Arenas en la orilla

Como todo el mundo sabe, Reinaldo Arenas era homosexual desde antes de nacer. Pero cuando nació y salió del campo donde él mismo asegura que “creció comiendo tierra” (antecedente directo de Remedios, la bella, en Cien años de soledad), le tocó vivir su homosexualidad letrada, juguetona y pansexual en La Habana de los años setenta. La gente de hoy cree entender qué significó aquello, pero invito a leer un párrafo legislativo del Segundo Congreso de Educación y Cultura de La Habana, donde muy educadamente se establece qué había que hacer con gente como Arenas:

… no es permisible que por medio de la calidad artística reconocidos homosexuales ganen influencias que incidan en la formación de nuestra juventud. (…) como consecuencia de lo anterior se precisa un análisis para determinar cómo debe abordarse la presencia de los homosexuales en distintos organismos del frente cultural. Se sugirió el estudio para la aplicación de las medidas que permitan la ubicación en otros organismos, de aquellos que siendo homosexuales no deben tener relación directa en la formación de nuestra juventud desde una actividad artística o cultural. Que se debe evitar que ostenten una representación artística de nuestro país en el extranjero personas cuya moral no responda al prestigio de nuestra revolución. Solicitar penas severas para casos de corruptores de menores, depravados reincidentes y elementos antisociales irreductibles.

Esta curiosidad histórica es una verdadera joya, aprovechémosla para descomponer sus significados y traducirlos a la praxis cubana de aquellos años duros:

  1. Que “reconocidos homosexuales”, a pesar de su “calidad artística” no puedan ganar influencias que incidan en la formación de nuestra juventud; significa, en primer término, que un escritor brillante no se define por su obra si es homosexual, sino por su afición a los penes; y esto implica que no puede nunca ejercer como profesor, conferencista, asesor de talleres y todo lo demás que implique “incidir en nuestra juventud”, oficios todos que suelen ser, precisamente, las fuentes de vida de un escritor.
  2. Entonces se “sugirió el estudio” para la “aplicación de medidas” que permitan la “reubicación en otros organismos” de estos peligrosos intelectuales a los que les gustan los penes; lo cual significa, simple y llanamente, que dichos escritores homosexuales debían terminar en las tristemente célebres UMAP (Unidades Militares de Apoyo a la Producción), cortando caña, cavando zanjas, comiendo poco y sin poder salir de allí. O en la construcción. Pues el trabajo fuerte, al parecer, viriliza, o sea, rehabilita. Y si no lo consigue, al menos los saca de circulación.
  3. Se debe evitar, además, que “ostenten una representación artística de nuestro país en el extranjero personas cuya moral no responda al prestigio de nuestra revolución”; o sea, no existe la más mínima posibilidad de que los escritores homosexuales —y los escritores aburguesados— conozcan la nieve, ni el capitalismo salvaje, ni el idílico socialismo del este, ni nada más que su barrio habanero. Nunca van a obtener el permiso para salir del país por las buenas. Vamos, que las vergüenzas no se exhiben, se esconden en casa.
  4. Y “solicitar penas severas para casos de corruptores de menores, depravados reincidentes y elementos antisociales irreductibles”, no necesita mucho comentario. Baste recordar que a Reinaldo Arenas le robaron sus pertenencias en la playa dos niños de veinte años y seis pies de estatura, y cuando fue a denunciarlos, los niños dijeron que él había intentado pervertirlos, y esto fue el inicio de su calvario de cárceles y fugas.

¿Por qué había que cazar al homosexual Arenas?

Hoy todo esto suena kafkiano porque entonces lo era. Recoger en toda su magnitud este principio de lo kafkiano requiere revisar, una vez más en la vida, la situación de José K, el atribulado protagonista de El Proceso. En el universo del escritor checo, el expediente, tal como ocurre con la legislación antes citada, opera como un principio platónico. Nuestro triste párrafo se convirtió, en aquellos años duros, en la realidad constante y sonante. La existencia cotidiana del hombre no es más que un reflejo ilusorio de algo que está muy por encima, y que dicta la silueta existencial de cada individuo. O sea, tanto José K como Reinaldo Arenas, poseen una existencia disfuncional y falaz, que para autentificarse debe seguir las pautas del expediente o la legislación.

