La Cuba de Allen Ginsberg: Stupid & Full of Authoritative Bullshit

“La revolución necesita de un administrador psíquico astuto, alguien con capacidad ejecutiva para la propaganda externa y la armonía interna. Como yo, quizá”. 
Allen Ginsberg, La Habana, sábado 30 de enero 1965.

A finales de 1964, en el cruce del Año de la Economía y el Año de la Agricultura, según el tiempo pretotalitario de la Revolución Cubana, un jerarca de la cultura oficial invitó a Allen Ginsberg a la Isla. 

Había que hacer aliados a toda costa, de costa a costa de los Estados Unidos y, de ser posible, había que reclutar a espías espontáneos en la mismísima intelligentsia del imperialismo

No era su primera vez en Cuba, por cierto. El poeta en jefe de la Generación Beat había visitado La Habana en diciembre de 1953, en tránsito hacia México, poco después del putsch del Cuartel Moncada, que vendría a ser el cuartelazo de Munich de nuestro Hitlercito local. Por aquel entonces nuestra capital le pareció al veinteañero Ginsberg, a la manera de uno de esos intraducibles versos libres tan suyos, como una “kind of dreary rotting antiquity, rotting stone, heaviness all about”.

El lunes de Revolución 18 de enero de 1965, Ginsberg volvió a Cuba, vía México también, pero en este caso debido a las prohibiciones de viaje impuestas por el Departamento de Estado norteamericano, dado el cariz marxista del régimen radical entronizado por Fidel Castro en la Isla. 

El ahora casi cuarentón Allen Ginsberg llevó un diario de sus aventuras y desventuras en el parnaso proletario-campesino cubano. Esos apuntes de urgencia de guerrillero intelectual (a ratos, intestinal) han sido publicados recientemente por la Universidad de Minnesota, con edición y notas de su biógrafo Michael Schumacher, bajo el título guerrafriesco de Iron Curtain Journals (2018).

Cogiendo confrontas de guaguas a las dos de la madrugada —las que Ginsberg deletrea con corrección etimológica: “Wah Wah”—, apenas recién aterrizado, el poeta se topó con los escritores del grupo El Puente: chicos chics, pepillos de papel, el futuro de la Revolución.

Horas antes, en México, había tenido un sueño medio solipsista con Fidel Castro y una tal “hermanita” de doce años. Casi una parodia del más amoroso y escuálido J. D. Salinger: 

Estaban ellos tres en una mansión moderna. La familia de la casa había salido para un gran evento que estaba a punto de comenzar. Fidel se demoraba trancado en el baño, “meando o lavándose la boca”, por lo que Ginsberg se pregunta si debe preguntarle al Líder Máximo si por fin vendrá al mitin de masas en el estadio, y si hablará largo y tendido en esa ocasión. La voz onírica de Fidel le parece “infantilizadamente aguda, algo impaciente, pero afable con la niñita”. Y entonces, cuando se da cuenta de lo raro que resulta que no haya guardaespaldas por ninguna parte, Allen Ginsberg se despertó.

Horas después, bebiendo “cocktails” (las comillas son del propio Ginsberg, como si la palabra cocktail, en Cuba, no sonara en inglés) en la oscuridad insomne de un barcito habanero sin Cabrera Infante, los muchachos de El Puente le confiesan al soñador que los “dialécticos literarios comunistas” apenas sufragan su labor editorial de vanguardia. Al contrario, se dedican a “reprimir homosexuales”, arrestando a todo aquel que tenga pinta de “enfermito” o “Beat”. 

Obviamente, los adolescentes literarios buscan la solidaridad del enemigo. Me pregunto si la actual censora Nancy Morejón estaba presente allí. Aunque su presencia allí es lo de menos. Lo importante es que una botella de ron se cayó al piso ipso facto y se hizo añicos “sin escándalo”, justo en el momento climático de la gusanería ebria de los obreros del arte. 

