En Cuba, la mujer como sujeto biológico, social y psicológico, no siempre ha asumido esas posiciones/roles de sumisión que la sociedad y su cultura han trazado como esquemas que —aun hoy— ponderan lo patriarcal.
Son muchos los casos en los que el arte ha sido estribo y escudo de algunas féminas que se han alzado desde sus obras, colisionando contra la rígida moral e intentando desprenderse de las amarras de la hipocresía y el sometimiento. Ellas, alejándose de los ejes, hurgando más allá de los lindes impuestos por aquellos que establecen el canon —entiéndase lo institucional, la sociedad en general y su cultura imperante—, han ido vertiendo luz sobre determinados ámbitos poco o nada frecuentados, salvo por autores masculinos, en la literatura cubana.
Estas autoras se adentran en zonas que, desde el tratamiento de los temas abordados, el estilo y la intención, tensionan el canon establecido dejando huellas que estrían la dinámica de lo convencional.
Pero, ¿qué es el canon? ¿Qué es la norma? Mucho se ha polemizado al respecto y, debido a esto, son diversas las teorías que proponen un concepto sobre el tema. Entre ellas se pueden mencionar la del historiador británico de origen judío Eric Hobsbawm:
El canon aporta orden, estructura y previsibilidad. Tiene, además, una dimensión política particularmente notable en la era global. Proporciona unos referentes de identidad cultural comunes en un momento en que el concepto de nación se devalúa, los fundamentos de la identidad nacional se resquebrajan, y la hibridez y la indiferenciación reemplazan a la sólida homogeneidad de las entidades nacionales del pasado. Esa es la razón primordial por la que los nacionalismos actuales necesitan íconos culturales obvios que contrarresten el impulso de devaluación nacional que la globalización conlleva. Un canon sobre el que todos estemos de acuerdo es la garantía de nuestra identidad frente a la amalgama inconexa de la humanidad global.[1]
También está la controversial mirada de Harold Bloom, crítico y teórico literario estadounidense:
El canon, una vez lo consideremos como la relación de un lector y escritor individual con lo que se ha conservado de entre todo lo que se ha escrito, y nos olvidemos de él como lista de libros exigidos para un estudio determinado, será idéntico a un arte de la memoria literario, sin nada que ver con un sentido religioso del canon. La memoria es siempre un arte, incluso cuando actúa involuntariamente.[2]
Explorando la arena nacional, resulta atrayente la propuesta de los ensayistas cubanos Mercedes Melo Pereira y Raydel Araoz, quienes entienden que: “Un canon o norma estética se define por determinados rasgos o tendencias que la comunidad literaria acepta y considera estética y/o políticamente ‘correctos’ o ‘adecuados’, es decir, paradigmáticos”.[3]
Siguiendo esta definición, es dable comprender que estos “rasgos o tendencias” son cambiantes. O sea, que invariablemente estarán sujetos y responderán a las circunstancias de un tiempo y un momento histórico concretos, estableciendo, de esta manera, cuáles autores y obras serán parte de ese canon.
Sin lugar a dudas, el canon es siempre excluyente: no puede contener en su cosmos toda la producción literaria de una época, pues no toda esa producción va a responder a sus criterios de selección, de preferencia estilística y/o temática. Por ende, muchos autores quedarán fuera, marginados, ignorados y desenfocados del lente literario canónico.
Esto significa que caerán en una especie de olvido, generando cierto desconocimiento —digamos intelectual e histórico— de su creación,[4] en ese tiempo y momento concretos; aunque quizás más tarde a esos autores se les reconozcan ciertos valores en la escritura y logren salirse de ese olvido.
Independientemente de las corrientes literarias y del momento histórico, la lírica femenina se caracterizó, durante mucho tiempo y en general, por la alabanza a la naturaleza, la visión de la muerte, el canto a la familia, al amado, a la patria: temas entendidos por el canon dominante como “apropiados o mejor aceptados” para una escritora. Sin embargo, desde hace algunos años ha habido un cambio en este sentido que, aunque no extensivo, sí es sustancial.
Más allá de esto, existen contenidos en la escritura que resultan novedosos para una autora, temas conflictivos y rechazados todavía, por no responder a lo que se espera o se ha dictaminado para ellas. Por ello, algunos de esos tópicos se han manejado más frecuentemente en el discurso escritural de los hombres, ya que no contrastan con la hegemonía patriarcal dominante en la Isla.
