El Martí del fotógrafo Ernesto Fernández, esa es la imagen. Con ella, o desde ella, perpetraré el retrato de Orlando Luis Pardo Lazo (La Habana, 1971), escritor, activista político, bloguero, fotógrafo.
Ahora no me interesa el ensamblaje de la foto, tomada en 1957, sino el desmontaje: la decapitación de Martí. El minucioso desmembramiento, la idea despojada de toda banalidad política.
Quiero hacer lo mismo con Orlando. Separar su cabeza del cuerpo, poner sobre la hoja en blanco su ideario de profeta apóstata o apóstol profano. A fin de cuentas, motivados por sus delirios en el Microsoft Word y Facebook, no pocos desean ver esa cabeza sangrando sobre un plato. Las auras tiñosas planeando en círculos. (El aura tiñosa es nuestra mejor versión del buitre. En bandadas, la Catahrtes aura vuela alrededor de la enorme raspadura de piedra erigida en la antigua Plaza Cívica, hoy Plaza de la Revolución).
Su cabeza. Me interesa cuanto ha ido aconteciendo ahí adentro: asociaciones, corrosión, los flujos y la flema del discurso, su noción del amor, decisiones, deserciones. Incluso su noción de patria y fidelidad. ¿La apuesta por la futilidad? Literatura, activismo (véanse los blogs Lunes de Post-Revolución y Boring Home UtoPics), fotografía.
En Orlando Luis Pardo Lazo está el origen de la etiqueta Generación Cero. Pero eso ya fue explicado en el texto “Entre la fricción y el tartamudeo: la voluntad de hacerse intraducible”, el pórtico de una serie de retratos que haré. A destiempo. Con la risa del ángel, con la de la hiena también.
Partió de él la voluntad de nuclear a un grupo de escritores para habitar el campo literario (“camping literárido”, según su jerga) de los Años Cero, es decir, de la primera década de siglo XXI. Dígase team, comando o alegre pelotón suicida formado por un piquete de muchachas y muchachos casi tristes o casi alegres, dispuestos a tomar un espacio en el camping tal cual se toma una cabeza de playa. Esa voluntad está en las antologías Cuba in splinters (O/R Books, 2014) y Generation Zero (Sampsonia Way Magazine, 2014).
Si se repasa la obra narrativa de Orlando, se advertirá una progresiva dilución tanto de la ficción como de la historia narrada. Un proceso. En su etapa inicial, sus cuentos se caracterizaban por la formulación de personajes, peripecias, un tema. La historia tenía principio, desarrollo y final. Incluso cifraba una segunda historia. Allí están los libros iniciales: Collage karaoke (Letras Cubanas, 2001) y Empezar de cero (Extramuros, 2001). Luego la apuesta se iría desplazando hacia el lenguaje, la estructura, la forma, sin abandonar del todo la historia: Ipatrías (Unicornio, 2005) y Boring Home (Garamond, 2009).
Los tópicos a los que volvió más de una vez entre 2005 y 2009, fueron, sin lugar a dudas: el amor, la muerte, la literatura vista cual experiencia vital o mortal (Ezra Pound, Reinaldo Arenas, Guillermo Rosales, Ernest Hemingway, William Saroyan) y la desolación interior frente a un panorama nacional igual de desolado (el referente y su traducción, marcados por lo real o por el absurdo). Los mejores ejemplos: los cuentos “Cuban American Beauty”, “Lugar llamado Lilí”, “Stainless Steel”, “Historia portátil de la literatura cubana” e “Ipatria, Alamar, un cóndor, la noche y yo”.
Detalle revelador es el uso particular del lenguaje, que se vuelve esquizo, telúrico, mordaz, irónico, cínico, y a la par va generando (según su jerga) un “vocubalario”. Años de formación o deformación.
Para calificar o resumir hacia dónde ha derivado el Orlando escritor, el fragmento inicial de “Historia portátil de la literatura cubana”, del libro Boring Home:
“Ipatria piensa que evitar la ficción es lo mínimo para no hacer el ridículo. A propósito del canon local, carraspea y garrapatea en su diario: Cualquier raicilla de ficción es suficiente para que retoñe ese rastrojo estético que los peritos llaman una «una literatura mayor»”.