Entonces los cubanitos rectificaron. Al fin y al cabo, estaban hablando con un extranjero que de pronto les anuncia que espera ser recibido por Fidel Castro en la realidad real. Ese notición, tras el augurio orisha del cristal rajado, devuelve a los enfermitos Beats de El Puente a su saludable sobriedad socialista, más o menos coloquial y parroquial. Así que, como colofón combatiente, le aseguran ahora que, a pesar de los pesares, “a ellos sí les gusta la Revolución”. 

Suficiente para que Ginsberg se emocione y suelte en voz alta: “Abajo la pena de muerte”. Y, en este punto de su Diario del Telón de Acero, alguien no identificado remata, supongo que en español susurrante, mientras al fondo “hay un nuevo estilo de música llamado feeling”:

Yes, tell Castro.

El Puente, la pena, la muerte, la homofobia

Adoro leer diarios. Mi tesis de doctorado en Literatura Comparada, que estoy desarrollando gracias a una beca de lujo de la Universidad de Washington en Saint Louis, Missouri, involucra a no pocos diarios de peregrinos políticos a la Utopía Caribe. Literal y literariamente, turistas de la ideología: compañeros de ruta de la izquierda internacional que, a lo largo y ancho de las decadentes décadas, fueron cayendo de cabeza o de culo (o de ambos) en su querida Cuba de Castro.

Adoro, por lo demás, a Allen Ginsberg. Hasta su comemierdad comunista me resulta entrañable. Murió muchos años después de su peregrinaje, en abril de 1997, llamando a sus amigos por teléfono para decirles, partido de llanto, que se estaba muriendo y que no se quería morir. 

Conmovedor. Premonitorio. Pobrecito buen hombre, como tantos norteamericanos. Pobrecita buena nación, como no hay ninguna otra en todo el puñetero planeta.

Todos en Cuba parecían fascinados con su bufanda rojinegra de estilo Cambridge, nada que ver con los colores anarcoterroristas del Movimiento 26 de Julio. Todos se empeñaban en besarlo en los labios y acariciarle los pelos, por entonces muy copiosos en la barba y el cráneo. 

Ginsberg, en cambio, se asombra de que ninguno de esos mancebos culturosos haya escuchado nunca los discos de Ray Charles y Bob Dylan que él les trae como regalo, como objetos alienígenas contrabandeados en la aduana, cuyos acordes y letras aspira a que sean transmitidos cuanto antes por la radio cubana, pues son “heads of Culture”, con mayúsculas: “to have them broadcast over Cuban radio”. Y, como puntual postdata: “nadie aquí ha leído a Burroughs todavía”.

Un par de días más tarde, ya le es posible concluir que “ser tratado como invitado es una sutil forma de lavado de cerebro, ya sea por psicoanalistas en Washington, la Lowell House de Harvard, o por los comunistas liberales cubanos en Cuba” (valga la redundancia geográfica: Cuban liberal communists in Cuba). 

Un par de líneas más abajo, Ginsberg consigna otro sueño de celebridades, en este caso con Jean-Paul Sartre y Gary Snyder. Y se despierta con los “labios resecos y dolor de garganta”, al compás de esa misma tos que arrastra de polizón desde el aeropuerto JFK de Manhattan, pero sin dejar de fumar ni por equivocación.

Y nos enteramos, de manera póstuma, que Miguel Barnet (mucho más muerto en vida hoy que Allen Ginsberg en su muerte) visitó al norteamericano en su apartamento de hotel para una sesión de “yoga cubano yoruba bantú local, con canciones como mantras y mucha percusión excitante”. 

Sin embargo, a los escritores de El Puente, como el “afeminado José Mario” y un Manuel Ballagas “bien parecido a sus 17 años con cara de acné”, el guía a cargo del International Cultural Exchange Program no les permitía llegar hasta su piso en el hotel Riviera, por puro “puritanismo”. Le aducen que: “en particular, los contrarrevolucionarios podrían subir al hotel para asesinarme”. 

