En los últimos días he estado discutiendo, en comentarios al pie, un texto memorialístico de Alberto Garrandés publicado en esta misma revista. Dada la extensión de lo que me gustaría agregar ahora sobre el tema, publico estas líneas fuera de la sección de comentarios y convido al lector, antes de seguir leyéndolas, a enterarse del intercambio que allí aparece, si es que no lo leyó ya.
En contra de un memorialismo inexacto, aquí van unas cuantas noticias biográficas:
En 1980 el Instituto de Literatura y Lingüística publicó en La Habana un Diccionario de la Literatura Cubana con muchas y notables ausencias. Tres años más tarde, Alberto Garrandés comenzó a trabajar en esa institución como investigador asociado, un puesto que ocupó hasta 1992. En esos 9 años tuvo que hacérsele evidente allí la política de exclusiones imperante: literatura cubana era solamente aquello que estimaran como tal unas autoridades no precisamente literarias.
Conociendo lo anterior, ¿qué pudo hacerle creer en 1995, al ser nombrado «editor-jefe de la redacción de narrativa de la Editorial Letras Cubanas del Instituto Cubano del Libro» (cito a partir de la enciclopedia oficialista Ecured), que las obligaciones de su nuevo puesto no incluirían la censura política?
Él se recuerda de este modo: «yo era un aprendiz urgido por varios estímulos». Un adolescente, se diría, aunque el aprendiz de que habla contaba ya con 35 o 36 años de edad.
Supongamos que pudo creer que bajo su mando no iba a crecer la nómina de censurados en la editorial Letras Cubanas, y él mantendría a raya el Index Prohibitorum. Supongamos que pensó en hacer justicia a alguno de los nombres hasta entonces silenciados. Fueran cuáles fueran las esperanzas con las que acometió aquel nuevo trabajo, dos años más tarde resultó censurada la novela Naturaleza muerta con abejas, de Atilio Caballero.
Que no fue él quien tomó la decisión, aduce en comentarios publicados al pie de su texto. Que se saltaron su visto bueno en la cadena de mando y la decisión llegó de arriba, de la presidencia, sin tenerlo a él en cuenta. Según rememora, un innombrado director del Instituto Cubano del Libro lo conminó a censurar y él respondió que su trabajo no consistía en eso.
Resulta absurdo sostener que un editor-jefe del Instituto Cubano del Libro no tiene entre sus diversas obligaciones la de censurar. Cuando menos, no puede entorpecer, a riesgo de ser expulsado de allí, el trabajo de los comisarios políticos. Y ya se muestre activo o apagado, cada título suprimido va a su cuenta y responsabilidad. Para eso da la cara ante los autores y está a cargo del catálogo. En tanto continúe en ese puesto, en tanto no denuncie públicamente la prohibición dictada, es responsable de ella. Mal que le pese, es un comisario político más. Y, en su caso, un escritor devenido comisario político.
Un compromiso total contra la censura
En sus memorias, Garrandés menciona 1998 como el año en que renunció a su jefatura en la editorial Letras Cubanas. Ecured y Wikipedia declaran todavía más lentas sus reacciones, y fijan la fecha de su salida un año después, en 1999. En cualquier caso, tuvieron que pasar meses, uno o dos años, para que él se decidiera a actúar. «Los días pasaron y mi compromiso contra la censura se acentuó», escribe épicamente.
No fue expulsado. Su renuncia, cuando al final la decidió, fue discreta y sin reclamaciones. De haberse atrevido a tratar el tema en carta de despedida a sus superiores, ya estaría preciándose de ello. No hubo ningún gesto suyo ejemplarizante. Se marchó de allí, no con la indignación de intelectual que ahora imposta, sino como cualquier empleado en busca de mejores condiciones. Él ha prometido ya contar su reencarnación como bibliotecario en el Centro Cultural de España de La Habana…
Poco después de abandonar Letras Cubanas, llegó a establecerse como columnista fijo de La Jiribilla. No colaborador esporádico, sino columnista fijo. ¿Qué lección valedera pudo sacar de sus años de editor salpicado por la censura —en la versión de los hechos que más lo favorece—, cuando luego abre tenderete en una publicación que tilda de mercenarios y otras lindezas a escritores y artistas, apela a detalles de la vida privada como hizo contra Raúl Rivero o publica un retrato de Rafael Rojas con los ojos inyectados en sangre y, por sobre todo, niega a los que calumnia y difama el derecho a réplica?
Su paso por el Instituto de Literatura y Lingüística no le valió a Alberto Garrandés para entender qué ambiente iba a encontrarse dentro del Instituto Cubano del Libro. Lo sucedido en el Instituto Cubano del Libro no consiguió disuadirlo de gozar de una columna fija en La Jiribilla, y ninguna de estas peripecias le impedirían aceptar —en 2005, según Ecured— la Distinción por la Cultura Nacional, otorgada por el ministerio que antes lo introdujera en la prohibición de literatura.
Es difícil suponer que lo hubieran premiado, tan solo ocho años después, en caso de protestar contra sus superiores del Palacio del Segundo Cabo. Si acaso las autoridades lo distinguían, era por la docilidad mostrada.
