J. S. Bach: Una estructura del dolor

Idea y voluntad

Esta es, a grandes rasgos, la curva ideológica y técnica, si así puede decirse, aquella que inició nuestra música, la que evolucionó junto con el acaecer de toda su vida artística, religiosa y política y la que, en el caso de Bach, regía en el momento de su vida; pero era también la técnica y su evolución la que iba a ser afectada por su obra y la manera con que él supo manejar, ampliar y torsionar, los medios de que dispuso para dejarlos plenos de potencial que iban a fecundar los futuros de aquellos compositores que le seguirían en su paso sobre la tierra: técnica, ortografía y sintaxis; moral, propia de la voluntad y, asimismo, idea, estrictamente del ámbito de la escritura musical, propia del pensar con el que se estructura la obra que el compositor entrega, fundamento sobre el que puede desarrollarse el impulso creador y la ética que lo guía y condiciona.

Entonces y ahora eran los dos puntos oscilantes, orbitando uno dentro del otro y alrededor, el segundo, del primero, creando así la manera de organizar la ortografía y su necesaria sintaxis; pero la idea que los guiaba y los obligaba a este camino, el por qué la evolución era ésta y no otra, ello dependió de la voluntad, creemos que consciente, por lo menos como voluntad receptora, de diversos autores, que actuaron y se movieron a niveles harto alejados del trabajo de cada día y de las obligaciones que, aparentemente, tenían que servir y de la constante rutina del uso de los medios de “utilidad pública y reconocida” que tanto podrían haber facilitado, en el peor sentido de la palabra, la escritura de su obra, incidiendo en la comodidad y alejándolos del recto camino en la búsqueda de la obra de arte por sí, por el impulso de la necesidad interior y por la difícil perfección, en lo humanamente posible, de su escritura.

Bach escribía textos musicales didácticos, cantatas de iglesia, pasiones, para los días correspondientes de la liturgia o de la semana santa y música de cámara, asimismo, para la sociedad o la enseñanza; pero estos textos, en su extensión, profundidad y extrema calidad, se hallan muy lejanos de la servidumbre y de “lo práctico” que parece tenía que ser su único motivo y la prueba de su utilidad; todos ellos se escapan a las motivaciones que parecen justificarlos y adquieren una autonomía tan peculiar, están, en realidad tan lejanos del mundo para los que fueron escritos que parece casi imposible fuesen aceptados como algo natural y de “cumplimiento de encargo u obligaciones sociales”.

Cantatas semanales pero, ¿quién podía cantarlas, con un mínimo de calidad musical, con sus infinitas sutilezas y complejidades?, ¿quién podía cantar las Pasiones, la gran misa, las Cantatas o tocar, tocar de verdad, “El Clave…” o las “Goldberg”? y, en otro campo, pero muy semejante en el caso ¿qué teatro de ópera podía representar, años más tarde, “de verdad”, completos y tal como querían sus autores, TristánEl Anillo y, en la actualidad, estas mismas obras u otras como La Mujer sin Sombra o Moisés y Aarón? Quizá esto quiere decir que para las comunidades que recibían estas músicas —y las que las reciben ahora[1]—, su calidad y el nivel de su interpretación les era indiferente y se trataba sólo de llenar unos espacios o momentos que, por costumbre o por decreto eclesiástico o social, se tenían que llenar, de la forma que fuese.

Esta manera de actuar por parte del compositor, abstrayéndose de la labor utilitaria y de estricta conveniencia de cada día para buscar una calidad ideal, presupone una conciencia, muy clara, del valor de lo que estaba escribiendo y, también, del porqué se estaba haciendo de aquella manera y no de otra; era una visión, no únicamente de futuro sino de un presente de extrema urgencia: no sólo había la posibilidad de abrir puertas sino que, quizá asimismo, se estaban cerrando, con duro estrépito interior, puertas que ya nunca más se podrían volver a abrir; quizá se iniciaban caminos de futuro pero también el compositor, como el poeta, sabía que con él, con sus obras, con aquello que se escapaba de sus manos, se cerraba un largo, un larguísimo, período de la historia, y a él le tocaba una función fúnebre de cerrarlo, de hacer rodar la losa y sellar con ella una silenciosa sepultura que guardaba, en su interior, el tesoro de un legado muy lejano, fundamentado en trabajos y angustias casi olvidadas aunque, con esta operación, adquirían sentido concreto y propio y con ello tenían significado de final, de obra concluida.

Esta conciencia obliga con una peculiar angustia al artista y le hace, con dureza, mantener su trabajo con la firmeza del artesano y la tenacidad del obrero cotidiano: la revelación que le impulsa es, asimismo y al mismo tiempo, el hecho físico de su obra y la escritura de ésta: obra y esfuerzo, composición y recepción del objeto platónico, arribado directamente y sin esfuerzo —sin que se pueda hacer nada para evocarlo ni para desecharlo—, a las manos del escriba que lo recibe, lo interpreta y lo deposita sobre el papel, son una sola y misma cosa.

La obra concluida y la conciencia que le ha obligado a realizarla son siempre, para el artista receptor, cuando esta operación se realiza con toda su integridad, algo joven y con el perfume de algo que es siempre el comienzo de un nuevo camino, nuevo pero siempre dependiente y derivado, seguidor, de antiguos senderos y amplios caminos hollados quizá hace ya siglos pero siempre con un potencial de apertura, siempre dispuestos a seguir su curso y a continuar algo que sólo el espíritu humano, bajo el impulso creador, puede realizar: esto se detecta, con fragancia inimitable, en tantas y tantas obras de los primeros descubridores, de aquellos que no tenían casi pasado en que apoyarse (¿qué pasado, forzosa y relativamente breve, podían tener Leoninus o Machaut?) y también en aquellos que tenían un cierto fundamento, Ockeghem, des Pres, Palestrina, Antonio de Cabezón y Victoria, o, como en el caso de Bach, aunque el pasado ya casi había desaparecido para él.

¿Pudo Bach conocer a Monteverdi, los polifonistas flamencos, los compositores del Ars Nova y, anteriores a ellos, la riquísima aportación de los “organistas” de Notre Dame? Esto es más que improbable, pero, de una u otra forma, supo y pudo integrar en su obra, no sólo la totalidad de la producción de Occidente, sino que también, como en una vista total, aérea, asumió la multiplicidad de técnicas de escritura —parece haber conocido las manipulaciones a que se sometieron las voces contrapuntísticas, desde los más lejanos principios— y las más notables y peculiares agregaciones de acordes y choques de voces que, anteriores a él, se habían escrito, desde Machaut a Cabezón; ciertamente estamos simplificando el proceso, pero si Bach conoció a Couperin, Frescobaldi o Vivaldi[2], también es cierto que en su momento tuvo que tener grandes dificultades para descubrir —si es que quiso o pudo hacerlo— lo que se había escrito en siglos anteriores en Francia, por citar un ejemplo, y nos atreveríamos a decir que desconoció en absoluto[3] cualquiera de las exquisitas y complejas aportaciones de Santa María, Bermudo, los miembros de la familia de Antonio de Cabezón, Correa de Arauxo o el riquísimo grupo de los vihuelistas españoles.

