Los oficialistas, los revolucionarios y tú

Hay palabras que se emplean con frecuencia sin que uno se detenga a pensar en su significado, ni en el modo como ese significado va cambiando con el uso. Inmersos en un contexto cultural que no es inmóvil, aunque a veces lo parezca, decimos por costumbre esas palabras, ajenos a la gradual evolución de ciertas normas que son a la vez lingüísticas e ideológicas. 

Es verdad que, en este mundo nuestro, tan agitado y tan leve en su cotidianeidad, uno no puede andar todo el tiempo deconstruyendo discursos. Pero el uso irreflexivo de las palabras conduce a un empobrecimiento paulatino del lenguaje, y es también causa de un problema más grave: la inconsistencia del pensamiento. Esto es especialmente peligroso cuando esas palabras son pilares sobre los que se edifica el sistema de ideas que da cohesión a nuestra comunidad, a sus principios compartidos, sus regulaciones, debates públicos y aspiraciones.

Así, el empobrecimiento del lenguaje, que es hijo de la inercia mental y de la exposición sistemática a un uso aberrante de esas palabras esenciales, trae consigo la degradación de las normas y con ello, además, la indefensión de las personas ante tergiversaciones y patrañas de toda índole. Por eso, el avasallamiento de un pueblo tiene siempre un componente cultural que lo induce a someterse y que pasa por la aceptación acrítica de ciertas ideas, es decir, de ciertos significados que se endilgan a esas palabras.

Entre esas palabras hay dos de especial relevancia; dos palabras que es imprescindible analizar para orientarnos en medio de esta crisis que atraviesa hoy las relaciones entre los artistas e intelectuales, las instituciones estatales de cultura, y el resto de nuestra sociedad.

Esas palabras son “oficialista” y “revolucionario”. Hay una carga tal de implicaciones en su uso, y en su abuso, que conviene mirar con atención más allá de lo que el sentido común suele ver; y eso, porque el sentido común tiende a obnubilarse, intoxicado en la repetición de consignas que vacían o redefinen interesadamente los términos del discurso político. Sobre todo, cuando se vive en un contexto cultural polarizado por ideologías que penetran hasta los aspectos más triviales de la vida.

Hace ya algunos años, en la clausura del VIII Congreso de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, el entonces vicepresidente de los Consejos de Estado y de Ministros, el señor Miguel Mario Díaz-Canel Bermúdez, dijo una frase que llamó mi atención: “La vanguardia artística debe defender nuestras verdades sin actitudes vergonzantes ni temor a ser acusados de ‘oficialistas’” (“Defender nuestro socialismo y su perfeccionamiento como única alternativa para salvar la cultura”, en Juventud Rebelde, La Habana, 13 de abril de 2014). 

Pensé en el pronombre “nuestras” en contraste con el pronombre “sus”, y en el efecto que esos pronombres posesivos podían ejercer sobre el sustantivo al que calificaban, el sustantivo “verdades”. 

Pensé en lo empecinadas que suelen ser ciertas defensas y en lo metafísicas que son ciertas verdades, y pensé —fue inevitable— en la guerra cultural, en el empleo del arte y la cultura, es decir, de la belleza y las ideas, como armas, como instrumentos para destruir a un enemigo. 

Pensé en esa tendencia tan habitual entre los políticos a justificar los medios que emplean con la altura de su fin, y temí por la integridad de las verdades en el ajetreo de la contienda.

Por aquellos días del año 2014 muchos elogiaron el discurso de Díaz-Canel, y hubo quien llegó a compararlo con aquel de Fidel Castro en 1961 que se ha dado en llamar Palabras a los intelectuales. No acostumbro a leer con candidez las alocuciones que los políticos dirigen a los artistas, especialmente cuando se atreven a decir lo que esos artistas deben o no hacer con su arte. Por eso seguí reflexionando acerca de la frase “defender nuestras verdades”, y preguntándome cómo es posible que alguien asuma una actitud vergonzante cuando defiende su verdad. 

¿Qué vergüenza, qué menoscabo al honor propio puede haber en que uno defienda lo que cree correcto, incluso si se equivoca? Lo único que pudiera objetársele es que se negara a admitir su error, si este se le mostrara con argumentos suficientes; aunque en tal caso su actitud sería lamentable, no vergonzosa, porque la inteligencia humana tiene límites.

Pero entonces pensé en la palabra “oficialistas”, pensé en la “verdad” de los oficialistas, y en el ya antiguo problema de la honestidad intelectual, que es, en el fondo, el problema de aquellos dos pronombres posesivos gravitando sobre “la verdad” con toda su carga de intereses, peligros y presiones. Un problema antiguo y eternamente actualizado. Pensé en la simulación y en la vergüenza implícita en fingir para agradar a otros.

