Los desafíos de la escritura laberíntica

Existen escritores que parecen reinventar el mundo. Son aquellos que sabemos motivados por obras de otros. Pero nos cuesta a veces encontrar sus referencias o fuentes, como si se hubieran privado de ellas. No es que renuncien a las citas o a revelar qué han leído, de dónde han partido. Es que se familiarizan tan estrechamente con las conquistas “ajenas”, que terminan haciéndolas suyas en un proceso de reinterpretación y posterior escritura. 

¿Convendría calificarlo de plagio? Más bien, estamos ante los inicios del cuerpo cultural que asocia porque reflexiona. Desde cualquier género que se atrevió, José Lezama Lima (1910-1976) es de los reinventores del mundo. No creo le fuera molesto declararse epígono de alguien. Es que le era innecesario a consecuencia de su oferta de sistema abierto: “Un sistema imán, alimentado con cualquier aterrizaje o aproximación”.[1]

Se encargaría Lezama de reconsiderar lo leído para armar su universo, donde —es sabido— la imagen era la constante después del acto creador con las palabras. La imagen atravesada por un saber repleto de referencias literarias y culturales encubiertas por el lenguaje en general. 

Para el autor de Paradiso, la razón generosa acogería siempre arriesgadas cuotas de clarividencia que expandiría sus horizontes de expectativas. Y ya sabemos cuánto se hace desde una mente y memoria privilegiadas que parecen darlo todo, cuando en realidad abren alguna que otra claraboya para que el lector se involucre, aportando en el espacio erigido por ambos. 

Un cuerpo cultural que asocia porque reflexiona.

En Lezama hay un saber con visos de academia. ¿Visos? En efecto. Él es tan singular que no puede ser académico. Son autodidactas su actitud y aptitud, preñadas de una lucidez intuitiva o de una intuición lúcida, harto prolífica y asombrosa. Lucidez e intuición principian con la escritura o, más bien con esa manera poliédrica suya al escribir sobre algo o alguien, aun si ya otros lo hubieran hecho antes. De ahí el impacto o el rechazo ante su escritura y su nombre, ante lo que se ha llamado noción de resistencia.

¿Cómo pudiera lo previo explicarse mejor? En sus ensayos, por ejemplo, un tema o un asunto irrumpe semejante a lo recién hallado que será al instante compartido. Pero, en rigor, lo primigenio en Lezama está en su lenguaje cual posibilidad de acercar y encantar. Sucede que, para el acontecimiento del hechizo, el lector debe —si de veras puede porque lo ha querido— ir reservando cuanto entiende. 

Pretender captar el todo de un cuerpo escritural es una utopía y, en el caso de Lezama, una locura sin remedio. No en balde, mientras algunos leen un texto (poema, ensayo, narrativa, conferencia, crítica de arte…) y necesitan refrescar, dejando que pase un día o más para continuar con el escrito siguiente; otros, al acercarse, flaquean porque siente la incapacidad de integración de la imagen que el texto debería ofrecer. 

Dice Julio Ortega: “Sería empobrecedor creer que esta obra es simplemente informe y disolutiva, pero sería excesivo pretender que la rige una programada coherencia”.[2] Y es que, buscar una unidad autónoma cual promesa inicial o argumento cerrado o concluyente, es en vano. Jamás lo prefijó un escritor dado, con frecuencia, a los vínculos entre lo imprevisto del intelecto, la memoria y la imaginación. 

Recuérdese cuando enlaza la sonrisa de los Negritos, de Juana Borrero, con la página arrancada del último diario de Martí hacia el final de su descomunal ensayo “Paralelos. La pintura y la poesía en Cuba (Siglos XVIII y XIX)”. 

Hay un saber con visos de academia. Es tan singular que no puede ser académico.

Búsquese en todo caso la unificación o cifra de lo que escribió hasta llegar a Paradiso. Es tal vez el modo oportuno de entrever una obra circular y recomponerse hasta en sistema. Aunque no se extrañe que él mismo declarara: “Nunca podría tenerlas todas con los sistemas, porque no ignoro que vendrán sin paliativos otros reversos y versiones y que sucederán nuevos envoltorios: sin reinventarse no hay extramuros”.[3]

Por lo general, es complicado puntualizar, no los caminos escogidos del escritor e intelectual, sino las influencias precisas. Pero Lezama las tenía y, de hecho, refiere algunas y dialoga con ellas en variados textos. No obstante, se encargó toda su vida de ser más fragmentario que fragmentado. Las piezas en la segunda condición (lo fragmentado) tienden a localizarse en seguida. Mas, las de lo primero se pierden, cuando no se olvidan adrede por quien las acoge. 

