Hombre negro, Cuba roja

After three years in Communist Cuba, 
I am convinced that a ‘Negro’ Communist is an absurdity
and a black Communist is an impossibility.
John Clytus

No sé qué significa el epígrafe que inaugura este ensayo. Solo sé que no pude evitar la cita, extraída directamente del último párrafo de Black Man in Red Cuba, el libro de John Clytus (escrito junto a Jane Rieker) publicado por la Universidad de Miami en 1970 y un año después traducido al español por la editorial mexicana Diana, con el título de Mi vida en Cuba roja.

Diríase que fue ayer… Pero hace ya medio siglo. 

Se trata, pues, no de un testimonio, sino de arqueología. 

Un negro en la Cuba roja: las memorias en vivo y en directo de un afronorteamericano sobre la Revolución Cubana, ese proceso social que, leído hoy a ras del año 2020, es como si nunca hubiera existido. Aunque todavía esté ahí, como un fósil patiseco, flotando en el ámbar amargo de la fidelidad fascista y la idiotez ideológica. 

Tal vez, precisamente por eso: por no haber sabido suicidarse a tiempo, la Revolución Cubana está ahora condenada a la ira de la irrealidad, a una existencia ineludible pero innecesaria que la fuerza a una soledad sin salida. Igualitarismo antediluviano, anacrónico.

El negro John Clytus estuvo en la Cuba roja entre los ancestrales años de 1964 y 1967. Allí fue de todo un poco, a la usanza de un buen actor mitad hollywoodense y mitad revolucionario: buscón, pícaro, polizón. También, como quien no quiere la cosa, traductor anglófono para los periódicos Granma (por entonces recién fundado, en 1965) y Granma Internacional. Es decir, contratado para contribuir al genocidio cultural con que el castrismo sometió al pueblo cubano. 

Y lo hizo, en principio, sin demasiado cargo de conciencia por su labor de manipulación, para colmo a sueldo de un gobierno que era enemigo a muerte de su propia patria: sus odiados Estados Unidos de Blancoamérica.

La estancia en Cuba del treintañero John Clytus ocurrió a contrapelo de los consejos que le dio con antelación otro “negro de Texas que había conocido en Veracruz”:

―Si yo fuera tú, no iría allí ―le dijo su amigo―: Castro te coge el dinero y no te deja salir.

Clytus mismo lo reconoce desde el inicio del libro, con un coraje a contracorriente que no es común a la hora de poner en crisis los dogmas de izquierda: él formaba parte integral de “esa esfera de confusión del tipo Negro-black-Afro-American-de color-revolucionario que reclama los cuerpos y las mentes de millones de personas negras y de color hoy, en 1970, en los Estados Unidos de América”. 

Él era, pues, un soldado confeso y dispuesto a usar los medios violentos que fueran necesarios para la emancipación inmediata de la negritud planetaria. Un fanático (y, a la postre, una víctima) de la descolonización.

Tan pronto como desembarcó en la Isla de Cuba, paradójicamente, a John Clytus lo arrestaron. Al parecer, ya el país tenía suficientes aventureros a bordo. Inmigración lo encarcela junto “a varios haitianos y un dominicano”, según el autor, “todos negros, a la espera de su deportación” y sin el menor derecho a reclamar nada. “Debí de haber sospechado desde entonces”, reflexiona a posteriori en su libro.

Pero, en definitiva, él correría mejor suerte que los caribeños, gracias a su pasaporte y a su piel política, pues para la Cuba de Castro un negro norteamericano siempre ha sido más rentable que un pozo de petróleo: se trata de alguien reclutable como kamikaze voluntario, un resentido de clase que, en venganza por el trauma de la esclavitud, lo mismo deviene espía que sicario de La Habana. Ese es el racismo inverso al que apostó con tanto éxito el militariado blanco de la Revolución.

De manera que no deportaron a Clytus, por el momento, sino que le dieron un papelito que le serviría como carnet de identidad, para cuando lo parase la policía en la calle, dado su color. Como resultado: “a los dos días, fui liberado y salí a las calles de La Habana con 18 pesos cubanos en el bolsillo, todavía decidido a abandonar para siempre el capitalismo de los Estados Unidos”.

