¿Ha continuado en el exilio la tradición ensayística cubana? ¿Qué forma adquiere dicha continuidad?
Se ha aventurado que el positivismo cerró en Cuba el camino a la filosofía hasta casi la segunda mitad del siglo XX, dejando espacio, fuera de esta, a la literatura (Jardines, p. 45). Pero si bien el positivismo cerró el camino a la filosofía en Cuba, sí dejó abierto el de la forma ensayística de dicha filosofia.
Podemos entonces analizar la continuidad de una tradición en las ideas, al menos en los temas. Uno de aquellos temas para el ensayo en el exilio es el análisis de la Revolución y su vínculo con la pasada República. De ahí que debiéramos preguntarnos qué se debatía en la ensayística de la República y si el fenómeno revolucionario y su degeneración autoritaria implica la pérdida o la superación de aquellos temas.
Y aquí podemos ver el trabajo de autores que se exiliaron en el comienzo de su carrera intelectual, a partir de los años noventa. Sin embargo, entre los ensayistas que dan el tono actual no figuran los de la primera generación de exiliados. Aquí solo menciono el caso de Armando Ribas, tal vez el autor de mayor vuelo filosófico de dicha generación, y del fallecido José Ignacio Rasco.
Un tema dominante en la ensayística cubana de la República fue el de cómo definirse frente a los Estados Unidos. No son pocos los historiadores cubanos que señalan este periodo iniciado en 1898 como el paso hacia el capitalismo en Cuba —o al menos, según otros, un catalizador de este proceso. De ahí que más que el célebre debate respecto a la Enmienda Platt y la subordinación política y económica, nos encontramos frente a la pregunta de cómo posicionarse ante el capitalismo tecnológico representado por Estados Unidos. Y es justamente este tema el que permite explicar la ruptura de la tradición ensayística en el exilio.
Ya la poesía modernista había contrapuesto la idea de la latinidad a la representada por los Estados Unidos. Los ejemplos clásicos son Darío y Rodó. Ambos pensadores hacen a los pueblos latinos herederos de Grecia. El ideal clásico griego es enfrentado por el poeta nicaragüense —de ahí que aluda a la América que ha guardado las huellas del gran Baco— a lo apolíneo de la civilización norteamericana; como Rodó se enfrenta al ideal asceta de los puritanos, lo cual implica redefinir el ideal de progreso.
En Cuba se daba entonces la paradoja de ser la única nación latinoamericana que ha logrado su independencia, al menos en parte, gracias a la ayuda de la potencia que entraba a la política mundial afirmándose en lo económico ante Europa. De ahí que en Cuba se necesitaba una nueva síntesis que superara tanto el culto a un pasado ya muerto como al futuro aún demasiado bárbaro abierto por la civilización del Norte.
Esta síntesis estuvo motivada por la obra de un filósofo: Ortega y Gasset, quien, echando mano a la obra de Hegel, encuentra en los Estados Unidos un tipo de espiritualidad primitiva, el comienzo de algo original y no europeo. Para Ortega, el énfasis norteamericano en la técnica solo venía a suplir el déficit de autenticidad. Los Estados Unidos ya no necesitaban ser percibidos como modelo, no ya para Europa sino para la América Latina, por su éxito en la realización de dos ideales modernos —soberanía popular y bienestar de las mayorías; sin que esto implicara volver a los tópicos de la colonia: la centralidad del catolicismo, por ejemplo, en lo que tenía de resistencia al pensamiento filosófico moderno—, pues Ortega cuestionaba a la cultura norteamericana desde la categoría existencialista de autenticidad.
En Cuba, Alberto Lamar Schweyer recibe esta idea tanto de Ortega como de Spengler y expone un curioso hecho de transculturación. Por haber sido llevada la cultura europea en el grado de civilización, donde entiende por esta la técnica, esta última se hace dominante en una cultura que está en su forma incipiente —esto es, la cultura engendrada por el europeo inmigrante—, de ahí que considere al pragmatismo de James como la manifestación intelectual del carácter barbarizante de la técnica (Biología de la democracia, p. 138).
En otros términos, Lamar repite esta tesis orteguiana: hacer de la técnica el centro de la cultura es un síntoma de barbarie; todavía estaba por llegar esa cultura norteamericana que se disfrazaba de un producto de la civilización europea. Si no era auténtico imitar a Europa, en el caso norteamericano en la técnica, tampoco lo sería pretender desempolvar la tradición latina.
Otra figura influida por Ortega, Jorge Mañach, revelará la ruptura con el discurso hispanista de Rodó y los modernistas, pues menciona la conexión entre la vanguardia artística y la revolución de 1930. En este sentido, Mañach subraya que la recuperación de lo afro-criollo implicaba otorgar vitalidad a una sociedad petrificada.