Otros tópicos apenas han sido manoseados por tratarse de discursos que alejan a la poesía de su esencia como bálsamo, consuelo ante la realidad agobiante y demoledora. Tópicos estos ligados a lo marginal y muchas veces convertidos en estereotipos negativos que han terminado por enraizarse en la cultura popular y en la sicología individual.[5]
Uno de los temas que resulta especialmente atractivo es el carcelario: la cárcel o el presocomo referente poético que incita la obra. Desde nuestra perspectiva, la poesía carcelaria es portadora de una intención manifiesta que busca expresar las situaciones vivenciales o el estado emocional del reo como individuo sometido y sin voluntad dentro del recinto penitenciario; o que están presentes en otras formas de prisión donde no existe el espacio penal, aunque sí una ley/supremacía que anula el arbitrio y la libertad del sentenciado.
En su cosmos lírico toma, como referente, al preso o a la prisión en su función de espacio de castigo para erigir el discurso poético. Partiendo del contexto y los diferentes procesos sicológicos-conductuales que provocan la escritura, la poesía carcelaria puede asumir un matiz testimonial, de protesta, de admiración o de lamento. La obra se escribe dentro o fuera de la cárcel, por el recluso, sobre o para él.
Valiéndonos de esta tesis y valorando el presidio como un ámbito marginal, sórdido, donde los individuos se encuentran al margen y enfrentan experiencias y asumen estilos de vida que, en ocasiones, terminan por torcer aún más sus conductas ya desviadas, resulta en extremo interesante la mirada femenina sobre este tema, así como su proyección en el texto poético, por tratarse de una escritura irreverente, atrevida y, sobre todo, poco o apenas sondeada.
La prisión, como centro punitivo, tiene sus propios códigos y estatutos dictados e impuestos por esta intuición. En el libro Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Foucault expone lo siguiente sobre la cárcel:
Tiene que ser la maquinaria más poderosa para imponer una nueva forma al individuo pervertido; su modo de acción es la coacción de una educación total: “En la prisión, el gobierno puede disponer de la libertad de la persona y del tiempo del detenido; entonces se concibe el poder de la educación que, no solo en un día sino en la sucesión de los días y hasta de los años, puede regular para el hombre el tiempo de vigilia y de sueño, de la actividad y del reposo, el número y la duración de las comidas, la calidad y la ración de los alimentos, la índole y el producto del trabajo, el tiempo de la oración, el uso de la palabra, y por decirlo así hasta el del pensamiento”.[6]
Sin embargo, al margen de este sistema de leyes que no siempre son efectivas, los reclusos establecen su propio dominio, un régimen de reglas y dialectos que van a conformar una microcultura marginal, estrechamente sujeta a sus necesidades de supervivencia, de alimentación, de protección, sexuales, etc.
Esta microcultura, que moviliza conductas y actitudes tanto en el reo como en aquellos que padecen de alguna manera su condena, y que resulta aplastante, nutrida además por el sometimiento ante un poder estatal que anula albedrío y voluntad, será proyectada a través de la obra poética, esencialmente como una forma de resistencia frente a semejante contexto y, asimismo, enriqueciéndola y sosteniéndola en el tiempo.
Este universo escatológico, relacionado con el recluso o la prisión como organismo para reformar la conducta del preso, desde el imaginario popular se ha vinculado casi siempre al hombre.
La mujer, a quien culturalmente se le ha asignado un rol más pasivo, más “refinado e inocente” en términos morales y conductuales, cuando comete un crimen o acto delictivo, incluso el mismo acto delictivo que un hombre, es asimilada por la sociedad de una manera diferente.
Esa sociedad que pondera y reafirma el poder patriarcal, dispone o entiende que delinquir es más propio de la figura masculina; lo cual no evita que esas mujeres lleguen también a cometer eventos delictivos. Relacionado con esto, Martha Romero Mendoza dice:
En los últimos años las mujeres se han visto involucradas en nuevas actividades delictivas que, hasta hace poco, estuvieron convencionalmente asociados solo con hombres, por la violencia implícita que conlleva su ejecución. Reflexionar sobre estos cambios exige entrar a un campo cargado de prejuicios ideológicos, que han producido “teorías” basadas en la “manera de ser de la mujer” y que no explican las nuevas realidades que enfrentan las mujeres que delinquen.[7]
Cuando se trata el tema carcelario en la poesía femenina, es casi siempre un tratamiento transgresor no solo por su propia naturaleza poética y discursiva, sino también por tratarse de un imaginario que se encuentra al margen de lo establecido como canon literario y, sobre todo, por ser abordados por autoras que hacen trizas las fronteras de ese canon desde la escritura, revelando un universo de esencias emocionales, sicológicas y vivenciales, que le concederán a estos argumentos valores irrefutables.
