El exilio y las bibliotecas huérfanas

I.

Como resultado de la migración masiva generada por esa tragedia cruel llamada “Socialismo del siglo XXI”, en Venezuela hoy existen casas solitarias que ya nadie habita en las que debe haber vajillas y cafeteras que no han sido utilizadas desde hace muchos años. Plantas y jardines que ya nadie riega. Y también abuelos que solo han visto a sus nietos por fotografías o por Zoom. A esta lista de pérdidas por la migración, debemos agregar las bibliotecas huérfanas.

Me refiero a esas colecciones de libros, revistas, documentos y manuscritos que una persona, una pareja o un grupo familiar, acumulan durante años y que suelen organizar dentro de su casa. Una biblioteca personal o familiar es un bien preciado. Las bibliotecas implican un esfuerzo de décadas. Son una compañía de vida y forman parte de la memoria personal y afectiva de quienes la crean, enriquecen y mantienen con vida. Algunos van dotando sus bibliotecas de estanterías para ampliarlas; las cuidan, ordenan, acomodan y limpian con cariño y cuando se mudan, ellas también viajan.

Quienes las han tenido saben que en cada libro hay generalmente un recuerdo: la librería donde lo compraste, el momento en que lo leíste, una historia de amor o de amistad de quien te lo recomendó, especialmente si fue un regalo y lleva una dedicatoria. De ahí se pasa a la relación personal que entablaste con su lectura. Las anotaciones que colocaste al lado de un párrafo o una frase que te resultó memorable. También textos de estudio cuidadosamente subrayados, en algunos casos con una regla sobre una mesa o un escritorio. En otros, de manera irregular y caótica, en el bamboleo de un autobús, el metro, un barco o un tren.

II.

Centenares o miles de esas bibliotecas son ahora huérfanas en países como Cuba, Venezuela y Nicaragua. Han sido desmembradas, vendidas, regaladas, donadas, extraviadas, incluso, puestas en la calle sin más por quienes han tenido que salir apresuradamente de ellos por persecución política, por la voluntad de emigrar lo más pronto posible de la tragedia colectiva en busca de una mejor vida o, simplemente, por no querer seguir viviendo en un lugar donde el presente es una angustia masticada con resignación y represión.

El exilio y las bibliotecas privadas errantes han estado vinculadas en la historia con los totalitarismos, las autocracias y las dictaduras. Todavía me estremece el destino de la gran biblioteca de esa mente brillante que fue el filósofo alemán Walter Benjamin, un apasionado coleccionista de libros.

Huyendo del nazi-fascismo, Benjamin se quitó la vida en Portbou, en la frontera de Francia con España, donde hoy existe un monumento a su memoria. Pero antes, había logrado sacar la mitad de su biblioteca de Alemania y mudarla al apartamento al que había migrado provisionalmente en París, desde donde pensaba huir hacia Estados Unidos. Pero la decisión de escapar de manera preventiva a España lo obligó a abandonarla, y esta terminó, tristemente, en un acto irónico, trágico y simbólico, en manos de la Gestapo, la temida policía política nazi.

A propósito del suicidio de Benjamin, en una pequeña reseña en el portal Acento, titulada , el escritor dominicano Fernando Valerio-Holguín recuerda que a Benjamin la pasión libresca “lo arrastraba por las ciudades y las subastas en busca de ejemplares antiguos y raros” y le aterraba la idea de emigrar sin su biblioteca. Valerio-Holguín cita a la filósofa Hannah Arendt: “¿Cómo iba a vivir Walter Benjamin sin sus libros?”, precisamente él, que tenía esa “necesidad interior de poseer una biblioteca”.

Y esta reflexión nos coloca en otro terreno, el de la persona que se queda sin sus libros. Una orfandad a la inversa. No es solo la biblioteca que se quedó sola o se deshizo. Sino un dueño que la perdió. Los libros que lo habían protegido, acompañado y formado parte de su paisaje diario, del escenario de las paredes de su casa u oficina, ahora no están a mano.

Han dejado un vacío. Son una ausencia.

En mi caso personal, se trata de una forma de duelo. Algunas veces, me levanto mecánicamente del lugar donde estoy escribiendo, como lo hacía en Caracas, a buscar una cita en un libro de mi biblioteca, que supongo está en la sala de la casa donde ahora vivo en Bogotá, y siento un dolor extraño al advertir que ya no está. Es una carencia que ni un Kindle, ni una biblioteca pública, que acá son extraordinarias, me puede suplir. Eran mis libros, parte de mí. El huérfano ahora soy yo, no la biblioteca.