Vuélvase de continuo tal cual es: empresa titánica o faraónica, donde al investigador o lector ya habituado con la obra asimilada, no le queda de otra que olvidarse de las iniciaciones del sujeto y, por consiguiente, opta por quedarse con las consecuencias.

Así sucede con Lezama Lima, quien necesita —y necesitará— escritores-puentes, que son a un tiempo escritores-llaves. Ellos son los encargados de —por cuenta propia o porque les toca—, erigirse como una suerte de guías para relecturas. Pues a Lezama conviene, en principio, llegarle porque uno lo desea y no por imposición. 

Con el paso del tiempo, es que se impone entonces la mediación del escritor-puente/escritor-llave que —siendo un relector constante— te invita luego a la experiencia del redescubrimiento. El escritor-llave te abre una puerta, acaso más de una. Sin embargo, le enseña asimismo al lector, que tiene que ir solo después, por su voluntad, aunque sea poco a poco, para adentrarse en el mundo escritural e imaginativo de lo que, de alguna manera, ya le es familiar. 

Pretender captar el todo del cuerpo escritural de Lezama Lima es una locura sin remedio.

De dicha tenacidad intelectual para con los demás es Roberto Méndez, escritor-llave. Lo vuelve a confirmar con El tiempo dorado por el Nilo. Otra lectura de José Lezama Lima, libro que obtuvo el V Premio Internacional de Ensayo Mariano Picón Salas (2011), publicado por primera vez en Venezuela y que ahora ha sido acogido por la Editorial Capiro (2020) en la edición cubana.

Sin que una afecte a la otra, El tiempo dorado por el Nilo… pudiera leerse de dos maneras. 

Una primera consistiría en conocer de antemano todo o gran parte de lo escrito por Méndez sobre Lezama: artículos y ensayos independientes que integran volúmenes o son localizables en revistas literarias y páginas web. Por ejemplo, el prólogo por los cuarenta años de Paradiso (Letras Cubanas, 2006); “José Lezama Lima. Introducción a un sistema poético”, extenso texto que concibiera para su centenario; o sus palabras preliminares para la Valoración múltiple de José Lezama Lima (Casa de las Américas, 2010); “De las ciudades fabulosas a la imago. Lezama y la utopía poética” (Revolución y Cultura, no. 1, 2011); Paradiso. Confesiones y recepciones”, en el dosier que preparó para La Jiribilla(no. 783), escrito a propósito de los cincuenta años de Paradiso

Asimismo, están los textos pensados primero como conferencias: “La sonrisa acumulativa e indescifrable del cubano. José Lezama Lima y las artes plásticas”, que se localiza en el volumen José Lezama Lima en su centenario (Ediciones Boloña, 2016), entre otros. Ya, de hecho, apreciamos cuáles son, dentro de la obra lezamiana, las asociaciones que más lo comprometen, pues La dama y el escorpión (Editorial Oriente, 2000), libro que alcanzó el Premio José Antonio Portuondo (1999), contiene uno de los gérmenes (“Lezama: la plástica en el fundamento del sistema poético”) de lo que el investigador ha ido reforzando a modo de variaciones ensayísticas. 

Lezama se encargó toda su vida de ser más fragmentario que fragmentado.

La segunda manera es ir directo a la lectura del libro, sin que ello presuma olvidar u obviar los textos mencionados. Lo que sí cabe reconocer es que, si incluso Roberto Méndez hubiera prescindido de escribir El tiempo dorado…, sería, no obstante, uno de los máximos estudiosos y promotores de Lezama. 

En 2010, año del centenario del poeta de Enemigo rumor, se legitimó la importancia intelectual de Méndez y la deferencia de las instituciones y sellos editoriales para con su entrega exegética avalada. Que él no es solo entendido en Heredia, la Avellaneda y Plácido ha quedado más que claro. Lezama Lima y los demás miembros de Orígenes contribuyen a otros de sus desvelos. Conociendo de su perseverancia en la poesía, la narración y el ensayismo, no extraña su inconformidad intelectual. Una lectura distinta sobre Lezama tenía que emerger. 

No es un capricho su dedicación a la obra lezamiana. Es que, ante y sobre todo, para aplicarle lo que de Quevedo expresara María Zambrano, escritora de cabecera y seguimiento para él: “Ese valor que adquiere el instante en ciertos seres acuciados, por su propia pasión, almas nacidas o como hechas de fuego. Pura llama; puro desvelo”.[4] Aquí pudiéramos llegar al punto de entender uno de los motivos de su insomnio.