Aquí late la idea orteguiana de que la cultura es lo opuesto a mecanización, y de que la primera implica llevar a su plenitud a lo que está en potencia en la sociedad. Durante siglos la influencia africana estuvo marginada, y es esta generación de escritores y pensadores la que acude a temas de esta cultura para buscar una identidad que la afirme frente al hispanismo, que es entendido como mecanizado por estos jóvenes frustrados con la supervivencia de la cultura colonial, incompatible con las nuevas formas republicanas y capitalistas. De ahí que varios de ellos verían en el negro una esperanza para la salida de una civilización tecnológica: identificado este como hombre fáustico (Carpentier, p. 85), a la manera de Spengler frente al hombre moderno europeo tecnológico o apolíneo.
Mención especial merece aquí Lino Novás Calvo, quien continúa la ruptura de las tesis hispanistas cuando observa la ausencia de una verdadera cultura cubana motivada por la pérdida de la población indígena, “no por lo que esta raza hubiera sido en sí, sino por lo que hubiera forzado a ser a los colonizadores y descendientes”. Es, curiosamente, una de las voces que, a tono con este rechazo al discurso de la latinidad y el hispanismo, lamenta la ausencia de obstáculos en la colonización. Si, según el refrán popular español, ancha era Castilla, Cuba, al ser identificada como “isla de corcho”, revelaba esa facilidad de la vida que hizo menos decisivo el esfuerzo de los colonizadores.
Es un argumento que guarda gran similitud con el que Ortega expone en España invertebrada: esta era entendida como decadente casi desde sus inicios debido a la ausencia en ella de feudalismo, es decir, por las dotes de mando y obediencia que ese régimen señorial impuso.
Es interesante que Novás Calvo llegue incluso a señalar la diferencia entre Roma y América. La decadencia de Roma produce su caída, nos dice, llegando incluso a rechazar que los pueblos que Roma venció (visigodos, celtas, iberos, etc.) pudieran librarse de esta, lo cual descalificaba a España como ideal. Sin embargo, en América todos los vencidos lo fueron por las armas. El criterio tomado para establecer la superioridad de un pueblo estaba en una característica biológica: su vitalidad, su capacidad para evadir la decadencia, y no en esta u otra forma de cultura, como querían ver los hispanistas.
Un problema señalado por esta tradición ensayística era la falta de espíritu nacional, la “sorda antipatía” (Mañach) de las masas hacia las minorías, la “turbamulta de apetitos vulgares” (José Antonio Ramos), pero también la ola masiva de inmigrantes que llegan a Cuba a comienzos de la República y que aún no habían absorbido el espíritu nacional (Novás, p. 377).
Cuba presentaba entonces los mismos problemas de déficit de espíritu nacional que Ortega había observado en España. La mezcla racial, por otra parte, no era suficiente para garantizar dicho espíritu, pues la nación no era resultado de la obtención de un tipo racial homogéneo.
Hemos visto el debate sobre la hispanidad en la ensayística cubana de la República a través de las obras de Mañach, Lamar Schweyer, Carpentier y Novás Calvo. Cuando nos preguntamos qué queda de tal debate en la tradición ensayística cubana, y si se ha prolongado en el exilio, podemos verlo también en un ensayo de José Ignacio Rasco, Hispanidad y cubanidad (1987):
“Castro, como sempiterno negador de los mejores valores de nuestra tradición histórica, ha predicado un indigenismo artificial cubano para difamar su propio abolengo hispánico en típica reacción anticubana sumergiéndose en aguas albañales de la peor leyenda negra”.
Rasco se manifiesta en contra de este rechazo al hispanismo propio de un discurso anticolonial. Representa, por tanto, un retorno al punto inicial de esta tradición, cuando afirma: “pienso que lo que perfila el rasgo más sobresaliente de nuestra cultura es precisamente lo español”.
Compárese el rechazo de Novás Calvo a la masiva inmigración recibida por Cuba a comienzos del siglo XX —y pudiéramos ver idéntico argumento en La crisis de la alta cultura en Cuba, donde Mañach culpa a la falta de reparación de las injusticias coloniales, la carencia de propiedad de muchos cubanos— con este pasaje del ensayo de Rasco que es exactamente el reverso de aquel:
“…luego de la instauración de la República, la afluencia de españoles hacia Cuba en las primeras décadas de este siglo hizo crecer los lazos familiares entre cubanos y españoles ‘aplatanados’ que fomentaron la industria, el comercio, la salud pública, la vida social, con logros extraordinarios, lo que cicatrizó viejas heridas que aún no se habían cerrado”.
Es la idea inversa a la de los ensayistas mencionados, sobre todo Novás y Mañach, quienes subrayaron la persistencia de estas heridas coloniales bajo la República.