Por cierto, Clytus ya había visitado Cuba en 1958. Al igual que entonces, en 1964 tampoco contaba con un sitio decente para quedarse. Y, con tal de no dormir en los parques, terminó, entre mechones de “pelo” y “pasa”, tirado en el piso de la barbería donde trabajaba un conocido, el que le traía comida gratis para que sobreviviese mientras vendía a sobreprecio en el mercado negro los relojes que Clytus había comprado en México como baratijas.

En boca de cubanos negros, muy pronto se topó John Clytus con el argumento de que no hay discriminación racial en Cuba. O, llegado el caso, con la tesis de barrio de que se trata “solamente de discriminación económica”, según se tuviera o no dinero. “Con el tiempo”, nos confiesa, “aprendí que en una revolución, a menudo, para sobrevivir, no solo se sostienen muchos puntos de vista contradictorios, sino que las convicciones se mandan de vacaciones”.


Entre buscar trabajo y “salir echando”

Nuestro afronorteamericano hizo el ridículo de ponerse a buscar empleo en La Habana, tal como estaba acostumbrado a hacerlo de freelance en sus “bad olʼ United States”. Obviamente, ignoraba que en el socialismo los obreros no buscan trabajo por sí mismos, sino en calidad de rehenes del Ministerio de Trabajo. Y hasta allá se fue. Y desde allí, entre risitas, lo despacharon directo para el ICAP, el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, que es el órgano estatal que entrena a los extranjeros como agentes secretos cubanos, de influencia o de inteligencia (su nombre debería ser: Instituto Cubano de Armar a los Pueblos).

Pero es en el MINREX donde alguien se compadece y le explica que debe hacerse residente en Cuba para poder conseguir un trabajo. Clytus se maravilla, con magnífica ironía: “ciertamente fue un alivio saber, por fin, de qué modo tan bello estaba todo organizado, cuán completamente libre de burocracia puede llegar a ser el sistema comunista”. 

En medio de su insolvencia, al punto de la indigencia, casi termina yéndose a Ghana a “luchar con las armas en contra de los racistas”, pero en la embajada ghanesa de La Habana tampoco le hacen el menor caso, por no tener las referencias requeridas y… ¡ni siquiera un título universitario! Por lo demás, los diplomáticos le aseguraron que “ya había suficientes negros en África para lidiar con los racistas”.

Entonces, tratando de conseguir una palanca de élite a su favor, John Clytus se pone en contacto con el más prominente de los afronorteamericanos exiliados en Cuba: Robert Williams, el autor del clásico Negros con pistolas (1962), quien incluso hacía transmisiones subversivas desde la Isla hacia los Estados Unidos, en una suerte de Radio Raíces que se anticipó dos décadas a Radio Martí. Pero lo primero que le soltó por teléfono Mr. Williams a Mr. Clytus fue: 

―¿Y cómo yo sé que tú no eres un espía?

Una preguntica que luego uno de los cancerberos del “gran Bob” le explicó en mayor detalle al recién llegado a la Revolución racial:

―Si resultas ser un espía, tendré que matarte.

Su primer empleo gracias al tráfico de influencias fue como profesor de inglés en el Ministerio de Comercio Exterior. Entre 70 estudiantes repartidos en dos aulas, Clytus cuenta solo a 6 negros. Puesto a sacar estadísticas para calmarse, lo cierto es que todas las posiciones de poder a su alrededor le parecen ocupadas por blancos. Y mirando revistas, periódicos y portadas de libros, se aterra y se indigna de que todos sean blancos en la Cuba de Castro. 

Consigna en su libro que los titulares de la prensa cubana de la época pintaban al negro norteamericano como un ser “a merced del Ku Klux Klan, la policía y sus perros, o como almas analfabetas golpeadas por la pobreza, que suplican ser alimentadas, empleadas y educadas por los blancos”. Y, a nivel carnal: “de día y de noche, caminando por las calles o sentados en los parques, vi constantemente a negras cubanas paseando con cubanos blancos, pero no a cubanas blancas con cubanos negros”.