Pero la otra justificación aducida no puede ser más racional y contemporánea: había en La Habana “vastas hordas de putas merodeando alrededor de los visitantes” y, para colmo, “los campesinos subirían a sus enormes familias de vacas por el ascensor, si se les permitiera traer visitantes”. 

Al final, tras un altercado Beat versus Barbarie en el lobby del Riviera, donde no hizo falta que Ginsberg “se quitara las ropas” si “se mete en problemas”, tal como amenazó, todos subieron y se quedaron hasta la medianoche, fumando y revisando una traducción que Ballagas había hecho del extenso y aún más intenso poema de Ginsberg titulado Kaddish, una letanía a la manera de la ceremonia judía por la muerte de su madre comunista que, a estas alturas de la historia, no vale la pena citar en español:

And I’ve been up all night, talking, talking, reading the Kaddish aloud…
All the accumulations of life, that wear us out—clocks, bodies, consciousness, shoes, breasts—begotten sons—your Communism—‘Paranoia’ into hospitals…
Looking in the mirror to see if the Insanity was Me or a earful of police…
In the madhouse Blessed is He! In the house of Death Blessed is He!
Blessed be He in homosexuality! Blessed be He in Paranoia! Blessed be He in the city! Blessed be He in the Book!”.

Desde el inicio, Allen Ginsberg aprovechó su inmunidad de foráneo para quejarse del llamado Departamento de Lacra Social, incluso ante un funcionario de la revista gubernamental Cuba, pues le indignaba que dicho departamento se dedicase a recoger de la calle, en plena Rampa, a “homosexuales” y “marihuaneros”, solo por culpa de sus “bluejeans apretados” y sus “barbas locas”. (A mediados de los sesenta las barbas estaban de moda a todo nivel, desde la base subversiva hasta la cúpula del poder despótico. Excepto, tal vez, en el burocrático Blas Roca, “que es el editor de Hoy y no usa barba”).

Como coletilla, Ginsberg añade que se comenta que “Guillén y otro poeta (Retamar) visitan en secreto a un tal Ramiro Valdés, el Ministro del Interior, para quejarse de la persecución en contra de los maricones en la calle”.

Hay un momento en que Ginsberg compara cómicamente a la Revolución cubana con el filme Sopa de ganso de los Hermanos Marx, donde la pequeña nación de Freedonia está en bancarrota y en riesgo de ser anexada por su vecina Sylvania. Y, en otro rapto de escéptica lucidez, la describe como “una obsesión en la mente de todos, tal como las drogas alucinógenas en mi mente”: de hecho, la Revolución es “en sí misma un cambio de realidad”. 

Pero a pesar de la homofobia rampante revolucionaria, expresada como apartheid de Estado, a pesar de la declaración de la Unión de Jóvenes Comunistas en la Escuela de Instructores de Arte contra los “decadentes, existencialistas y homosexuales” (publicada en “Mella, su órgano”), Ginsberg consigna en sus diarios que “quizás al Che Guevara o a Raúl o a algún otro al final también les gustan los chicos, quién sabe o a quién le importa”. 

En cualquier caso, su entrevista con el periódico Hoy es censurada por su insistencia en “la aceptación social ‘socialista’ de los homosexuales” y sus críticas deslenguadas en contra de la “línea sexual burguesa del Partido al estilo familia católica / marxista / hispana / americana / cubana”. 

Por eso, nadie lo toma en serio entre los solemnes periodistas cubanos. Por eso le preguntan sospechosamente si ese “extraño tema” es traído por los pelos como broma o provocación. Y Ginsberg se agota de tanto explicarles freudianamente por qué él tiempla como tiempla desde que su madre murió en un manicomio: 

“Incluso este Diario comienza a ser explicativo, en modo periodístico. Fuck it. El socialismo convierte a todo el mundo en un intelectual polemista: esa es su defensa para no abrirse al instinto imaginativo, lo cual es propio de los espacios de negociación colectiva”.