El castigo antecede a la culpa. Está ahí para ser abrazado por el culpable. Nótese que en el párrafo citado se dice “frente cultural” para referirse al ámbito de los artistas e intelectuales. Porque en Cuba el campo artístico ha sido concebido como un frente de batalla, un espacio donde se libra algún tipo de guerrita contra un enemigo que siempre anda por ahí, dispuesto a lacerar los principios de un orden justo. El enemigo, como el demonio, es una entidad abstracta. Y para no llegar a afantasmarse ostenta muchos nombres y variopintos rostros, en el caso de Arenas, el rostro inadmisible de la homosexualidad políticamente incorrecta.

José K entra en el proceso sin saber exactamente de qué se le acusa, quiénes son sus jueces y cómo podría defenderse. Juega a seguir las reglas del arquetipo platónico que es el expediente recién abierto. Reinaldo Arenas está en la playa con sus amigos gays, se pelea con uno de ellos, dos muchachos le roban sus pertenencias, y cuando intercepta un auto policial para hacer la denuncia, ya los policías habían escuchado que Reinaldo intentó corromper a quienes minutos antes le habían robado. Ya tiene una culpa y los policías lo saben. Y como el castigo antecede a la culpa, cuestiones del tipo “toda persona es inocente mientras no se demuestre su culpabilidad”, pasan por aburguesados amaneramientos técnicos que entorpecen el ejercicio de la justicia Revolucionaria. Así que lo meten preso. Pero Arenas, a diferencia de José K, se resiste a jugar la baza de su expediente, y salta al mar en un simbólico gesto bautismal que tiene dos caras: acaba de investirse de íntima inocencia, pero también acaba de nacer como proscrito. Con este acto impensable en La Habana de los años setenta, Reinaldo inaugura su cubanísimo infierno kafkiano.

¿Por qué había que cazar al homosexual Arenas? Porque, además y ante todo, era escritor. Apliquemos, como es debido, las pautas del expediente: “No es permisible que por medio de la calidad artística reconocidos homosexuales ganen influencias que incidan en la formación de nuestra juventud”; y se debe “solicitar penas severas para casos de corruptores de menores, depravados reincidentes y elementos antisociales irreductibles”. La idea platónica de “la justicia” es un fantasma que recorre el mundo habanero de los setenta. La República, esa que escribió Platón, es la primera obra donde alguien sustenta el anatema hacia los poetas. El filósofo griego también dijo que los poetas embaucaban, y que eran una influencia perniciosa para el orden de la República, para las juventudes, para la verdad y la justicia. Entonces propone expulsarlos fuera de las fronteras. Y eso, por muchas veleidades metafísicas que haya de por medio, se llama destierro.

El destierro es quizá la forma más antigua de aniquilación.

El platónico destierro se basa en una perversa idea: existe una Realidad tan mayúscula y autosuficiente que ella misma contiene sus propias razones que la razón de Arenas no entiende. Dicha Realidad no cuenta con la inclusión de elementos ambiguos no parametrados, en cuyo caso dichos elementos están fuera del ser, no tienen condición ontológica mientras no participen del orden superior, por consiguiente, aniquilarlos no plantea un problema moral porque en Realidad no existen. El destierro es quizá la forma más antigua de aniquilación: cualquier utopía surgida en un contexto también utópico, funciona como un interruptor que activa una inmensa red de alarma. No existe mundo posible donde ocultarse y sobrevivir: ahora Reinaldo Arenas se esconde en el Parque Lenin, busca cobijo en un espacio cuyo nombre expresa la imposibilidad de ocultamiento. Pero, a diferencia de la República platónica y a semejanza del mundo kafkiano, el procesado debe recibir un castigo ejemplarizante, su mera fuga constituye la evidencia de una falla en el sistema. Entonces aparece la figura del delator.

Un delator, en la Cuba de aquellos años y después, es tu amigo. O tu hermano, o tu vecino, o tu jefe o subordinado. Porque un delator debe cumplir ciertos índices de calidad, y mientras más cercano esté al ámbito del potencial delatado, más fiable y eficaz es la fuente. Y a Reinaldo lo delató su amigo Coco Salá. Entonces conoció las mazmorras del Morro y La Cabaña, donde se dice —y él dice— que sobrevivió porque escribía cartas de amor a los asesinos y presos políticos y homosexuales que lo acompañaban. Para mí que sobrevivió gracias al pene de un sargento-alcaide. Y esto es casi una metáfora. En su biografía Reinaldo cuenta que mientras aquel hombre lo entrevistaba por uno u otro motivo, él observaba detenidamente su magnífico miembro insinuado bajo el pantalón. Reinaldo, siendo un hombre culto y sensible como la piel con fiebre, solo podía sobrevivir a la cárcel si tenía una inagotable voluntad de goce metida en la médula y en la carne. Como una armadura interior.