Todo ese cuadro monocromático se le antoja cuando menos “insultante” y muy similar a la segregación de los Estados Unidos, donde al menos él pudo gritar “al diablo con todo” y “salir echando”. Para mayor desgracia, Clytus pronto cae en la cuenta de que, “en la Cuba comunista, quien decía al diablo con todo y salía echando, no solo era considerado improductivo, sino también contrario a la Revolución”. 

De ahí que, sentado una noche en el muro del malecón, mientras zarpa un barco ruso con mercancía local y él se empeña en contar cuántos negros y cuántos blancos le pasan por delante, Clytus concluya que prefiere estar “hambriento, cansado y partido de sueño” en su propio país, antes que disfrutar de un apartheid igualitario con “cama, comida y confort en Cuba”, porque “la comida, la ropa, y un techo no son sustitutos de la libertad de moverse cuando uno siente la urgencia de hacerlo”. 


El negro en el rojo del Granma

A pesar de todo, John Clytus, víctima de la propaganda que ve por doquier, en un rapto de solidaridad se alista para ir a cortar caña por 60 días en la zafra azucarera de Pinar del Río, confiando en que “los campos de algodón de Oklahoma eran mi mejor currículo” para enfrentar tan dura labor. 

Una línea después, Clytus nos anuncia de antemano que su confiado criterio resultaría otro craso error: Oklahoma le quedaba chiquita a la dulce gramínea cubana.

En efecto, en la provincia ex-Cenicienta de Cuba, lo ponen a cantar La Internacional en los surcos, bajo la luna de las jornadas extras, entre “individuos de patria o muerte que cortan caña como si estuvieran matando a un enemigo de la Revolución”, en un clima de emulación a la cañona donde enfermarse era sinónimo de simulación: Clytus presencia la casi muerte por hemorragia intestinal de un machetero que no quería sufrir el “estigma” de hacer público un malestar corporal.

De vuelta a La Habana, su salario como profesor de inglés en los ministerios, enseñando una hora al día durante los cinco días de la semana, es de 85 pesos mensuales. Y si trabaja el doble de tiempo, se lo suben hasta el tope de 145; nunca al doble, pues “la Revolución no quería hacerme rico”. 

Luego, como buen luchador, Clytus se enrola en un segundo trabajo en la Universidad, donde le pagan otros 200 pesos mensuales por seis horas adicionales al día, pero aún no el salario completo que le correspondería a un profesional, ya que el fugitivo del capitalismo carece de título que lo acredite como angloparlante (el término Ebonics no se iba a inventar hasta 1973, para sustituir las connotaciones negativas del Non-Standard Negro English).

Las aulas se le repletaban con entre 45 y 60 estudiantes, pero igual era un “99% de blancos”, a los que Clytus clasifica, por su simple apariencia, como “gente anti-negros”. En este punto no debe sorprendernos que su racismo inverso lo haga renunciar a ese segundo puesto de trabajo apenas rebasado el primer mes. En la Universidad, los blancos bien pueden aprender inglés por sí mismos.

De hecho, en La Habana a John Clytus lo acusan en público de “racista” cada vez que se niega en las guaguas a “convertirse en un instant caballero y darle el asiento a las mujeres”. No parece entender nada de lo que sucede su alrededor, en Cuba, pero sí entiende la guerra invisible de razas a lo largo de los siglos. De esa guerra se da cuenta él y solo él, y solo para salir a la postre como su peor perdedor.

Cuando por fin consigue su empleo de traductor en Granma, arriba al honorario de 300 pesos al mes por seis horas al día, de lunes a viernes. Por entonces en el periódico los dos temas rutilantes, que a él le parecen el mismo teque de cada día, son glorificar “la guerra de Vietnam” y magnificar “los disturbios raciales en los Estados Unidos”. 

