El intelectual como enemigo rumor

A los veintisiete años, el teniente Eliseo Alberto de Diego García-Marruz ya había publicado dos poemarios: Importará el trueno (1973) y Las cosas que yo amo (1977). Eran cuadernos escritos bajo la impronta coloquial e ingenua de su generación, vaciados de incertidumbre ante el futuro inmediato. Una promoción inspirada en el fantasma travieso del poeta y activista político fusilado Roque Dalton, que anunció: “el comunismo será una aspirina del tamaño del sol”.

Después, el Ministerio del Interior le encargó al soldado con pretensiones literarias redactar informes “contra” los suyos; informes de los extranjeros que visitaban su casa en Arroyo Naranjo, de los susurros que colmaban la quinta Villa Berta. Al parecer, los compañeros de la contrainteligencia albergaron la idea de incorporar a los autores de una jerga mística dentro de aquella legión de prolíficos escritores-soldados que surgieron.

Los origenistas y sus cómplices podrían enaltecer las páginas de la revista Verde Olivo y la novela policiaca de los buenos contra los malos a través del concurso Aniversario del MININT. Tendrían a su disposición la Editorial Capitán San Luis. Incorporarían aliento poético a los testimonios sobre infiltrados de la Seguridad del Estado entre los alzados del Escambray o entre los agentes de la CIA camuflados en la ciudad, dedicados a sabotear el avance de la Revolución.

Cuando el reservista de las Fuerzas Armadas Revolucionarias Eliseo Alberto le habló a su padre acerca de los informes que le habían solicitado, Eliseo Diego respondió en voz baja: “Mira, hijo, no te han pedido que escribas contra nosotros, sino sobre nosotros”. Dicho consuelo le permitió a Lichi cumplir su deber y que pronto sus informes provocaran bostezos.

En los finales de los años sesenta y la primera mitad de los setenta, la Seguridad del Estado persiguió concretar la “obra de todos”. Su método consistió en intimidar, desmoralizar e inmovilizar a una juventud dispuesta o reticente a subirse al carro de la Revolución, aclamado por el ímpetu de un enjambre de cómplices.

La insurrección de los barbudos pestilentes aspiraba a que sus histriones estuvieran pelados con el corte de las masas y se afeitaran con las cuchillas Astra (o “Lágrimas de hombre”) donadas por la hermana Unión Soviética. Los pelos largos y las lenguas sueltas podían convertirte en un cero a la derecha de la izquierda, ideología que gozaba el clímax del entusiasmo colectivo.

En un rincón del alma (2016), documental épico-romántico de Jorge Dalton, describe la transición de la obediencia al desacato de uno de aquellos jóvenes ilusionados con un renovado proyecto social. A partir de sesiones de entrevistas realizadas a Eliseo Alberto en su exilio mexicano, el cineasta salvadoreño que vivió y estudió en Cuba plasmó a dúo otra teoría del desencanto.

Fue el autor de Informe contra mí mismo (Alfaguara, México, 1996) quien apeló a los vestigios de la pasión, y al brío de la razón, para ofrecer un testimonio presto a transformarse en confidencias e imágenes arquetípicas de la desventura insular.

Jadeante y sereno, Eliseo Alberto empieza colocando al grupo Orígenes y su revista en la cúspide del movimiento literario cubano, especificando los motivos que aproximaron a un puñado de amigos. Pero no sitúa en el cenit de esta gravitación creativa a Eliseo Diego sino a José Lezama Lima, el “padre intelectual de la familia origenista”. A la hora del recuento, Narciso logra doblegar a Edipo.

Lástima que obviara a Virgilio Piñera y la revista Ciclón. Como si el antagonista Piñera no fuera una pieza angular en la construcción y expansión del mito Lezama. Esta omisión me impulsa a rescatar la pincelada donde Reinaldo Arenas escucha o imagina escuchar a Eliseo Diego diciendo: “Virgilio Piñera es el diablo”.

Consternado y rabioso, Eliseo Alberto evoca los inicios de la Revolución y su contracandela ante la mala yerba del nacionalismo burgués.

Lichi habla de cuando el don de liderazgo sin jefatura de Lezama desató una imantación sospechosa; de cómo la paranoia hegemónica lo creyó capaz de transformar una suma poética en un foco de conspiración literaria. Cualquiera diría que los malabares líricos de aquel vecino de Trocadero 162 eran una réplica de ametralladora con mirilla telescópica para fulminar a la cultura proletaria.

