En el castillo de Axel

Afluente del Mississippi, el Arkansas River atraviesa el condado de Tulsa, cuya capital de mismo nombre se jacta de ser el punto de partida de la legendaria U.S. Route 66The Mother Road of America. Conocida en la primera mitad del siglo XX como la Oil Capital of the World, Tulsa alberga en la University of Oklahoma gran parte de los manuscritos de Cyril Connolly y Edmund Wilson. Las letras de ambos escritores descansan en anaqueles contiguos, partícipes de una larga conversación.

Mientras en los años treinta antológicas tormentas de polvo azotaban Oklahoma y parte del Midwest, Edmund Wilson publicó Axel’s Castle: A Study in the Imaginative Literature of 1870–1930 (New York, Charles Scribner’s Sons, 1931), un estudio que en buena medida aportó visibilidad dentro de aquella otra tormenta que fue la literatura moderna.


Izquierda: Dowtown Tulsa en los años veinte.
Derecha: Wilson y Connolly también conversan en el Wunderkammer.


Amanece en la Isla de Richmond, y yo, Jonathan Edax, me acomodo en el sillón de orejas. Tomo del Wunderkammer el libro de Wilson (al lado, los de Connolly) y lo abro al azar: “It is impossible”, writes Jacques-Émile Blanche, to understand his correspondence (his mania), letters of six or eight or ten pages to anybody at all, unless one divines the difficulty of establishing peaceful and normal interchanges with a person so remote and inaccessible, who, from politeness, gentilesse, smothered you with flowers”. 

En la cita anterior se habla —¿de quién si no?— de Marcel Proust. El testimonio del retratista Blanche le sirve a Wilson para dar una idea del estilo Proust, de sus frases siempre alargadas, alargándose, desbordando la página y provocando una encantadora crisis asmática (esas flores que asfixian de Blanche) en el lector. 

Si bien en la nota de agradecimiento al crítico y docente norteamericano Christian Gauss, Wilson señala que la crítica literaria debería ser “una historia de las ideas y la imaginación del hombre en el marco de las condiciones que la determinan”, su prosa ensayística es merecedora de la de aquellos autores que analiza. Axel’s Castle no es solo un clásico libro de crítica: resulta además uno de los más altos ejemplos del ensayar wilsoniano. 

Con independencia de cierto tono didáctico —heredado de Sainte-Beuve: resumirle al lector la trama, el argumento y tema de la obra, así como utilizar elementos biográficos para explicar zonas del texto—, la ensayística de Wilson va a contrapelo de aquella máxima de Nietzsche según la cual “el crítico es un eunuco”. Su capacidad de síntesis (el arte de glosar) resulta extraordinaria: resume y analiza detalladamente toda la novela de Proust en unas veinte páginas; lo mismo hace con el Ulysses. En Axel’s Castle el didactismo comparte morada con la imaginación, la elegancia e intuición críticas. 

En su biografía Edmund Wilson (A Life in Literature), Lewis M. Dabney brinda una espléndida muestra de la pasión crítica de Wilson. Cuenta que Robert Linscott, el editor de la primera traducción al inglés de À la Recherche, le preguntó en una cena a Wilson sobre Proust. Acto seguido, Wilson se sumergió en una apasionada disquisición sobre el divino Marcelo, en la que repasó y comentó en un rato casi toda la obra proustiana:

“Cuando Edmund se llevó la primera cucharada de sopa a la boca, le hice una pregunta sobre Proust, entonces bajó la cuchara y comenzó a hablar. A veces se detenía, levantaba la cuchara, pero bajo la presión de otro pensamiento la volvía a bajar y continuaba su soliloquio proustiano. Mientras la camarera iba trayendo platos de pescado y luego el postre, todo el tiempo él levantaba y bajaba la cuchara, pero nunca ingería bocado. Cuando terminé de comer, Wilson parecía haber bajado a tierra y mirándome exclamó: ¡Bob, ¿por qué ella no te ha traído nada!?”.  

