforma por percepciones en nuestras cabezas”. En La Mejorana, Berkeley o su teoría nunca hubieran encontrado terreno propicio.
“A caballo adiós rápido”, escribió de Maceo el Apóstol tras sentirse herido y repugnado por lo acontecido en la comelata frente a varios oficiales. Comprende que ha de sacudir el cargo con el que se le intenta marcar, así dijo. Exactamente dijo “comprendo que he de sacudir el cargo, con que se me intenta marcar, de defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar”. Además escribió “mantengo, rudo: el Ejército, libre, y el país, como país, con toda su dignidad representado”.
Podría seguir trasladando a este texto las huellas del conejo blanco enfundado en traje negro, sombrero de castor y anillo de hierro a lo largo del diario de campaña. “Seguimos, á otro rancho fangoso, fuera de los campamentos, abiertos á ataque”. Y pongo otro más: “Por carne manda Gómez al campo de José Maceo: la traen los asistentes. Y así como echados, y con ideas tristes, dormimos.” Oraciones que sobrecogen.
He dibujado un arco para no perderme en la curva. Pura ficción especulativa. Las cuatro páginas siguientes fueron arrancadas del diario.
Tal parece que la liebre empezó a correr libre por esa superficie blanca, breve barranca en una esquina del Vedado. Hay que esperar, pero si yo lo he narrado, entonces maravillosamente sucederá.
Pata de conejo: ‘Antón, steal the nuts’
La amarga sensación de que aquel podía ser el último conversatorio y la última lectura de Antón Arrufat.