En definitiva, se trata de “la misma cochina cobardía y estupidez, y las mismas racionalizaciones burguesas que hay en Nueva York o Saigón o Benarés. Los mismos argumentos estereotípicos: 1927 Rusia, 1945 U.S. McCarthy. La misma evasión periodística de Times Pravda Revolución New York Times 1965”. (Todas las traducciones, por supuesto, son mías).

Pajas, paseos, patologías

Cuando Ginsberg se sienta durante horas a ver un discurso de Fidel Castro en la televisión, no puede evitar ponerse a coleccionar datos estadísticos como si fuera un taquígrafo a sueldo del Consejo de Estado. 

También registra detalles de sicoanalista, de siquiatra quisquilloso ante un paciente muy peculiar: acaso un “disc jockey”, “Der Führer Gorilla”, el “príncipe humano Castro”, casi un “póster de arte pop” y una “criatura verdaderamente peluda para ser presidente, diez veces más natural que Johnson”; un estadista que ejecuta su performance perverso como si de una “pelea por el Campeonato Mundial” se tratase.

Y, a la postre, dado que “todavía no hay ninguna revolución básica en el Sistema Nervioso en sí, de modo que la humanidad aún no está sexualizada”, el poeta prefiere apostar por la excepción que confirma la regla en sus noches a solas en el hotel Riviera, y elige el oficio nunca obsoleto de Onán: “Me masturbo gimiéndole a la almohada por favor… por favor… por favor…” 

Algunas noches, la funda de esa almohada alberga el rostro imaginario de Fidel Castro, pero en situaciones de calentura extrema es “la cara hermosa del joven Che Guevara” la imagen climática. En cualquier caso, Ginsberg parte del convencimiento de que “todas las mujeres cubanas, sin duda alguna, tienen fantasías sexuales con Castro”, y dado que “por suerte Raúl y Fidel son sexys, eso mantiene las cosas humanas”.

Allen Ginsberg se sumaba así a la apoteosis no germinativa de “millones de cubanos pajeándose”. Como “las casas de prostitutas están clausuradas y las chicas conservan su virginidad, no hay salida real para la sexualización de las relaciones comunistas”; entonces, según su teoría, la “culpa masturbatoria” y el “miedo a tocar con confianza el cuerpo del otro” es lo que “conduce a relaciones políticas, ambigüedad y miedo”. 

Para Ginsberg, esa carencia crónica de una “puerta abierta al amor”, esa indigencia de algún tipo de “ancla para el deleite del cuerpo a cuerpo que disuelva las tensiones sociales”, esa pacatería castrista “se sube a la cabeza como teoría dogmática marxista sobre el esfuerzo social del grupo y la pureza comunista de toda motivación y acción”.

Desde su diván de genio genital, para el Dr. Ginsberg: “Fidel es pasivo en la cama, según los chismes, y sin escenas de sexo fuerte, excepto cuando tiene tiempo. El Che Guevara está más sexualizado. De Raúl dicen que es una especie de queer, lo que explica su temperamento sádico y felino, aunque está casado. Y Dorticós, bueno, ese es un caso extraño, entendible tan pronto vemos a su mujer”.

En sus paseos cubanescos, la mirada indiscreta de Ginsberg no se deja engañar ni sobornar con boberías bucólicas. Lo ve todo. Lo obsesiona la frase “Lacra Social”. Describe las ruinas retorcidas del vapor La Coubre como “una estatua de John Chamberlain”. Trastoca la ortografía de cada cosa que nombra (hotel “Ambres Mondoo”, por ejemplo) pero no corrompe el concepto secreto de nada. 

Asiste a una sangrienta sesión de santería en Guanabacoa, a medio reprimir por un carro patrullero, cuyo oficial finalmente anota el nombre de todos los asistentes al bembé (Allen Ginsberg resulta tener a Changó de muerto protector; él enseguida lo asocia con una especie de “Shiva con falo rojo”. José Mario le regala sus pulseras de Yemayá y Ochún, acaso para que, en tanto jurado, falle a favor de su obra en concurso; por desgracia para José Mario, Ginsberg cree que es un “libro de sosos poemas de amor escrito para su novio peruano”).