La prisión y el reo han estado presentes desde el inicio de la literatura cubana, justamente con Espejo de paciencia (Canto Primero) de Silvestre de Balboa[8] hasta la actualidad. Sin embargo, no ha sido un tema manejado con frecuencia, ni mucho menos estudiado en la poesía insular.
Su tratamiento ha sido a intervalos y su presencia en libros se ha mostrado de manera aislada, salvo algunos autores en cuyas obras pueden encontrarse cuadernos con una mayor representación de este tópico. Cuando se repasa a las poetisas que en sus textos han abordado esta temática, se advierte que son varios los nombres, aunque nunca tan numerosos como los de los hombres que también han escrito alrededor de este eje.
Dentro del coro de autoras que en lo carcelario hallaron —o hallan— incentivo para erigir sus versos, algunas han impelido a repasar con mayor detenimiento estos argumentos. Se trata de poetisas que merecen atención por hacer pensar en la poesía carcelaria como concepto, en la cárcel como lugar de escritura y gestor de subjetividades y, sobre todo, por tratarse de obras que en sus discursos logran tensionar la norma estética, a partir de un tema que esa norma no reconoce como paradigmático.
En este grupo de mujeres se encuentra la poeta Sonia Díaz Corrales (Sancti Spíritus, 1964) quien, a través de su texto, en el cual reparo por su carácter atrevido y la fuerza de la intención lírica y cuestionadora, nos hace llegar a un tribunal y asistir a un juicio como espectadores del espanto:
Juicio Oral
Para mi padre, el reo
[…]
Cuando entran el juez y el silencio
el ave se pone de pie.
La hija del reo examina su asco
no canta no murmura
espera que nazca el niño monstruoso de la infamia.
Hay un hombre golpeando sin cesar hacia nosotros
trata de hacernos ver la culpa como una espada
la culpa de estar vivos
la culpa de estar aquí
la culpa de no saber cómo puede vivir este hombre
de la culpa de los otros.
La culpa de estar casi convencidos de nuestra culpa.
La hija del reo molesta
no solo por el ave en el ojo
está absolutamente muerta de asco
[…][9]
Desde el mismo título se encuentra una anfibología que incita a mirar más allá de lo que se ha escrito. “Juicio Oral”, de Díaz Corrales, expone las circunstancias dolorosas en que un hombre es sentenciado a prisión por un juez y las emociones de su hija ante esa sentencia, que es lo mismo que decir pérdida.
Cuando un hombre o mujer han sido puestos en la cárcel son, al mismo tiempo, escindidos de una realidad otra y medular a la que antes pertenecían. Realidad esta que involucra familia, trabajo, amigos y otros grupos que conformaban la rutina social de estos reclusos.
La prisión es un espacio punitivo que se rige por leyes y normas de comportamientos ajenas a las de “afuera”. La vida de estos sujetos encarcelados ya no les pertenece del todo, pues ahora son inevitablemente moldeadas por un poder que los supera. Sin embargo, estos versos no solo revelan o exponen el juicio a ese padre, sino que también proclaman un juicio otro: el de la hija del reo al juez que sentencia y, con él, su cuestionamiento al aparato gubernamental.
He aquí lo que resulta estremecedor, audaz y transgresor en este poema: una mujer a la que, desde lo cultural/patriarcal, se le ha impuesto un comportamiento pasivo, de silencio y sumisión, es la que ahora levanta la frente y su voz para poner en duda el (eje)rcicio del sistema legal y del funcionario que en este caso/poema lo representa.
Donde se lee: “Cuando entran el juez y el silencio / el ave se pone de pie. / La hija del reo examina su asco / no canta / no murmura / espera que nazca el niño monstruoso de la infamia”, puede encontrarse un sentimiento explícito de aversión hacia el proceso judicial, la postura del juez y lo que encierran ambas circunstancias.
La hija del reo, además testigo presencial del enjuiciamiento, se siente inútil ante este suceso, es también una cautiva ante la insolvencia de su voluntad para anular la inculpación: ella solo puede esperar, en silencio, el desprecio de ese hombre que es voz y figura del llamado “poder judicial”.
Más adelante, donde se expresa: “Hay un hombre golpeando sin cesar hacia nosotros / trata de hacernos ver la culpa como una espada / la culpa de estar vivos / la culpa de estar aquí / la culpa de no saber cómo puede vivir este hombre / de la culpa de los otros”, se transita del cuestionamiento profesional al moral.
