Alberto Lamar Schweyer: ficción e historia en ‘La roca de Patmos’

Como quien asiste al final de un mundo, contempló el historiador suizo Jacobo Burckhardt el ímpetu con que las revoluciones burguesas del siglo XIX implantaron, a sangre y fuego, la idea de la democracia; antesala de nuevos siglos de ferocidad y cesarismo. 

Fue también con el pesimismo de un romántico tardío, que este exquisito cicerone vio al hombre, en tales períodos de ruptura social, abandonado a su suerte y convertido en animal errante de deseos incontrolables; pues, en momentos de conmoción social, el quiebre de las instituciones reguladoras del comportamiento humano cristaliza en personalidades excepcionales y transgresoras: heréticos, tiranos, delincuentes o criminales.

Dos precisiones se le podrían hacer, no obstante, al profesor de Basilea y mentor del joven Federico Nietzsche. Por un lado, la también existencia en estos períodos convulsos de un tipo de personalidad revolucionaria y utópica que intenta transformar el mundo. Por el otro, la supervivencia del universo imaginario de civilizaciones y culturas extintas; y la correspondiente pervivencia fantasmática de sus ideas sobre ciertos grupos y “élites” sociales conservadoras.

Una somera revisión de nuestra historia intelectual arrojaría que los anteriores distingos pueden ser aplicados, con toda propiedad, al debate de ideas en la Cuba republicana; más específicamente, a la década “larga” y crítica que corre entre 1920 y 1940. 

Si, en forma general, la posición revolucionaria puede apreciarse en los escritores y artistas del Grupo Minorista; la segunda, conservadora o reaccionaria, se refleja en el ensayismo de alta calidad y en la narrativa del también minorista (al menos hasta 1927), el matancero de nacimiento Alberto Lamar Schweyer. 

Perteneció este hombre, de mirada clara y apellido de difícil pronunciación, a la primera generación de intelectuales republicanos. Contemporáneo de la Revolución de Octubre y de escritores de izquierda como Rubén Martínez Villena, Juan Marinello y Alejo Carpentier, su obra estuvo, sin embargo, más cerca de las actitudes escépticas del Manual del perfecto fulanista (1916) de José Antonio Ramos; de La decadencia cubana (1924), de Fernando Ortiz; o de La crisis de la alta cultura (1925) de Jorge Mañach, por sólo mencionar los ejemplos más relevantes. 

El escepticismo decadente y cosmopolita típico de sus escritos juveniles puede ser también rastreado en un segundo momento de su producción literaria, que comienza en la década del 30 y termina con su muerte en 1942. De este período crítico, exilio europeo incluido tras la caída de Gerardo Machado, es su novela La roca de Patmos (1932).   

Aparentemente desconectado de la realidad cubana por su individualismo apocalíptico, el título de la obra no debe engañarnos; pues, las ficciones postcoloniales proyectan siempre una “alegoría de la abrumada situación de la cultura y la sociedad…” (Fredric Jameson). 

Si bien para eliminar esta abrumada situación, algunas “minorías” intelectuales optan por soluciones progresivas que contemplan servir a las “mayorías”; otros (caso de Lamar Schweyer) se encierran en una especie de anarco-conservadurismo desesperanzado, y en el culto de los linajes patricios y los antiguos apellidos. Desde este punto de vista, La roca de Patmos es reflejo de esta crisis social y política, pero reflejo desde un lente deformado. 

Por su prosa y temáticas deudoras del modernismo hispanoamericano, La roca… es una obra que no deja lugar para sorpresas ideológicas o narrativas. En dieciocho capítulos de progresión lineal, ajenos a todo experimento de vanguardia, la obra sigue de cerca algunos procedimientos del folletín: personajes estereotipados y sin subjetividad propia; ausencia de un verdadero otro con voz diferente; intercambios eróticos acompañados de términos manidos; servidumbre de la economía novelesca a las tesis ideológicas del autor, etc. 

Del folletín, hereda también el héroe novelesco (el aristócrata Marcelo Pimentel) y el triángulo erótico-sentimental que este forma con Adriana y Lucrecia. De la novela modernista, toma a este héroe como hombre de cultura y gusto exquisito, dotado, por lo demás, de una intolerancia programática para todo lo que huela a cultura burguesa en la sociedad de masas; y su fracaso final como “fuerza perdida en este crepúsculo sombrío”.

Como sobre todo me interesan los contextos sociales en los que las obras literarias son producidas, en estas notas sólo quiero destacar dos momentos narrativos en que se textualizan acontecimientos de la historia cubana; momentos que, a modo de indicios, apoyan la trama novelesca de La roca de Patmos.