Asiste también a uno de los últimos espectáculos del bufo en el Teatro Marte, que incluía un personaje pintado de negrito (eso que ahora en Norteamérica llaman con horror de millennials un “blackface”). 

Cerca de un fuerte militar de la era de la Colonia no lo dejan tomar fotos. Coge unas cagaleras que lo tiran a morir sobre la cama, con “calambres y goteo acuoso saliéndome del culo al estilo de las disenterías en el Viejo México”, por lo que se empacha con Enterovioform y Sulfaguanidina. En uno de sus sueños diarios, se desboca y besa en la boca a Manuel Ballagas (antes de tener dos páginas de sexo físico con sus 17 años, durante la tardecita tántrica del miércoles 17 de febrero de 1965). 

A sus dudas diversionistas sobre la escasez de huevos y carne, un funcionario le da la contundente declaración de que “ahora todo el mundo puede adquirirlas y consumirlas”, por eso escasean más que cuando el capitalismo de “Battista”. 

Atisba un libro infantil para colorear con el título Abajo el imperialismo (no sabemos si lo compró, ni si se conserva como parte de sus archivos). Repara en las caricaturas de la prensa amordazada (la única legal) donde el Tío Sam siempre saca dólares de su sombrero de copa mágico para “comprar a los gusanos” del patio, o funge como titiritero en un “podio de la OEA, moviendo los hilos de sus dictadores decorativos Somoza, Ydígoras, Rómulo, Stroessner, Prado, etc.”

Un día lo llevan, inevitablemente, a Finca Vigía, ese aleph maléfico hemingwayano, como un iceberg insular invertido, con siete octavos visibles y una puntica sumergida, que es justo la que Ginsberg narra (o poetiza, que en su caso es un sinónimo de narrar):

“Gran tristeza por todas partes, como de una muerte inmediata, la nueva muerte del día anterior, ayer”. 

Y nos lega entonces, al pueblo cubano, un autógrafo gráfico con visos de ser la primera poesía visual plasmada en el primer territorio libre de América: 

“Dibujé en el libro una estrella judía con calavera en su centro y girasoles en lugar de dientes”.

Me pregunto qué habrá hecho el G-2 con esa hojita del Libro de Visitantes del viernes 22 de enero de 1965 en la Finca Vigía de San Francisco de Paula. Hoy valdría su tinta en oro

Como también lo vale la reacción de Nicolás Guillén cuando Allen Ginsberg le contó —como si Guillén no lo hubiera aprobado de antemano— sobre una joven poeta (¿Ana María Simo, Lina de Feria, o ambas?) ingresada a la fuerza en un hospital, donde recibió 14 electroshocks:

―Es la típica neurótica.

Eso le dijo, mulatamente, el camagüeyano presidente vitalicio de la UNEAC “con gran suavidad y humor y obvia sensibilidad”, para luego, cínicamente, comparar el caso con el suicidio de una querida amiga de Ginsberg, que padeció trastornos nerviosos severos hasta que no pudo más y saltó desde un séptimo piso de Hudson Heights, Manhattan: Elise Cowen (1933-1962). 

A la postre, a título confidencial, ese mismo grosero Guillén le ordenó en persona, uno a uno, a los juveniles miembros de la UNEAC, que “no salieran más” con Ginsberg, para que así “hubiese menos problema”. 

Por cierto, también Lisandro Otero le habló pestes sobre el grupo El Puente y el poeta Beat tuvo que salir en defensa de sus admiradores y amantes. Pero es una batalla perdida de antemano y las conclusiones son de naturaleza patológica. La Cuba de Castro como enfermedad: 

“Por todas partes, supresión total de las fantasías conscientes e inconscientes. (…) Tengo que averiguar qué idioma se habla en esta isla, lenguaje Esopiano. No puedo confiar en nadie. Es como sufrir un colapso nervioso”. 