En estos versos ya no se hace referencia al “juez” sino al “hombre”, a esa persona capaz de injuriar, de sentenciar y que, desde su condición de ser humano, se sostiene y vive lidiando con la culpa ajena o, lo que es igual, encuentra un beneficio intelectual y económico en la pena, el delito y la miseria de otros. Es este un cuestionamiento que traspasa el ámbito ético y abarca incluso el filosófico: si no existe el crimen, el juez pierde su objeto social, su función.
Al mismo tiempo, siempre que haya hombre, humanidad, habrá infracción de la ley y, por ende, el juez encontrará y mantendrá su valor. Se trata de una relación oscura y tóxica, donde el criminal teme al juez y este último se regodea en su superioridad y poder, pero sabiendo que ese dominio dependerá, en todos los casos, de la conducta torcida del primero.
Una mujer se enfrenta a un hombre, a un empoderado jurídico amparado por la Ley que es dictaminada por el Estado como regulador de la sociedad, mostrando así un coraje que, al tratarse de una fémina, asume un matiz mucho más provocador, rompiendo con el molde de la usanza patriarcal que, aunque sigue siendo predominante, no ha impedido que las voces femeninas continúen ganando espacio.
Sobre esto, la destacada ensayista, investigadora y crítica cubana Luisa Campuzano apuntó: “A pesar de las grandísimas realizaciones de las cubanas en muy disímiles campos, seguíamos siendo un país de rancia y, en más de un sentido, de reforzada cultura patriarcal. Hoy esta situación no es del todo la misma”.[10]
La mujer, como sujeto cívico, se representa en este poema como un ente portador de convicciones propias y firmes, capaz de desafiar y refutar el poder masculino, desde lo social y desde lo institucional. Se muestra un carácter femenino efervescente, activo, que produce una especie de colisión entre los dominados y los dominadores. Entiéndase, entre el dominio masculino y la mujer, y entre el individuo común y el funcionario jurídico/estatal.
El manejo del tema carcelario en este texto proyecta un modus operandi que es transgresor en lo literario y también en lo social/político. Díaz Corrales ha legado un poema donde la mujer pasa de ser el sujeto sumiso y cuestionado, a ser la voz que exclama, reprocha, y hace frente a una autoridad que no solo es patriarcal.
Hay en estos versos un acto de vindicación y de desafío que, inevitablemente, ponen bajo la lupa literaria una obra de indudable valor y coraje.
Ahora, tras haber sido testigos de un juicio, se llega a la cárcel misma, aunque no en la piel del reo, sino siguiendo los pasos de la mujer/puta que en los versos de Reina María Rodríguez (La Habana, 1952) se acercan a estos páramos marginales en busca de dinero.
Pabellón
Las mujeres solo se conforman con ese dinero del pabellón. Se conforman con el preso, la prueba vaginal, la pomada protectora contra el herpes. Las mujeres solo llevan blusas de encaje a la prisión y tacones en los pies manchados de fango. Tienen las uñas negras que no es carbón. Tienen las cejas arqueadas por la incredulidad. Van y vienen del pabellón. Se desnudan, se dejan revisar, sostienen las monedas con la pelvis. Las mujeres solas llevan sus cuerpos a prisión y allí, se regeneran.[11]
La prostitución es conocida como una de las más antiguas profesiones del mundo. Aunque algunos hombres también la practican, son mayormente las mujeres quienes se dedican a estos asuntos en los que el cuerpo es un objeto sexual y comercial que genera dinero y, así mismo, la subsistencia.
Al margen de la aceptación o rechazo que desde la moral conservadora y/o cultural han recibido estos trabajadores sexuales, la prostitución ha logrado insertarse, acomodarse y mantenerse en todos los tiempos y sociedades hasta el presente.
Apoyándonos en lo anterior y retomando el poema de Reina María relacionado con las putas que van a la prisión, es inevitable preguntar: ¿acaso por sus conductas dejan de ser mujeres/personas?, ¿su trabajo sexual las priva de derechos, de voz?
La respuesta es este texto, donde para la poeta hay una intención cardinal más allá de resaltar lo soez: estos versos visualizan y dan corporeidad a esas mujeres que aún hoy son menospreciadas por el pensamiento conservador de muchos en la sociedad. Una sociedad que, en muchos casos, es quien las ha empujado hacia esos derroteros, sumiéndolas en una rutina de vida casi siempre lamentable.
Acá se muestra ese lado otro de la femineidad y del cuerpo femenino, tan a las antípodas de lo socialmente aceptado, tan contrastantes con los rígidos conceptos morales y prejuicios que las laceran y reducen.
No es este un poema que asume posturas ni ideologías a favor o en contra. Busca, más bien, señalar, poner el dedo en la llaga, sacudir los hipócritas y taimados preceptos culturales y sociales. Y lo logra con un magistral lirismo que se regodea en lo escatológico.