Por otra parte, los instrumentos de análisis marxistas de los que también se auxilia Wilson para armar su andamiaje crítico, casi nunca representan una camisa de fuerza a su discurrir ensayístico. Eso sí, hay brochazos de cierto dogma real-socialista, propio de los muchachones y muchachonas intelectuales del Greenwich Village que luego gravitaron alrededor de la Partisan Review durante la década del treinta: “Y aunque podamos lamentar en Proust […] que nunca sintió la necesidad de referir su arte y sus ideas a los problemas generales de la sociedad humana”… 

Pero, como señaló Paul Johnson en su libro Intelectuales, “Edmund Wilson es un salvado del fuego”. Su ensayar siempre encontraba cómo fugarse del marco teórico; este era apenas el punto de partida para darle rienda suelta a su imaginación y destreza críticas. Sírvase como ejemplo esta otra cita del ensayo sobre Proust: 

“Proust es tal vez el último gran historiador del amor, la sociedad, la inteligencia, la diplomacia, la literatura y el arte de la ‘Casa de Austria’ de la cultura capitalista; y ese hombre bajito, con su voz triste y suplicante, la inteligencia de un metafísico, la nariz de un sarraceno, la camisa de frac mal ajustada y los grandes ojos que parecen verlo todo en torno suyo como los ojos polifacéticos de una mosca, domina la escena y hace de anfitrión en la casa de la que no será por más tiempo el dueño”. 


En el castillo de Axel - Pablo de Cuba Soria

Axel’s Castle, de Edmund Wilson. Primera edición.


Primera edición de pasta dura en azul oscuro, casi negro. Mi ejemplar llegó sin la sobrecubierta. En su peregrinar, los libros a veces van perdiendo partes de su cuerpo; hay casos en los que pierden hasta el espíritu. Perteneció anteriormente al Buffalo Seminary Library y aún tenía algunas páginas sin cortar; algún seminarista o sacerdote lo leyó a medias. Ahora bien, las páginas donde se resume el monólogo interior de Molly Bloom están muy bien leídas: tienen varios subrayados… yes my mountain flower and first I put my arms around him yes and drew him down to me so he could feel mt breasts all perfume yes

A modo de resumen: 

  • Dividido en ocho partes y dos apéndices, Axel’s Castle es un estudio de la literatura moderna —“contemporánea” también la llama su autor— y sus antecedentes más inmediatos, a través de la obra de seis de sus principales representantes: W. B. Yeats, Paul Valéry, T. S. Eliot, Marcel Proust, James Joyce y Gertrude Stein. Para Wilson, todos ellos eran herederos de los ideales del simbolismo. El Axel de Villiers de L’Isle-Adam y Rimbaud dominan la última parte, en la que Wilson también se auxilia de ellos para dar sus conclusiones.  
  • Parte I. Reflexión sobre las condiciones que propiciaron el desarrollo del simbolismo, como resultado del antagonismo estético e histórico del clasicismo (y su derivado naturalista) y el romanticismo. Destacan Nerval, Poe, Baudelaire, los parnasianos, Verlaine, Flaubert y Mallarmé como precursores y exponentes. De Poe dice que fue el “profeta más importante”, y de Mallarmé que llevó “la poesía al límite donde otros pulmones hallarían irrespirable el aire”. Concluye que “la historia literaria de nuestro tiempo es, en gran parte, la del desarrollo del simbolismo y de su fusión o conflicto con el naturalismo”. 
  • Parte II. W. B. Yeats. Un estudio sobre la evolución poética del poeta irlandés; de sus “primeros versos prerrafaelitas y románticos”, que “encontró en la mitología irlandesa un tesoro de símbolos”, al lenguaje “más llano y vivo” de The Tower (1928). Del joven que “frecuentó clarividentes y estudiosos de astrología y magia” y visitaba las tertulias de jueves en la casa de Mallarmé, al poeta que tuvo tres veranos (1913-1916) a Ezra Pound como secretario y “alcanzó la estatura de un maestro”. Wilson estudia la travesía del Yeats simbolista al Yeats moderno.
  • Parte III. Paul Valéry. El más cercano heredero del ideal mallarmeano; a tal punto que “al cabo de veinte años [de sequía creadora] empezó de nuevo a escribir” cuando “se casó con una dama del círculo de Mallarmé”. La poesía de Valéry —à propos de Le Jeune Parque— es la autobiografía de “una forma”, porque “el asunto es de poca importancia”; asimismo, “se mueve siempre de un lado a otro entre este mundo palpable y visible y un reino de abstracción intelectual”. 
  • Parte IV. T. S. Eliot. Wilson resalta cómo en Eliot confluyen dos tradiciones: “los poetas ingleses del siglo diecisiete y los simbolistas franceses del diecinueve”. El análisis comparado del influjo de Laforgue en los poemas de Eliot de la década del diez y del veinte, resulta ejemplar. El joven Tom absorbe en “su fraseo” ciertas imágenes recurrentes y el “esquema métrico irregular de Laforgue”. Sin embargo, “las imágenes de Laforgue son a menudo inverosímiles e inapropiadamente grotescas; […] pero el gusto de Eliot es absolutamente certero, sus imágenes son siempre apropiadas”. En su análisis de The Waste Land, Wilson destaca la figura de Ezra Pound dentro del devenir de la poesía moderna.
  • Parte V. Marcel Proust. Líneas atrás ya dije todo sobre este apartado: aparte de las ideas que Wilson ofrece sobre Proust, el uso de la glosa es para enmarcar. 
  • Parte VI. James Joyce. “Ulysses es la novela más completamente escrita desde tiempos de Flaubert”, señala Wilson para entonces adentrarse con la vela del crítico en la selva oscura del esquema novelístico joyceano. Con su uso magistral de la glosa, profundiza en los distintos niveles intertextuales de la novela, en el paralelo homérico que la sostiene. Observa cómo Joyce hizo emigrar ciertos principios del naturalismo hacia el ideal simbólico. Al final del capítulo, señala que Joyce está escribiendo un libro que “va a centrarse en el sueño de una sola noche de un único personaje”; ya se vislumbraba el salto al vacío de Finnegans.
  • Parte VII. Gertrude Stein. El capítulo más corto, donde solo se habla de la autora de Tender Buttons unas pocas páginas. Wilson destaca el primer libro de Stein, Three Lives, que influyó a Eugene O’Neill y Sherwood Anderson, y que se sostiene en “repeticiones recurrentes con su efecto de estribillo de balada, […] simples frases declarativas, de una desnudez casi escolar”. Wilson sitúa a Stein dentro de las vanguardias, entre cierto espíritu dadaísta y el surrealismo.
  • Parte VIII. Axel y Rimbaud. Conclusiones. Destaca a Rimbaud porque su “vida parece más satisfactoria que las obras de sus contemporáneos simbolistas, incluso que las de la mayoría de sus sucesores simbolistas, que se quedaron quietos y aferrados a la literatura”, y se pregunta por el futuro de “esta literatura”. El Axel de Villiers representa al poeta desencantado, encerrado en su torre, cuya ruptura con “la realidad” ya es definitiva; mientras Rimbaud representa la fuga de la obra literaria hacia la obra de vida. El de Rimbaud es sin dudas el ideal de Wilson; sin embargo, sabe que la gran literatura está escrita por los hijos de Axel.
  • Wilson concluye que “[el simbolismo] fue un antídoto del naturalismo decimonónico, [y el romanticismo] el antídoto del neoclasicismo […] El simbolismo corresponde al romanticismo. Pero si este buscaba toda clase de experiencias —amor, viaje, política—, los simbolistas solo llevan su experimentación al campo de la literatura y, pese a ser también esencialmente exploradores, solo exploran las posibilidades de la imaginación y el pensamiento”.
  • Los dos apéndices con los que cierra el libro corresponden a tres versiones de un pasaje de Finnegans Wake de James Joyce —donde se ve cómo Joyce fue empujando su escritura hasta el delirio onírico de Finnegans—, y a las “Memorias del dadaísmo” de Tristan Tzara. 