Pero, codificado o no, consciente o no, Bach supo establecer como norma de su escritura, de la obra que de él se iba proyectando, la idea básica de que la emoción y la estructura eran una sola y misma cosa y que esta unidad se manifestaba, —podemos decir, sin deformar los términos— se epifanizaba, a través de una escritura horizontal, siempre sumando las voces, vocales o instrumentales, siempre organizando la malla que iba trenzando el retorcerse del discurso de forma que el gran descubrimiento estructural de Occidente, la polifonía, era, no sólo técnica y manera de escribir, sino, esencia de la obra; y esta esencia era la obra.

El diálogo de las voces, ininterrumpido desde sus primeras obras conocidas, hasta el momento en que se detiene, vacía, la escritura de El Arte de la Fuga no es una manera de hablar adoptada por el músico; es la única posibilidad que tenía para que de él emergiera todo aquello que se le había dado y que debía entregarnos a nosotros —con tan exquisito cuidado y con el refinamiento inimitable de su artesanía—: ser y pensar son una misma cosa; escritura y pensamiento son para él, asimismo, una misma cosa.

Otros autores, desde Leonin, hasta Bach, desde Wagner o Schoenberg, hasta Webern o Berg hallaron su manera de ser en el manejo de las voces —Couperin, Rameau, Mozart o Beethoven se encuentran en un punto medio, como Bruckner, Strauss, Debussy o Mahler—, pero en todos ellos, de una u otra forma, la polifonía es expresión, en ella se encuentra la esencia de su escritura y su palabra, es decir, de su pensar y, en el pensar, confundido con el ser, éste se manifiesta.

No queremos decir que sólo en la polifonía se halle una perfección técnica o expresiva que no pueda hallarse en la monodia —bastaría el corpus del canto llano para desmentirlo—, pero sí que, vistas desde unos ciertos ángulos de peculiar complejidad (no por ello mejor o peor, pero sí muy incisivo, desde el grupo de autores que hemos citado y que ahora podemos contemplar a través de la figura de Bach) las manipulaciones, a menudo de extrema complicación, a que se sometió el material musical, ya desde la Musica enchiriadis, hasta Webern, Hindemith, Schönberg o Stravinski, han creado un enorme grupo de obras, de espléndida calidad y de contenidos increíblemente complejos, que sólo a estas operaciones deben la fuerza de su expresión y la personalidad única que adquieren por estas determinadas técnicas de combinar las voces.

Pero estas peculiares y complejas maneras de manejar el discurso musical, como ya hemos citado en otros textos, incluyen, con notable frecuencia, y desde los mismos comienzos de la música documentada, una insistencia, curiosa y de notable fuerza, en violar con el texto musical, aquellas leyes y sentimientos que están profundamente arraigados en el espíritu humano y que, asimismo, están en contradicción con lo que dice al hombre —a todos los hombres y desde siempre— y con fuerza casi irresistible, su “realidad empírica”: que se siente existir en el espacio —el mismo para todos— y que, para él, es infinitamente real la irreversibilidad del tiempo[4]; sin embargo, la música “existe” en un espacio —quizá nos atreveríamos a decir— no-local, ideal, en la imaginación y el recuerdo del oyente[5], que la revive cuando ya ha transcurrido en su tiempo particular y, con sus extrañas combinaciones, viola con frecuencia lo irreversible del tiempo, retrocede en su devenir —su mismo final es su comienzo: así lo dice ya en el título de una de sus obras un autor del siglo XIV—, se vuelve espejo del tiempo en otros momentos, se sobrepone a sí misma y se acumula en extrañas aglomeraciones en las que las diversas imágenes temporales —y aún de comienzo y final— coexisten sobre sí mismas (analícese la muerte de María en Wozzeck, acto III, compases 104, 105 en las págs. 414 y 415 de la partitura de orquesta).

También el compositor, cuando escribe, se siente empujado por aquella “furia musical” que, de no existir, no podría realizar su trabajo y no podría recibir aquello que se le entrega: y en el acto de recibir, la aglomeración de imágenes, motivos, sonidos y ritmos, sustancia de algo que aún no existe pero que, a través de sus manos, va adquiriendo presencia y forma, se coagula, como sangre que de algún lugar surge y en las notas que se mueven sobre el papel adquieren vida y se petrifican en éste: como el rey de las Islas, cantado por Strauss y Hofmannsthal, se van convirtiendo en piedra —piedra que canta, tal como el mar canta su canción y las nubes en los cielos también entonan su ilimitado canto— y allí, sin que nada lo pueda detener, se convierten en signos, semiología a la que quisiéramos acceder y descifrar pero que, por su misma naturaleza, desafía la traducción que nos la haría comprensible y revestida de sentido.

Y esta operación que para el artista no cesa, es un incesante movimiento de objetos, partículas que entre sí luchan y entre sí se fecundan y se multiplican; de ellas, surgen nuevas formas que inician nuevos círculos de vida y nuevas incitaciones para que éste pueda estar atento a la llegada, de improviso (inesperada por el instante y siempre esperada por el deseo), quizá en la noche de los sentidos, del objeto que sobre el artista se derrama y se confunde: y este objeto, desde los comienzos de la música occidental, ha sido un objeto manipulado y manipulador del tiempo.

Si Bach murió ciego, poco después de una desgraciada operación, ya no pudo tener el extraño privilegio de acceder a aquella mayor visión a que alude el hijo de Antonio de Cabezón al editar la música de su padre; la ceguera no siempre garantiza un mayor y supremo conocimiento para el artista. Quizá hay otras cegueras y otras oscuridades y quizá en ellas se refugió este hombre que explica su vida como un continuo de “… disgusto, envidia y persecución…” (escrito en 1730) y del que J. Ph. Kirnberger (en un texto de 1773 y citado por su autor en 1782) dice que una fuga (de El Clave… I, en si menor, que cierra el primer volumen) “… es el mejor ejemplo de la expresión desesperada”.

Expresión desesperada: una fuga, forma que parece ser sólo una estructura fríamente escrita y organizada y sobre la que, en los conservatorios, se habla como de algo más propio para ser escrito o compuesto, en el peor sentido de la palabra, con una especie de ordenador o sólo siguiendo fórmulas preconcebidas y rígidamente preparadas y no como, nadie se lo imagina, una “forma” apta para manifestar “expresiones desesperadas”; pero Kirnberger tiene razón: no sólo la última fuga, la que Bach quiso que cerrara el primer volumen, es una hermosísima elegía, si de esta manera queremos llamarla, en la que el total cromático (de una u otra forma, el total de los doce grados de la escala suenen en nuestros oídos, o en nuestra conciencia) no sólo se nos manifiesta con la desnudez de aquello que ya no admite consuelo, como un dolor petrificado, sino que también, por la extrema tensión de su música, se nos obliga a olvidar qué manipulaciones han intervenido en la expresión formal y el manejo del tema, qué es lo que técnicamente acaece, cómo se podría analizar la fuga…: su audición nos arrebata a su órbita y allí, en su trágico dolor, nos sigue conmoviendo y seguirá haciéndolo mientras algo humano y sensible pueda aún manifestarse en el hombre.