La narración comienza cuando Marcelo regresa a Cuba, después de varios años de ausencia. Desde un mundo de orden incierto, extraño y decadente, que “vive liquidando todos los viejos valores del espíritu”, el regreso será, como en la novela educativa o de formación, físico y simbólico. 

Si en sus primeros momentos en el barco en que viaja, la memoria selectiva hace que el protagonista perciba a su patria a través de algunos recuerdos placenteros de su infancia y juventud, pronto estos recuerdos idealizados comenzarán a ser desmentidos por la realidad con la que Marcelo se enfrenta. 

La primera alusión a la historia nacional ocurre antes del desembarco en el puerto de la Habana. Con una dama de la alta sociedad y “lúcida” historiadora, Marcelo conversa sobre el destino de “revoluciones, cuartelazos, pobreza y descrédito” de las naciones latinoamericanas. 

Referido más específicamente a la guerra del 95 y al orden político emanado de esta independencia mediatizada, María Dolores (a través de quien también habla Lamar) lanza la idea de la guerra de independencia de 1895, y de toda revolución en general, como “aventuras de poder”. Es decir, como necesaria “circulación de las élites” (Wilfredo Pareto) en los momentos de crisis sociales. 

No la tensión del diálogo, sino lo que como indicio o huella en él se vislumbra, es, a mi entender, lo que le da el tono de escepticismo general a la novela; sintetizando, de paso, el carácter conflictivo que tuvieron, por sus elementos históricos tan dispersos, las construcciones nacionales en la América Latina que surge de la independencia.

Expliquémonos: sabido es cómo las diferencias sociales y clasistas de la Cuba colonial se reprodujeron al interior del ejército mambí, heterogéneamente compuesto desde el comienzo; y cómo casi al final del conflicto, y ante la inminente intervención norteamericana, estas contradicciones se hicieron insalvables para los sectores involucrados en la independencia nacional. 

Los oficiales blancos con una formación cultural y ciudadana fueron promovidos a altos cargos dentro de las fuerzas insurrectas, mientras que la mayoría de los negros y mulatos se quedaban en el rango de soldados, de asistentes de un oficial con privilegios o, peor aún, eran degradados, al no cumplir con los patrones de un supuesto comportamiento civilizado (según Ada Ferrer).  

Así, con el viejo esquema latinoamericano, civilización versus barbarie, se llegaba a la República de “generales y doctores”. Fue esta élite blanca, con cierto nivel educacional y cultural, dispuesta a pactar con cualquier poder que salvaguardara su posición social privilegiada, la que pospuso la revolución (según Ramón de Armas) y ocupó cargos de responsabilidad en la república que se establece a partir de 1901. El caso del General “independentista” Gerardo Machado es quizás, de todos, el más conocido.

Ya en tierra, los primeros capítulos muestran al protagonista tratando de adaptarse a su nueva situación vital. Entre tragos, clubes, cocktails y tabacos finos, Marcelo pasea su ocio elegante por una ciudad que, más allá de su estrechez diabólica y trepidante, parece resumirse, simplificada, en los ambientes burgueses que pinta el novelista. 

Anécdotas picantes y conversaciones sobre el deseo y el placer, el amor y las mujeres; y alguna alusión superficial a la aristocracia europea o al superhombre de Federico Nietzsche, dan cuenta de la vida artificial y la decadencia de esta sociedad republicana. 

Si, de la novela modernista, La roca… hereda esa complacencia en el reconocimiento de un lector hedonista; ya, a la altura de los años 30, en plena cultura de masas, esos signos, mayormente importados de la potencia del norte como nueva metrópoli, devienen en símbolos que prueban la situación marginal y periférica de la burguesía cubana post-colonial. 

El segundo momento histórico de la novela que me interesa destacar ocurre a la altura del octavo capítulo: el banquete en casa de Pepilla, devenida Marquesa de San Julián, al que Marcelo es invitado para anunciar su noviazgo con Adriana. Este es, como ha planteado la investigadora y prologuista Adis Barrio, el único momento burlesco en toda la novela. 

En esas páginas se muestran los orígenes humildísimos del “buenazo” de Servandito, mozo llegado de España con su típica carta de recomendación para trabajar en los almacenes del ingenio Lucero; y su ascenso social, primero a Don Servando Matalobos, y luego a Marqués San Julián del Valle. 

Con la fortuna hecha “un poco oscuramente” antes de la guerra independentista de 1895, y aumentada a partir de turbios negocios coloniales relacionados con el avituallamiento alimenticio de las tropas españolas destacadas en la insurrecta Isla, compró el ingenio Lucero. 

Ya en el siglo XX, los altos precios que, por coyunturas específicas, alcanza el azúcar, le permiten a Don Servando y a su esposa Pepilla pagar doscientos mil pesos por un título nobiliario. El emblema de la casa, bordado en manteles, sábanas y pañuelos, no podía ser otro que los tres pinos y el “lobo rampante San Julián”. 