Edmund Wilson y Mary MacCarthy, 1942.

Edmund Wilson y Mary MacCarthy, 1942.


Tercera esposa de Wilson, Mary McCarthy inició su carrera de escritora luego de que su marido la encerrara en el ático durante algunas semanas, para que así escribiera una novela cuya escritura ya postergaba demasiado. De ese encierro salió The Company She Keeps (1942). Una amiga de la entonces veinteañera Mary le pidió que denunciara a Wilson. La respuesta de McCarthy fue inmediata: “Thatʼs what I needed: an Edmund to force me. An Edmund who locked me in an Axel castle”. 


Diario de un bibliófiloSeptiembre 17, 2016. Sábado, calor que rompe el asfalto y New York. Visita obligada a Strand. El tercer piso de la librería alberga los libros raros. Siempre una buena sorpresa me aguarda entre sus anaqueles. Primera edición de Axel’s Castle de Edmund Wilson. Cuando voy a pagarlo, el librero (un señor de unos ochenta años, de barba rala y bigote manchado de nicotina), sin apartar la vista del volumen, me dice: “Oh, Edmund Wilson… You know, he lost his virginity a few blocks from here, in the Village. Ah, my father told me that his victimizer, Edna St. Vincent Millay, was a beautiful sorceress”.         


Strand Bookstore, 828 Broadway, esquina East 12th Street

Strand Bookstore, 828 Broadway, esquina East 12th Street.




Las voces de Palinurus (III) - Pablo de Cuba Soria

Las voces de Palinurus (III)

Pablo de Cuba Soria

En una charla con Isaiah Berlin, Edmund Wilsonadmitió que le disgustaban todos los literatos que había conocido en Londres, con las excepciones de Connolly y Evelyn Waugh, “porque eran auténticamente desagradables”. Connolly siempre profesó gran admiración por Wilson, más allá de que dijera que su novela Memoirs of Hecate County era una monotonía de insectos.