Palizas, intentos de suicidio, dos dientes de menos y mucho trabajo forzado. La libertad conseguida después de estos veinticuatro meses es también una metáfora. La ciudad es, sencillamente, un coliseo con fichas para volver a abrir el proceso: los que van a morir te saludan. Tuvo que reescribir tres veces el manuscrito de Otra vez el mar, porque la policía lo encontraba y lo destruía; y su obra anterior, El mundo alucinante, había sido prohibida por contrarrevolucionaria.

Si a algo no se parecía Arenas era al “hombre nuevo” preconizado por el Che.

¿Qué era exactamente una “obra contrarrevolucionaria”? Tras las célebres “Palabras a los intelectuales” (1961), donde el gobierno de Cuba establece la máxima de “Con la revolución todo, contra la Revolución, nada”; se produce una peregrina y no siempre justa interpretación de dicho principio. De modo que se fomentan bizantinas dicotomías, para empezar: Realismo = asuntos Revolucionarios / No-realismo = asuntos no-Revolucionarios. Comienza a ser visto como “sospechoso” todo aquello que en materia literaria no se “monte” en el carro de la historia para avanzar en el sentido “correcto”, en pos de la construcción del “hombre nuevo”. Y si a algo no se parecía Arenas era al “hombre nuevo” preconizado por el Che. En este saco de Pandora entra la obra lírico-intimista y satírica de Reinaldo, y cosas raras como Paradiso, de Lezama Lima (que por suerte fue reivindicado por Cortázar, amigo de la Revolución, en su momento), y la obra del incómodo Virgilio Piñera. Hasta que apareció en escena Heberto Padilla con su libro Fuera del juego (que en verdad lo “sacó del juego” y lo llevó a la cárcel), para que la lista siguiera creciendo con libros polémicos como Los condenados de Condado, de Norberto Fuentes, o Los pasos en la hierba, de Eduardo Heras León. Y el catálogo podría nutrir una curiosa biblioteca como un monumento a la estulticia iletrada.

Porque si algo tenían todos estos libros —y muchos otros mal vistos o censurados— era su muy revolucionaria cualidad literaria. En el sentido auténtico, copernicano del término: dar otra vuelta, cerrar un ciclo y mostrar un nuevo camino para la literatura cubana de aquellos años. La polémica en torno a ellos surgió a partir de una lectura distorsionadora y sociologista vulgar, que era la base líquida, el caldito de cultivo con grumos en suspensión que ocultaban el rostro del oportunismo, la burocratización de la cultura, la restricción de libertades elementales, la impronta tropicalmente grotesca del Realismo socialista. Todo mezclado, revuelto y dado a tragar como una pócima a favor del estreñimiento intelectual. Quinquenio gris, le llamaron, pero luego se ha ido notando que aquel quinquenio tuvo a bien expandirse, superar su cábala de cinco e irse metiendo en años venideros hasta abarcar, por lo menos, un evidente decenio.

En medio de todo esto Reinaldo sigue en La Habana, condenado a ser “un hombre nuevo”. Escondiendo sus libros y escondiéndose, sacando sus manuscritos a París, saqueando un convento para sobrevivir. Hasta que en los años ochenta falsifica su pasaporte con el nombre de Reinaldo Arinas, que también es una metáfora. (H)arina de otro costal era irse a Miami, ya no era Arenas cerca de ese mar que siempre fue libertad y soledad, sino Reinaldo en la urbe superpoblada y árida.

En cierta ocasión afirmó que era incapaz de comprender cómo los intelectuales “progresistas”, cuando había que hablar de homosexualidad parecían sufrir un repentino ataque de alergia.

“El mierdal”, así le decía la fina antropóloga cubana Lydia Cabrera a Miami. Allí Reinaldo aprendió que el estigma y El Proceso no eran cuestión de espacio, sino de tiempo. Ya estaba marcado por el tiempo en que le había tocado vivir. Paseó su desesperanza por Venezuela, Francia, Portugal, Suecia, Dinamarca y España. Y en cierta ocasión afirmó que era incapaz de comprender cómo los intelectuales “progresistas”, esos que alzaban la voz para denunciar el armamentismo, las invasiones, abogar por la libertad de expresión o reclamar que una biblioteca permaneciera más tiempo abierta, cuando había que hablar de homosexualidad parecían sufrir un repentino ataque de alergia, y miraban hacia otra parte apretando bien las mandíbulas.