III.

Son muchas las maneras como se procede con las bibliotecas huérfanas. Por ejemplo, me conmueven las historias de escritores que han tenido que salir huyendo de Nicaragua porque alguien les ha avisado que sus casas van a ser allanadas y, por supuesto, dueños de grandes bibliotecas, no tienen tiempo ni siquiera para pensar en qué hacer con ellas antes de que la policía política toque o derribe sus puertas.

Una solución práctica es tomar un número reducido de ejemplares. Es lo que hizo el escritor Sergio Ramírez al meter en su maleta un puñado de libros, los más apreciados por su calidad y de mayor valor afectivo por estar dedicados por sus grandes amigos y colegas de oficio, entre los que se incluyen varios ganadores de premios internacionales de gran relevancia como el Nobel de Literatura o el Cervantes, como él mismo.

De las historias más recientes de bibliotecas huérfanas venezolanas me parece muy creativa la de Nelson Rivera, escritor y director del Papel Literario de El Nacional, el diario venezolano, quien se vio obligado a migrar cuando recrudeció la represión en la dictadura chavista. Como no pudo llevarse su gigantesca colección al país donde ahora vive, porque era costoso y complejo, Rivera optó por repartirla entre sus amigos, como quien parte un pastel de cumpleaños.

Su método consistió en darlos en adopción por grupos temáticos a distintas personas-hogares. Así: los libros de narrativa, por ejemplo, para un escritor querido que hace crítica literaria. Los de poesía, para una poeta amiga, quien él sabe que les va a dar buenos usos y cuidados. Los de filosofía y ciencia sociales para otro amigo docente universitario que tiene una casa lo suficientemente grande para alojarlos y a quien, sin duda, les resultarán de gran utilidad.

Conozco el caso de otros amigos que tuvieron la posibilidad de mudar enteramente sus bibliotecas por vía terrestre desde Venezuela a países cercanos como Colombia. Pero ni así sus libros han estado a salvo de la orfandad. Con la amenaza que significa para los perseguidos por el chavismo la presencia en tierra colombiana de la policía política venezolana Dgcim, reseñada recientemente por Caracol Noticias, han tenido que escapar de nuevo a toda prisa a otro destino más seguro.

En esta segunda migración, se han visto obligados a desmembrar sus bibliotecas en cuestión de días: unos ejemplares regalados al azar a personas muy precisas, de acuerdo con sus intereses, y otros que se han quedado en cajas en casas de amigos. Algunas de esas cajas llenas de libros reposan hoy en mi apartamento en Bogotá a la espera de quienes los quieran adoptar.

IV.

En este doloroso contexto, han surgido lo que yo llamaría los ángeles guardianes de bibliotecas y libros. Es el caso de Ignacio Alvarado, creador del Museo del Libro Venezolano, quien ha logrado reunir y preservar una valiosa e inmensa colección de libros venezolanos salvándolos del olvido o la destrucción. El Museo, que cuenta con un catálogo en su página web de miles de ejemplares, organiza exposiciones y abre sus puertas en una casa del este de Caracas para que los amantes de la lectura disfruten de valiosísimos libros y revistas editados en Venezuela o cuyos autores son venezolanos.

Entre las grandes piezas del Museo se encuentran manuscritos del siglo XVIII, libros impresos antes de 1840, variados títulos, folletos y revistas del siglo XIX. También incunables del siglo XX, como las primeras ediciones de Doña Bárbara de Rómulo Gallegos (1929), Memorias de Mamá Blanca de Teresa de la Parra (1929) y Las lanzas coloradas de Arturo Uslar Pietri (1931). Este espacio se ha convertido en un gran refugio de libros y bibliotecas huérfanas, semejante al de los parques naturales que protegen especies vegetales y animales en extinción.

Una tarde, mientras escribía este texto, llamé a Alvarado para que me contara cómo creó el Museo del Libro. La conversación pronto me trajo una sorpresa. Con serenidad feliz, me dijo que me sintiera tranquilo porque un amigo que ayudó a mi esposa, Marianella Montenegro, en la mudanza final de nuestro apartamento en Caracas, y que conocía su proyecto, le había llevado una pequeña parte de nuestra biblioteca. En el Museo nuestros libros estarían protegidos, me aseguró. Porque yo también, y disculpen que hable en primera persona, soy un huérfano de los libros que durante años acumulé.