Ahora, ¿en qué asienta la diferencia de su lectura de Lezama? En primer lugar, en la iniciativa de lo que escoge y desarrolla en el plano temático. Por ejemplo, en el primer acápite (“Una invitación al desciframiento”), leemos: 

El resultado de su labor no fue solo un puñado de libros y algunas revistas que animó, sino, sobre todo, lo que llamó un “Sistema Poético” aunque hubiera podido titularlo un sistema filosófico desde la poesía: una explicación del mundo a partir del conocimiento poético, que permita el acceso del hombre íntegro a la trascendencia y sea la justificación, no solo de un individuo o grupo, sino de todo un país y una cultura ante la historia.

A Lezama conviene llegarle porque uno lo desea y no por imposición.

¿De dónde parte Lezama para esta teleología que deviene destino para su nación? ¿Hegel y Heidegger? Existen resonancias muy anteriores a la de los filósofos alemanes. Pero la cita evoca las relaciones entre poesía y filosofía que antes de María Zambrano ya ajustaba George Santayana en Tres poetas filósofos. A tal punto, que llega Santayana a preguntarse en su maravilloso ensayo sobre Lucrecio, Dante y Goethe, cruce concurrente entre conocimiento biográfico y análisis crítico: “¿Buscan los poetas, en el fondo, una filosofía? ¿O es la filosofía, en última instancia, solo poesía?”.[5]

Al contemplar el mundo y preguntarse sobre la posición del ser humano en aquel, el filósofo reflexiona acerca de todo lo que alcanza advertir en términos de orden y valor. Luego, cuando decide comunicar esta experiencia, sea de forma escrita u oral, apela a las imágenes, acaso encubiertas por los conceptos e ideas. 

No en balde el apoyo en lo poético en cuanto a creación de otro rigor para hacerse entender. Hay más de un momento en que filosofía y poesía se entronquen en el (re)descubrimiento del mundo. Mas ello puede entrañar un riesgo para el poeta que intenta ser filósofo, piensa Santayana: “La filosofía es algo razonado y riguroso; la poesía es algo alado, relampagueante, inspirado”.[6] Lezama estaba bien al tanto de la obra del hispano-estadounidense.

Méndez, para no levantar resquemores, ha dejado en claro que su libro:

Más que en el terreno de la literatura, estamos en el de la filosofía, la estética y hasta la teología. A través de poco más un centenar de páginas dialogamos, más que con los textos de Lezama, con su Sistema Poético, en busca de algo que no resulta demasiado simple: un modo provechoso de leerlo hoy día, que no quede en el terreno del culto “para iniciados” ni en la actitud tecnicista de los scholars. Un autor solo es importante si tiene algo que decirnos hoy, la certeza de ese “algo” es lo que nos anima a acumular estas páginas.

¿De dónde parte Lezama para esta teleología que deviene destino para su nación?

El conjunto nos presenta textos de rastreos y hallazgos, en que el autor interpreta y despliega análisis significativos. Ahora, son reconsideraciones que no se quedan en la obra, pues van al hombre para redefinirlo e intentar entender el retrato o la imagen posterior ya clásica de la figura pública para la posteridad. 

No es casual que ya se emplee aquí, una y otra vez por todo lo que denota y connota, las emancipaciones del prefijo re. Repetición o reiteración, en efecto, pero también resistencia y retrocesos atinados. “Volver a” sobre algo o alguien por decisión personal, e incluso por provocaciones cercanas, pudiera conceder sorpresas inesperadas. Movimiento y reposo. Movimiento para la recreación, reposo para aquilatar el desconcierto.

Otra cuestión a considerar es cómo puede un autor de varios géneros adentrarse en un orbe tan distinto al suyo y, sin embargo, avanzar sin el peso notado de los influjos. Se pensará acaso que, escribir mejor sobre un autor diferente a uno, supondría hacerlo desde el interior de su obra. O sea, más que para asimilarla, para reproducirla y, así, prolongarla. Lo sabe Méndez. Pues, ¿qué sentido tiene que el investigador y ensayista imite al que estudia, cual si fuera este quien escribiera sobre sí mismo? 

Por años, Méndez ha tenido a bien no incurrir en esa tentación de transcripción estilística condenada, en resumidas cuentas, al disfraz, la afrenta y ridiculez. No es negar la jerarquía de las influencias. Es que otro de los desafíos de quienes leen bien o atentos a Lezama y luego escriben acerca de su obra, es conseguir no un estilo, en principio, sino una voz liberada del notable autor. Si bien —digámoslo sin desasosiegos— Lezama está lejos de ser para todos. 