Y aún más: 

“Cuanto hago es una amenaza para Casa. Debo callarme y dejar de parlotear. Cerrarme. Miedo de escribir en este libro. De ahí mi estilo tan cortado. (…) La paranoia y la realidad por fin son idénticas”. 

Y es así que Allen Ginsberg deja de transcribir nombres en su Diario y, como un Kafka en los tiempos de Kaftro, ahora A.G. pone solo las iniciales.

Casa de las Américas, bichos y policías

Unos días después, tras una gira por varias provincias, muere repentinamente en la Isla el escritor chileno Ricardo Latcham, para terror de su compatriota Nicanor Parra, también de paso por Cuba, quien comenzó a creer que el runrún de las cortinas funerarias del velorio hacía eco en las cortinas de su cuarto de hotel (acaso fuera solo la risita de los agentes de la policía política que los espiaban a todos en su intimidad alquilada; no descarto que un día después de la Revolución, si después de la Revolución hay un día, se filtre un audio con Allen Ginsberg eyaculando: please… please… please…). 

Esta muerte chilena, Allen Ginsberg la conecta enseguida con el deceso del científico francés André Voisin, justo un mes antes, también de manera repentina y en solitario en su hotel: en ambos conspicuos casos, “mala publicidad para Cuba”. 

Por cierto, los dos habían nacido a inicios de 1903. La Revolución es, eminentemente, una cuestión de geometrías.

Como curiosidad: Camilo José Cela, también en Cuba como jurado del Premio Casa de las Américas, le dispara una carta a Fidel Castro proponiéndole cambiar la noción del gramático ibérico Antonio de Nebrija en 1492 de que “siempre la lengua fue compañera del imperio”, por un eslogan donde “Revolución” sustituya a “Imperio”; para rematar sugiriéndole a Fidel una misión acaso dictada por el caudillísimo Francisco Franco: Cela cree que “a Cuba, que habla español, que vive y sufre y trabaja y pelea y ama y muere en español, le cabría el honor histórico de poner las cosas en su sitio y vivificar la precisa y señaladora voz Hispanoamérica (y su correspondiente adjetivo hispanoamericano)”. 

Y, como posdata de su carta comandantesca, el marqués “aristocrático corpulento” Premio Nobel de Literatura, de quien Ginsberg se burla de sus “ojos burócratas de Burroughs” y sus “trajes de seda”, trata de convencer al hegémono cubano de que “en todo el mundo de habla española, en todo el mundo hispánico, la única persona que puede hacerlo con eficacia y sin herir susceptibilidades de nadie, es usted”, con la plusvalía de que, “políticamente, los alcances de la medida serían insospechados”.

A la hora de leer las obras, como jurado del género de poesía para el concurso de Casa de las Américas, Ginsberg decide invitar a Manuel Ballagas (alias M) para que estos “odd Latinamerican poetry texts” sean leídos en su lengua oriunda por el cubanito de apenas diecisiete años, el hijo del eminente poeta Emilio Ballagas, fallecido muy joven a mediados de los cincuenta. Por semejante exceso de confianza, Ballagas será arrestado varias veces por los compañeros del Ministerio del Interior que atienden a Allen Ginsberg y al coro de conflictivos locales a su alrededor. 

En relación con las detenciones arbitrarias, Allen Ginsberg se quejó en persona a Haydée Santamaría (a quien además le propuso que invitara a los Beatles a Cuba cuanto antes). Haydée se lamentó de que hubiera ocurrido otro “estúpido error de policías no bien educados”, pero le advirtió al poeta-jurado que en Cuba hay “grupos de pro-norteamericanos que se creen que pueden chantajear a la Revolución buscando refugio en su fama poética”

Ginsberg deja correr a la funcionaria con su teoría de que los artistas son “bichos raros”, tal como ella misma se considera, y tal como ella considera a la Revolución. Pero luego, por escrito, Ginsberg describe mejor a esa mujercita con poder: una “rubia rusa rolliza” que habla “demasiado rápido”, como dando un discurso para chicas de secundaria”, y que, sin embargo, ha sido llamada por otros como el hada madrina de la intelectualidad cubana inconforme. 