Pero llegar a este nivel (que aquí limitamos a una fuga aunque podríamos ampliarlo a tantas y tantas obras en las que, junto con la música, el texto que la acompaña lleva al paroxismo la emoción que transmite), alcanzar este nivel para arrancar de lo profundo aquello que estaba oculto y patentizarlo, acceder a esta manifestación de la “verdad”, supone poder someterse y hundirnos en esta profundidad de la que siempre algo nos llevamos cuando hemos conseguido llegar a ella: y este camino hacia dentro es un camino de ceguera y oscuridad, es un transitar por una vía en la que podemos ver —de paso y sin podernos detener— a quienes, sumidos en el dolor que no tiene semejanza reclaman nuestra admiración si no ya consuelo; y el artista no puede detenerse ante este requerimiento y tiene que proseguir su extraño camino hacia abajo, hacia la más profunda oscuridad, cada vez mayor en tinieblas y cada vez mayor en hondura; allí tiene que arrancar de la herida abierta aquello que se tiene que desocultar y manifestar en la operación de la verdad: sólo la voluntad sin límites del artista, iluminado, si se quiere, por su misma oscuridad que lo invade, puede acceder a este camino, áspero y más y más estrecho: la idea, el objeto que saldrá a la luz de los otros —y sólo de ellos— será el final de aquella inquisición y marcará, por su misma manera de ser, el inicio de otra operación; y la luz que pueda manifestar al espectador u oyente será para él y sólo para él: al artista le queda únicamente su oscuridad y su ceguera que le empuja a más oscuridad y a la pérdida del tacto, endurecidas ya sus manos, para ir tanteando, con dificultad extrema, en la oscura herida en la que debe volver a sumergirse: y allí, siempre, le espera este incesante recomenzar.



El artista, el tiempo y Dios

En 1724 muere Newton (había nacido en el mismo año en que murió Galileo); vivió veintisiete años a la par que Juan Sebastián Bach, seguramente sin llegar nunca a saber nada de él; y, a buen seguro, éste tampoco supo nada de la existencia de uno de los más grandes físicos y pensadores de la historia, del hombre que cambió, ya de una manera definitiva, nuestra visión del mundo.[6]

Pero no creemos que esto sea una casualidad: los paralelos a que aludimos indican, asimismo, una corriente paralela de conceptos, sean artísticos, sean de organización y estructuración del concepto del mundo en el que vivimos: y esta es una rara función que pertenece al artista y al científico y en la que ambos deberían ir a la par: especificar qué es el mundo. Mostrar, patentizar y entregar la “descripción” de una parcela de su totalidad, un pequeño fragmento: ya es suficiente para que su labor, labor muchas veces de años enteros, quede justificada y cumplida.

Con los objetos artísticos, matemáticos, teoremas físicos, etc., que de ellos surgen se ilumina, poco a poco, con extrema lentitud pero también con extrema exactitud, la imagen terrestre de aquello que nos viene dado por lo que llamamos el Mundo Platónico y éste se dibuja, se traspasa, a nuestro nivel (nivel que comporta el espacio-tiempo y todas y cada una de las circunstancias que de él se desprenden), nivel comprensible para nuestras conciencias y comprensible, asimismo, para la articulación que permite a la conciencia abrir paso —relacionar—, ambos mundos: y esta operación podría presuponer la pregunta: ¿por qué así?, ¿por qué tan extraña relación?

En 1710, Leibniz publica su Teodicea; allí, el terrible problema del mal en el mundo se explicita a través de la imposibilidad de que podamos conocer y saberlo todo sobre el plan divino y que, por tanto, tenemos que aceptar en silencio aquello que transcurre en el mundo, sea lo que sea. Así, el silencio de Dios es, en realidad, el silencio nuestro sobre Dios y aquello que parece o nos imaginamos son sus actos. Es nuestro silencio, pero también el silencio del mundo que nos rodea del que no podemos —ahora también nos lo asegura la física— conocer el más profundo y esencial ser. Y esta aceptación de nuestro desconocimiento y la imposibilidad de superarlo es también uno de los motores que mueven la llegada del objeto platónico: allí se encuentra, en su recepción y su entrega al espectador, lector u hombre que medita y piensa, como un atisbo, una fugaz mirada, a través del espejo, sombra bien conocida que se refleja en el fondo de la caverna del silencio y la ceguera y que nos permite intuir por el iluminarse este corazón de la conciencia que es la intuición, qué es aquello que está en el revés de la trama o qué es lo que podría sonar y suena en el espacio no local, imposible de localizar y que, por otra parte, está tan cerca, como parte del pensar divino, que se podría decir de él aquellas hermosísimas palabras de un místico del Islam: “… Dios está más cerca de ti que la vena yugular…”.



***



Es bien conocida la opinión de Leibniz de que “… Dios creó el mejor de los mundos posibles…”; ante la evidencia de lo que entonces y ahora sucedía y sucede, es también evidente que es muy difícil aceptar, a priori, esta opinión. Pero el problema sigue y, para el pensador o el artista, su respuesta o su solución son prácticamente imposibles de imaginar, a menos de que se acate, con fe ciega, la irracional obediencia, resignándose con muda admiración frente al misterio tremendo, ante lo inconcebible de “lo santo” y la absoluta incapacidad del hombre para intentar racionalizar aquello que, por esencia, es irresoluble: la determinación y la voluntad divinas están allende, esencialmente allende, cualquier moral de bondad o maldad; “es” y la lluvia cae sobre los unos y los otros; el sol luce para los unos y para los otros.

Estas ideas y sentimientos debieron ser —y son, suponemos— muy importantes para el músico que, en un siglo XVIII (y en el nuestro), entrando ya en la edad de la razón, con un concepto del mundo cambiante —¡y a qué grado!— pero también y todavía pleno del sentido de lo sagrado y de la Providencia divina, se enfrentaba al hecho de expresar con músicas, cantatas, misas y pasiones u obras estrictamente instrumentales, su sentimiento ante la vida que le iba transcurriendo y la muerte que se le avecinaba: una discusión sobre el ser en el mundo podía realizarse y ser muy agresiva y todavía más negativa, pero la sombra de lo Trascendente, de Aquel que no tiene auténtico nombre, estaba siempre presente como telón de fondo; ahora, en nuestro momento, esta sombra ha desaparecido y sólo existen las conveniencias económicas y de estado que son quienes mueven el pensamiento y manipulan las masas. Bach no pudo imaginar ni saber esto: su mundo y el mundo en el cual transcurría su música era un mundo creado por Aquel que era principio y fin y era, aunque parezca extraño, el mejor de los mundos posibles; y esto, para él o para los mediocres eclesiásticos, políticos y profesionales con los que casi siempre tuvo que encontrarse en su vida personal y como músico, era lo natural que no debía ni se podía discutir.

Pero sí que quizá se plantease, de una u otra forma, el problema desde el ángulo platónico, el porqué de la relación entre el hombre y la idea, el objeto que lo invade y por qué es de esta manera y no de otra con esta tan rara forma de relacionarse y de actuar que tiene el mundo de las Ideas divinas y su afinidad con el ser que las recibe, sean éstas semejantes o exactas al modelo o estén deformadas, de una u otra forma por su contacto; esta difícil pregunta debió ser hecha entonces y se hace ahora, desde todas las formas posibles de interrogar y tuvo una respuesta, en aquel momento, por parte del compositor, de muda inclinación y silencio ante aquello que le era entregado: su vida es una larga obra, encaminada para la construcción de un cuerpo en él depositado que, en su conjunto, configura y conforma una especie de imagen ideal, divina por el modelo con el que se ha medido y por el acontecer de la verdad en él en esta peculiar operación ya que, al emerger la obra por la voluntad receptora y sumisa, con ella “… se hacen patente los entes, lo que son y cómo son, y en ello hay un acontecer, un aparecer del resplandor, de la verdad… y la verdad viene a ser forma”.