Pero las dotes más altas de ironía en esta prosa poética de Reina María, se encuentran en el hecho de que estas putas a las que hace referencia ya no esperan ni buscan a sus clientes en un burdel, club, casa de juegos, ni en esas calles donde suelen rondar: ellas van hasta la cárcel, a ese sitio donde se encuentra “contenida” la llamada “escoria” de la sociedad.
Estas putas saben que los presos son hombres necesitados, saben que “allá adentro” sus penurias sexuales son peligrosas y que están dispuestos a todo por una hembra, a pagar incluso por sexo, por la ilusión de una caricia, de un beso. Entonces, estas mujeres que muchas veces son minimizadas, miradas con recelo y subvaloradas, son, para Reina María, poderosas y astutas, que ejercen sobre los reclusos una fuerte influencia, logrando de ellos lo que esperan.
Al leer: “Las mujeres solo se conforman con ese dinero del pabellón. Se conforman con el preso, la prueba vaginal, la pomada protectora contra el herpes”, no se trata de “un conformarse” con “algo/alguien cualquiera”, sino que ellas, las prostitutas, saben que han conseguido a un “buen cliente”: un hombre preso que, de tan solo y privado por tanto tiempo de sexo, no tendrá altas exigencias ante el servicio ni ante quien lo ofrece.
La autora encauza el reflector y muestra ese contorno oscuro y silenciado del perfil femenino: sabe que la imagen que se ha construido de la mujer con relación a su pose, comportamiento, ideología y belleza, es en sí misma excluyente y discriminadora.
Estas putas que van y vienen del pabellón tienen ahora rostro, existen, pueden verse y, en el poema de Reina María, se eternizan.
De los pabellones donde los prisioneros tienen sus citas sexuales a la cárcel de mujeres. Entramos y en sus celdas podemos presenciar la violencia, el abuso sexual y el lamento a través de un poema de la joven escritora Lis Monsibáez (Mayabeque, 1988):
Invadida
La reja se cierra: no distingo luz
mi existencia se desdobla en el cerco.
Nadie escucha el grito del seno manoseado
solo el musgo cifra los eclipses
diseña el reflejo
la fricción de las caderas que se amotinan
y desprenden aisladas esporas del encierro.
[…]
Es mi rabia que desflora las palabras
cuando sus lenguas me penetran la retina.[12]
El sexo y la sexualidad femenina, como casi todo lo que está relacionado con la mujer, no escapan a los grilletes de los estereotipos y los prejuicios sociales. Mediante la sexualidad nos identificamos en el mundo y ante los otros.
En la sexualidad se fusionan lo biológico, lo sicológico, lo cultural, y ese acto íntimo de la entrega, en el que tanto el cuerpo de la mujer, como el del hombre, ejercen sus roles ya pautados desde antes por esas construcciones sociales que a través de la cultura se ponderan.
Si bien algunas mujeres han logrado comprender que su cuerpo ya no es solo una entidad dispuesta a la reproducción, han entendido que su realización personal no se materializa solo en la maternidad, ni en esos ofrecimientos donde intentan satisfacer el deseo sexual masculino, muchas otras permanecen atadas a esos roles pasivos y a esas normas sociales que refuerzan su sometimiento.
Al margen de esto y volviendo al poema de Monsibáez, las prisiones femeninas resultan un espacio donde la discriminación es más aplastante, ya que para ellas es doblemente estigmatizadora pues esto disiente con lo que la sociedad espera, atendiendo al rol que se les ha impuesto.
Al ser puestas tras las rejas, suelen cambiar las percepciones que los demás tenían sobre ellas (familia, esposos, amigos) y comienzan a ser etiquetadas o juzgadas en lo moral de una manera más rígida y negativa. Al respecto, Carmen Antony expresa:
Una mujer que pasa por la prisión es calificada de “mala” porque contravino el papel que le corresponde como esposa y madre, sumisa, dependiente y dócil.
[…]
Muchas de estas mujeres han sido abandonadas por sus maridos o sus compañeros o son madres solteras, sin apoyo alguno. En las cárceles de mujeres es usual que las visitantes sean también mujeres, algo impensable en las prisiones masculinas, donde los visitantes no son casi nunca hombres.[13]
Tomando como premisa estas observaciones y entendiendo que el sexo no es solo un derecho inalienable, sino también una necesidad fisiológica que ha de ser satisfecha, es dable comprender que asumir y expresar la sexualidad, así como llevar a cabo el acto carnal/sexual dentro de una prisión, es un proceso sicológico y emocional que allí se va a comportar de manera diferente.
Uno de los factores que provoca lo anterior es que la reclusa enfrenta una realidad donde, a diferencia del hombre preso que en los pabellones conyugales recibe la visita de mujeres para satisfacer su apetencia sexual, sin estigmas ni miradas prejuiciosas, ellas, por lo general, reciben visitas de otras mujeres que van estar alejadas de este interés.
No obstante, nada de esto impedirá que algunos reos posean lasciva y arbitrariamente a otros reclusos, ya que no todos, ni siempre, logran calmar sus apetencias lúbricas en el pabellón. Entonces, para muchas prisioneras y prisioneros ese acto sexual termina convirtiéndose en una necesidad insatisfecha y para ellos comienza a expresarse voluntariamente o no, de otras formas a las que solían estar acostumbrados, vinculadas tanto con el cuerpo/objeto del deseo, como con el modo de la búsqueda del placer.
Y es justo de esta realidad de la que se nutre Monsibáez para construir su poema: el acto sexual femenino dentro de la prisión. Un acto que en los versos de la autora se expone desde la violencia, desde el abuso hacia ese otro cuerpo que se toma a la fuerza, buscando satisfacer una necesidad cardinal.
Se aborda la prisión real, objetiva, corpórea; pero también la prisión subjetiva, moral y espiritual, pues la mujer que es poseída brutalmente por otra es presa también de su inutilidad ante esa violación. Se trata de un texto donde se exhibe lo obsceno con elevado lirismo y donde se hurga, con manos y ojos de cirujano, el interior de la cárcel femenina y el alma de las mujeres que en ella intentan subsistir.
Desde el mismo título del texto se emite un reproche, una queja, una protesta, lo cual se refuerza al leer: “Es mi rabia que desflora las palabras / cuando sus lenguas me penetran la retina”.
La reclusa que es sometida no desea ese acto donde su cuerpo está a merced de la avidez libidinosa de otras. No ha pedido ni está de acuerdo con que le arrebaten su dignidad. Sin embargo, solo puede sentir rabia y asco, bajo las cadenas del sometimiento.
Si se lee: “Nadie escucha el grito del seno manoseado / solo el musgo cifra los eclipses / diseña el reflejo / la fricción de las caderas que se amotinan”, se está, como voyeurs silenciosos, presenciando un cuerpo sometido por otro, donde la silueta que se somete es frágil ante la amenaza y la dominación, y “grita” sin que nadie pueda socorrerla.
Al margen del objeto social del presidio y de sus normas establecidas en función de corregir la conducta delictiva, al interior de las celdas continúan ocurriendo sucesos criminales a los que nadie parece prestar atención, mientras prosperan en un submundo de silencio e invisibilidad.
Pero Monsibáez pone al descubierto este escenario atroz, se atreve a señalar —no solo desde lo social, sino también desde lo humano— esta problemática donde algunas mujeres ya no van a mostrar esas cualidades positivas que se le han atribuido y distan de ser las criaturas delicadas que tradicionalmente se conocen como arquetipo de lo femenino.
Una mujer presa toma sexual y violentamente a otra mujer también presa. Hay un evento paradojal en ese acto de “tomar” —desde la intimidación y en la cárcel— un cuerpo ajeno: el abuso del abusado, la violencia del violentado.
Es paradójico, porque quizás lo que se espera es que una mujer ayude a otra en su condición de iguales. Porque una reclusa debería apoyar a otra encontrándose en la misma circunstancia. Pero son las necesidades las que rigen y movilizan la conducta del ser humano. Entonces, la necesidad sexual dentro de la institución penal para mujeres habrá de ser satisfecha por ellas contra todo precepto, como un elemento más de su propia supervivencia.
El sexo y la sexualidad femenina dentro de la prisión es un tema que puede ser sensible y, al mismo tiempo, complicado. Muchas de ellas se identifican y asumen una conducta homosexual como una condición natural que las define.
Algunas, ante la penuria sexual que impone el contexto, tendrán al menos temporalmente actos carnales con mujeres. Y otras, negadas a estas intimidades y no asumidas como homosexuales, serán obligadas a mantener este tipo de relaciones por alguna de sus semejantes.
Es esto último lo que Lis Monsibáez ha expuesto ante nuestros ojos a través de lo literario: la degradación de la condición humana, femenina y moral que, al ser tratado por una mujer escritora, alcanza mayor notoriedad e intención, dignas de alabar y atender.
