Atentar un premio literario es como confesarse, poner en manos de otros lo que solo a ti ronda. Única razón respetable: hacer dinero, pero casi ninguno de ellos ofrece margen para atracción: malos poemas y pobres de bolsillo añorando ser reconocidos, demuestran otra vez que escritores, especialmente poetas, son seres enfermos, abusados escolares, casos sociales.
Ministerio de Cultura decente les quitaría todo privilegio, por su bien, y por gracia de no faltar a la justa expresión de la dulce condena que es la vida, perdonar sea dicho de tal modo, personas que ofrecen no utilidad alguna: es admirable, de sociedad insectos. Qué inexacto alterar ese rayo de fuerzas, ese estar en asociales limbos que alguno a veces muestra, con la injuria ridícula de pequeñas prebendas.
Solo puede escritor insistir en ser de la Cultura ajeno elemento. Feo es poetas perderse en los velos de la pobre fama que Cuba ofrecer puede. Escritores me han dejado pasmado al confesar que añoran de ellos en futuro existir con su nombre un concurso, una estatua, si de todo lo escrito por ellos puedes tachar, entre citas y datos y mierda, en porcientos, noventa. Y lo más triste en ámbitos de la idea de estar sin compañías es su pérdida, hacer barbacoa en soledad que nunca tuvo adentro ni afuera.
Alterar, por ejemplo, con trinos de concurso, ansias locas de incipiente poeta que en Holguín de noventas, de Mayo Romerías, le hizo a un perro de calle y de favor, delante de propios ojos míos, con inhábiles dedos, una paja. “Y se la mamo”, prometió muerto de risa con práctica ausencia de dientes: apenas veinticinco pero lado a lado efectuaban el alcohol y diabetes. Solo pensar pude cómo versos escribir aquel necesitaba, si la dulce impresión de una vida crucial le rondaba, y ángeles de la furia encendida ya anunciaban, por qué tomar el lápiz, qué perversión malévola en su rumbo insertaron.
O, de Trinidad, Héctor Miranda, dudante ante Museo Farmacéutico en Matanzas: mejor que porcelanas conteniendo brebajes antiguos era enroscar la mano viva en de plástico un trago, únicos cinco pesos en la esquina de enfrente mejor aprovechados. Ciego por la bebida y luego muerto, no es mencionado, sí al Barnet y lo que representa: la ascensión por la sucia escalera que da a caída por un tomo hueco. Si tal libro de las cubanas letras en mis manos subsiguiente cayera, haría fuego en sus páginas como indio arrebatado saltándole encima de noche en playa desierta.
De Orígenes millones de páginas gente cosas contando, de banda de aburridos, comelones reunidos a conversar, nada menos de libros, los tratan como amigos, cual cargar en rodilla a un muñeco muerto y a diálogo macabro que a Perkins motivaba jugar luego. Lamentable apoyarse en un gordo para mirar la vida, ni hay consejo sabroso que pudiera decirme de haberle conocido porque no leo libros.
Gente seria cenando alrededor de fotógrafos lentos; los ajenos recuperan historias de quién le dijo a quién qué boba frase aquella vez hace años mil que se vieron, donde no estaban ellos, en el mismo lugar que ahora pisan sin verlo, es probable aquellos muertos distraidos en libros tampoco lo hicieron, y se gasta la cuadra constante sin haberla vivido en verdad ni un momento. No quisiera presentarme yo en casa de nadie a una fiesta llevando invitado semejante elemento.
Cartas de escritores que por otros pensaron ser leídas mucho más tarde tiempo y en ello se esforzaban pueden no interesarme, muy cerca habitar de esa posible gente yo no quiero, no sea que embizquen mi impresión de presente. Cultura y memoria sus ansias vitales les roban de adentro. Fantástico es decir que tener nada, malo es decirlo sin tener que hacerlo, aún peor todo esto sabiendo: si pinga floja es la conciencia, peor la de los muertos.
Ven, vamos a reírnos de los especialistas: cubanólogos, de la literatura femenina y negra y blanca, queer y de frontera, latinoamericana entera, incapaces de imaginar chuparle el pirulí a un perro, y cómo escribir bien sin disposición semejante. Los escritores, casi todos aburridos, pesados, les falta un vínculo entre esferas, un inspirar y un expirar correctos. No me quejo, reflejo de la vida un pellejo, fritura de idea que en el aire se cierne; fíltrense no en lo escrito sentimientos grotescos, mas arañar de dudas, casi comer caldero, sushi de raspa que exceso de metal emocione de un japonés el erguido cerebro: acceda al percibir de atún antecocido imaginando largo arder bajo la llama el grano.
El rubio
Rubio, ¿qué tú haces con esos shortcitos? Cada vez que ibas a Cuba te transformabas, como tú decías: “para integrarte mejor”. En esa versión de la Caperucita Roja Integrada, la flaca asustándote con el pelador de papashace de lobo y, el flaco, de cazador entretenido en el bosque con un chocolate.