Print Friendly, PDF & Email
2 Comentarios
  1. nimios apuntes de Kiko Amat…

    El ring de esta semana enfrenta a un crítico literario y a un escritor, y por tanto deberíamos tener ganador moral antes del primer vituperio. Pues, como sabe todo el mundo, los críticos literarios están, por definición e históricamente, equivocados.

    Por desgracia para mí, y suerte para ustedes (que leen mis paridas), no es tan sencillo.

    Edmund Wilson era un crítico estadounidense. Se parecía a Truman Capote pasadas las fiestas y pregimnasio, y estaba enamorado de Rusia y su cultura (era marxista, aunque desde la distancia). Vladimir Nabokov era un escritor ruso de clase alta que, tras ser desahuciado por los bolcheviques, llegó a Amerika con ropa prestada y un inglés execrable. Wilson, que como otros negados para la ficción sabía reconocer el talento cuando lo veía, le consiguió trabajo de reseñista, le buscó editor, le procuró una beca y, aún más crucial para el ‘bromance’, pasó años evitando criticar (en público) los libros del otro. Nabokov reciprocó corrigiendo el titubeante ruso del yanqui y manteniéndolo exento de la hiel que regurgitaba sobre el resto de mortales. A los dos viejos verdes, además, les unía lo que Vera Nabokov llamaba ‘nyeprilichnaya literatura’ (libros guarros), y echaron más de una tarde leyéndose el uno al otro pasajespicantes de ‘Historia de O’.

    Los dos ‘buddies’ inundaron el servicio postal con un intercambio epistolar en el que no ahorraban elegías a su camaradería mezcladas con apuntes literarios de desaconsejable franqueza. Cuando Wilson publicó en 1946 una novela de erotismo pasteurizado, Nabokov le soltó: «El lector no deriva ninguna satisfacción de los coitos del héroe. Preferiría intentar abrir una lata de sardinas con mi pene». Wilson, por su parte, le dejó caer a su amigo que ‘Lolita’ le parecía un pedo, a la vez que, ciclotímicamente, reclamaba crédito por haberlo inspirado (años atrás le había regalado a Nabokov un librito francés de pederastia ‘soft’). ‘Lolita’, es bien sabido, se convirtió en ‘hit’ intergaláctico, y el libro de Wilson ‘a casa seva el coneixen’, que decía mi abuela. Eso no ayudó.

    Dichos agravios fueron bajando el mercurio hasta que la traducción de Nabokov del ‘Eugenio Onegin’ inauguró su era glacial. Al breve original Nabokov le añadía mil páginas de notas bibliomaníacas, referencias farragosas, mezquinas desautorizaciones de todos los traductores previos, arcaicismos infumables y loas a su propio genio. Wilson no dudó en reventarlo para el ‘NYT Review of Books’. Su reseña comentaba el «afecto cálido a veces helado por la exasperación» que sentía por su amigo, para luego cargar, ejemplo a ejemplo, contra los errores de traducción. Recordemos que el ruso de Wilson era tirando a tosco, lo cual convierte su crítica en el equivalente de que yo, notorio lengua de estropajo y paladar de gorrino, fuese a Monvínic a darles lecciones de enología a los sumillers.

    Nabokov, como era de esperar, agarró el revólver cargado que le había entregado el listillo de Wilson y le voló la crítica faz. Su carta pública rebatía con tono salfumán y conocimiento inapelable cada nota de Wilson, no olvidando hacer mofa a cada párrafo del acento del crítico, y finalizaba así: «Su mezcla de pomposo aplomo e ignorancia maliciosa ciertamente no conduce a una discusión sensata del lenguaje de Pushkin, ni del mío».

    Me encantaría decirles que, tras la segunda carta, algún patricio caritativo alquiló un ring de ‘mudwrestling’ texano y conminó a ambos plúmbeos a que, completamente desnudos, prosiguiesen su pique practicándose ‘half nelson’ fangosos el uno al otro, con posible desempate de calcetinazos sudados en cara. Pero no. Más bien lo contrario: Wilson regresó con una réplica cuya frase más excitante era «debería haber dicho que ‘vsyo’ era el singular nominativo neutro y ‘vse’ el plural nominativo para los tres géneros, y debería haber descubierto que el gerundio presente puede usarse en el sentido del pasado». Por favor, mátenme.

Deja una respuesta

Su dirección de correo electrónico no será publicada.