Aún en la cárcel de mujeres, pero de la celda a los pabellones del centro médico; o sea, de una cárcel a otra. Este “ir y venir” en la voz poética de la intelectual Laura Ruiz Montes (Matanzas, 1966) muestra a una reclusa que, como parte de su condena, limpia los pasillos y los baños del hospital. Se trata de un texto que ofrece luces que merece la pena exponer:
Escoba amarga
(con comentarios al margen)
La muchacha barre.
(Rubia barriendo, toma uno.)
Barre y limpia.
Vierte agua en los baños, sobre el suelo del hospital.
Después lo seca todo.
Un día sí y un día no, viene la prisionera.
(No viene, la traen.)
No es prisionera, es presidiaria.[…][14]
Los hombres y mujeres negros han estado, durante demasiado tiempo, bajo la erosión de marcadas diferencias sociales que los marginan y hacen de ellos un sector poblacional más propenso a la desigualdad de oportunidades en todos los ámbitos de sus existencias y, por ende, también a la marginalidad.
Estas realidades vigentes aun hoy, propician y refuerzan estilos de vida, pensamientos, frases y estereotipos tanto en las personas de piel negra, como en las de piel blanca; convirtiendo, quizás, a los primeros en más marginados/marginales y, a los segundos, en más marginadores.
Es un ciclo nocivo que la misma sociedad propicia de manera consiente o no. Cuando algunos individuos no pueden, o no quieren cumplir con esas normas establecidas y que imponen un modelo como ideal, la sociedad acciona un mecanismo para salvaguardar sus propias leyes y funcionamiento, y apartar a quienes no cumplan con estos: termina empujando fuera, hacia los bordes, a todos los que se resisten, o simplemente no logran acomodarse en ese sistema dominante.
Pero lo cierto es que la marginalidad no es propia del hombre o la mujer negros. Este juicio social —tan erróneo— solo ha logrado invisivilizar la marginalidad de los individuos blancos, así como distorsionar la esencia de este fenómeno. Es este, conjeturo, uno de los preceptos que intenta comunicar Ruiz Montes en su poema.
Al leer los versos iniciales, justo donde expresa: “Rubia barriendo, toma uno”, resulta ineludible preguntar por qué la autora tuvo la necesidad de subrayar en este poema la condición de “rubia” de la presidiaria.
Obviamente, no se trata de un dato señalado al azar, esta característica de la reclusa tiene un peso, una importancia. Al meditar en este rasgo, esbozamos la representación mental de una mujer blanca que se acerca a los estándares de belleza occidental, desde el color de su piel y de su cabello.
Entonces, Ruiz Montes está asociando lo marginal ya no al hombre, tampoco al hombre o a la mujer negros que, precisamente por el color de su piel, suelen estar más vinculados —estereotipadamente— con lo delictivo, sino a una mujer que cumple parte de su condena como reclusa, limpiando el suelo y los baños de una institución hospitalaria: una mujer rubia.
Asociado a la racialidad y lo delictivo, Consuelo Naranjo Orovio escribe en una de sus publicaciones:
Leyendas, rumores, supersticiones, atavíos, rituales, trifulcas callejeras, miedos y marginación confluyeron durante años y actuaron como motores que favorecieron la marginalidad, la exclusión y la criminalización de un grupo en el que su color, la raza, seguía siendo el factor más importante para la inculpación del individuo. Así, aunque las líneas de color se fueron desdibujando, algunos factores sociales, económicos y culturales fueron trazando una nueva frontera: la frontera invisible del prejuicio que se manifiesta en diferentes esferas de las dinámicas sociales.[15]
Valiéndonos de lo anteriormente expuesto, considero que en este poema se hacen pedazos los falsos y errados estereotipos sociales que asocian la marginalidad con el color de la piel y con los hombres. Se (re)dirige el imaginario popular sobre lo delictivo hacia un nuevo corpus: un sujeto femenino que, tanto por su condición de mujer, como por sus características físicas, antes no se solía vincular a estos.
Ruiz Montes pone en la mira, para subrayar su fragilidad y propensión a hechos punitivos —como cualquiera—, a esa mujer blanca, rubia, cuya imagen se ha venido construyendo como ideal no solo de belleza, sino también moral y conductual: un ideal que es muy distorsionado y alejado de la realidad.
El propio hecho de exponer a una reclusa con estos rasgos es ya una manera de tensionar el paradigma literario, de anteponerse al canon que ha normalizado y pautado temas y estilos no solo para las escritoras, sino de manera general.
Además de todo esto, se trata de un texto que se revela como un acto de rebeldía, un alarido contra ese ideario social que predispone negativamente las maneras de pensar y de valorar determinados fenómenos humanos, culturales y cívicos, basados en criterios triviales y al mismo tiempo perniciosos, como el color de la piel o el sexo biológico de las personas.