Según se entiende comúnmente, un oficialista es aquel que asume como propias las doctrinas de los gobernantes. Hay una diferencia sutil entre “asumir como propio” un conjunto de ideas y “coincidir”. En el segundo caso, uno tiene sus criterios definidos; los sostiene desde antes de que esas personas llegaran al gobierno y aún los sostendrá cuando otros gobernantes vengan a ocupar su lugar. 

En el primero, por el contrario, uno va actualizando sus criterios a medida que cambian los gobiernos para estar en sintonía con ellos; lo que nos coloca ante la duda de cuán suyas son en realidad las doctrinas que esa persona defiende.

Pero hay todavía una sutil diferencia entre “asumir como propio” un conjunto de ideas por conveniencia o asumirlo por ingenuidad. Puesto que hay, sin duda, gentes que no confían en su propia capacidad intelectual y se dejan imbuir, casi por ósmosis, de las ideas dominantes en su entorno. En tales casos, creo, el término “oficialista” no sería adecuado para describirlos: son demasiado simples —demasiado lábiles quizás— para que podamos atribuirles con justicia un pensamiento. De modo que un oficialista es quien asume como propias, por conveniencia, las doctrinas de los gobernantes. Por conveniencia, es decir, sin verdadera convicción y sin honestidad.

Se trata pues de un modus vivendi, de una artimaña para obtener ciertas ventajas y, lógicamente, suele ser más común en países donde los gobiernos se hacen largos o donde una ideología ha logrado establecerse a través de una sucesión de gobiernos afines, gobiernos que piden a las personas “defender nuestras verdades”. En esas circunstancias —como disentir de la verdad oficial conlleva un riesgo y, no obstante, hay razones para disentir— puede darse un caso singular y patológico de oficialismo, un caso en el que las personas logran convencerse a sí mismas de que su elección por conveniencia ha sido en realidad sincera. Esas personas tienden a hacer una defensa compulsiva de “sus” verdades, muestran una intransigencia injustificada, sospechosa, y hacen un uso más bien torpe de los argumentos, que se cierran en extraños solipsismos, dejando fuera del análisis cuanta zona de su experiencia vital ponga en crisis el dogma a que se adscriben. Para ellos, por ejemplo, un ser humano puede ser un gusano, una alimaña abyecta que merece el exterminio físico o psicológico, sin que esa idea contradiga el profundo amor que sienten hacia la humanidad. 

Pero esos son, ya lo he dicho, casos patológicos, síntomas que se manifiestan en momentos puntuales, breves instantes de paroxismo en un comportamiento que, por lo común, se nos muestra razonable. El típico oficialista no actúa así. Finge y sabe que lo hace sin sufrir conflictos éticos: su propósito es vivir mejor, y evitar en lo posible todo exceso en su simulacro.

Contrario a lo que cualquiera creería, los gobernantes no son oficialistas: son pragmáticos. Sus discursos pueden exhibir una flexibilidad y una capacidad de adaptación impresionantes cuando las circunstancias lo reclaman. Por eso, no hay mejor ocasión para detectar a un oficialista que cuando se producen esos puntos de giro en el discurso oficial. 

Si hasta ayer afirmaba convencido que el cielo era verde, porque así lo decretaba la doctrina, hoy puede insistir con igual certeza, si eso han dicho quienes gobiernan, que es azul. Si ayer los unicornios eran un mito que la cultura burguesa intentaba vendernos para corromper la pureza de nuestra juventud, hoy pueden ser las criaturas más sublimes del universo; todo depende de lo que diga el Gobierno. 

Para los oficialistas, a la verdad no se llega por la experiencia y el ejercicio de la razón; se llega por edicto. Puede que incluso en privado reconozcan: “Yo pienso igual que tú”, pero no esperes nunca que por defender sus verdades contradigan a la autoridad. Porque su único propósito es ascender en la pirámide defendiendo como propias las verdades que emanan de la cumbre: “nuestras” verdades.

Eso es lo que significa la palabra “oficialista”.

La palabra “revolucionario”, al menos en su origen, posee un significado opuesto a este. La ética que guía la conducta de una persona revolucionaria, la convicción en la justeza de sus verdades —erradas o no—, y la disposición a enfrentar cualquier obstáculo en su propósito de transformar la realidad, son incompatibles con el egoísmo hipócrita del oficialista. 

El revolucionario es por naturaleza disidente: es crítico, radical, inquisitivo, subversivo, inconforme. Así lo describió Fidel Castro en aquel discurso de 1961:

“Ser revolucionario es también una actitud ante la realidad existente, y hay hombres que se resignan a esa realidad, hay hombres que se adaptan a esa realidad, y hay hombres que no se pueden resignar ni adaptar a esa realidad y tratan de cambiarla, por eso son revolucionarios” (“Palabras a los intelectuales”, Política cultural de la Revolución Cubana, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1977, p. 13).