A él, Haydée Santamaría simplemente le pareció “Stupid & Full of Authoritative Bullshit”. Como muchos de los escritores que lo agasajaron con hipocresía. Como la Revolución en sí.

En uno de los momentos más dramáticos del diario, su dictamen sobre el socialismo a la cubana, duélale a quien le duela en la izquierda norteamericana antisistema, es lapidario: “Lo que necesitan es un conjunto apropiado de leyes cívicas y sobre la libertad de expresión”. Punto y aparte. Pues el Estado no debería de andar “administrando la vida sexual de los adolescentes y sus actitudes hacia el Estado,” como si de una “Revolución Kibutz” se tratara.

El mantra veloz de la Revolución

Los rumores son echados a rodar con rabia por el Departamento de Opinión del Pueblo, supongo. Es la primera fase de su proceso: la estigmatización antes de la expulsión. Allen Ginsberg anota:

“Todos parecen estar de acuerdo en que los periódicos aquí apestan, son mediocres, no critican y no tienen independencia”. 

“El problema aquí es que todo lo que hago, como no se reporta oficialmente, se chismorrea hasta los extremos más ridículos y se vuelve monstruoso. Una medida de la locura de esta sociedad”. 

“Se me informa de más gossip/chismiss. Se supone que tuve orgías con todos los chicos y chicas de El Puente”. 

(¿Incluida Nancy Morejón, deletreada por Ginsberg como “Nancy Moreno”?).

El 10 de febrero lo llevan a volar sobre la Sierra Maestra. El 12 de febrero visita la Gran Piedra. Recorre los pueblos de campo en limusina. 

El calor o el ron o la machería santiaguera le dispara a Ginsberg el nivel de erratas hasta el paroxismo, según se aproxima el clímax de su expulsión de Cuba. Diríase que se burla, pero no. No hay emojis ni pretensión de parodia en su diario (excepto cuando se refiere respetuosamente a José Rodríguez Feo como Mr. Ugly). 

Nuestro poeta testimoniante está tratando de ser tan exacto como puede, en medio de una Revolución que lo invitó para no darle ni las gracias al final. Así, garabatea con su caligrafía de colegial pacifista: la “Grande Pidra”, el cuartel “Moncalpa”, las escuelas vocacionales militares “Camila Cienfuegas” y “Carmillo Confiengos”, el periódico “El Mondo”, las Brigadas de “Analfabazación”, “Ser culto es a ser libre (José Marte)”, un tal “Miguel Barent” en una tal “UNIAC, y un etnográfico hetsétera.

(El tal Miguel Barent, por cierto, confrontado por milésima vez sobre la represión del G-2 en contra de sus colegas y de sus santeros, le declara compungido y en privado a Allen Ginsberg: “Yo estoy cansado. O simplemente, como en Kafka, no soy valiente. Tú tienes una cultura diferente a la que estás habituado. Hasta hace dos años, yo era más valiente. Ahora ya no tengo ganas de cambiar el mundo. Demasiados problemas de amor. Bueno, eso es lo que siento, no soy un romántico como tú”).

Por ninguna parte encuentra Ginsberg “una manera Zen para hacer bien la Revolución”. Al parecer, su tierna teoría de que “todos los jóvenes hagan el amor con los miembros del Partido” no recibe muy buena acogida. Ni entre los jóvenes, ni entre los miembros del Partido

La culpa la tienen, por supuesto, las agresiones imperiales en contra de los pueblos de Latinoamérica y de la Tricontinental del Tercer Mundo. En definitiva, como una mujer llamada Marcia le comenta: “lo peor de la Revolución es la resaca de la vieja Cuba católica burguesa”. Es decir, el presente de tiranía no debe ser nunca criticado: la culpa es del pasado y la redención está en el mañana. 