Seguirá llamando más la atención por nombre e historias relacionadas con él que por la lectura de su obra. Por eso se duda que ejerza una influencia demasiado notoria. Méndez lo sabe bien y así asume, desde su prosa limpia y elegante, de vigoroso empeño y logro narrativo, de erudición atractiva, en que el rigor del lenguaje no desmerece ni su amenidad ni el placer del contenido biográfico, razonado y calificador, el otro reto de citar al pie de la letra o parafrasear a Lezama sin que este lo domine.

Emancipaciones del prefijo ‘re’: repetición o reiteración, pero también resistencia y retrocesos.

Con excepción de una imagen en “Muerte de Narciso”‚ no recuerdo con exactitud las ideas de José Lezama Lima sobre el laberinto. Mas‚ con lo leído hasta ahora‚ se asocia cierta ambivalencia premeditada del escritor con respecto a su particular composición del término, como de toda la cultura. Lezama‚ que está lejos de ser corto de miras‚ se plantea el laberinto como imagen/metáfora de la vida.

Pero el laberinto representa siempre una inquietud‚ traducida en un estar(se) en movimiento que no pierde su estado cuando el andariego‚ víctima‚ se detiene a pensar hacia dónde puede ir o replantearse el porqué está al pie de la letra en un encierro transitorio o conclusivo. 

Pese al lugar desconcertante por agónico‚ la detención para reflexionar entraña, asimismo, otra noción del tránsito personal, pero desde la subjetividad. Es la fuerza de lo externo que le exige a la razón. Alcanzado —si se logra— el punto de los claros‚ el laberinto‚ que muestra las peripecias en abanico‚ revela a un tiempo su condición de prueba física y cerebral.

Al tener lo anterior presente‚ el lector pudiera preguntarse por qué Lezama era (es) dado a complicar más la existencia con el laberinto que personifica su escritura. 

Enemigo de lo elemental‚ propone un juego de identidad y reserva‚ sin la intención de ser biográfico o de reprimirse‚ aunque de esto último pudiera haber mucho: en su reserva‚ el escritor perspicaz‚ el de la ocurrencia despabilada y resonante‚ tienta al lector a jugar con el misterio relativo‚ a entender la oscuridad que de pronto ilumina‚ a propiciar cierta epifanía que puede deparar el laberinto‚ según lo ha comprendido en su momento la poeta española Esperanza López Parada.

Lezama está lejos de ser para todos.

Reconozcamos, además, estar frente a un escritor laberíntico muy consciente. El consejo de Rialta a su hijo: “Vive en el peligro de obtener lo más difícil”‚ que enseña Lezama con una mínima variación en su ensayo “Mitos y cansancio clásico” de La expresión americana‚ está pensado para toda su literatura. Concepción autoral y recepción ajena. Pues otra circunstancia de la escritura laberíntica es conectar con ella para penetrarla como conquista —apropiación y aprehensión—‚ una suerte de asimilar con prudencia.

Aquí prudencia se equipara en rigor a la memoria: la dificultad del laberinto no radica en el tropiezo‚ reincidente‚ con la desilusión‚ sino en la expectativa de hallar la salida. El laberinto excluye pérdidas de continuo. Experimentarlo lía una situación límite. No se niega. El aprendizaje responde a un antes y un después. Con posterioridad‚ fuera del sitio‚ es que merece la relación con la alegoría. El laberinto, in situ, implica entonces a la utopía con la memoria‚ breviario de la esperanza. 

Este es un volumen que no pretende descubrir el Mediterráneo. Sin embargo‚ derecho tiene su autor de nadar hasta sumergirse en un pensamiento que no es privativo de ningún investigador. Así como Martí le pertenece a quien pueda entenderlo‚ de tal modo sucede con Lezama Lima. Lo que Méndez tiene a bien ensayar, considerando lo historiográfico y antes lo biográfico, para así aunar al hombre con el creador. 

El resultado es un libro intenso de análisis crítico‚ donde se expone la pujanza de un clásico por sus evidentes y sugeridas posibilidades de supervivencia. Aunque no se llame a engaño quien escuche la voz de una escritura meritoria o de alguien demasiado satisfecho con sus logros. 

La dificultad del laberinto no radica en el tropiezo‚ reincidente‚ con la desilusión‚ sino en la expectativa de hallar la salida.