Al leer estos versos, es posible percibir cuán delgada es la línea de la inocencia y la culpa. En ese trance también se está frente a un espejo que obliga a observar un escenario tan real como aplastante y, por eso mismo, ignorado o silenciado, pero del cual ahora se es consciente y del que todos —sin excepción— pueden llegar a ser parte.
La cárcel y el preso como material discursivo utilizado en la poesía femenina cubana es en sí mismo transgresor: no se trata de un tema aceptado por la norma estética, ni mucho menos incorporado dentro de lo que ella estipula como paradigmático.
Yendo un poco más allá del tópico carcelario, considero un elemento cardinal el tratamiento en la propia escritura y las corrientes de sentidos que subyacen tras los versos, otorgándole un peso e intención contundentes a estas obras.
Las autoras abordadas en esta propuesta responden a estilos y a generaciones diferentes, sus textos no están influidos por un espíritu epocal y, por tanto, tampoco obedecen a experiencias o propuestas grupales ni literarias.
Además del tema ensayado, que viene ser una especie de ágora donde confluyen sus miradas, también comparten el hecho de que en sus textos la mujer ya no es un sujeto pasivo, sumiso y delicado: ahora asume un rol protagónico, irreverente, incluso escatológico, cuyas historias van a estar ligadas directa o indirectamente a la prisión.
Justo en esas historias comienza a desdibujarse la imagen de la mujer que se ha construido sobre la base de falsos y distorsionados estereotipos, prejuicios y valores morales que en la sociedad y su cultura dominante aún encuentran espacio. Estas cuatro poetas son, sin dudas, un breve muestrario donde pueden constatarse algunos aspectos conceptuales, estilísticos y temáticos de altos valores literarios. Sus argumentos se contraponen al patrón ideoestético y lo tensionan, generando una zona de ruptura que, inevitablemente, se ha transformado en un nuevo sendero dentro del bosque.
Notas:
[1] Cfr. E. J. Hobsbawm: Nations and Nationalism since 1780, Cambridge U. P., 1990.
[2] Cfr. Harold Bloom: El canon occidental, Anagrama, Barcelona, 2006.
[3] Cfr. Raydel Araoz y Mercedes Melo Pereira: Paraninfos. Muestrario, ensayo, historización y augurio de las rupturas líricas a través de un siglo y cuarto de poesía, Editorial Capiro, Santa Clara, 2017.
[4] Cfr. Laura López Fernández: Poesía experimental en Cuba, Editorial Betania, España, 2020.
[5] Cfr. Raydel Araoz: Las praderas sumergidas, Letras Cubanas, La Habana, 2015.
[6] Cfr. Michel Foucault: Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Siglo XXI Editores, Argentina, 2002.
[7] Cfr. Martha Romero Mendoza: ¿Por qué delinquen las mujeres? Perspectivas teóricas tradicionales, Salud mental, Publicación Oficial del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de La Fuente Muñiz, vol. 25, no. 5, 2002.
[8] Cfr. Milho Montenegro: “(Dis)tensiones del paradigma: matiz carcelario en Espejo de paciencia”, en https://hypermediamagazine.com/literatura/ensayo/tema-carcelario-espejo-de-paciencia-poema-literatura-cubana/.
[9] Cfr. Sonia Díaz Corrales: La hija del reo, Letras Cubanas, La Habana, 2015.
[10] Luisa Campuzano: Las muchachas de La Habana no tienen temor de Dios… Escritoras cubanas (S. XVIII – XXI), Ediciones Unión, La Habana, 2010.
[11] Cfr. Reina María Rodríguez: Bosque negro, Ediciones Unión, La Habana, 2013.
[12] Cfr. Lis Monsibáez: “Si yo fuese otoño”, en Revista Trasdemar de Literaturas Insulares, España, 2021.
[13] Cfr. Carmen Antony: “Las cárceles femeninas en América Latina”, en Nueva Sociedad, no. 8, marzo-abril, 2007.
[14] Cfr. Laura Ruiz Montes: Otro retorno al país natal, Ediciones Matanzas, 2014.
[15] Cfr. Consuelo Naranjo Orovio: “De la esclavitud a la criminalización de un grupo: la población de color en Cuba”, en OpenEdition Journal, Francia, 2019.
Esperar la ausencia. José Lezama Lima en los 70 (I)
Un Lezama Lima “inmovilizado y perplejo”, al borde de la depresión, el desespero, el pavor: un imposible posible que no alumbrará ‘potens’ alguno, solo dolor y lontananza.