En este mismo capítulo se muestra toda la incultura y el mal gusto de esta nobleza de títulos comprados: la sala de música, “primorosamente decorada al estilo Luis XVI”, exhibe un radio enorme y costoso, con caja de caoba y talladuras renacentistas. 

La radio, como uno de los dispositivos fundamentales para la masificación de la cultura en la sociedad burguesa de los años 30, el “delicado óleo de María Antonieta” y una figurilla de ese ícono de las virtudes aristocráticas que fue la princesa de Lamballe (decapitada durante la Revolución Francesa de 1789 y devenida cifra máxima de la injusticia revolucionaria) forman un extraño y gracioso contraste que, por supuesto, hiere el afinado gusto estético de Marcelo Pimentel. 

La sala de música y la casa en general, con sus amplios salones, grandes lunas venecianas y falsos cuadros de supuestos antepasados históricos, son un clásico ejemplo de esa sobrevivencia y superposición de símbolos de un tiempo pretérito y ajeno, mediante el cual se intenta reafirmar un status inexistente en la moderna sociedad de masas.

Lo importante del capítulo es cómo se refleja en forma “jocosa” el traspaso de las propiedades azucareras y el correspondiente poder económico y simbólico, desde los productores cubanos, endeudados y sin capital suficiente para modernizarse, hacia los intereses españoles vinculados fundamentalmente con el gran comercio y las casas bancarias. 

En otras palabras, nuevamente el traspaso de poder y la “circulación de las élites”, ahora económicas. Traspaso que dejaría a esta aristocracia cubana sin suelo sobre el que apoyar su pretendida superioridad, para imponer su dominación material y simbólica. 

Así lo dice el catedrático y hombre de mundo Gonzalo Maret a Marcelo: “Cien como Servando, cien marqueses más debían haber sido creados… ¿De quién sino de ustedes es la culpa?… ¿No dejaste que otros vinieran a ocupar el sitio a que tú tenías derecho?”

Como detalle complementario y sintomático, puede apuntarse que, si el padre de Marcelo fue un mambí con grados de oficial, fue la madre conservadora quien, sin embargo, cuidó de las inversiones y aseguró la fortuna familiar, en bienes inmuebles de los que Marcelo despreocupadamente vive. 

En la ausencia de una figura patriarcal que, como un árbol en el centro del mundo ligue los tiempos históricos, pasado, presente y futuro; así como en la soledad y luto de la madre y la irresponsabilidad de Marcelo, se está jugando, parece decirnos Lamar, el futuro de la clase social cuya función es regir los destinos de la nación. En otras palabras, es la ruptura de la vieja tradición cubana, según el novelista, la que ha abocado al país a la crisis en la que se encuentra.

Con respecto a la novela y a la ejecutoria intelectual y política de Lamar Schweyer, varias interrogantes que desbordan esta página se desprenden de los párrafos anteriores. 

Primero, ¿no es esta misma falta de confianza en el destino nacional la que hace que Marcelo, aristócrata cubano, no sienta nostalgia del pasado de la Casa Pimentel, sino de “otras vidas, otros pasados (el condottiero Dante Colleoni), que hubiera querido para sí”, tal como se explicita a lo largo de toda la novela? 

Si, como sabemos, existe una estrecha relación entre el Príncipe y el Condottiero ideal (Maquiavelo), ¿es casual que Lamar Schweyer vea en el dictador Gerardo Machado una especie de Príncipe moderno, destinado a corregir la deficiente formación étnica cubana mediante la conciliación de los contrarios; y que salude, además, en el fascismo, una especie de Renacimiento que ofrecía al hombre la posibilidad de una doble restauración, física y corporal?

Para resumir, si hombres, palabras y estilos literarios comparten similar destino con las épocas históricas, puede decirse de este escritor republicano, “hacedor de jocundas agudezas”, que, aunque intentó llevar toda la seriedad posible de su pensamiento a su estilo literario, lo único que logró fue convertir ese mismo estilo brillante en una estética incapaz de penetrar realmente la trama novelesca o la psicología de los personajes. 

Creer en la fastuosidad de la frase y desdeñar la capacidad de penetración del lenguaje, hacer del lujo la estética misma, nada podría manifestar mejor que las fuerzas de la sombra no han abdicado, y que no hay paz entre el creador intelectual y su historia. 

Si algo prueba esta novela republicana, testimonio de uno de los momentos más críticos de la nación, es que, tanto en la ostentación y el derroche mundano de una burguesía subordinada y en vías de desintegración, como en las manifestaciones de su vida intelectual, estuvo siempre presente no sólo la ausencia de un verdadero destino histórico, sino, inclusive, el poder de las tinieblas. 





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