Lezama, el solitario que cultivó el diálogo con fanatismo, debía estar aislado y solo. El frío seco del exilio podía aliviar los pulmones del peregrino inmóvil que viajaba en el carruaje de la imaginación. Tal vez la lejanía física le permitiría caber en la butaca de un avión, vislumbrar las aguas turbias que bañaban su Isla.

Por eso le hacían creer en la inutilidad de su aura contaminante. Por eso lo exhortaban a marcharse de un espacio que le resultaba estrecho. Su legado de vanguardia republicana debía resultar otra construcción del enemigo.

“Un país frustrado en lo esencial político tiene que hallar su expresión en otros cotos de mayor realeza”. El ideario exquisito de Lezama Lima traducía con puntería de francotirador el meollo del tenebroseo y la envolvencia política insular.

Consternado y rabioso, Eliseo Alberto evoca los inicios de la Revolución y su contracandela ante la mala yerba del nacionalismo burgués. Esa aristocracia del pasado que nada hizo por el cambio social, ni poseía autoridad para colaborar en el diseño de la nación. Esos infantes que podían cometer el pecado de soñar despiertos con la vuelta de los Reyes Magos.

Desde entonces, cada 6 de enero desde 1959, los niños cubanos amanecían fantaseando con que Gaspar, Melchor y Baltasar volverían cualquier día llenos de regalos pendientes, luego de una breve estancia por otros confines del planeta.

La inconclusa noción de “lo cubano”, huérfana de convicciones teóricas, se tradujo en el hecho consumado de “lo soviético”. La filosofía del manual ruso descalificó a los trotskistas de gabinete a favor de los estalinistas a pie de obra, quienes impusieron el realismo socialista como doctrina estética en el campo del arte y la literatura.

Tras la metamorfosis del alma civil en rebaño de burros con pistolas en la cintura o rifles en los hombros, los artistas y escritores que no se fueron de Cuba y creían en Dios o en sí mismos debían sobrevivir sin estimular discrepancias.

Si la religión era el opio de los pueblos, según afirmó Karl Marx en su Contribución a la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel, el ateísmo de los recién alfabetizados iba a compensar “una fuerza política sin ideología”.

Si Platón expulsó a poetas, filósofos y guerreros de su Estado, la Revolución triunfante excluyó también a religiosos (especialmente, los Testigos de Jehová), homosexuales, universitarios ideológicamente inconformes, hippies, artistas e intelectuales.

Las conquistas libertarias de la moral no hacían ninguna gracia a los compañeros encargados de la limpieza.

Saint-Just, el arcángel del Terror, prefigura a las Brigadas de Respuesta Rápida implementadas por la Revolución Cubana.

El trepidante mayo del 68 francés sucumbiría al perpetuo enero del 59 cubano. Al precio que fuera necesario.

En un rincón del alma combina la experiencia individual y el testimonio colectivo de una época que muchos prefieren olvidar. Se antojan cruciales estas imágenes inéditas de la caída de las melenas y las golpizas sufridas por jovenzuelos (y algunos no tan jovenzuelos) fanáticos al consumismo hipnótico del capitalismo.

Como exteriorizó Fidel Castro en una de sus enardecidas intervenciones públicas, habían surgido unos grupos “influenciados por la propaganda imperialista que les dio por hacer pública ostentación de su desorden” e, incluso, “por empezar a vivir de una manera extravagante, reunirse en determinadas calles de la ciudad”.

De esta arenga contra la extravagancia se deduce que la época de la rebeldía clandestina había culminado en 1959. Solo quedaría el legado conmovedor de aquellos lampiños delatados y ultimados en contiendas o tretas urbanas, inmolados para la patria sin el resguardo de las montañas de la Sierra Maestra.

Un “fenomenito”, término del camarada Fidel para identificar al diversionismo ideológico, contrario a una Revolución que ofrecía trabajo, sacrificio, lucha. La blandenguería viciosamente asociada con los privilegios del ocio.

“Recuerdo a una profesora que vio a los populares actores Ana Lasalle y Salvador Wood vestidos de milicianos por La Rampa, tijeras en mano, con la orden de rapar al primer desviado que hallaran en su camino. Mera cuestión sanitaria o limpieza ideológica. Eso parecía una novela y no precisamente del boom latinoamericano”. (Ileana Matamoros Barrio, 64 años. Ex alumna del preuniversitario Manolito Aguiar, de Marianao. Años 1967-1970. Historiadora del arte. Reside en Cuba).

“Cuando un Estado es lo bastante desdichado para necesitar recurrir a la violencia, necesita marcar esa violencia con el signo de la infamia, como si fuera un timbre de honor”. (Louis de Saint-Just, El espíritu de la Revolución y de la Constitución de Francia, 1791).