Hasta un tipo duro como John Clytus encuentra entre las rotativas castristas cierta veta de comediante. Por ejemplo: si durante el más insignificante “atraco de revolucionarios negros a una tienda de whisky, un policía blanco golpeaba con su bastón a un revolucionario en la cabeza, esto devenía en una masacre de los negros pobres, indefensos, analfabetos”. De ahí que los cubanos tuviesen “una visión negativa de los negros que vivían en un país donde, según el único periódico cubano, todo era negativo”. 

Un colega del periódico rojo se lo resume más clarito que el agua, en plena cara, al negro John Clytus:

―El negro norteamericano le tiene miedo a luchar.

Punto y aparte.

En la misma cuerda, según Clytus, en Granma “cada artículo que los cubanos leían sobre los Estados Unidos les aseguraba que las huelgas laborales de gente hambrienta ponían de rodillas a los industriales capitalistas, y estaban ya a punto de acabar con el capitalismo”. Además, “todos los hombres de negocios y políticos eran unos gánsteres”, “los maníacos asolaban las calles disparando a familias enteras” y, por supuesto, “los refugiados cubanos solo podían trapear pisos, lavar platos y vender drogas”. 

En general: “los mafiosos que dirigían el gobierno de los Estados Unidos no hacían otra cosa que perseguir a los miles de abogados, médicos, maestros y estudiantes que protestaban contra la guerra en Vietnam”. Y en conclusión: “de la portada a la última plana de Granma, la mirada de los cubanos solo consumía muerte, denuncias, y destrucción”. 

En una utopía donde todo aparentaba ser voluntario y, por eso mismo, todo era obligatorio: desfiles, manifestaciones, jornadas extras, etc.


Walterio Carbonell y los cimarrones

Así va sobreviviendo nuestro héroe de ébano en su comunismo de mármol. Obstinado dentro de un cuartucho a más de 30 grados centígrados, a golpe de leche condensada y galleticas: “desde el triunfo del comunismo en Cuba, la escasez de arroz y frijoles ha elevado a estos dos alimentos básicos a la categoría de manjares”. 

Alterna el poco espacio residual entre la mesa y el catre. Y duerme bajo un mosquitero para no ser levantado en peso por la vampirocidad de los dípteros, con la puerta abierta de par en par a la bulla de su barrio habanero, para así refrescar de noche el sopor insoportable de cada día anterior.

Para paliar este infierno, Clytus se empata con una tal “Nefertiti”, el alias con que protege la identidad de “la mujer más bella de Cuba”: “una negra atrapada en la Revolución del hombre blanco”. 

Se trata de una post-adolescente de 19 años. Tras llevar una efímera vida marital fuera del matrimonio, a la postre él la abandona junto al muro del Malecón. Es una escena rompecorazones, donde la princesita egiptocubana le implora a lágrima viva que se la lleve al extranjero, lejos de las pirámides y las raspaduras de la Revolución, pues ella lo ama y ansía compartir con él, en carne propia, la esclavitud de los negros en Norteamérica.

Clytus, en cambio, prefirió echarse de amante a una francesa blanca casada que trabajaba con él en el periódico Granma. Cuando salen a caminar por los parques, antes de meterse en la cola de una posada, la gente los mira medio enfurruñados. En la dictadura del proletariado, no está bien vista la conquista de la blanca por el negro.

Hasta que una noche la policía los detiene para interrogarlo a él, no a su víctima femenina. Cuando finalmente verifican que ambos son extranjeros, viene una burlita barbárica con toda la impunidad imaginable: 

―En los Estados Unidos, por esto te echarían los perros o te lincharían.

Clytus, como La Habana, no aguanta más. Anhela huir de ese “hueco racista” que es la Cuba de Castro, “donde todos tienen una pistola menos yo”. 

El hombre negro en la Cuba roja se ha hartado, supongo, del espíritu tan provinciano que pulula puertas adentro en la Meca caribe de la Revolución Tricontinental. La perdedera de tiempo. El choteíto perenne. La mediocridad materialista, más consumista mientras más crece la escasez: 

“Los cubanos parecen haberse resignado a las colas. A veces, la fidelidad con que se les puede encontrar, vestidos con su mejor ropa de domingo, acudiendo en masa a las pizzerías un fin de semana tras otro, sugiere que realmente disfrutan de las colas, tal como muchos disfrutan yendo a la iglesia: para ver y para ser vistos”. 

Son colas de días de antelación y varias manzanas a la redonda, sobre todo cuando están por sacar algo novedoso en las tiendas racionadas, o cuando se exhibe un filme extranjero que no sea de “Rusia, Checoslovaquia y la Alemania del Este”, que son, según él, “el 95% de las películas”.

Se queja también Clytus del rampante “mercado negro” y de los concomitantes “atracos y robo por necesidad”. Por quejarse, se queja hasta de los carnavales a la cubana: “tanto en la Revolución, como antes de la Revolución, La Reina siempre era blanca”. Dándose cuenta, sin embargo, que “quejarse o criticar, por supuesto, es correr el riesgo de ser denunciado como contrarrevolucionario.” 

Al final lo convence, en su empeño de cimarrón en sentido contrario a las manecillas de la Revolución, la vulnerabilidad patética de su encuentro con un tal Mario (fácilmente identificable como el cuarentón Walterio Carbonell, 1920-2008), a quien el G-2 le acababa de decomisar su papelería en plena madrugada, recomendándole de buena fe que dejase de escribir cosas que “causaban división en el pueblo”. 

En un arranque remix de Marx con Martí, los agentes del Ministerio del Interior le advirtieron al intelectual negro cubano que “no había cubanos blancos ni cubanos negros: solo cubanos”, acaso invocando aquel “peca por redundante el blanco que dice mi raza y peca por redundante el negro que dice mi raza” del Apóstol en 1893.

Para Clytus, Walterio (“Mario”) Carbonell ni siquiera “llegó tan lejos como para asumir la separación de las razas”, pero al menos “vio que la revolución, al pretender que el negro cubano no existía, estaba enterrando la identidad y las contribuciones de los negros dentro de una orientación y conciencia blancas sobre Cuba y el mundo occidental”.

En este sentido, Clytus comenta cómo lo desconcertaba “la forma en que los revolucionarios cubanos expresaban constantemente su apoyo a los negros de todo el mundo, mientras que en Cuba a los negros se les impedía cualquier tipo de identificación con la negritud”. Para él, psicológicamente: “ese apoyo retórico hacia los otros entrenó a muchos cubanos para que soportasen sus privaciones con más ecuanimidad, sintiendo que estaban en condiciones de ayudar a alguien en peor situación que ellos”.


La raza de Villa Marista

Convencido de que ya era suficiente “el odio hacia mí, bajo la máscara de la envidia, por ser un extranjero que realizaba servicios para el régimen comunista, y por haber venido voluntariamente a una isla de la que nadie podía irse a voluntad,” John Clytus decide entonces irse de Cuba.

Cuando les declara decentemente a sus superiores su intención de viajar, de inmediato lo despiden del trabajo, tal como era “el procedimiento normal cuando uno expresaba su deseo de salir del país”. Otro compatriota negro, también varado en Cuba por años, lo pone todavía más paranoico: 

―Más te vale correr a la embajada y arreglar tus papeles: oí decir que, tras este vuelo en diciembre, habrá otro en enero y después ya no dejarán salir de Cuba a los norteamericanos ―le dice este amigo identificado como “Ted”, quien sólo aspira “a regresar a los Estados Unidos, donde podría de nuevo tener un carro y un televisor y quizá armar un grupito para cantar spirituals, como todo un típico Negro”―. Castro se cree muy listo. Si algo llega a ocurrir entre los Estados Unidos y Cuba, nos quiere como rehenes.

En la consabida entrevista con el “camarada Rodríguez”, a cargo de los residentes extranjeros en Cuba, John Clytus le explica que él “ya no estaba logrando nada en Cuba, pues mi identificación era con la gente negra y, dado que no había gente negra ni gente blanca en Cuba, quería que me ayudaran a viajar de vuelta a los Estados Unidos”.

Nananina. Nadie le da la cara a su petición afrociudadana. Comienza el pasa-pasa de su complicado casito incivil. Zambumbia y ciguaraya, guarapo exprimido por el trapicheo. Hasta que un alma caritativa en el Departamento de Inmigración le sugiere por fin: “escríbele a Fidel”, pues le asegura que formalmente “no deportamos a nadie de este país”. 

Y el remitente John Clytus escribe. En español. De soldado negro a Comandante blanco. Para cumplir el trámite, pues asume que la susodicha carta nunca llegará hasta su Destinatario en Jefe

Mientras tanto, viaja hasta la base naval de Guantánamo, con planes de cruzar el campo o la bahía minada y huir a casa por las buenas o por las malas. En la primera garita que cruza es arrestado, y de ahí va de cabeza a la cárcel de presos políticos en Santiago de Cuba (donde se topa a un menor, de 13 años, retenido durante otra salida ilegal del país, solo para que su padre, que había escapado durante la redada, se entregase a las autoridades; pero esto aún no había ocurrido, y ya el niño iba para 9 meses secuestrado por el Ministerio del Interior).

Como corresponde, lo montaron en un avión de Cubana, pero no para deportarlo sino para interrogarlo en Villa Marista, el cuartel general del G-2, que en la práctica es la única organización verdaderamente de masas de la Revolución. Su inquisidor se sorprende cuando John Clytus se define como afroamericano, y le mete una disertación sobre por qué resulta racista que él se empeñe en pertenecer a organizaciones de una sola raza. En este caso, la negra.

Como colofón, la consabida moraleja de fábula infantil:

―Deberías visitar los círculos infantiles aquí: niños blancos y negros juntos, sin importar la raza.

Clytus le replica que él no cree en la asimilación, porque “el negro va a desaparecer en Cuba: el mestizaje lo va a aniquilar”. Y solo en esto el oficial que lo atiende le da la razón, si bien secamente: ese es el objetivo final de los sistemas igualitarios, fundar una y solo una raza cósmica de revolucionarios. No solo ser un supremacista blanco, sino también ser un simple negro, es algo reaccionario.

Lo torturan en una celda mínima con aire frío. A veces con luz permanente las 24 horas y otras veces en oscuridad permanente las 24 horas. A ratos los interrogatorios no paran y a ratos lo someten a un régimen de silencio sumario. Para desquiciarlo, para que aprenda, para que confiese aquello de lo que la Seguridad del Estado igual ya está convencida de antemano: que Clytus planeaba su fuga espectacular para infligirle un impacto negativo al gobierno cubano en la prensa foránea. 

De paso, le dejan saber que, si no coopera, lo dejarán “podrirse” en su celda o podrían incluso fusilarlo: “tenemos fama de fusilar gente, tú sabes”.


Pancartas de ayer, titulares de hoy

De tanto recapitular su vida en el tiempo inerte de la prisión, John Clytus casi desarrolla Síndrome de Estocolmo: se sorprende diciéndose a sí mismo que él bien “podía encajar en ese modelo simple de vida comunista, y podría convertirme en un comunista leal y fiel. Todo lo que tenía que hacer era olvidar al resto del mundo, olvidar que los comunistas en Cuba estaban tratando de borrar el problema racial, borrando a la raza negra. Y, sobre todo, olvidar que los negros debían dejar de identificarse con los negros mientras que los blancos no paraban de identificarse con los blancos”.

Clytus asimila el hecho humillante de “que no podía expresar ninguno de mis pensamientos en la Cuba libre comunista, pero que sí podía expresarlos en mis antiguos, malos e imperialistas Estados Unidos”. 

Según pasaban los días (hasta sumar un par de semanas técnicamente desaparecido), cae en la cuenta de que, aunque “teóricamente, las autoridades tenían que liberarme, en realidad no iban a hacerlo en tanto no comenzase a decir lo que ellos querían oír”. La conclusión de este deslenguado anticapitalista es que en el comunismo “tener la lengua suelta había sido un enfoque equivocado”.

De la prisión sale comprendiendo “por qué no había ninguna protesta masiva en Cuba”, pues después de estar preso, sin papeles, ni llamada telefónica de rutina, ni abogado; sin siquiera saber “cuánto tiempo me mantendrían allí o qué me iba a pasar”, a él solo lo tentaba ahora “mandar al infierno toda rebelión y disfrutar al aire libre del sol y los edificios”.

Un placer devenido breve distopía cuando se puso un cartel al cuello, escrito con lápiz de cejas (no había otra cosa en Cuba, explica) y salió a las calles y parques de Habana Vieja: “EN HUELGA DE HAMBRE HASTA QUE ME DEPORTEN DE ESTE PAÍS”.

Clytus estaba consciente de que “en un país que no toleraba manifestaciones de protesta, esto era equivalente a un alzamiento”. La gente a su alrededor le imploraba que se quitase ese cartel de mierda de encima, “antes que las autoridades me quitasen de encima la cabeza”. Otros, más piadosos o más pendejos, se persignaban con un Ave María, como si ya se tratara de un cadáver.

Esta vez, cuando la policía lo metió por segunda ocasión en las mazmorras del G-2: “dos interrogadores maldijeron, con los ceños fruncidos, y amenazaron con descuartizarme miembro por miembro”. Pero minutos más tarde ya le estaban prometiendo deportarlo, tan pronto como les fuera posible.

El sueño de la espera de John Clytus se reduce a contemplar en La Habana “a las niñas negras con muñecas blancas en los brazos”, y congratularse y celebrarse a sí mismo de que, como un Whitman de color, “con suerte, no tendría que ver esa ridícula visión durante mucho más tiempo”, pues ya “pronto estaría donde nunca tendría que leer los periódicos, libros o revistas de los blancos”. 

En efecto, según él, en los Estados Unidos: “las editoriales de los negros podrían satisfacer mis demandas literarias. Allí podría abastecerme de una comida, un techo y unas ropas que podrían ser algo más que eso”.

En sus paseos de peregrino político devenido penitente arrepentido, oyendo las monsergas de la propaganda en el Parque Central, por ejemplo: “me retorcía las tripas no escuchar nunca una voz en desacuerdo, y especialmente no poder disentir yo mismo”. Pero, a riesgo de ser acusado de “espía del imperialismo” o “enemigo de Cuba”, como les pasó a tantos norteamericanos pro-Castro en la Cuba de Castro, él elige cubanizarse, es decir: “callarme y escuchar mientras los comunistas mentirosos profesionales engañaban a hombres pobres ―las mujeres nunca estaban presentes― de escasa educación y ninguna experiencia de viaje”.

A la vuelta de casi medio año, sin trabajar y sin dinero, sobreviviendo a base de “sopa de pescado, arroz, y paquetes de galletas”, con un jabón y un tubo de pasta que recogió de la calle, se le ocurre escaparse de polizón en el buque Tina, calado en un muelle de la bahía de La Habana. 

Pésimo nadador, casi se ahoga entre los pilotes, el agua aceitosa y las gomas usadas como boyas, pero al final logró trepar por una red a la cubierta del barco y escabullirse dentro de uno de los botes de salvamento. En el Tina pasó “doce miserables días”, saliendo de madrugada a comerse los restos de comida y beber el agua que pudiera encontrar, como una rata más en la nave de nacionalidad foránea no identificada. Hasta que un tripulante lo descubrió. Por suerte no lo delató, sino que lo ayudó a bajarse discretamente del barco y recomenzar su odisea en tierra.

Clytus acomete entonces otra protesta pública, ahora en las afueras de Villa Marista y con el signo del Black Power colgado al cuello (como todo movimiento de izquierda, sea fascista o comunista o ambos, se trata de un puño cerrado). Pero allí ya no quieren saber nada de él. Están hartos de su payasería. Lo devuelven a casa, sin el cartel, aduciendo que, en principio, ¡la Seguridad del Estado no es el organismo encargado de deportarlo!

Clytus se desencadena y vuelve a la carga (ostenta, acaso, el récord de manifestaciones públicas: más que el resto de los cubanos juntos desde el triunfo de la Revolución). Retorna al Parque Central con una verdadera arenga pintada encima: 

“TODO EL MUNDO OCCIDENTAL ES UN POZO DE RACISMO. SI CADA AFROAMERICANO NO SE IDENTIFICA CON SU NEGRITUD, SERÁN TRAGADOS EN LA GLORIFICACIÓN DE LA BLANCURA”.

Alguien le suelta un escueto “¡Coño!” (sic en el original en inglés). 

Alguien copia con curiosidad las palabras (probablemente para denunciarlo). 

Alguien le dice que mejor se ponga a la sombra, porque el sol está que carboniza la piel (y no es un chiste racista). 

Pero el tiempo pasa y Clytus sigue sudando como un animal, sin provocar el menor escándalo. Después de la resolana, de casi una hora, le cae arriba un aguacero súbito. Para hacerse arrestar, en definitiva, el pobre negro tiene que ir por sus propios medios a una estación de policía de la Cuba roja, donde gentilmente lo devuelven al G-2. 

“Nos vas a volver locos con esos cartelitos”, le dijo su instructor. 

La tragedia ha devenido opereta. Para no decir perreta.

Como un Sísifo del socialismo, Clytus carga con un último cartel rumbo el edificio de Inmigración. Este mensaje parece por fin funcionar: “HUELGA DE HAMBRE”. 

Lo meten en una celda, incomunicado. Pero allí se le aparece de pronto el embajador suizo, y esa misma semana lo despachan hacia Estados Unidos vía el aeropuerto de Varadero, sin ninguno de sus escasos bártulos, luego de hacer “una cola de refugiados cubanos” que estaban siendo deportados de Cuba de por vida, como él, condenados por ese apartheid atroz llamado“salida definitiva del país”: una expatriación que, por cierto, los cubanos se desvivían y todavía se desviven por conseguir. 

De generación en generación, dejar de ser cubanos de Cuba es como sacarse el premio gordo de la lotería. En política cuántica, la Revolución vendría siendo como un acelerador de personas, lanzadas en un experimento extremo contra la diana-diáspora del mercado.

A John Clytus, por su parte, Cuba le enseñó que: “un negro bajo el comunismo, en una sociedad orientada al blanco —cualquier sociedad en la que los blancos tienen o han tenido el poder—, se haya en una sociedad blanca que lo persigue incluso por insinuar su amor por los negros. Ni a los periódicos, ni a los libros, ni a la televisión, ni a ningún otro medio de comunicación se les permite expresar su voz de disenso en contra de las injusticias”. 

Por lo que: “el comunismo, con su benévolo método de terminar con el problema racial condensando a todas las razas en una-gran-raza-humana-feliz, ha de ser el telón final de toda conciencia negra”.

Palabras apuradas de un libro olvidado, lección caída en el vacío cósmico de la intelectualidad norteamericana de ayer y hoy. 

Hace apenas un año, The New Yorker seguía fascinado por la belleza de titulares como “Why African-American Doctors Are Choosing to Study Medicine in Cuba, donde se alaba que la mitad de los estudiantes de medicina en Cuba sean negros. Y en 2019, una congresista afronorteamericana atacó al presidente Donald Trump por recortar en 48 billones de dólares el presupuesto para los estudiantes de medicina, mientras que “Cuba educa a sus estudiantes gratis”.

Me temo que al fantasma nonagenario de John Clytus le queda todavía un largo trecho por recorrer.




Allen Ginsberg, Orlando Luis Pardo Lazo

La Cuba de Allen Ginsberg: Stupid & Full of Authoritative Bullshit

Orlando Luis Pardo Lazo

Adoro leer diarios. Mi tesis de doctorado involucra diarios de peregrinos a la Utopía Caribe. Turistas de la ideología: compañeros de ruta de la izquierda internacional que fueron cayendo de cabeza o de culo en la querida Cuba de Castro. Adoro, además, a Allen Ginsberg. Hasta su comemierdad comunista me resulta entrañable. Pobrecito buen hombre, como tantos norteamericanos.