Ser revolucionario en este sentido no es fácil. Aunque quien lo intenta siempre adquiere un halo heroico ante la mirada romántica de la mayoría, lo cierto es que para serlo no basta con la voluntad de transformar la realidad. Se requiere además valor, inteligencia y un sentido excepcional de la justicia para enfrentar la actitud conservadora natural de las personas y reunirlas en torno a un proyecto que ha de ser no solo deseable, sino también realizable. Por eso, entre quienes sueñan con la idea de ser revolucionarios, pocos en verdad están a la altura de ese reto, y aún menos se atreven a encarnarla hasta las últimas consecuencias.

Pero la palabra “revolucionario” posee también otro significado, uno que fue adquiriendo gradualmente en el contexto sociocultural cubano después del triunfo de 1959: revolucionario es aquel que apoya a la Revolución, es decir, al Estado y al Gobierno. Este leve cambio en el significado de una palabra tiene en la práctica, sin embargo, enormes implicaciones y nos obliga a plantearnos una pregunta difícil: ¿en qué medida son equiparables la Revolución, el Estado y el Gobierno?

Los numerosos cambios —algunos bastante drásticos— en las políticas de los sucesivos gobiernos, en la estructura y las leyes del Estado, en la ideología oficial; junto a los cambios en los modos de vida y las aspiraciones de la sociedad, y en su relación con esa otra parte del pueblo —arraigada en contextos socioculturales distintos, con valores e intereses que no se avienen fácilmente a las ideas que el Estado juzga válidas— que son las comunidades de emigrados; la complejidad, en fin, de un devenir colectivo que a lo largo de más de seis décadas ha sufrido ajustes y reajustes gigantescos, nos obligan también a pensar en aquel significado primero de la palabra “revolucionario”, en el carácter crítico e inconforme, pero a la vez basado en firmes valores de honestidad, de sacrificio individual en pos de la justicia y el bien común, y el espíritu transformador que ha de tener por fuerza una persona revolucionaria: ¿cómo es posible sostener durante décadas esa actitud desde el Gobierno, y cómo es posible sostenerla frente a un Gobierno que es —o fue, o dice ser— revolucionario?

El segundo significado de la palabra “revolucionario” supone que existe un gobierno del pueblo y para el pueblo, que se ha logrado construir una democracia real, que hay un vínculo fuerte entre gobernantes y gobernados, que los funcionarios proceden con una transparencia y una incorruptibilidad absolutas, y que garantizan con su actuación el cumplimiento de la voluntad popular. 

Si esto no ocurre —y ya sabemos cuán difícil es lograr que ocurra—, entonces el segundo significado de la palabra “revolucionario” termina por negar al primero y suplantarlo. Entonces los revolucionarios empiezan a ser los que corean con más fuerza las consignas oficiales, los que aplauden felices en las plazas, los que agradecen a los líderes cada derecho conquistado —como si tuviésemos que agradecer y no ejercitar esos derechos—, los que acatan y justifican sin vacilación cada medida que el Gobierno toma; porque vacilar es ya una falta, porque cualquier duda, cualquier titubeo puede ser una señal de que no se es “un verdadero revolucionario”; porque debatir, analizar, y más aún, impugnar una disposición de “la Revolución”, es inadmisible: es un repugnante acto de traición “contrarrevolucionaria”.

Es en ese momento en que “revolucionario” comienza a ser sinónimo de “oficialista”, porque las verdades del Gobierno han dejado de ser las del pueblo y el sentido ético de las transformaciones sociales dio paso a una nueva moral basada en la simulación y el oportunismo. Y es en ese momento cuando los revolucionarios, que son —como sabemos— críticos, inquisitivos e inconformes por naturaleza, se convierten en un peligro potencial para el Gobierno.

Por eso los artistas, los intelectuales, y especialmente los jóvenes, que son por lo general más propensos a actitudes levantiscas, empiezan a recibir del Gobierno una atención diferenciada. Por eso los funcionarios asisten a sus encuentros no para escuchar, sino para decirles qué verdades deben defender. A través de muy diversas vías se intenta domesticar su ímpetu, poner bridas a su espíritu, limitar el alcance de sus cuestionamientos, posponer tanto como sea posible la hora en que esos revolucionarios en potencia descubran la impostura de los oficialistas. 

Infinitos velos se tejen en torno a la verdad, pero hay verdades que son claras y accesibles cuando uno las quiere encontrar. Nadie debe venir a decirte cuáles son esas verdades, y menos aún pedirte que defiendas las suyas. Para saber, solo tienes que observar a la gente en las calles, a los altos funcionarios en sus comparecencias públicas, y preguntarte a ti mismo.




Fidel Castro

Homenaje deconstructivo al Congreso Nacional de Educación y Cultura

Hamlet Fernández

Un 23 de abril histórico: para celebrar los 50 años de este acontecimiento, merece la pena poner sobre la mesa del examen crítico los constructos ideológicos y seudoteóricos de la época, que vibran como consignasen la Declaración sobre “La actividad cultural” del Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura.