‘El otro Francisco’: historia de infamia que reencarna

El largometraje de ficción El otro Francisco (1974) representó un fiasco durante los años en que fue estrenado en La Habana. Se trataba de un mensaje en una botella lanzada entre los años 20 y los 30 del siglo XIX, hacia el momento posterior a la discusión del Congreso de Educación y Cultura en La Habana, y en los albores de la puesta en vigor de una nueva constitución en la Isla.

Para buena parte de la oficialidad, la idea de presentar las heroicidades del pasado a través de personas de piel negra no fue tan bien recibida como aquellas otras representaciones de criollos letrados. Sin embargo, se me antoja pensar que el filme acaba de hallar su actualidad en la segunda década del siglo XXI, cuando se hace posible recibir ese mensaje perdido como un código cifrado para entender un presente de reformas y no el pasado colonial esclavista.

Todos los personajes relativos a las clases dominantes en la película (blancos patricios, criollos de clase media, intelectuales burgueses, padres católicos, etc.) sabían que el experimento de la esclavitud estaba llegando a su fin, que la Isla se estaba arruinando, que el malestar entre los sujetos esclavizados se expandía de forma inconmensurable, pero incluso así se resistían a tomar una medida drástica.

La revolución de Haití les permitió entrar a lo grande en el mapa azucarero mundial, pero despertó la preocupación acerca de una posible rebelión de esclavos en la Isla. Sobre todo, cuando se piensa en que la cantidad de personas de raza negra superaba ampliamente a la europea. El dilema entre liberar las fuerzas productivas bajo el riesgo de crear una nueva clase social con ciertos privilegios generaba una angustia al interior de aquellos debates letrados.

La relación entre las grandes modificaciones económicas vividas durante la industrialización del país y las tensiones acerca de la soberanía nacional, regresan casi dos siglos después como si se tratase de un déjà vu. Propongo instalar un espejo delante del filme de Giral, para rastrear las diferentes implicaciones en el reflejo que nos llega durante estos días aciagos.

Es posible respaldar el hecho de que la película nació con un propósito doble. Por un lado, quiso condenar los abusos de la esclavitud en el marco del colonialismo español en Cuba, y por otro, deslizar una solapada crítica hacia los focos de racismo que se manifestaban en la sociedad, a década y media de iniciada una Revolución socialista.

La primera de las intenciones es manifiesta, pues el filme recrea la novela de Alfonso Suárez y Romero publicada en 1838, reconstruyendo el momento previo a las guerras de independencia en Cuba y de la abolición de la esclavitud por parte de la corona española. Más que eso, el director presenta una interpretación marxista para poner en crisis el enfoque romántico de la obra literaria. De esa forma, traslada a un segundo plano la relación amorosa entre Francisco y Dorotea, dos esclavos de servicio de una familia noble habanera, para enfocarse en las relaciones sociales y de clase. Con esta operación, los personajes no reaccionaban tanto a sus sentimientos como a su condición social.

Entre las diferentes estrategias para lograr este objetivo, el director optó por una narración experimental a la manera de Manuel Octavio Gómez en La primera carga al machete, filme estrenadotan solo unos años atrás con excelente aceptación por parte de crítica y festivales. La técnica consistía en desestabilizar la ficción clásica por medio de insertos de pequeñas unidades de metraje elaborados a la manera de la narración documental. Tanto el uso del narrador, como las entrevistas y la exposición de datos estadísticos e históricos, contribuyen a ese extrañamiento. 

Si Manuel Octavio se valió de esta táctica para exponer cómo el machete dejaba de ser instrumento de trabajo para convertirse en arma de combate, ¿por qué no recurrir a los mismos códigos para representar el momento en que la población esclavizada tomaba conciencia de su poder bélico?, se preguntaría Giral.

Sin embargo, para nadie es un secreto que los resultados estéticos no fueron los esperados. El filme no tuvo un buen recibimiento ni por parte del público ni por parte de la crítica. Ejemplo de ello es un texto de Daniel Díaz Torres aparecido en Granma, donde la acusa de didáctica y reiterativa, e incluso, de sobreactuada (Ver “El otro Francisco”, en Juan Antonio García Borrero (ed.): Guía crítica del cine cubano de ficción, Arte y Literatura, La Habana, 2001).

Tiempo después, importantes autores como Julio García Espinosa y Julianne Burton lo han revalorizado, al asegurar que subvierte la narrativa clásica del melodrama histórico. Sin embargo, sus elogios desestiman cualquier posibilidad de subversión más allá del orden formal. El filme, junto a los otros dos realizados por Giral en los años siguientes (la trilogía se completa con Rancheador (1977) y Maluada (1979), ambas producidas también por el ICAIC), fue catalogado bajo el despectivo término de “negrometraje”, para reducirlos a su discurso racial o para crear una predisposición racista frente al espectador (Véase Aisha Z. Cort: “Rethinking Caliban: Shakespeare and Césaire in the ‘Negrometraje’ of Sergio Giral”, Afro-Hispanic Review, 2014, p. 41-58).

No obstante, el poder, no solo en esta sino en toda la trilogía de este director, va más allá de la cuestión racial: abre un debate acerca de las relaciones de poder en un marco de absoluta desigualdad, anotando de paso posibles soluciones a la encrucijada.

Todos los personajes del filme pueden leerse como arquetipos de ese orden social hipotético que quiero señalar. La señora Dolores Mendizábal y su hijo Ricardo, por un lado, son los propietarios de la hacienda, y por tanto una extensión de la ley, la moral y la justicia en la comunidad. Ricardo participa ocasionalmente en debates ilustrados junto a otros ilustrados. En espacios como este se muestra disminuido, titubeante, como si no fuera capaz de generar alguna idea provechosa a las conversaciones.

Un rol bien diferente lo desempeñó Antonio, el mayoral de la hacienda. Entre sus funciones está no solo administrar la economía y los insumos del ingenio, sino además la ley. Frente a los esclavos, él es la voz de los amos, pero también el látigo. Sabe que hay límites que no debe sobrepasar, actos violentos que no debe cometer, pero también sabe que no existen estrategias para que los esclavos se defiendan ante una injusticia. En el filme se representa una conversación imaginaria entre Richard Madden, el inglés que incentivó a Suárez y Romero a escribir la novela, y el mayoral Antonio, donde se expone no solo la existencia y conocimiento de la ley por parte de los infractores, sino el cinismo ante la impunidad.  

Richard Madden: ¿Hay alguna ley que proteja a los negros?

Mayoral Antonio:Bueno, por ley, ley, los negros no pueden recibir más que 29 azotes.

RM:¿Y si los recibieran?

M. A:Entonces pueden recurrir a la ley.

RM:¿Usted quiere decir que ellos pueden abandonar la finca para ir en busca de la ley?

M. A:No. No, no…(risas del mayoral).

Casualmente, la película comienza con una conversación entre Ricardo y el mayoral que prueba lo naturalizado que resultaba violar las leyes relacionadas a los esclavos. No 29, sino 80 latigazos recibió Francisco, como parte de su castigo de desobediencia a la familia. La complicidad con la cual el administrador y el representante de la ley en la hacienda se refieren a una violación de semejante envergadura sobrepasa el propio planteamiento que sostiene el narrador de la película, según la cual el esclavo no era otra cosa que un aparato productivo más. Si contemplaran al esclavo única y exclusivamente como un eslabón en la cadena productiva, entonces cuidarían un poco más de él. En esta conversación inicial es posible captar un morbo, un deseo de oprimir y castigar que sobrepasa la interpretación marxista de Giral.

En una pequeña alocución a los esclavos, casi al final del metraje, el mayoral Antonio les trata de infligir miedo ante la idea de un escape, pero sabe que ellos están allí para trabajar en el corte de caña y no puede hablar de muerte. Sin embargo, Ricardo decide interrumpir el discurso porque le parece que ya las amenazas de Antonio no son tan efectivas. Es entonces cuando habla de muerte, pero de muerte violenta. En ese momento, en medio de una agitación del hombre blanco, cambian súbitamente las reglas de la hacienda.

Tal vez Ricardo medite sobre sus palabras al siguiente día. Posiblemente las olvide al llegar a casa. Sin embargo, Antonio las hará cumplir al pie de la letra. Cuando minutos después Ricardo le ordena a Antonio que destroce el cuerpo de un esclavo sublevado frente a toda la dotación, extiende su castigo del cuerpo hasta el alma de los esclavos. Con esa estrategia, Ricardo les niega incluso la tranquilidad después de muertos.

Otro tipo de cinismo relativo al poder emerge de la vertiente católica, representada no solo por el cura, sino también por la señora Mendizábal. Ella parte de la premisa de que los esclavos pueden alcanzar la salvación si se educan en la palabra de Dios. Por eso le discute a su hijo el plan de que los esclavos vayan a misa para Nochebuena, porque de otra manera sería “un pecado”.

Sin embargo, no es capaz de cuestionar la naturaleza de la esclavitud como un proyecto satánico. De hecho, en algunos momentos la vieja polémica entre Las Casas y Sepúlveda sobre la humanidad de los indios se filtra y toma cuerpo en las conversaciones de los ilustrados acerca de los negros esclavizados. Una parte de ellos, como también de la señora Mendizábal, creen o les conviene creer que no son humanos. Es importante sostener esta idea, porque sobre la base de esa creencia descansa la conciencia frente al horror.

Finalmente, el filme presenta diferentes tipos de esclavos, desde aquellos que se alistaron como una mano sangrienta de los amos a cambio de no sufrir en su carne los dolores del látigo, los que aguantan en silencio los caprichosos castigos de los amos, hasta los que acuden al suicidio, la fuga o la rebelión como alternativa de escape. Expulsados del ya de por sí mutilado marco legal de las colonias, a los esclavos no les quedaban otras opciones para salir de la opresión.

Los primeros creían que, después de la muerte, sus almas cruzaban el océano hasta llegar a África, tierra de libertad. Los segundos, por el contrario, pensaban que existía una tierra de libertad en las cercanías. Los palenques, como se dieron en llamar a los asentamientos de negros cimarrones, aparecen en el filme como un espacio utópico, donde no solo se escapa del yugo del amo, sino donde es posible reproducir sus comodidades. Allí se puede tener una familia, desarrollar un comercio y acumular riquezas. Se encuentran en lugares tan inhóspitos que los blancos son incapaces de descubrirlos.

Finalmente, el último grupo cree que la solución no es ni la muerte ni la fuga, sino el enfrentamiento al opresor. Destruir las máquinas, incendiar los cañaverales y, finalmente, dar muerte al amo, es el único recurso para garantizar no solo la tranquilidad individual, sino también la de los iguales.

“Los blancos y los negros están en guerra”, dice un negro sabio en una escena, sugiriendo que otro tipo de negociación es imposible. La sistemática violación de la ley, la obligación a trabajar más de 16 horas en el cañaveral sin días de descanso, y los castigos excesivos, así lo prueban.

Fuera de estos tres grupos se encuentra Francisco, el prototipo de esclavo leal. Es un esclavo culto, de buenas maneras, criado en la casa de los amos. El pecado de Francisco, tanto en la novela como en el filme, fue el de iniciar una relación amorosa con Dorotea, la sirvienta de la casa. O sea, su crimen no es otro que el de mostrar un sentimiento de humanidad. Más horroroso que los impulsos vitales en un esclavo, viene a ser el impulso burgués de unirse en matrimonio y construir una familia. Si se pertenece al gremio de esclavos, no tienes derecho a exigir derechos. Por eso le fue negada esa petición por boca de los amos, y por eso el descubrimiento de su relación, ahora en la ilegalidad, les trajo tan terribles consecuencias.

Cuando Ricardo se refiere a Francisco, no olvida mencionar la deuda de agradecimiento que debería tener con su familia. Desde que Francisco, muy pequeño aún, fue arrancado de su hogar en Guinea, vivió como un esclavo de servicio junto a la familia Mendizábal, donde aprendió a leer, vistió ropas limpias y nunca recibió un latigazo. Pagar con deslealtad ante semejante trato es la peor de las traiciones. Si se es un sujeto esclavizado, implica merecer la peor de las vidas. Por tanto, Francisco debió desarrollar conciencia de sus privilegios, para luego mantenerlos a toda costa.

¿Por qué los fragmentos de ese planeta remoto recreado en el filme no pudieron intervenir la realidad de los años en que se estrenó la película?

¿Por qué no generó debates acerca del racismo y las relaciones de poder en la nueva sociedad?

Recordemos que la década de los setenta comenzó con el Caso Padilla, que no fue otra cosa que el florecimiento de un nuevo tipo de relación entre intelectuales, artistas y funcionarios. Una relación que desembocó en el llamado Quinquenio Gris, donde las campañas de descrédito a todo el que no respaldara abiertamente el proceso revolucionario llevaron a una oleada de despidos, encarcelaciones y expulsión de instituciones culturales.

Como dos atletas que recorren una pista circular en sentidos opuestos, los intelectuales y el poder se han vuelto a cruzar una y otra vez, pero el debate acerca de la ley, la soberanía y las formas de rebeldía de los oprimidos continúa cancelado. Sin embargo, el estallido protagonizado en los últimos meses por parte de la comunidad cultural posibilita finalmente un aterrizaje para los planteamientos de El otro Francisco.

La puerta que intentó abrir en los setenta, para analizar las dinámicas de poder en el marco de la sociedad esclavista de inicios del siglo XIX, finalmente puede traspasarse. Como sucedía con las palabras y las cosas en aquel cuento de Borges (“Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”), la dotación rebelde de la película de Giral reaparece en las calles habaneras del 2021.

Frente a ellos permanece una ciudadanía absorta, que no sabe si interpretarlos como parte de la realidad, o negarles el crédito de su propia existencia. Sin embargo, hoy esa ciudadanía está mejor preparada para decodificar el mensaje que presenta la vieja película sobre los desmanes de la esclavitud.

Con Rimbaud en la mente, ¿cómo no asegurar que mi yo no es, ahora mismo, ese otro Francisco?




Cine mexicano contemporáneo: una mirada al espectáculo social - Reynaldo Lastre

Cine mexicano contemporáneo: una mirada al espectáculo social

Reynaldo Lastre

Las dos películas analizadas aquí tienen en común el hecho de denunciar, por un lado, las amplias redes de corrupción en México, y por el otro, la impunidad de sus ejecutores y sus consecuencias para sectores de clase media y clase baja en el país. Sin embargo, también he puesto en evidencia la interesante estrategia de meta-actuación.





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