En su trabajo, a través de los pocos documentos y comentarios que nos quedan de sus manos, es, con la expresión “… todo por la gloria de Dios…”, la manera con la que el compositor manifiesta con exactitud el mecanismo de su actuar: esta gloria no puede aumentarse con sus músicas sino por el humilde trasvase de objetos, por su mediación en permitir que éstos lleguen, con la máxima fidelidad, al intérprete y al oyente; cumplida esta operación el artista ya nada más puede hacer.

Queda una última pregunta o última intuición: ¿lo que llega es una especie de hipóstasis divina, un fragmento de la divina sustancia y, con el contacto, con su contacto, el artista accede a “tocar” el ser del mismo ser? ¿quiere decir esto que su labor, su obligación, con imperativo categórico, es dejarse rozar por la idea que a él llega y limitarse a objetivarla con la artesanía que cada uno pueda tener y que, en el caso de Juan Sebastián Bach, es, con seguridad, el más alto grado de técnica y perfección que hombre alguno haya podido tener nunca?

¿Quiere esto decir, que como modelo y como objeto, su obra, como música, es la que más se acerca al supremo Modelo de las Ideas Inmortales y perfectas que en sí mismo viven ya que son parte, de alguna manera, del Ser mismo y que, como tales, tenemos que contemplarlas e inclinarnos ante ellas y —quizá nos atreveríamos a decir— casi reverenciarlas?

Estas preguntas, que resumen la Pregunta fundamental que es la Pregunta sobre el Ser, de alguna forma fueron y han sido hechas desde siglos atrás, en vida de Bach y en este momento, porque son propias e inmanentes al ser humano; ser humano significa preguntar y la última pregunta es la inquisición sobre el Ser. Y esta pregunta puede hacerse con un poema, con un libro, con un teorema, con una vida, con una pobre vida compartiendo el dolor humano, sea en Asís, sea en una lejana India, con una pintura, con un preludio y una fuga o en la oscuridad y tiniebla del Gólgota: el objeto que prepara la pregunta y esta misma se confunden y en ella se hacen una sola cosa y así se objetiviza, plenamente, lo que se llama, lo que nos atrae —o por lo que somos atraídos—, aquello que es y consideramos configura el ser hombre.



***



Pero la pregunta sobre el Ser es la pregunta que, por su misma naturaleza, como imperativo esencial y que pertenece a su propia manera de ser, exige que carezca de respuesta: todo el pensamiento de Occidente está resumido en la palabra del poema que primero lo explicitó con texto definitivo: “es”; y el análisis de este “es” sería, únicamente, en rigor, la repetición, infinita y eterna, de “es”.

Y este “es” envuelve al artista con fuerza irresistible, con impulso ineludible, y le obliga, por su manera propia de operar, a estar al acecho, a escuchar, sin oír sonido alguno, sin oír nunca nada concreto; a ver, sin que nada pueda ser “visto” y a transmitir, sin saber por qué y cómo se transmite y qué es lo que, realmente —si existe esta realidad— es transmitido.

Lo potencial, en el “es” se abre, en manos del artista, en el canto del poeta, como la más profunda expresión de aquello que, de extraña e ignota manera “éste” pretende decirnos y nos lo dice de una manera que presupone, de alguna u otra forma, la permanencia de aquello que ha sido dicho: la insistencia que todas las culturas, sensibles en extremo a la llamada trascendente (y sólo una verdadera y alta cultura presupone y mantiene esta trascendencia y su permanente realidad), la insistencia, repetimos, con que todas las culturas nos señalan que algo ha sido dicho y algo se está diciendo y que, sea cual sea el nombre del “es”, éste habla y pronuncia —el Maestro Eckhart dirá que eternamente— su λóγος, nos asombra y nos sobrecoge y, al sentirnos como “amigos del saber”, “amigos de la obra artística”, nos fascina saber cuál podría ser —cuál es— su operación y la manera con que ésta se desarrolla, se articula y se nos entrega.

Richard Strauss, hombre y músico de una extrema sensibilidad, en un texto de 1944 sobre Mozart, escribe que: “… (en determinados momentos de la obra de Mozart —y cita varios, entre ellos, las arias de la Condesa en el Fígaro—), nos encontramos frente a objetivaciones del Ideal, que sólo puedo comparar a las “Ideas” de Platón, a un prototipo de visión proyectada como objeto en la vida real. Casi inmediatamente después de Bach sigue el milagro de Mozart, con su perfección y la absoluta idealización de la melodía en el canto humano —y a esto me atrevería a llamarlo Arquetipo o Idea platónica—, no para ser descubierto por los ojos o apreciado por el entendimiento, sino para ser adivinado por la conciencia como lo más divino de lo que el oído puede conseguir llegar a apreciar como su aliento. La melodía de Mozart se aparta de cualquier forma terrenal, es un “ser en sí mismo”, como el Eros platónico, descansando en sí mismo, entre el cielo y la tierra, entre lo mortal y lo inmortal, liberado de cualquier “voluntad” y abrazando la más profunda penetración del inconsciente y la imaginación artística, para llegar al misterio final, hasta el reino de los Arquetipos[7]…”.

Con todo, esta objetivación del Arquetipo presupone no sólo el trance del artista receptor (y receptor durante, quizá, años y años, ya que lo que se le envía no siempre llega completo y ya formado, sino que debe ser preparado, organizado y estructurado por el esfuerzo creador —en el sentido ordenador— del artesano) sino también el aceptar por éste, que esta recepción presupone, asimismo, la progresiva destrucción, la aniquilación por el operar de la Fuente que no cesa de manar, de su ser y su persona.

De hecho, sólo su final, momento en el que ya no podrá recibir y preparar para los demás aquello que ha ido recibiendo, es el “instante”, detenido el tiempo, en el que habrá acogido la última palabra, el último λóγος que se le entrega y, con él, tendrá que detener aquel trabajo, aquella aportación que se le había dado, que se le confió, desde un comienzo determinado. Y este final dará sentido completo, será como un sello justificador de sus trabajos que sólo así tendrán una forma y un cuerpo completos; con ello podrá decir, con plena verdad, que su fin es su comienzo: acabada su labor de recepción y transmisión quizá allí, con su final físico, se inicia su verdadera vida, liberado del maravilloso y tan áspero yugo que tuvo que llevar —y agradecer— durante años.

Así, en los trabajos del artesano (que en el caso de Bach es evidente con enorme insistencia), la frase de Proust de que el artista sólo escribe o crea una sola obra en toda su vida es absolutamente cierta; es un solo cuerpo, ramificado, derramado con fuerza cancerígena por la amplitud y lo ancho de toda su obra, en la inmensidad de sus cantatas, sus músicas para tecla o sus obras “didácticas”: la erupción es enorme y la voracidad de aquello que se le entrega se abre como un chorro de lava sonora —si se puede así decir— que engulle el edificio de su vida y la sucesión de sus actuaciones, del tipo que sean, durante su paso por la escena —triste y discreta en su caso— de su vida, como músico y como padre de familia.