Mi casa de infancia no era un lugar de libros. Pero mi padre, don Tulio Hernández, entendió mi fascinación por la lectura y, en ese pequeño pueblo llamado Rubio donde crecí, comenzó a conformarme mi primera biblioteca a partir de una colección popular de literatura —la Biblioteca Básica Salvat, promovida por el Ministerio de Información y Turismo de España— que todas las semanas publicaba un título de muy bajo costo.

En esa modesta colección leí por primera vez, entre otros, a Chejov, Dostoievski, Melville, Poe, Goethe, Cervantes y Unamuno. Mi biblioteca personal de juventud fue creciendo con obras que me acompañaron por décadas, como la primera edición de Cien años de soledad, publicada por Sudamericana en Argentina, que mi padre compró en la vecina Cúcuta; La casa verde de Mario Vargas Llosa y una edición de Los Miserables de Víctor Hugo, en tapa dura y papel biblia, que mi hermano mayor, Oscar Hernández, me regaló cuando cumplí doce años. Esas fueron las semillas de mi primera biblioteca personal.

Cuando me fui de Rubio a estudiar en la universidad, primero a Valencia, y luego a Caracas, viajé siempre con mis pocos libros. Con el paso del tiempo, mi biblioteca fue aumentando y diversificándose en autores y temas. El día en que me tuve que ir de Venezuela, huyendo de la orden de cárcel que en cadena radioeléctrica nacional “sugirió” el presidente espurio Nicolás Maduro, antes de despedirme apresuradamente de mi esposa, miré una parte de la biblioteca, que estaba en la sala de la casa, y recordé el discurso de recepción del premio Nobel del portugués José Saramago, en el que cuenta cómo su abuelo, antes de morir, iba abrazando uno a uno los árboles que había sembrado. Sentí un impulso parecido hacia aquel cuerpo de libros. Mis libros.

Tomé solo tres y los guardé en el pequeño carry on que, presuroso, me llevaba: el poemario Adiós al siglo XX de Eugenio Montejo, que me regaló y me dedicó en un viaje que hice a Lisboa cuando él era allí agregado cultural; la Colección de arena de Italo Calvino, que me parece un ejemplo de excelente escritura de artículos y crónicas; y La dama de Porto Pim, de Antonio Tabucchi, un libro de relatos breves de una gran ternura. El resto de mis libros quedaron solos durante cinco años en mi casa vacía hasta la mudanza definitiva hace unos meses.

Mientras escribo esta crónica y la comento con amigos que también han tenido que emigrar apresuradamente, algunos me van enviando ensayos, entrevistas, también podcasts, referidos a este tema que he llamado “las bibliotecas huérfanas”, y sobre el que es mucho lo que se ha escrito y yo desconocía.

Entre todo lo que he recibido, hay una entrevista de la escritora uruguaya Ana Laura Lissardy, en su libro, a Goran Bregović, en la que el gran músico serbobosnio cuenta su experiencia como migrante que huye de la guerra de los Balcanes y, también, deja su biblioteca atrás. Una frase suya allí recogida me ha quedado rebotando en la memoria: “La vida es suficientemente larga para empezar de nuevo dos veces, pero no lo es lo suficiente para construir una biblioteca dos veces”.

Ojalá cuando regrese la democracia a Venezuela y muchos de los exiliados y emigrantes podamos retornar, tengamos la alegría de encontrarnos en el Museo del Libro Venezolano con muchas de las publicaciones huérfanas a los que en nuestra migración les dijimos adiós, incluyendo algún libro de Benjamin.



Tulio Hernández es sociólogo, ensayista, profesor universitario y columnista de prensa venezolano. Experto en análisis de política y cultura latinoamericana. Se encuentra exiliado en Colombia desde 2019. Allí ha sido profesor en la Universidad del Rosario y conferencista invitado en la Pontificia Universidad Javeriana, así como conductor de los Talleres para Comunicadores “Cómo narrar la migración venezolana a Colombia”, auspiciados por la Fundación Gabo y USAID.

* Artículo originalEl exilio y las bibliotecas huérfanas





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