Saint-Just, el arcángel del Terror, prefigura a las Brigadas de Respuesta Rápida implementadas por la Revolución Cubana: esos militares, vestidos de ciudadanos, que sabotean los mínimos espacios de creación artística en casas particulares, donde un puñado de arrestados intentan llegar al “lugar del crimen”.

Sobre el intelectual como figura decorativa en medio de las retóricas de la intransigencia encontramos una anécdota sugerente en el documental que dirige Jorge Dalton. Según cuenta Eliseo Alberto, un día Nicolás Guillén (a quien consideraba un caballero) fue a la Biblioteca Nacional y le dijo a su padre: “Vente a trabajar conmigo a la UNEAC y te ofrezco un trabajo extraordinario, no tendrás que hacer nada”.

Guillén le propone a Diego una ganga. Sacar del oscuro esplendor entre polillas a un escritor que alcanzó visibilidad fuera de la capilla lezamiana y sus discípulos, carentes de armas silenciosas para matar al padre.

“¿Qué te ofrezco? Nada. Escribe y tómate un cafecito conmigo por las mañanas”, concluyó Nicolás.

En un rincón del alma acabará silenciado. Nada novedoso. Otro accidente habitual entre nosotros.

No era lo mismo reproducir la cantaleta macondiana de Gabriel García Márquez que apropiarse de la resonancia visceral de Lezama Lima.

Lezama era un amante de las palabras como refugio de la imagen y un enemigo rumor del lobby político oficial, inclinado al oportunismo de izquierda como estrategia de legitimación cultural.

Poco tiempo después, Eliseo Diego deja su puesto como investigador literario en la Biblioteca Nacional para engrosar la lista de asalariados dóciles, estimulados con una plaza simbólica en la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Dádiva tramitada por Nicolás Guillén. Así, Eliseo tendría reposo para escribir, dormir la siesta y callar, sin preocupaciones económicas ni tareas burocráticas.

“El trabajo le quedaba al doblar de la casa”, detalla Eliseo Alberto. “Papá se quitaba de arriba las guaguas”.

Fabular entre cuatro paredes, lejos del tumulto y la escasez, le permitiría al delicado barbudo convertirse en clásico viviente de la literatura fantástica cubana. Fumar en pipa sería un hábito que ningún salvaje le cuestionaría.

Para Nietzsche, Brahms era un “melancólico de la impotencia” cuyas obras surgían de la carencia y no de la abundancia. Salvando las distancias, la música compuesta por José María Vitier para el documental recrea esa melancolía de la impotencia: como si el pianista comunicara un estado de ánimo en blanco y negro, como los colores de su teclado, sin la menor posibilidad de alcanzar matices cromáticos.

Quien sostenga que este documental nada aporta al trasiego contestatario insular, por atesorar más sombras que luces o insistir en las archiconocidas aberraciones totalitarias, debería reconsiderar este axioma martiano, siempre obviado por la mala memoria: “No puede haber perdón cuando no ha habido justicia”.

En un rincón del alma acabará silenciado como Santa y Andrés (2016), de Carlos Lechuga o Nadie (2017), de Miguel Coyula. Su destino será engrosar el currículum cubensi hilvanado por la censura contra el cine hecho sin acatar órdenes de arriba. Nada novedoso. Otro accidente habitual entre nosotros.

Jorge Dalton (San Salvador, 1961) es el hijo menor del poeta salvadoreño Roque Dalton. Eliseo Alberto (Arroyo Naranjo, 1951-Ciudad México, 2011) es uno de los hijos del poeta, narrador y ensayista Eliseo Diego. Ambos se conocieron en Cuba y se reencontraron en el camino. El cine les sirvió para despedirse. Mediante una conversación privada que se hizo pública para luego ser póstuma.

Entre la quimera marxista de Roque y el conservadurismo católico de Eliseo, tanto Jorge como Lichi optaron por el riesgo político. Adultos hijos de papá, recordaron al escritor polaco Czeslaw Milosz: “La diferencia entre un intelectual de Occidente y otro que se encuentra tras la cortina de hierro radica en que al primero aún no le han dado una buena patada en el trasero”.

Por ello, En un rincón del alma destila esa amargura que condujo a dos amigos a indagar en la muerte de un sueño compartido y en el germen de una larga pesadilla. Por ello, el entrevistado aboga por la reconciliación de los cubanos dispersos por el mundo, trocando la hostilidad en diálogo a la hora de retornar a sus orígenes.