También le oí decir, en un documental que casi nadie conoce y que es mejor que la película de Schnabell, que él, en los Estados Unido, era un paria. No existía. Vivía enfermo e indocumentado como un dulce fantasma. Lo que sigue es universalmente conocido: Reinaldo Arenas contrajo el VIH —para seguir con las metáforas de la redundancia— que deja a quien lo padece sin mecanismos de defensa, y en aquella época era la “peste” del siglo XX. Ya no podía defenderse, ni siquiera contra sí mismo a través de la literatura, y se suicida:

Queridos amigos: debido al estado precario de mi salud y a la terrible depresión sentimental que siento al no poder seguir escribiendo y luchando por la libertad de Cuba, pongo fin a mi vida. En los últimos años, aunque me sentía muy enfermo, he podido terminar mi obra literaria, en la cual he trabajado durante casi treinta años. Les dejo pues como legado todos mis terrores (…) Me siento satisfecho por haber podido contribuir aunque modestamente al triunfo de esta libertad. Pongo fin a mi vida voluntariamente porque no puedo seguir trabajando (…) Mi mensaje no es un mensaje de derrota, sino de lucha y esperanza.

Diecisiete años después —y va para veinte, como la obra de Dumas— en Cuba ya no meten preso a nadie por ser homosexual. De hecho, “reconocidos homosexuales” ejercen el magisterio literario, pueden “tener influencias en nuestra juventud”, y hasta comparten privilegiados espacios oficiales y ostentan una “representación de nuestro país en el extranjero”. Cuando Senel Paz ganó el Premio Juan Rulfo con su cuento El lobo, el bosque y el hombre nuevo —que se convirtió en Fresa y chocolate, aunque dejando cierto sabor amargo— mucha gente se asombró de que aquello fuera posible. Y otros aprovecharon para demostrar que vidas como la de Arenas habían sido una especie de “accidente histórico”, a pesar, muy a pesar, de la justicia Revolucionaria.

“En Cuba no hay desempleo, pero nadie trabaja. Nadie trabaja, pero todo el mundo tiene de todo. Todos tiene de todo, pero nadie tiene nada”.

¿Significa esto que Kafka se ha desvanecido en la orilla de Cuba? Prefiero pensar que sí, que al menos aquel Kafka ha quedado obsoleto. Sus inadmisibles vísceras ideológicas han sufrido una metástasis irreversible. Pero, como un demonio de mil rostros, ha seguido su trashumante striptease de signo inverso: se viste de otros rostros, de un extraño compás de espera. La gente espera algo. Aunque ese “algo” muchas veces no es llamado por su nombre, incluso porque los pacientes no saben qué nombre ponerle. Un chiste, que es la profilaxis cubana contra la desesperanza, ilustra deliciosamente lo kafkiano de hoy y su Proceso: “En Cuba no hay desempleo, pero nadie trabaja. Nadie trabaja, pero todo el mundo tiene de todo. Todos tiene de todo, pero nadie tiene nada”. Y la nave va.

Yo prefiero recordar a Reinaldo Arenas como a un poeta guerrero. Su íntimo deseo fue ser recuperado en esa poesía magnífica que gravita en su prosa y en sus versos. Con el tiempo, deberíamos aprender a deskafkianizar a Arenas, no para aplicarnos un triste recurso de amnesia histórica, sino con el inteligente gesto de quien cambia el foco de un lente para ver mejor lo que está en segundo plano. Alguien ha dicho que esto es “su más entrañable política de autor”: mostrar a sus lectores otra alternativa de libertad, y otro cauce más lúdico para la sensibilidad y el imaginario de los cubanos.

Dejo unos versos donde el poeta juega, sin clemencia, con el inflamable Carlos Marx:

Carlos Marx no conoció la retracción obligatoria,/ no tuvo por qué sospechar que su mejor amigo/ podría ser policía, /ni, mucho menos, tuvo que convertirse en policía. (…) Que yo sepa /no sufrió un código que lo obligase a pelarse al rape/ o a extirpar su antihigiénica barba./ Su época no lo conminó a esconder sus manuscritos/ de la mirada de Engels./ (Por otra parte, la amistad de estos dos hombres/ nunca fue preocupación moral para el Estado.)/ Todo eso que Carlos Marx pudo hacer ya pertenece a nuestra prehistoria./ Sus aportes a la época contemporánea han sido inmensos.