Es un hecho —siguiendo a Juan Manuel Alanza-Meñica—‚ que “al fin y al cabo un autor permanece vivo en la historia más que por lo que fue en sí mismo, por el significado que recibe de sus intérpretes‚ esto es‚ por su efecto histórico”.[7] Pero el efecto histórico de Lezama es de un cosmopolitismo exclusivo.

Entrar en el laberinto lezamiano‚ asimilar su poética sin usurparle los méritos en un intento fallido de imitación‚ es concebir varios caminos de entradas y salidas. No importa si surgen más preguntas que respuestas. Preguntar aquí es la consecuencia de un interés intelectual‚ la traba dichosa a la indiferencia. He ahora una imagen/guía más completa y necesaria sobre un autor histórico‚ desde hace tiempo mítico‚ pero también familiar.

Ha escrito con certeza Roberto Méndez:

Hay en la obra de Lezama una singularidad que viene a diferenciarlo del resto de los grandes poetas del siglo XX cubano: la creación de un Sistema Poético que no solo fundamenta y vertebra el conjunto de su escritura, sino que además se constituye en una filosofía general y en una muy específica visión de la historia y destino de la nación. Terco como el heráldico animal que preside su “Rapsodia para el mulo”, el escritor escruta el mundo, lo devora y ofrece a cambio una imagen anticonvencional y heterodoxa que resiste a cualquier clasificación académica.

En virtud de los pros y los contras que implica escribir sobre el defensor de La expresión americana, Méndez logra la armonía textual. Por su consentimiento, es que Lezama entra y sale de cada uno de los segmentos ensayísticos de El tiempo dorado por el Nilo…

Entonces, más que de reto o desafío, convengamos en admitir la pertinencia de un trato. Trato de apoyo recíproco y no de salvación por cuenta del otro. El ensayista más atendible será el que pueda concertar más presencias en un paisaje textual, donde se sepa quién ha trazado en verdad el camino: “Yo, que conozco sus mañas, lo dejo por un tiempo en un banco del Prado o en el puente levadizo del Castillo de la Real Fuerza, pero no dejo de buscarlo cuando oscurece”.

Que El tiempo dorado por el Nilo. Otra lectura de José Lezama Lima alcanzara el V Premio Internacional de Ensayo Mariano Picón Salas no nos extraña. Pero, sin discusión, expande todavía más al inclasificable José Lezama Lima, ya con admiradores y estudiosos por doquier. 

En cuanto a Roberto Méndez, dicho reconocimiento lo proyecta por encima de las fronteras nacionales para legitimar al gran escritor que es, de la estirpe del académico e historiador venezolano Mariano Picón Salas, pensador agudísimo, no por gusto uno de los más máximos exponentes del ensayismo hispanoamericano. 

Animoso para con su tiempo y el nuestro, pareciera que Picón Salas aún recomendara: “No nos basta el arte tan solo, porque aspiramos a compartir con otros la múltiple responsabilidad de haber vivido”. 

Eso hizo José Lezama Lima. Eso hace Roberto Méndez.




Notas:
[1] Félix Guerra: “Una ventana por abrir. Entrevista inédita con José Lezama Lima”, Revolución y Cultura, no. 1, enero-febrero, 2011, La Habana, p. 57.
[2] Julio Ortega: “El reino de la imagen”, en Roberto Méndez Martínez (ed.): José Lezama Lima: Valoración múltiple, Casa de las Américas, La Habana, 2010, p. 147.
[3] Félix Guerra: “Una ventana por abrir. Entrevista inédita con José Lezama Lima”, Revolución y Cultura, No. 1, enero-febrero, 2011, La Habana, p.57.
[4] María Zambrano: El nacimiento de la conciencia histórica. Conferencias en la Universidad del Aire, selección e Introducción de Daniel Céspedes Góngora, Editorial Primigenios, Estados Unidos, 2020, p. 59.
[5] George Santayana: Tres poetas filósofos. Lucrecio, Dante, Goethe, Editorial Losada, S.A, Buenos Aires, 1943, p. 17.
[6] Ibídem, p. 20.
[7] Emilio García Estébanez: El Renacimiento: Humanismo y sociedad‚ Editorial Cincel‚ S.A.‚ Colombia‚ 1987‚ p. 15.




© Imagen de portada: José Lezama Lima.




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Damaris Calderón, Dolan Mor y Antonio José Ponte

Legna Rodríguez Iglesias

Este dosier podría llamarse: “Los poetas cubanosrecomiendan”. Pero entonces sería traicionera con el tiempo perfecto de la poesía.