Esa Habana es también Alamar, una ciudad dormitorio, patria de suicidas y de exiliados chilenos.
Este parece ser su propósito: huir del “rastrojo estético” para arribar al “rastrojo estático”, al texto donde (casi) no se narra; su interés es el desmontaje de cualquier variante de utopía.
La jerga propia se va constituyendo en el elemento de mayor protagonismo. En ocasiones compromete la aprehensión de lo narrado. No solo es la palabra campeando por su respeto: hay además un sonido, una musiquilla, una aliteración. Visto así, Orlando es (siguiendo su jerga) barrueco, no barroco; no una profusión de elementos más o menos descriptivos, funcionales o no, sino una suma de irregularidades de (aparente) poco valor.
Ipatrías es la consumación de su delirante apuesta con y por la palabra. El lenguaje ahí no es solo una operación comunicativa; es, además, una suerte de trepanación. La palabra es el medio con el que cuenta para ejecutar limpiamente una lobotomía y así extraer de (o sembrar en) la cabeza del lector la piedra de la locura.
En este cuaderno el lenguaje es “a ratos neohabla y a ratos nohabla”; tal advertencia ha sido estampada en la nota de contracubierta. Cada uno de los siete cuentos o piedras de la locura son una vuelta de barrena contra el hueso. También son un giro en sentido contrario para luego arremeter e intentar un agujero más profundo. Tras cada vuelta de página se suceden el absurdo, la ironía, la necesidad de revisitar autores olvidados u obligados al olvido, situaciones escatológicas. El tempo es a ratos frenético, o se desacelera para embragar entonces la marcha en reversa: pura retórica, disgregación, malabar…
Sin embargo, en Mi nombre es William Saroyan (Editora Abril, 2006) el registro parece diferir, como si desistiera de su propósito. Es la sobria mezcla de la etapa de formación y la del delirio, uno de los momentos más calmados e interesantes de su obra. Quizá porque estaba simulando una biografía extraña: la de Saroyan, contaminada con la suya propia. Armenia y Cuba, o los recuerdos y nociones a propósito de ambas, se complementan en un artefacto muy peculiar.
Las piezas narrativas de este breve libro nos dan acceso a las “impronunciables memorias” de William o Vilniak, aquellas que “nunca te suben hasta la garganta ni siquiera cuando estás desnudo, o dormido, o deceso”.
La memoria, el diario. La falsa memoria, el supuesto diario. La pretensión de entender, desplazado, el sentido de la vida, mientras se registra en un cuaderno lo vivido. El diario como variante de traqueotomía (puesto que a lo largo de su ficción ha retomado no pocas ideas, no es desacertada la ejecución de un flash forward para arribar a la cita idónea, otro fragmento de “Historia portátil de la literatura cubana”: “Para Ipatria la traqueotomía es un «túnel entre texturas irreconciliables», un «poro de diálisis contra el vacío de la ficción», un «cortocircuito de lo verosímil que abole las fronteras de la verdad». Y así mismo, con aire de monje franciscano y entre comillas, deja constancia escrita en su diario de estas teorías a medias”).
En Mi nombre es William Saroyan están el horror de la ciudad, el dolor infringido físicamente al cuerpo, el dolor y la desesperación que emanan de enfrentarse a un entorno adverso. El vaciamiento interno. Bajo la mirada de Vilniak Saroyan, Ereván o La Habana devienen escenarios desolados y generan la desolación en el protagonista.
Esa Habana de Vilniak es en realidad el Lawton real y a la vez ficticio, pero nunca inverosímil, de los días de Orlando en La Habana, ciudad cuyo nombre comienza con una letra muda: “La Hanada” según su jerga. Esa Habana es también Alamar, una ciudad dormitorio, patria de suicidas y de exiliados chilenos: “ciudad cenotafio”. Hay en Alamar y en el Lawton de Orlando amores truncos cuyos mejores y peores paisajes acontecen en la alta madrugada o al mediodía.
Boring Home es otro registro. La rara paz interior de Mi nombre es William Saroyan tiene un alto punto de fusión; es un libro dúctil, de una tintura blanca, metálica, como el wolframio en su estado más puro. Boring Home es un estadio de serenidad diferente. Está situado en el límite, cercano a la ignición. Es un depósito de pólvora. O mejor: un contenedor de artilugios de pirotecnia. Luces de bengala, voladores, barrenos, palomas, petardos. Y C-4 junto a una carga de TNT.
Estos dos libros podrían ser las “impronunciables memorias” de Orlando Luis. Pero allí todo es ficción. Y nada es ficción. Una paradoja, y la posibilidad de habitar en ella. Si para él Armenia es “una patria perdida” entre el ejército de ocupación turco que trajo la guerra y el ejército soviético que supuestamente trajo la paz, Cuba es “un país no tan desierto como desertado”.
La soledad del onanista de fondo devenida trending topic entre funcionarios dispuestos a pedirle la cabeza.
A partir de ahí, Orlando se ha movido de la calma al desmadre, de la contención a la eyaculación sobre el “trapo heroico” de Poveda.
El big bang puedo haber sido aquel acting, aquel acto (¿infecundo?). El denso caldo seminal mojando los barrotes azules y blancos del pabellón patrio. O la estrella solitaria. El semen que tal vez hizo diana en el delta rojo sangre.
Se dice que el chorro sí terminó en la bandera, y que la performance ejecutada por Orlando en una habitación fue documentada en una foto. Por el propio Orlando. La soledad del onanista de fondo devenida trending topic entre funcionarios dispuestos a pedirle la cabeza.
La foto que no vi. Que muchos no vieron, pero de la cual no pocos hablaban. La foto que, como archivo adjunto en los comentarios de pasillos, puso en conteo regresivo su condición de autor publicable en Cuba.
La foto y el performance supuestamente prosaicos cuyo significado era, y es, apenas nada comparado con su prosa presumida, esa misma prosa procaz propiciadora del fin del imprimátur.
Parecía irse del todo cuando arribó a esa patria extraña llamada exilio… Parecía irse del todo, correrse del todo. Sucedió. A la postre exilio es eyaculación. Sin embargo no ha sido vaciamiento, sino la concreción de un “corrimiento” (descaro, desplome, desplazamiento) de país, patria, prosa. Ha huido del “rastrojo estético” para arribar al “rastrojo estático”.
Del clarín escuchad el silencio. 59 poemas de amor y una canción contrarrevolucionaria (Hypermedia, 2016) es parte de ese tránsito. Estamos frente a la prosa apátrida. La que ha renegado de la ficción literaria en tanto patria del narrador; la que asume la disidencia frente a la ficción del Estado cubano (ministros, ministerios, instituciones, símbolos, comisarios políticos, el ex Comandante en Jefe Fidel). Reniega de estas ficciones porque ambas generan un canon. Cultural, político. Con este libro Orlando parece decirnos: “Hasta la decepción siempre, hasta la deserción siempre; antes que el canon, la cámara Canon”.
Rememoro la foto tomada por Ernesto Fernández: esa cabeza inmensa, blanca, segada y cegada. Pienso en la cabeza y en las ideas de mi retratado, en su noción de patria, de exilio, de exiliado. Si Guillermo Rosales se consideró un exiliado total, Orlando puede considerarse a sí mismo un “extremista total”, dispuesto a darle caza a su cachalote blanco.
En el libro que este 2018 publicará Hypermedia, Espantado de todo me refugio en Trump (del que ya se han publicado varios adelantos), la voz dispuesta a narrar o entregada a la crónica y al ensayo desde “un cenicero del Mid-West llamado Saint Louis”, desde Missouri, nos espeta: “El exilio es eso: una ridiculez neuronal que nos desconecta de nuestra rabia a favor y en contra de la Revolución”.
Llamémosle Ismael a esa voz, o Ismaelillo. O mejor: Orlando Luis.
El mismo Orlando capaz de consignar: “mientras más rápido los cubanos borremos la historia, más rápido nos habremos librado de repetirla”.
Espantado de todo me refugio en Trump lleva la etiqueta “novela”. Sin embargo, sabiendo al autor instaurado ya en el “rastrojo estático”, ¿tiene sentido preguntarle al libro dónde comienza y termina la ficción? No.
Este libro es una escritura (una criatura) reaccionaria en todo sentido. Es una criatura (una escritura) con más de una conexión a los artículos de opinión. Sin apelar a ninguna elipsis, el compromiso de ese narrador reaccionario es la batalla campal contra todo tipo de totalitarismos, ya sea en el espacio posnacional o el privado. Su pelea cubana contra los demonios, que ha tenido lugar en La Hanada, ahora en un cenicero del Mid-West.
Orlando intenta ajustar cualquier error de lectura producido en la interpretación de un episodio o personaje de la niñez, de la noción de patria y nación que tiene y tenemos. El pacto con los lectores al que aspira este profeta apóstata o apóstol profano no es ficcional. Es un pacto difícil. Un parto atroz.
En esta “novela” el narrador/autor regresa de Saint Louis a Lawton, a Alamar, a los chilenos exiliados en Cuba. Retorna a la muerte, a la infancia, a Fidel, a la literatura, al amor, al dolor, a los totalitarismos, al espacio privado que ha sido tan modificado y mortificado por lo político y por la política. También se trata de ti, de mí, de todos nosotros al interior de un relato llamado Cuba: “Isola di Cuba desolada, desoladora”.
Pienso en esta variante de novela y en el ideario de quien la ha escrito. Pienso en este sujeto apostado en Saint Louis “tecleando a piñazos sobre la ametralladora” de su laptop: “Estas son las lecturas al límite que aterran la miseria elemental de los lectores cubanos. Para no mencionar el pánico de los cubanólogos en la academia norteamericana, con sus salarios de asco para elogiar la miseria decimonónica del pueblo cubano”.
El mismo Orlando capaz de consignar: “mientras más rápido los cubanos borremos la historia, más rápido nos habremos librado de repetirla”. Para él, recordar es represión. Pero yo disiento de esa frase suya: recordar es además disentir, plantar batalla. Casi toda su obra necesita de la memoria para prosperar.
En cuanto a la práctica artística, no es precisamente lúcida la cámara de Orlando. Bad photography: justo eso pretende con su máquina fotográfica. Un buen concepto, una buena estrategia, pero no es lo que consigue. Su fotografía es solo registro documental.
Con la Canon en mano, OLPL no logra distanciarse del canon. Su desacato o irreverencia estriba en el uso del color. Para él, el black and white es de antemano un gesto artístico. Lo que acontece en su lenguaje escrito no tiene paralelo en el fotográfico. Él lo ha asumido sin tormentos, sin pudor: “La fotografía, en especial, suple mi imposibilidad plástica artesanal: soy muy torpe con las manos. A la par que me descontamina de las palabras: es agobiador discursear. Así que pensar, disparar, e imprimir fotos funciona para mí como una suerte no de alter-ego, sino de alter-texto. Siento que es una actividad menos retórica que la escritura; menos procaz, si bien no por eso menos peligrosa”. Por si no bastara, además declara: “haré el update de mi técnica fotográfica, cierto, pero no el de mi noción estética”.
Técnica fotográfica, noción estética. Eso no basta. Se debe poner mucho más en juego. Según Susan Sontag en su libro Sobre la fotografía: “el fotógrafo no es solo la persona que registra el pasado, sino que lo inventa”.
Eso, “inventar el pasado”, fabricar “otro cuerpo” a la manera de Barthes en La cámara lúcida. El mismo, pero otro. Crear otro cuerpo a partir del que se tiene delante, transformarlo.
Sí, justo lo que Orlando ha hecho en su prosa.