“Ese misterio que nos acompaña”, así describía José Lezama Lima a José Martí (1853-1895). Un misterio poseído por la manía de la interpretación. De ahí que Martí haya sido “el santo de América” para el teósofo Luis Rodríguez-Embil; o el precursor del Partido Comunista, según Blas Roca; o un “fenómeno, milagro u hombre” para Fulgencio Batista; o el “autor intelectual del asalto al Cuartel Moncada” para Fidel Castro; y hasta marxista-leninista para Roberto Fernández Retamar. Por lo que el “Apóstol de Cuba” bien podría ser la efigie suprema que corona el árbol navideño de nuestras fiestas ideológicas.
Todos los nacionalismos cubanos han echado mano de la figura de Martí como el símbolo que patenta una visión definitiva de la historia. Su prédica fue el sueño de un país que nunca existió y que quedó truncado con su muerte, ya que su país no nació de la legislación pragmática, sino de la evocación poética. Un hombre que, al yuxtaponerse sobre el país geográfico, genera una especie de reverso filosófico: un país mental. País que recuerda aquella república ideal de Platón dirigida por la intelligentsia filosófica; lugar destinado ineluctablemente a los predios de la utopía a consecuencia del desencanto histórico.
“En alguna medida, Cuba es un país en torno a un hombre”, escribió Carlos Alberto Montaner para referirse al autor de los Versos sencillos. Ciertamente, Martí aspiraba a un país con rasgos epónimos, no por una pulsión caudillista, sino más bien por una eticidad ascética. Era muy consciente de que un pueblo no se funda como se dirige un ejército. Pero, ¿era consciente de que un pueblo tampoco se funda solo con la materia etérea del espíritu? Esa regla de generalidad es la que hace a su pensamiento, paradójicamente, enaltecedor a la par que maleable.
II
Martí es resultado del patriciado blanco y criollo que dio origen a los primeros mitos de la nacionalidad cubana. En él está el civismo del padre Félix Varela, los filtros filosóficos-pedagógicos e idealistas de José de la Luz y Caballero, y el drama del fervor patriótico del desterrado de José María Heredia, que él también padeció. Pasar el mayor tiempo de su vida en el exilio, escribir sobre Cuba en la distancia, fue un modo de mitificar esa ausencia con un rosario de símbolos.
Llevaba un anillo de hierro —regalo de su madre— hecho de un eslabón de la cadena que arrastró en el presidio, con la palabra “Cuba” en oro; un recordatorio perenne junto a su hernia testicular, producto también de aquella experiencia, del martirio como camino expedito de su práctica política. Actitud que levantaba suspicacia y también pasión. Para algunos era melodrama; para otros, sacrificio.
Para el adorador de mitos y misterios encarnados en la palabra, Jorge Luis Borges, Martí era una “superstición antillana”. Cabe aquí más que un celo literario, un deseo de desinflar ese mesianismo caribeño que Martí promulgaba con las revoluciones antillanas que, según él, “fijarán el equilibrio del mundo”. Mesianismo que dio pie al extravagante libro Diálogo con el destino, de 1953, donde su autor, el endocrinólogo don Gustavo Pittaluga, hacía figurar a Cuba como el centro espiritual de una futura integración continental.
Noción geopolítica que es antigua y que establece que las islas sufren un irresistible deseo de dominar el continente vecino; basta leer la historia de Japón e Inglaterra o pensar en la “exportación de la revolución castrista” para comprobarlo. Para una nación que aspira a altas transfiguraciones en su Sinaí histórico, si no tiene un mesías, tiene que crear su sustituto: “Y no hay más que un modo de ver llegar al Mesías, y es esculpirlo con las propias manos”.
III
En las cercanías de Ocala, Estados Unidos, a finales del siglo XIX, un grupo de cubanos crearon un pueblo llamado Martí City. Un Martí-pueblo, una Martí-ciudad, un Martí-país, en fin, una Martí-totalidad que fija la autorrealización de una nación que escoge siempre el mismo camino para llegar a distintos lados de la frustración.
No por gusto, en esta génesis perpetua de una noción teleológica donde un país construye su identidad pasando circularmente por un mismo pensamiento hasta volverlo trillado, es que el críptico Lezama llega a comparar a Martí con Osiris, dios egipcio de los muertos, a quien se le considera: el muerto entre los vivos y el vivo entre los muertos.
IV
Donde los demás veían tiempo, Martí veía palabras. Los objetos se le revelaban en la medida en que los podía traducir en letras, en imágenes, en metáforas; matriz de sublimación recurrente. En esa misma línea de traducción, el sufrimiento intertextual donde el texto lo atraviesa todo y que recuerda aquella máxima latina verba, non res, figura su vida como el recorrido literario afectado por lo político que tiene que transmutar en sufrimiento mesiánico: “para mí ya es hora”.
El texto, el verbo, la oratoria eran su materia prima, la arcilla para modelar su país ideal, que ante todo tendría que ser un país de palabras. Eso le quedó bien claro aquella fría noche neoyorkina en el Steck Hall, donde dio su primer discurso en Estados Unidos frente a una multitud heterogénea y escéptica respecto a la palabra y que se emocionó de forma conjunta.
Su prosa poderosa, excesiva para algunos —como el caso del Juan Marinello anterior al triunfo revolucionario—, a la par que conceptualiza su visión de mundo con la elocuencia que algunos han llegado a comparar con la de Francisco de Quevedo, también se eleva con la levedad de una nube que desatiende una realidad urgida de soluciones inmediatas. Belleza que observa la guerra desde las nubes.
V
Martí no se preservó. Cayó sobre la muerte con la voracidad de quien cierra un ciclo vital, pero un pequeño error de interpretación puede causar un desastre en el devenir, un efecto mariposa en la historia. La dicotomía mal manejada de poeta-político no lo previno de sufrir una gran paradoja: morir precipitadamente como recurso poético fue la ruina del país que nunca existió.
¿Arrebato de virilidad o suicidio? Tema tabú en la historiografía cubana. Lo cierto es que sobre Martí pendía el complejo de su nulo historial bélico, agravado por la polémica epistolar sostenida, en 1892, con Enrique Collazo.
Lanzarse en un caballo blanco, vistiendo una chaqueta negra, sobre una línea de infantería apostada que parecía más un pelotón de fusilamiento, no parece aclarar el hecho. De nada valió que el jovencito que lo acompañara en su única escaramuza bélica se llamara Ángel de la Guardia. “Sé desaparecer”, le escribía a Manuel Mercado en carta inconclusa.
VI
Martí, convertido en verbo de Estado, es obligación, recitación, aprendizaje mecánico de un mantra, miasma ideológica. Una trinchera de humo para guerras virtuales.
Sería necesario cremar a Martí y verterlo allí donde sea más útil, como esas tribus nómadas que confiaban sus muertos al aire, a las estrellas, al océano, al silencio. Sería necesario que Martí descansara de Martí. Toda tautología es mortificante. Un mito se ceba con interpretaciones y con palabras que al final, bien o mal entendidas, como para el dios hebreo, son las que crean al mundo.
El año nuevo
¿Para qué ha de servir este año nuevo, para acorralar más a los cubanos en su propia tierra, para debilitarles más el ánimo con la desconfianza de sí propios, para tirar unas cuantas piedras doradas y pulidas, como protesta única, a la cara de bronce del opresor?