Por otra parte, si el trabajo esencial del artista es la recepción de aquello que se le entrega, también, al mismo tiempo, es una labor muy difícil y que para él presupone un costado oscuro y agrio de su actuar; es el saber “quitar”, saber no aceptar, o aceptar con determinadas condiciones, ciertos elementos, piezas que le son entregadas con la operación usual pero que, por extraños motivos, llegan deformadas o incompletas y deben ser rechazadas, en espera de otra “emisión” o deben ser corregidas, por la artesanía humilde del artista y enderezadas a su justo medio: parte de este trabajo, tan oscuro y que siempre se mira como algo que es mejor quizá no citar, se transparenta en unos de los versos que Michelangelo Buonarroti dedica a Vittoria Colonna (h. 1538-41/44):

“El más óptimo Artista no posee ningún concepto
que un mármol sólo en sí no contenga
bajo su superficie, y a esto sólo llega
la mano que obedece a la inteligencia…”.[8]

Así como por el quitar (per levar), oh señora, se pone
en piedra alpestre y dura
una viva figura,
que allí más crece donde la piedra desaparece;
así, alguna obra buena,
para el alma que está temblando,
se oculta bajo el cobertor de su propia carne,
con su inculta, basta y dura corteza…[9]

… se oculta: “… esta inmensa belleza se halla oculta en el interior de unos santuarios y de los que sólo accede al exterior para aquel que va a su encuentro (y la recoge) en su intimidad…; … abandona la visión de los ojos… nuestra patria está en el lugar de donde venimos… cesemos de mirar y, cerrando los ojos, cambiemos nuestra manera de ver por otra, despertando esta facultad que todos poseemos pero de la que pocos hacen uso de ella… ¿qué es lo que puede ver este ojo interior?… haz como el escultor que trabaja una estatua que será, finalmente, muy hermosa: quita una parte de ella, pule el material, lo trabaja hasta que de éste surgen bellas formas; arranca lo superfluo, torna brillante el mármol… endereza lo torcido, que un resplandor claro esté sobre lo sombrío y no ceses de esculpir la estatua hasta que se manifieste el destello divino de la belleza (virtud)…”.[10]

Hemos traducido, en este caso, algo libremente aunque el texto de Plotino es evidente en su alcance: la idea es la misma que expresó, siglos más tarde, Michelangelo: el trabajo del artista es el de recibir y limpiar, pulir aquello que ha sido entregado y manifestarlo con el resplandor de su máxima perfección: ésta es su grandeza y su tragedia y en lo difícil de su trabajo se halla uno de los tantos motivos que hacen del artista, aun del que aparenta mayor alegría creadora, un ser lejano y muchas veces duro y áspero, inquieto en su movimiento interior y al acecho, en la espera constante del momento, nunca anunciado y del que nunca se sabe la hora, que le saldrá al paso el objeto artístico y tendrá que recibirlo, hacerlo suyo, y entregarlo cumpliendo así su función de artesano humilde, cerrado en su interior, uno entre los unos que forman la cadena causal de la manifestación —extraña, inconcebible— de todas las formas.[11]

¿Unos santuarios?

¿Es que la función del artista es, también, constituirse sacerdote de unos extraños santuarios?

¿Es, acaso, uno de estos sacerdotes de los que habla Hölderlin, “… errantes, en la noche sagrada, en tiempos difíciles, de tierra en tierra…”?; ciertamente, los tiempos en la época de Bach eran difíciles como lo son aún más ahora y en la tierra es ya de noche para unos y otros, para el artista y para el lector, espectador u oyente y para el artista consciente de los signos de los tiempos; pero la función de la que también habla Hölderlin (“… pero, ¿para qué poetas en tiempos de miserable oscuridad…?”)[12] era y es de urgente vigencia: “… hay silencio en antiguos y santos teatros, muerta está la danza y su alegre ritual… ¿y, por qué un dios no imprime su sello, como en tiempos arcaicos, en la frente de un hombre, sellando con su marca a aquel a quien ya ha poseído…?”: hay muchos silencios en unas sociedades, entonces y ahora, en las que el ruido es sólo manifestación negativa, oscura y siniestra del silencio; y el poema de Hölderlin dice antes: “… Sí, los dioses, viven, allá, en lo alto, en el corazón de un otro mundo, allí es el campo de su eterno actuar, y el cuidado que de nuestras vidas tienen es muy grácil, pues tanta es la delicadeza que estos huéspedes celestiales tienen hacia nosotros…”.

Ellos —o Las Ideas y su Substentador, viven en campos de acto eterno, lejanos, en espacios no locales, con un contacto muy frágil, por su voluntad, hacia el hombre; pero al mismo tiempo se precipitan hacia éste— y quizá hacia la naturaleza entera, el mundo entero, para fecundarlo y darle movimiento, hacerlos partícipes de este poseer que tienen, sustancia propia de Sí mismos que, por las divinas procesiones, se desliza de unos a otros entregando todo aquello que, por una arcana razón, debe ser traspasado: “… es un frágil vaso y no siempre puede sostener su potencial: los hombres, solos, por unos instantes, sostienen el peso de la plenitud divina: y así es la vida: un sueño de ellos…”.

Pero “… el habla es lo primero que crea el espacio abierto de la amenaza y del error del ser y la posibilidad de perder el ser, es el peligro… y el hombre: el hombre es aquel que debe mostrar lo que es… y para mostrar su ser se le ha concedido el habla, el más peligroso de los bienes…” —parafraseamos, en todo este fragmento, a Heidegger y su ensayo sobre Hölderlin—: pero el artista músico carece de palabra: podría no temer el peligro; mas el sonido que articula sus metáforas (pues la música, en los comienzos es metáfora del habla, es aún más peligrosa que la misma habla pues tiende al más allá de ésta) puede llegar a ser, y así lo creemos, transidioma, palabra más allá de la palabra; esta habla, entonces, por su potencial (preñada de inseguridad, y el lugar, el espacio en el que se crea su entorno) aparece hirviendo y surge de su más profunda herida, el peligro, la amenaza del ser que dormita, confiado quizá, sólo confiado, en la palabra olvidando todo aquello de que es portador y el futuro que le aguarda.

Y esta amenaza, el artista la manifiesta en sonidos y estructuras cerradas en sí mismas, que pueden ser extremadamente complejas y que muestran, al mismo tiempo, no sólo lo que el artesano creador es ahora, sino que también vienen a ser espejo de una intuición del futuro: es el recuerdo de aquello que aún tiene que ser y como habla, más allá del habla, es “el peligro de los peligros” aumentado en su dimensión al futuro por la fuerza inimaginable del vector que a él apunta y hacia él lo empuja: consciente o no, el músico que crea estructuras complejas —y Bach las organizó como nadie, ni antes ni ahora, lo haya hecho—, es una máquina mortífera de destrucción, destrucción del habla y temeroso riesgo por lo que ha dicho sin saber qué era, y oscuro aviso por aquello que ha callado, sin saberlo y sin saber porque allá estaba callando algo que quizá era esencial pero que no le era permitido decir: el habla es un supremo acontecimiento, pero el sonido que trasciende el habla es una revelación aún más alta aunque tengamos que esperar eones para acercarnos a ella.