Unas páginas vacías contra Cabrera Infante
Hay un momento de una entrevista de 2008 de Iroel Sánchez, entonces presidente del Instituto Cubano del Libro, en el cual Garrandés es mencionado a propósito de la censura. Edmundo García, antiguo presentador del programa televisivo «De la Gran Escena» y más tarde anticastrista y luego castrista radial en Miami, entrevista al comisario político. Le pregunta si es cierto que Guillermo Cabrera Infante se negó a publicar en Cuba.
«¿Es cierto que hay una edición de antologías de cuentos [sic] donde Guillermo se niega y pone su nombre pero al negarse se dejan las páginas en blanco?», averigua.
A lo que el entrevistado contesta: «Alberto Garrandés preparó esa antología».
No menciona el título, pero añade: «Yo no recuerdo la cantidad de páginas en blanco pero tiene una nota que lo explica…».
Iroel Sánchez no parece completamente al tanto de las páginas en blanco, aunque sí de la existencia de una nota explicatoria. Esa nota —por no hablar de las hipotéticas páginas en blanco— demuestra la capacidad de Alberto Garrandés para desplegar en público, para hacer explícita, la tensión entre autores e instituciones.
Mediante esa nota dejó en claro su propósito de incluir al cuentista Cabrera Infante, que se negaba. A partir de ahí, la editorial, el instituto y él quedaban a salvo de cualquier acusación de censura que se les hiciera.
Lamentablemente no tengo conmigo un ejemplar de dicha antología (supongo que se trate de Aire de luz. Cuentos cubanos del siglo XX, publicada en 1999), porque estoy preguntándome si la nota de Garrandés incluye alguna referencia a la prohibición gubernamental dictada durante décadas contra Cabrera Infante. Apuesto a que no.
En caso de existir dentro de esa antología, las páginas en blanco mencionadas en la entrevista van más allá de la necesaria aclaración editorial, hasta monumentalizar la no-censura. Teatralizarían una nueva permisividad, constituirían el escenario donde por esa vez no iba a producirse la tragedia. Ese blanco serviría de recordatorio de la responsabilidad del escritor exiliado en negar su obra a los lectores en Cuba.
Todo esto da la medida de cuán capaz de rendir cuentas públicas sobre la censura puede mostrarse Alberto Garrandés, siempre que el episodio no vaya en contra del oficialismo. Capaz de emplazar a Cabrera Infante hasta el punto de satisfacer a un sujeto como Iroel Sánchez, todavía dos décadas después diluye la explicación pública que le debe a Atilio Caballero y que se debe a sí mismo, aun cuando su vergüenza de intelectual no le alcance para entender esto último.
Véase, por el contrario, cómo habla sobre aquella novela censurada bajo su mando: «Y fue censurada… al menos por uno o dos años, hasta que la propia editorial la publicó». La censura tiene, para él, un al menos. Todo es cuestión de tiempo, como bien debieron haber comprendido los narradores Cabrera Infante y Caballero. En realidad, parece sugerir, la censura no es más que dilación. No desesperar, no desesperar, que a la larga todo queda resuelto…
En las memorias de alguien como Alberto Garrandés, los hechos pierden aristas y se afelpan. El narcisismo es cursi, ñoño, y un treintiañero puede achicarse hasta volverse un aprendiz. Algo semejante procuró Abel Prieto con su última novela, tal como observé al reseñarla. Hay en la escritura de ambos igual intento de restarle conflictividad al pasado reciente, el mismo aniñamiento para quitarse de encima responsabilidades.
En Garrandés no se trata únicamente de la disparidad entre lo hecho y lo rememorado, sino también entre lo que alcanza a leer y lo que afirma haber leído. Únicamente así puede citar a Brodski sin dejar de engordar una columna fija en La Jiribilla, o prohibir un libro en nombre de una dictadura comunista y pretender tomar partido por Ajmátova frente a Stalin.
A esta trivialización de autores habría que añadir su anticuada comprensión del hecho literario. Cita al Brodski que apela al derecho de la literatura a meterse en los asuntos de la política y el poder pero, apenas se siente amenazado por unas objeciones, niega a la literatura cualquier posibilidad que no sea la de las bellas letras. Entonces se refugia en la composición de libros, contrapuesta a todo aquello que pueda brindar una «espuria notoriedad». Descalifica así algo esencial de la literatura desde fines del siglo antepasado: el activismo público. Y en esto viene a coincidir con los comisarios que en Cuba animan a escritores y artistas a ocuparse únicamente de las bellas letras y las bellas artes.
A mí, por el contrario, me resulta difícil pensar que hago obra literaria solamente cuando escribo libros. Estas líneas son también parte de una obra literaria. De ninguna manera creo perder el tiempo en ellas, como supone el Garrandés antigualla. Pues no se trata de cuestión de tiempo, sino de espacio. Del espacio literario, y de un espacio literario como el cubano, en el que se mueven, en antagonías y negociaciones y acuerdos tácitos, escritores y comisarios políticos, y escritores que son comisarios.
Yo apuesto y he apostado por una mayor limpidez de ese espacio, si bien comprendo que esto tenga que resultar insoportable a un oportunista como Garrandés, necesitado de confusión para seguir medrando.