En un ensayo escrito veinte años después del de Rasco: Los cubanos. Historia de Cuba en una lección, Carlos Alberto Montaner repetirá esta idea. “Durante ese primer tercio de siglo”, escribe Montaner, “la Isla había absorbido a casi un millón de laboriosos inmigrantes que habían contribuido notablemente a aumentar la riqueza nacional”.
Es cierto que el discurso de la Revolución cubana es anticolonial. ¿No lo era también el de la revolución del 30? Cuando autores como Rojas y Montaner plantean que el nacionalismo de la revolución de 1933 fue precursor de la de 1959, no toman en cuenta este discurso anticolonial (que no es lo mismo que el antimperialista que tanto repite la historiografía marxista). Aunque la intelectualidad de los 30 rechaza la cultura colonial que ha heredado la República, y esto se ve desde José Antonio Ramos hasta Mañach; autores que no asumían la “peor leyenda negra”, asumían el atraso de España frente al mundo anglosajón y alemán, siguiendo en esto a Ortega y Gasset, pero estaban lejos del indigenismo que sí puede verse en México con José Vasconcelos.
Rasco rompe con Mañach, que ve en la nación un proyecto futuro, al estilo de la España invertebrada de Ortega o El pathos cubano de Novás Calvo. Compárese los pasajes que antes vimos en Novás Calvo sobre el factor indígena en la cultura cubana con este: “En Cuba todavía la connotación hispánica es de mayor ascendencia,” y “la esencia de nuestra nacionalidad radica en sus orígenes ibéricos”. No hay rastro de crítica a los vicios heredados de la antigua metrópoli. Es por esto que sentencia que “lo que dio perfil propio, integración nacional, fue lo hispánico”.
Si la nación estuviera dada por su ascendencia ibérica, ya hace mucho tendríamos una nación en el sentido de Renan, de Ortega, de Mañach, de Novás Calvo, pero sucede que la nación no está dada por una preponderancia u homogeneidad genética, sino por una comunidad de valores e ideales. Probablemente Rasco se refiera a la cultura más que a los genes ibéricos, pero la “mezcla cultural”, por otra parte, no garantiza aquí el sentido nacional. (Quedaría por estudiarse la relación entre transculturación e identidad. Cualquiera sea esta relación, en la tradición que aquí se estudia la primera no determina la segunda).
Rasco dice que gracias a lo hispánico pudo crearse una cultura mestiza, pues aún antes del descubrimiento de América “ya el folclore español, el idioma y la raza se habían veteado de influencias de todo tipo”.
Esta frase, por sí sola, revela una idea típicamente étnica de la nación, bien diferente a aquella recibida por la tradición ensayística. Rasco aquí está más cerca de la “raza cósmica” de Vasconcelos (al cual menciona y alaba) que de Lamar Schweyer, quien, por razones cuestionables, afirmaba que el mestizaje no garantizaba la existencia de la nación.
Sin embargo, esta ruptura con la tradición no es total, al menos con la que inaugura el exilio. Rasco reaccionaba contra el provincianismo de lo nacional: “La cultura nacional no puede ser sino prólogo para la gran hazaña universal: la cultura misma del hombre”. Yace aquí una idea ilustrada donde hay un terreno común con Ribas, no así con recientes ensayistas como Rojas e Ichikawa, más inclinados a las variables posmodernas.
Pudiéramos decir que la ensayística del exilio ha introducido debates que antes apenas estaban esbozados, como el de cuál es la responsabilidad de los intelectuales en una sociedad abierta. Sin embargo, en el debate sobre el hispanismo, después de Rasco, solo tenemos una breve referencia sobre este debate en Montaner con Las raíces torcidas de América Latina. Podemos afirmar entonces que desparece con Rasco, y no se ve rastros de tal preocupación.
Obras citadas:
Carpentier, Alejo: “Del eslogan fascista”, en Ensayos, Letras Cubanas, 2017.
Jardines, Alexis: Filosofía cubana in nuce. Ensayo de historia intelectual, Editorial Colibrí, 2005.
Lamar Schweyer, Alberto: Biología de la democracia, Ediciones Exodus, 2017.
Mañach, Jorge: “El estilo de la Revolución”, en Ensayos, Letras Cubanas, 1999.
Montaner, Carlos Alberto: Los cubanos. Historia de Cuba en una lección, Brickell Communications Group Inc, 2006.
Novás Calvo, Lino: “El pathos cubano”, en Órbita de Lino Novás Calvo, Ediciones Unión, 2008.
Rasco, José Ignacio: Hispanidad y Cubanidad, Ediciones Universal, 1987.
INSTAR y el arte de, al menos, caminar
Cuando los grandes paquidermos gubernamentales se hayan hundido del todo, INSTAR (Instituto de Artivismo Hannah Arendt), del que Tania Bruguera es directora, cobrará relieve como uno de los principales centros de creación, activismo, pensamiento y comunicación en Cuba.