Esperar presupone el tiempo; y dice el poeta: “… desde que somos un diálogo…”: así pues, el tiempo se instaura desde un inicio determinado hasta el momento en el que continuamos un diálogo y lo establecemos “como ser con la palabra” —que es la función del poeta o el músico—; desde que el tiempo es tiempo, el fundamento de nuestra existencia es un diálogo y, si el habla, y su vector a que tiende, que es la música, es el mayor acontecimiento de la historia humana, su función, por la artesanía y el trabajo del poeta, es la de sorprender los signos, aceptar el objeto que se le entrega para transmitirlo a aquellos que puedan, sepan o quieran recibirlos y mantener la tensión receptora con la suficiente fuerza y claridad para que éstos lleguen con exactitud —puedan ser instaurados por los músicos y poetas como algo permanente— y se puedan dar en su integridad a los lectores, espectadores u oyentes.

En el tiempo del hombre, y su campo peculiar, campo que engloba el espacio que en él se extiende y del que éste emerge, en este tiempo se instaura este don supremo: y el músico, Bach, como alguien que en especial ejerció esta función y al que nadie nunca ha podido acercarse a su nivel ni menos ha podido sobrepasarlo, ejerció esta función peculiar de modificar y torcer el tiempo, afectarlo en su transcurrir, moverlo de su exacta coordenada para hacerlo surgir en lejanos lugares o en imprevistas circunstancias, lo ha hecho retroceder o lo ha invertido, como si lo contemplara en un misterioso espejo en el que sólo se pueda reflejar una extraña función demoledora del aparente transcurrir del espacio temporal; y Bach, desde sus comienzos, a la par de que otros pensadores y artistas realizaran o intentaran, con mayor o menor grado de lucidez y profundidad, sus análisis temporales —Newton, Leibniz o Kant o Marcel Proust, años más tarde—, construyó su música sobre un peculiar análisis del tiempo: desde sus primeras obras, la fuga, el canon, las diversas manipulaciones del contrapunto son sus objetos artesanales propios con los que, desde su ángulo y con la posesión de aquello que se le iba entregando, realiza, incansable, su trabajo como verdadero analista y escultor del tiempo; para él, organizar el tiempo es también construir el edificio de sus emociones: sus estructuras nombran la instauración de esta peculiar palabra que es la música, que no dice nada pero responde a la pregunta sobre el origen, sobre esta lejana y casi olvidada “palabra” que a todos nos parece resuena, distante y casi inaudible y que, a pesar de todo, a pesar del ruido con que se intenta hacerla desaparecer, insiste en su permanencia y en el aviso de su murmullo.

Y este aviso quiere decir buscar lo particular, lo propio en lo general, lo personal en lo que es de todos, buscar el sonido de cada uno de nosotros en el zumbido y furia del mundo; insistir en la presencia de lo que es nuestro y huir de la arrasadora avalancha de los días y los hombres; en ellos nos destruimos y en ellos, al mismo tiempo, quisiéramos permanecer, unos, solos, diciendo aquello que ya fue dicho siglos atrás y que se debe repetir infatigablemente ahora y en el futuro. Bach supo expresar estos signos con su insistencia en esculpir el tiempo, tal como Webern, Ockeghem, y algunos otros antes y después lo hicieron y aún lo están intentando: en la aparente indiferencia de Palestrina, en el sonido blanco de sus polifonías, se oculta un signo semejante; allí las voces, casi como con impasibilidad, se introducen unas dentro de otras, se mezclan curvadas por el canon y la tranquila fuga que las acoge y en ellas este signo sin forma se entrelaza, tal como guirnalda de flores sin color: pero en estas liturgias de los sonidos, florece esta apertura, oscura y tranquila, de una lejana herida de la que, sangrando por el deseo, tiene que arrancarse del χα´ος, aquello que surge de la tierra; y ésta abre su boca y de ella se instaura lo que puede aparecer de su herida.[13]

Juan Sebastián Bach es un compositor, escribe música, pero al unísono, sin que parezca poder evitarlo —y, por una necesidad absoluta, inevitable—, constantemente su material musical se ve afectado por las más diversas operaciones: la fuga es la más importante de ellas, pero dentro de ésta, hay complejidades muy extrañas que, necesariamente, no tenían por qué usarse. Y Bach las emplea constantemente; para él parece una absoluta obligación, como una urgencia, modificar el tiempo, someterlo a extrañas torsiones que afectan sus peculiaridades más aparentes pero que están ínsitas, escondidas en lo más profundo de su extraña esencia: coordenada de un espacio que carece de la inocencia con que se nos aparece y con la que engaña nuestros sentidos, algo nos envuelve, se curva alrededor de nosotros y algo, maravillosa serpiente que con anillos que no podemos ver ni tocar, nos hunde en un mar del que lo recto, las líneas rectas, han desaparecido porque quizá nunca estuvieron; quizá sólo estaban en nuestra ingenua imaginación: y ahora, desde que Occidente, maravillado, encontró esta extraña tortura de la polifonía, la cantinela rectilínea del primer canto ya no existe: estamos simplificando, como es evidente, al máximo esta consideración, pero es cierto que el nacimiento de la polifonía significó la instauración de lo curvado, de aquello que parece ser algo inmanente a la naturaleza, algo que es propio de ella y de lo que no podemos prescindir: y esta curvatura está escondida también, es cualquier forma de manifestarse del tiempo y está oculta en lo sinuoso de su acaecer y en la envolvente forma con el que sus anillos nos abrazan: el músico es consciente o intuye esta operación y en ella descansa y en ella esconde su miedo, pues descanso y miedo están a la par. Trabaja con este material y tiene que hacerlo, pero este toque es doloroso y choca con la evidencia diaria e inocente de los sentidos; su falsedad más profunda y de la que somos conscientes produce temor y angustia y esto se halla escondido y también presente en nuestras músicas y en ellas surge como aura transparente que las envuelve y nos las entrega, quebradizas, deslumbrantes de color y emoción pero también con un resonar ambiguo, teñido de temor y temblor: es como un blanco agonizante, semejante a un cielo azul de verano pero con raros tintes rojizos.

Bach realizó una aportación única a la historia de la música, como pensador que en sus obras deposita su meditar y como hombre que en ellas sufre su gestación y sufre por el camino con las que éstas se le acercan y por el que debe entregarlas a los demás; junto con él, Newton describirá, en sus obras, la mecánica, en todo lo que en aquel momento era posible, del mundo y los movimientos de sus órbitas: y esta mecánica presupone una organización temporal en la que el “tiempo” aún no se ha mezclado y se ha unido, en raro maridaje, con el espacio: esto vendrá más tarde, pero, en cierto aspecto, y siguiendo la larga tradición que se remonta a los comienzos de la polifonía (de hecho, la polifonía parece ser un esfuerzo del hombre de Occidente para mover, modificar y modelar el tiempo) la obra de Bach abre y cierra, con un esplendor maravilloso, el juego del tiempo en la música occidental; a él se le debe una tan esencial instauración de la palabra y lo que ésta significa que, palabra, ser y tiempo son horizontes de sí mismos: y surgiendo, lenta pero de forma inexorable, estaban los gérmenes de la nueva y quizá —casi— definitiva[14] ordenación del mundo que pronto iban a fructificar: pero para ello se tendrá que esperar hasta la segunda mitad del siglo XIX y el comienzo del siglo XX.