Hay que joderse.

Finalmente, el 18 de febrero, tres agentes de la Seguridad del Estado, disfrazados con las cheas camisitas de civil del ICAP, a las 8:25 a.m., le tumban a Ginsberg la puerta de su habitación y le anuncian que no tiene otra opción que acompañarlos: un tal capitán Carlos Varona, Jefe de Inmigración a nivel nacional, quiere interrogar a la cucaracha contestataria norteamericana. Debe recoger todos sus bártulos de inmediato y no puede llamar a nadie por teléfono, ni siquiera a Casa de las Américas (Ginsberg ignoró, acaso hasta su muerte, casi a ras del año 2000, que Casa de las Américas era precisamente la filial cultural de Villa Marista que dio la orden de deportarlo de por vida).

En la estación, Ginsberg se despide de Cuba tocando bajito sus címbalos de dedo y repitiendo sus mantras medio hindús y medio homos. Nadie le explica nada. Tiene suerte, no tendrá que escribir la crónica de su interrogatorio anunciado. Pero a las 10:30 a.m. estará volando fuera de Cuba en el primer avión que despegue del país. En este caso, hacia Praga, donde Ginsberg ha oído decir que “los más jóvenes se ríen del socialismo”.

Cuando el carro lo lleva hacia el Aeropuerto Internacional José Martí, como un prisionero de paz, como miles y miles de cubanos expatriados a la fuerza, todavía Ginsberg está tintineando sus címbalos de dedo en el carro policial:

Ooom, oom, oom. Sarawa Buda Dakini veh venza wani yeh venza bero tsa ni yeh hum hum hum phat phat phat so hum… 

Uno de los agentes le explica la causa del vértigo de lo que está pasando a su alrededor:

―Sabemos lo que hacemos. Esta es una Revolución y debemos hacer las cosas rápido. Todo lo hacemos así.

Hari Krishna Hari Hari Krishna Krishna Hari Hari Hari Rama Hari Rama Rama Rama Rama Hari Hari

En la bahía, pintado en la proa de un carguero quién sabe si de nacionalidad cannabis (el último porro clandestino de marihuana le costó diez pesos unas horas antes), el jueves 18 de febrero de 1965 Allen Ginsberg lee, desde su ventanilla de paria del proletariado, lo último que la Revolución Cubana le permitiría leer, al menos dentro de sus fronteras de fidelidad fascistoide: MANTRIC.

Es el nombre del barco, cargado tal vez con armas traídas también a toda velocidad. Armas que todos los cubanos sabemos para qué eran, para qué serían, para qué son

En efecto: ellos sí sabían lo que estaban haciendo. Era una Revolución y debían hacer las cosas rápido. Desde entonces, todo lo han hecho así.

A las 9 p.m. ya Allen Ginsberg está escribiendo otra entrada de su diario en el aeropuerto de Gander, Canadá. Ese pueblecito cómplice que se prestó durante décadas para que la dictadura cubana moviera a sus rehenes cubanos de una punta a otra del planeta. 

Bajo las auroras boreales, inconcebibles dentro del clima claustrofóbico de opresión tropical, el poeta declara entonces para nosotros, sus lectores post mórtem, que, en plena posesión de sus facultades mentales, a él no le queda ya “nada que esconder excepto su soledad”.


Soñar arena, Orlando Luis Pardo Lazo

Soñar arena

Orlando Luis Pardo Lazo

Todo en Reinaldo Arenas es risa y horror, ternura y tedio, desprecio y delicadeza. Por eso es tan grande ese guajirito nacido en un cagadero en Holguín. Y por eso son tan mediocres los demás escritores de su generación, títeres triunfadores que no serán recordados siquiera porque, de jovencitos, Reinaldo Arenas literalmente se los templó.