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“… El hombre está escondido en su palabra…”, dice Rumi; pero también en su música, palabra quizá aún más alta y más elevada en su sentido último y más íntimo; y esta patentización que arrancamos de nuestro interior, de la palabra, del sonido-palabra portadora de la esencia del hombre, de aquel hombre, y no otro, que la pronuncia, es un acto que sobrecoge y espanta: la música, esté escrita por quien lo esté, también produce ansia y miedo, ya que en ella está escondido el hombre que la ha llevado a la vida y le ha permitido surgir de la herida en la que estaba escondida: es una operación del temor; es, en palabras de Debussy, que ya hemos citado muchas veces, una operación que organiza el terror: y para el músico, para Bach, con la pluma y el papel de música sobre la mesa (escribía siempre sobre la mesa, nunca en el teclado: ya hablaremos de ello y de la gran y extrema importancia de este hecho) es una estructura del miedo que en él se deposita y en él alcanza forma y se va construyendo a la par del miedo que le acompaña y junto con él se derrama en la obra y la vertebra tal como un extraño animal de raros tentáculos que lo envolviera y ya no pudiese o no quisiese abandonarlo.

Y quizá el miedo ante lo vacío del papel, del objeto que trata de convertir o de arrancar de sí mismo, para que venga a ser obra de arte, es el miedo a entrar, de poder adentrarse en estos oscuros corredores de inmensas salas, casi oscuras, en las que se encierra, convergente hacia sí mismo, el santuario que guarda la imagen primera, intemporal y eterna, del objeto que se entregará al que pretende acercarse al Castillo del que no se conoce el lugar ni tan sólo su segura existencia y al que se debe acceder, tal como un extraño caballero que pretende llegar a este Interior sin lugar, adentrándose en tierra extraña, de ciudad en ciudad, de bosque en bosque, en busca de este temible cáliz que todo artista ansía encontrar pero cuya búsqueda puede suponer, tantas y tantas veces, un camino por pasadizos que no conducen a sitio alguno y escaleras que ascienden y súbitamente se cierran ante paredes sin puertas.

Así, la obra de arte tiene una doble vida: objeto que recibimos, muchas veces sin saber qué es lo que se nos entrega ni menos el camino por el que se constituyó y creó; y criatura que el artesano deposita ante el espectador y a cuya vista no siempre —quizá nunca— éste se siente cómodo: aquello está allí presente pero no sabe con exactitud —ni tan sólo con una cierta y razonable certeza— qué es lo que exactamente pretende la obra y de qué es lo que es portadora en su interior (y qué es lo que llegará y se transmitirá al oyente —en el caso del músico— si es que algo se llega a transmitir aunque sea a lo largo de muchos años).

Espectador y artesano viven, pues, una misma operación de interrogante, de pregunta embarazosa sobre un algo quizá muy confuso: el artesano, el escriba, trata, muchas veces, de justificar (o cree que tiene obligación que hacerlo) y esclarecer aquello que ha entregado y trata de “explicarlo” cayendo siempre en la trampa mortal de querer demostrar y esclarecer aquello que, muy probablemente, es oscuro y aun totalmente incomprensible para el oyente pero también es, asimismo, oscuro —y quizá indescriptible, indecible— para el que la ha escrito, con lo que lo único que consigue es mezclar ambas dificultades haciendo el acceso a una mínima posibilidad de comprensión de la obra aún más complejo y difícil.

Plutarco (Moralia, VIII, Questionum convivalium, II, I, 8 E) nos transmite una observación de Platón,[15] que nos parece notabilísima, advirtiendo sobre el hecho de que “… muchos se inclinaban a conseguir sus obras por medio de la práctica y del uso de materiales sensibles (por regresión al nivel de los sensibles), despreciando u olvidando el fundamento esencial para crear la obra de arte, la intuición, única facultad que nos permite acceder a las Ideas eternas, incorpóreas y únicas entre las que, como fundamento, Dios es eternamente Dios…”: así, por encima del trabajo artesanal, evidente y aún necesario y muy necesario, está el peldaño superior, quizá el último que la mente humana puede llegar a subir: la intuición,[16] la iluminación súbita o adquirida con lenta tenacidad que en unos momentos íntimos y personales, a los que parece que quizá nadie, ni él mismo, valga la paradoja, puede entrar, nos entrega la obra de arte o el teorema matemático o físico, etc.; allí intervendrá el artesano, que sabrá despojar aquello recibido de lo superfluo —o que se cree superfluo— y sabrá añadir, si se atreve y piensa que debe hacerlo, aquello que parece faltar o que se debe completar.

Pero el uso de los materiales sensibles, despreciando u olvidando la intuición, cosa que Platón, según la cita, critica acerbamente, es un terrible error que, en apariencia, facilita la labor del artista aunque, a la larga, frena su desarrollo, poco a poco, hasta colapsarlo definitivamente: la energía de la que debe extraer la fuerza para dejar operar el motor interno, imagen del Motor Inmóvil que todo lo mueve, sólo puede accederle, introducirse en él, si el camino es libre y fluido, limpio de cualquier forma o singularidad sensible que la entorpezca; así, la conciencia cumple su función evocadora del objeto platónico, sólo si la intuición que en ella se deposita halla neto, vacío, el campo en el que depositarse.



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Por otra parte, muchos artesanos —por lo menos algunos— tienen conceptos muy diferentes de cómo es el proceso artístico; quizá un análisis más profundo reduzca sus opiniones a una similitud que es casi una identidad pero la apariencia es muy distinta; Hindemith, en A Composer’s World (Cambridge, Mass., 192) escribe: “… sabemos muy bien el efecto que nos produce un violento relámpago durante una tempestad nocturna. Por espacio de un segundo vemos un vasto paisaje no sólo en sus amplios contornos sino en todo su detalle…: las obras musicales tienen que ser vistas de la misma manera. Un compositor difícilmente merece este nombre si una obra musical no se le aparece en toda su integridad —en su totalidad— en la súbita iluminación del proceso creador, con cada uno de sus elementos estructurales en el lugar correcto”.

Se tiene la impresión de que una chispa de la Voluntad creadora de los inicios de los tiempos llega hasta nuestros días…; pero nosotros tenemos muchos obstáculos para pasar por entre cada una de las visiones creadoras y llegar a su realización concreta….

“… muchos obstáculos…”, es cierto, pero esto parece contradecirse con la afirmación anterior de que difícilmente es compositor aquel que no contemple, en una súbita iluminación, la totalidad de su (futura) obra: pasar “por entre cada una de las visiones creadoras hasta arribar a la realización material”, todo esto presupone una dificultad, un trabajo artesanal, una espera de la iluminación que la “gracia” puede y a veces realiza, de proseguir o iniciar un trabajo, continuarlo con un mínimo de confianza y, finalmente, cerrarlo; y a esto se llega, con un otro mínimo de seguridad: y en todo ello pleno de la humildad que tiene que tener aquel que recibe lo que no puede exigir, y, repetimos, la humildad de saberse escriba y simple transmisor, artesano en el mejor sentido de la palabra, en esta extraña y ya milenaria operación.

Pero este relámpago que ilumina la totalidad de aquello que se recibe (aunque parece que Hindemith considera la obra de arte como algo de lo que sólo él —y el artista— es responsable y parece asegurar que esta iluminación permite sólo, en un maravilloso a priori, ver aquello que aún es sólo futuro) no es claro quién lo produce y qué lugar ocupa en el proceso creador: ¿de dónde surge?, ¿qué espacio es el que realmente ilumina?, ¿el de la conciencia que así podrá escribir la obra o lo que permite ver es como una especie de copia “adelantada en el tiempo” de lo que será la obra futura?

La iluminación, ¿viene de dentro del propio artista, que por un misterioso mecanismo, abre alguna puerta cerrada y en tinieblas y nos permite —le permite— atisbar en su interior, o lo iluminado es algo exterior al autor de la obra y la luz proviene de un espacio exterior, ajeno a la voluntad y a la conciencia del “creador”?

En su texto, Hindemith alude a que, quizá, un fragmento de la voluntad creadora del mundo llega, así, hasta nosotros y, aunque para el Creador, no hubo “problemas materiales ni técnicos” [without making endless detours around technical and material obstacles… (sic.)] sí que, para nosotros, como simples mortales, nos queda el trabajo de pasar por obstáculo sobre obstáculo…

Bach no nos dejó textos con complejos análisis sobre este tema crucial, pero sí que, con insistencia, alude a la más profunda motivación que le mueve: la “gloria” de Dios. Así cierra la última página del Dona Nobis Pacem con la que acaba la segunda parte de la Misa en si m.: al fin del Symbolum Nicenumescribe D S Gl (Deo soli Gloria); este hombre que en cierto aspecto cerró el mundo de la modalidad, expandió y celebró la llegada y el establecimiento de la tonalidad y abrió las puertas, con gran abundancia de gestos y medios al futuro de la evolución armónica y estructural de nuestra música, este hombre, dice en diversos y pocos textos que nos quedan y en ciertos finales de partituras que “sólo a Dios la gloria”: pero también hay otros hombres que en la base de la “voluntad de Dios” sostienen el edificio de sus teorías: “… quien cree que puede encontrar por su sola razón y con la ayuda de su sola capacidad mental los principios de la Física y las leyes de la naturaleza necesita… (establecer) que el orden del mundo ha sido creado por la voluntad de Dios y que él, humana miseria, ha comprendido qué es lo mejor que puede ser creado…; la verdadera y auténtica filosofía… nos induce a aceptar tales principios en los que se trasluce el gran saber y la suprema potestad de un Ser sabio y todopoderoso…”.[17]






Sobre el autor:
Josep Soler i Sardà (Villafranca del Panadés, Barcelona; 25 de marzo de 1935 – 9 de octubre de 2022)[1]​ fue un compositor, escritor, pensador y teórico de la música española , considerado uno de los autores más importantes de la música contemporánea en España y figura fundamental de la Generación del 51. Junto a su ingente obra musical, destaca una profunda y continua labor ensayística sobre problemas de musicología, estética y pensamiento. Desde 1982 pertenecía a la Real Academia Catalana de Bellas Artes de San Jorge. Fue director honorífico del Conservatorio Profesional de Música de Badalona.


* Fuente: “Bach en su tiempo: idea y voluntad” y “Bach en su tiempo: vida y pensamiento paralelos”, capítulos del libro J. S. Bach. Una estructura del dolor, de Josep Soler.






Notas:
[1] Considérese el nivel “artístico” de tantas y tantas representaciones de ópera o también conciertos, con obras con largos fragmentos cortados, cambios de argumentos, direcciones escénicas que violan las más elementales leyes de respeto al autor del texto y de la música, etc.; y todo ello, sin que en los asistentes o la crítica se manifieste, o sólo muy tibiamente, el más mínimo rechazo y sin la más dura y merecida respuesta a tanta inconsciencia, desprecio y burla de los responsables hacia el espectador.
[2] Parece que se interesó por Palestrina, de quien adaptó su Missa sine nomine (seguramente el Kyrie y el Gloria, escribiendo el continuo para estas dos partes de la misa).
[3] Incluso por razones técnicas: el poder y saber descifrar las tabulaturas en cifra.
[4] Citamos, con más o menos libertad de contexto, a d’ Espagnat, B.: En busca de lo real. La visión de un físico (París, 1981/Madrid, 1983), pág. 170.
[5] Con el consiguiente malentendido: hay tantas obras como receptores y su interpretación debería leerse con tanto cuidado y sentido trascendente como un augur de la antigüedad podía también leer su interpretación en los restos quemados de un animal o en los remolinos de su sangre al degollarlo…
[6] Más tarde, Maxwell sería una vida paralela a la de Wagner tal como, pocos años después, Einstein y Planck lo serían de Schoenberg.
[7] R. Strauss: Betrachtungen und Erinnerungen (Zurich, 1949), pág. 91.
[8] Michelangelo, B.: Rime, n.º 151 (ed. G. Testori y E. Barelli; Roma, 1990, 4), pág. 212.
[9] Íd., n.º 152, pág. 213. Traducimos lo más exacta y literalmente posible el texto original.
[10] Plotino: Enéadas. Sobre lo bello I, 6, 9. Traducimos de la versión de É. Bréhier (París, 1960).
[11] A. Einstein: Carta a la Sociedad Spinoza de América (4 de noviembre de 1932); en Einstein, A.: Oeuvres Choisies, vol. 5, pág. 247 (París, 1991): “… nuestra actividad tiene que estar movida, motivada, por la conciencia, siempre despierta, de que los hombres, en sus pensamientos y sus obras no son libres sino que están tan ligados causalmente todos ellos como lo pueden estar los cuerpos celestes en sus movimientos…”.
[12] Hölderlin nacería unos años más tarde (1770, el mismo año que Beethoven), cuando Bach ya estaba muerto aunque su pensar, que explicitamos en una de sus elegías, El Pan y el Vino (1800), sea posterior y dentro ya de una evolución lógica; a pesar de esto, nos parece cercano al sentimiento y al concepto del mundo que se detecta en los textos que Bach usa en sus cantatas y pasiones —olvidando el inevitable desnivel poético entre ellos—; es ocioso señalar que debemos esta consideración sobre la poesía de Hölderlin al texto, ya tantas veces citado, de Heidegger, Hölderlin y la esencia de la poesía (h. 1937).
[13] Vid. Martínez Marzoa, Historia de la Filosofía, vol. I (Madrid, 1973, 1980, 2), pág. 29. Varias veces hemos incidido en estas ideas y en la cita de estos textos.
[14] Ordenación (casi) definitiva que, desde el punto de vista técnico, será sólo explicitar con más exactitud, si cabe, ciertos aspectos, que humanamente, para los antecesores de Bach y para él mismo, eran imposibles de concretar; Newton estuvo a su lado, digámoslo así, pero en muchos aspectos deberían haber sido Einstein o Planck quienes le acompañaran en su aventura como escritor de música.
[15] Citado por Dumont, J.-P., en Les Présocratiques (La Pléiade, París, 1988, pág. 527).
[16] Vid. el texto, varias veces citado, de Cuscó y Soler, Tiempo y Música, considerando la operación esencial de la conciencia y su mecánica particular en relación al operar de la intuición como receptora del objeto platónico.
[17] Pero al que no se puede acceder por la sola observación de las apariencias, los fenómenos… (dice Newton). El texto que citamos procede del Prefacio del editor (Rogerio Cotes) a la segunda edición de los Principios matemáticos de la Filosofía Natural de Isaac Newton (Cambridge, 1712; edición de Eloy Rada, Madrid, 1987, 1988, 2; pág. 118).